El lunes 28 de marzo de 2011 el mundo racional estaba alarmado porque Orham Pamuk, premio Nobel de Literatura 2006, había sido condenado a pagar 6.000 liras (cerca de 3.000 euros) por “haber denigrado públicamente de la identidad turca”. Ofendió la turquicidad al decir que «en Turquía se habían matado 30.000 kurdos y 1 millón de armenios, pero nadie se atreve a hablar de eso». Pamuk usó la libertad de expresión.
Con esa declaración de Pamuk al semanario suizo Das Magazin, en 2005, seis turcos consideraron que había insultado la turquicidad, protegida por el Código Penal, pero nunca definida —hacerlo sería irracional e irreal, según la politóloga Ebru Ilham—. Y lo llevaron a un juicio que, finalmente, declaró culpable al escritor.
En verdad, Pamuk no ofendió a nadie. Solo trajo a la memoria pública el genocidio cometido por el Imperio Otomano contra la población de Armenia. Expresó su pensamiento, su opinión, pero el abogado Kemal Kerinçsis y otras cinco personas de la Asociación de Mártires y Veteranos de Guerra valoraron sus palabras como una ofensa a los turcos. El fiscal pidió tres años de cárcel para el escritor.
El caso estuvo a punto de ser archivado varias veces, pero luego de seis años pasando de un tribunal a otro, el domingo 27 de marzo de 2011, el Tribunal Supremo de Turquía dictó el fallo. Sentenció que cualquier ciudadano turco estaba capacitado para atribuirse a su persona los insultos contra la nación. Sin pudor, estableció que cuando se insulta a Turquía se ofende a cada uno de los turcos.
El insulto, sin embargo, no fue definido y quedó al arbitrio de letrados e “insultados” determinar la gravedad de cada ofensa. Al músico kurdo Ferhat Tunç lo sentenciaron a tres meses de cárcel porque, en un discurso a favor de la paz, llamó «guerrilla» a la guerrilla kurda PKK. Asimismo, al periodista turco-armenio Hrant Dink, que fue juzgado en el mismo tribunal por “haber «denigrado públicamente la identidad turca», lo sentenciaron a seis meses de prisión.
Libertad de expresión y libertad de prensa
La libertad de expresión, la libertad de pensamiento y la libertad de prensa tienen muchas diferencias. Sin embargo, tienden a confundirse y hasta se utilizan como sinónimos. La libertad de expresión es un derecho humano casi inseparable de la libertad de pensamiento. Uno y otro son complementarios. Permiten expresar, compartir, publicar lo que pienso, opino y creo. Y en esa diversidad de pensamientos que se expresan y están disponibles para todos, la sociedad se enriquece, se informa, se forma y se autogobierna.
La libertad de expresión es la libertad de manifestar nuestras opiniones, ideas e informaciones de todo tipo y así se reconoce en los instrumentos internacionales de derechos humanos. Ese derecho incluye, como parte consustancial, la libertad de pensamiento. Y el pensamiento, si no se manifiesta, si no se comparte con otros, carece de toda trascendencia social. No tiene ninguna relevancia jurídica o política. El pensamiento es parte de la libertad de expresión. Es el impulso motor del tipo de mensajes que queremos transmitir a otros o que queremos intercambiar con otros.
Por otra parte, la libertad de información es uno de los elementos de la libertad de expresión. Entendida, en un sentido muy amplio, como el derecho de “buscar, recibir y difundir” informaciones e ideas de todo tipo. La libertad de expresión es el género y la libertad de información una de sus especies. Esta libertad específica –como parte de la libertad de expresión– ha llevado a confundirla con la libertad de prensa. Pero, cuidado. A diferencia de la libertad de expresión, que es una libertad del espíritu, la libertad de prensa es una libertad empresarial. No hay ningún instrumento internacional que consagre la libertad “de prensa”.
La Carta de Chapultepec, que se suele mencionar como el texto que sí lo hace, no es un tratado o acuerdo internacional. Es una declaración de principios adoptadas por la SIP, y para la cual la organización empresarial ha ido buscando –y obteniendo– el apoyo de gobiernos (no de Estados). La carta nunca se ha transformado en un instrumento internacional de derechos humanos. No consagra derechos para los individuos ni estipula obligaciones a los Estados.
Otra cosa es que la prensa (entendida en su sentido más amplio, no sólo la impresa, sino también la radio y la TV) es el altavoz que sirve de medio para difundir nuestros mensajes. Y para hacer que nuestra libertad de expresión sea más efectiva y llegue a todos los confines. Poner trabas a los medios que tenemos para expresarnos es coartarnos la libertad de expresión.
Sin libertad de expresión no hay libertad de información
Sin libertad de expresión no hay libertad de información. Solo se informa de lo permitido, solo se habla de lo permitido y solo se discute lo permitido. Quizás sea la razón de que, en dictadura, sean tan acaloradas y apasionadas las discusiones deportivas. Son las permitidas y fomentadas.
La libertad de expresión se vincula con el derecho de informar y de estar informado. Con la libre circulación de la información y el libre acceso a las fuentes. Si a un medio no se le permite el acceso a la información y se le persigue por informar, se le está restringiendo la libertad de expresión. Sin embargo, sus columnistas podrían circunstancialmente seguir expresando su pensamiento, sus ideas y sus pareceres. Los funcionarios que no contestan las llamadas de los periodistas ni les permiten participar, mucho menos preguntar, en sus apariciones ante la prensa no se molestarán. Sin información no hay ideas [las ideas y las informaciones son dos conceptos diferentes], sin libros no hay revoluciones.
El castrocomunismo cubano, después de muerto Stalin y de la gran hambruna que significó para China el Gran Salto hacia Delante de Mao, logró la adhesión de un vasto sector intelectual. Se enamoraron del fogoso discurso idealista de igualdad y libertad. Sin proponérselo, Castro y los barbudos le dieron otro aliento a la gran farsa de la justicia social que se desplomaba detrás de la cortina de hierro. Los apoteósicos discursos de Fidel Castro tenían una puesta en escena comparable con las movilizaciones de masas del Tercer Reich. Hasta una paloma blanca se posó una vez en el hombro de quien llenó de guerrillas, violencia y muerte a Latinoamérica.
Hasta 1957, en plena dictadura de Fulgencio Bastista –que tampoco era amigo de la libertad de expresión– y 2 años antes de la entrada de los “barbudos”, en La Habana circulaban 21 periódicos, 28 revistas, 12 noticieros de radio, 3 noticieros de televisión y 3 cinematográficos. En la provincia había 36 diarios, 33 revistas y 16 noticieros de radio. La tirada de los periódicos alcanzaba 220.000 ejemplares por día y tenían 1.234 periodistas en plantilla. Había libertad de prensa, no de expresión, pero siempre algo se le colaba a la censura..
Los tres diarios de más importantes eran El País-Excelsior, Información y Diario de la Marina, que era el más viejo; las revistas más populares eran Bohemia y Carteles, ambas del periodista ambas de Miguel Ángel Quevedo Lastra, que el 26 de julio de 1958 publicó el manifiesto de Sierra Maestra, un documento dirigido a la unificación de los grupos que combatían el régimen de Batista. La guerrilla urbana y la de Sierra Maestra. El primer número de Bohemia en revolución vendió más de un millón de copias en pocas horas. Abundaban las fotos de Fidel en todas las poses y tamaños. Todo era muy rápido.
Igual de veloz fue la ruptura de nuevo régimen con la prensa. La “prensa burguesa y reaccionaria” dejó de circular en mayo de 1960. Las instalaciones pasaron a manos de los trabajadores, quienes las entregaron al gobierno. Desde entonces, Cuba tiene un solo diario, Granma, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, tan aburrido como un listín de lotería sin números ganadores. Nadie habla de libertad de prensa, una desviación pequeño-burguesa.
Como lo había hecho antes con otros candidatos presidenciales, en 1998 el diario El Nacional apoyó la candidatura de Hugo Chávez. También lo hicieron reconocidos intelectuales, artistas de la radio y la televisión, los grupos de ecologistas y de defensores de los derechos humanos, la clase media ganada por la antipolítica y los portadores de voto castigo, que no acuden a los centros de votación a escoger el mejor sino a castigar, sin medir consecuencias, a quienes han gobernado
Al poco tiempo empezó el proceso de distanciación con la prensa. Primero con burlitas a los reporteros, luego con agresiones a los equipos periodísticos que empezaban a descubrir e informar sobre la rampante corrupción del Plan Bolívar 2000. Por motivos nunca explicados, y que para restarles importancia se les calificaba de caprichos de nuevo gobernante, cada vez era mayor la restricción a la libertad información y al acceso a las fuentes informativas.
Mientras, las televisoras y radioemisoras que estaban en manos del Estado, pero que funcionaban como empresas públicas, fueron perdiendo autonomía. Ya no dependían editorialmente del Estado, que tenía su custodia, sino del “alto gobierno”, la locución que empezaba a distinguir a la camarilla que tomaba las decisiones y las comunicaba como órdenes.
Al principio, como muestra de liberalidad y apertura de mente, hubo un reiterado uso de malas palabras por los altos funcionarios. Obvio, la novedad de las groserías aparecía en los titulares de los diarios. Mientras todos se asombraban del pésimo lenguaje de los ministros, las noticias y los anuncios importantes y trascendentales los daba Chávez. Cada domingo, había que seguir hasta 11 horas seguidas el Aló, presidente para poder tener la noticia, el anuncio del cambio de gabinete, la expropiación del día o la solicitud de “un millardito” al Banco Central. Había unidad informativa: una sola voz y no aceptaba preguntas.
Los periodistas tenían más apertura con los parlamentarios. Hasta conseguían noticias exclusivas. Todo se acabó cuando en un paneo la cámara de un canal privado de televisión le mostró que un diputado de la mayoría oficialista se dedicaba a ver pornografía en su laptop personal en pleno debate. El castigo decidido por la directiva de la Asamblea Nacional fue para la prensa. Prohibió la entrada de los periodistas de los medios privados a los debates. Fue un severo golpe al ejercicio del periodismo, que vergonzosamente se superó cuando los reporteros aceptaron seguir las sesiones desde un televisor que pusieron en un pasillo. Nada de sillas, nada de nada. Ni agua.
Fue una agresión mortal a libertad de informar, pero mucho peor a la libertad de expresión. Se les impedía a los diputados que sus opiniones se conocieran. Era frecuente que la cámara fuese dirigida al techo cuando un legislador de la oposición era golpeado por los oficialistas o que el micrófono se silenciara si hacía una denuncia. Las cámaras y los micrófonos solo funcionaban con el oficialismo. Sin embargo, no hubo la reacción adecuada.
Con el cierre de Radio Caracas TV no se le estaba cobrando la rebeldía a Marcel Granier y a Peter Bottome, que no aceptaron 600 millones de dólares por 1BC y quedarse calladitos. La intención era la hegemonía comunicacional y la implantación de un solo pensamiento libre, el de Hugo Chávez. Seguidamente, el gobierno se apropió de las 39 estaciones de radio de más sintonía.
La expropiación de medios o su compra y la persecución de periodistas les permitió afianzarse en el poder. No obstante, la campaña de exterminio del chavismo de los medios de comunicación privados se tomaba como un asunto que solo afectaba a los dueños. La gente –tampoco el liderazgo político– no se percató de que le estaban cerrando los canales de comunicación y de información que servían a todos.
Incluso, muchos repetían como propios los argumentos de Aló, presidente contra los dueños. Llamarlos tramposos era el calificativo menos agresivo. Unos pocos creyeron que se pasaba de un sistema de medios privados a uno público, afín al sistema europeo. No se consideró en peligro el derecho de estar informado, la libertad de expresión. Chávez hablaba hasta de sus problemas estomacales en su programa y llegaron a decir que como comunicador, era más entretenido “que las mentiras y el odio que transmitían los canales privados”.
Los medios privados se convirtieron en el enemigo. Su poder de convocatoria y su credibilidad se redujeron considerablemente, mientras que su poder económico se vio radicalmente disminuido con el bloqueo publicitario de los entes públicos. Finalmente, su autonomía de gestión fue constreñida con el control de cambio.
El poco acceso a la información, especialmente sobre lo que ocurría con Chávez en Cuba, donde estaba internado en un hospital de alta seguridad, permitió que el Palacio de Miraflores, Poder Ejecutivo y el país todo fuese teledirigido desde Cuba. Según Ernesto Villegas y Jorge Rodríguez, el agonizante Chávez firmaba decretos en la mesa de operaciones y hasta anestesiado.
Comprados los diarios El Universal y Últimas Noticias por gente del régimen, El Nacional seguía haciendo periodismo. Editorializando, denunciando las violaciones de los derechos humanos, fijando posición frente a la dictadura y defendiendo la democracia y el libre juego de las ideas. La libertad de pensamiento, de expresión y de información. La tríada fundamental y la piedra en el zapato de toda dictadura.
En 2015, El Nacional, entonces un periódico con la paginación reducida, ingresos publicitarios muy limitados y problemas para obtener papel y circular en todo el país, publicó –por considerarlo una noticia de interés nacional– que al presidente de la Asamblea Nacional, a Diosdado Cabello, el hombre más importante del régimen después del jefe del Estado, lo investigaba la DEA, la agencia antidrogas de Estados Unidos. No era una noticia exclusiva, era la republicación de lo que había aparecido en el diario ABC, en Madrid, y el The Wall Street Journal, en Nueva York.
Pasado el escándalo, Cabello acudió a los tribunales a «lavar su honor». Intentó demandar a ABC y a WSJ, gastó una importante cantidad de dinero sin que la demanda prosperara. Desistió. Su poder de fuego lo dirigió contra El Nacional, TalCual y La Patilla. El tribunal penal dictó medidas cautelares contra los directivos de los tres medios. Además, les congeló los bienes, les prohibió salir del país y los obligó a presentarse cada siete días. No obstante, se trataba de un juicio privado, no se investigaba un asesinato ni un acto terrorista tampoco un desfalco público. Era un agravio menor. Un alto funcionario del régimen se sentía herido en su honor y buscaba resarcirlo, limpiarlo con mucho dinero.
Como el juicio penal no avanzaba, Cabello acudió a la instancia civil, que sin esperar la sentencia de que se había cometido el delito de difamación, aceptó la demanda contra la C.A. Editora El Nacional por embarrar el honor del diputado Cabello. Para resarcir el daño moral, exigía la exorbitante cantidad de 1000.000.000 de bolívares. Y desde entonces alardeaba que sería el dueño de la empresa editora y que publicaría la versión impresa de Con el mazo dando, su programa de televisión. También anunció que iba montar una escuela de “verdadero periodismo”.
En el ínterin, la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció a favor de Radio Caracas Televisión y ordenó que se les restituyera la señal y los equipos a los propietarios. Todavía no se ha cumplido. Para no darle más largas a un asunto se veía interminable, los directivos de El Nacional aceptaron declararse culpables en el juicio civil. Hasta aceptaron publicar una disculpa pública.
Solo que quedaba por resolver el monto a pagar por el daño moral. La enorme cantidad, con la bestial hiperinflación venezolana, se redujo a unos centavos de dólar. Se nombró un perito que calculara un monto razonable. Pero tardaba mucho y Diosdado Cabello no podía seguir con la honra sucia. Para lavarla utilizó las vereditas del poder. Acudió a la Sala de Casación Civil del máximo tribunal para que se avocara la sentencia del juzgado civil y decidiera el monto. Lo hizo. Lo fijó en 237.000 petros, el bitcoin bolivariano, que equivale a poco más de 13,4 millones de dólares.
El Nacional no pagó. Fue embargado. La Guardia Nacional Bolivariana tomó las instalaciones y Cabello se presentó como el nuevo dueño. Lo considera como una parte del pago, todavía no está satisfecho. Solo la rotativa y la sala de producción valen más de 60 millones de dólares. El terreno tanto o más.
Héctor Faúndez Ledesma es abogado. Se graduó con la máxima distinción en la Universidad de Chile y es diplomado en Derecho Internacional y Comparado de los Derechos Humanos (Estrasburgo), Master en Leyes por la Universidad de Harvard, y Ph.D. por la Universidad de Londres. Ha dictado cursos y ha escrito sobre las dimensiones jurídicas y políticas de la libertad de expresión.
Es autor de Las dimensiones de la libertad de expresión en Venezuela y de Los límites de la libertad de expresión. Precisamente, es la libertad de expresión el derecho conculcado con la toma militar de la sede de El Nacional, luego del avocamiento de la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia de una causa juzgada y con sentencia firme.
Sobre las circunstancias procesales de la sentencia de la Sala de Casación Civil del Tribunal Supremo de Justicia que ordena a la C.A Editora El Nacional a pagarle 237.000 petros a Cabello como compensación a los daños a su honor, Faúndez es categórico.
—De acuerdo con su propia jurisprudencia, la Sala Civil no podía avocarse un asunto que había sido decidido, era cosa juzgada y había una sentencia firme. No puede haber avocamiento de una causa judicial que está decidida. Además, la Sala de Casación Civil viola su propia jurisprudencia en cuanto a la indexación de sentencias por concepto de daño moral. Existe la percepción de que el TSJ ha actuado más allá de sus competencias para decidir una controversia política sin la debida independencia e imparcialidad.
Faúndez, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Central de Venezuela y fundador del Centro de Derechos Humanos de esa casa de estudio quiere hacer hincapié no en el aspecto procesal de la sentencia, sino el significado y consecuencias de la sentencia, de la multa y del embargo de la sede de El Nacional, desde el punto de vista de la libertad de expresión.
—¿Se defiende el honor manchado o se coarta la libertad de expresión?
—Desde el principio, el objetivo ha sido perseguir a El Nacional por reproducir una noticia que provenía del diario ABC de España y The Wall Street Journal, en la que se informaba que la DEA investigaba a Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, por vínculos con el narcotráfico. Una información de legítimo interés público. Se refería a un asunto que, como el narcotráfico, que afecta a la sociedad. Asimismo, mostraba la percepción que se tenía de Venezuela en el exterior y, finalmente, involucraba a un personaje público que era el segundo hombre más fuerte del régimen.
Además, la Constitución garantiza la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo. En nuestro ordenamiento jurídico, la censura está proscrita. Coartar la libertad de expresión –en este o en otros asuntos– nos afecta a todos como ciudadanos. No solo concierne al diario El Nacional y a la oposición política, sino a la ciudadanía en general. A la preservación de las libertades públicas.
Se persigue al periódico por la reproducción de lo que en doctrina se denomina el reporte fiel; esto es, reproducir fielmente un reportaje de otro medio de comunicación social. En este caso, el ABC de Madrid y el Wall Street Journal. De acuerdo con la jurisprudencia constante de tribunales nacionales e internacionales, desde el caso del New York Times vs Sullivan, un medio de comunicación no es responsable por la reproducción fiel de información transmitida por otros. En el caso del New York Times, se trataba de la publicación de un remitido (no de un reportaje anterior) y se juzgaba al NYT como responsable del contenido del remitido.
También llama la atención el contenido del reportaje publicado. La demanda de Diosdado Cabello fue por difamación, porque se habría ofendido su honor, y se habría lesionado su honra o su reputación. Sin embargo, en este caso, lo que está en discusión no es el honor particular de una persona, pues se trataba de un asunto del mayor interés público. La información señalaba que, de acuerdo con datos proporcionados por su exguardaespaldas, Cabello estaría involucrado en narcotráfico. Eso podrá ser cierto o no, pero el hecho noticioso, la circunstancia que hace que la noticia tenga un interés público, es que se acusaba a un alto funcionario.
Cabello, además de presidente de la Asamblea Nacional, era el vicepresidente del PSUV, el partido de gobierno. Esa circunstancia, por sí sola, hacía que el señalamiento del exjefe de seguridad de Cabello fuese de interés público. Además, se denunciaba un asunto de gravedad, que desde las altas esferas del poder se avalaba el narcotráfico. Eso lo hacía de interés público. Adicionalmente, hubo otro elemento. La noticia había sido difundida por dos medios internacionales que, podrán gustarnos o no, pero que tienen prestigio internacional. No son pasquines ni medios de aparición efímera. Con su reportaje, el ABC y el WSJ reflejaban la percepción que en ese momento se tenía de Venezuela en el mundo.
Que un alto funcionario venezolano apareciera involucrado en delitos de esa naturaleza, y que apareciera en esos dos diarios, también lo convertía en un asunto de interés público, que debía ser objeto de difusión. No era algo privado, fuera de la discusión o del debate público, que lesionaba el honor de un particular.
La protección del honor de una persona tiene vigencia en el ámbito privado; nunca en el público. Quien interviene en el debate público tiene que estar dispuesto a recibir golpes y a ser objeto de insinuaciones o de acusaciones más o menos fundadas. Un expresidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, decía que quien se mete en política tiene que estar dispuesto a aceptar este tipo de consecuencias. Él aconsejaba: “Si no le gusta el calor, sálgase de la cocina”. Ese “calor” es la consecuencia de intervenir en política.
Una figura pública está expuesta a este tipo de situaciones, en las que podrá ser objeto de simples insinuaciones o de acusaciones de más o menos peso. Pero no es su honor lo que está en juego; ese es el precio de un debate franco y abierto sobre asuntos de interés público.
Hay otro elemento de particular importancia. De acuerdo con el artículo 58 de la Constitución de Venezuela, en el caso de informaciones inexactas o agraviantes, toda persona tiene el derecho de rectificación o de respuesta. Si en el reportaje que reprodujo El Nacional había alguna información inexacta o agraviante, Cabello podía haber hecho uso de ese derecho de rectificación o de respuesta. Hasta donde tengo conocimiento, el diario El Nacional le ofreció a Diosdado que diera su versión de los hechos, pero no aceptó. Rechazó hacer uso de ese derecho que está en la Constitución y que era el remedio adecuado.
Si había una lesión de su honor, era la vía que legítimamente, razonablemente, podía utilizar para resarcir su honor ofendido, y reparar su honor agraviado. No lo hizo. En una sociedad democrática, respetuosa de la libertad de expresión, no es con acciones judiciales, penales o civiles, que se puede resolver este tipo de controversias.
En los instrumentos internacionales de derechos humanos y en la Constitución de Venezuela está garantizada la libertad de expresión en un sentido muy amplio. Y el núcleo central de la libertad de expresión, su corazón, es que pueda haber un debate político de la naturaleza más amplia posible.
La libertad de expresión no solamente tiene el propósito de amparar la difusión de obras literarias, de poesía o de historia, física, matemáticas, filosóficas o religiosas. No. La esencia de la libertad de expresión, su propósito fundamental, es proteger el debate político. Que es lo que está en discusión con la persecución y embargo de El Nacional.
En el Derecho Internacional de los derechos humanos y en la Constitución de Venezuela, todavía en vigor, hay una amplia garantía de la libertad de expresión. No se puede cohibirla o inhibirla. Censurar el libre flujo de información, impedir la discusión y el debate por medio de una demanda judicial, y con una pretensión de resarcir el daño moral con una cantidad tan escandalosa y desproporcionada, como la de este caso, solo coarta la libertad de expresión.
No se puede pretender que, por una supuesta difamación, un supuesto daño al honor que no se ha demostrado en un tribunal –un daño que tenía que ser probado y acreditado en el juicio– se cierre un diario que históricamente ha sido un baluarte de la libertad de expresión.
Ningún tribunal estableció hechos que demostraran el daño moral que alega Cabello. Pero suponiendo que efectivamente se hubiera causado, la compensación que se fije para resarcirlo debe ser proporcionada al daño y proporcionada al ejercicio del derecho que está en discusión: la libertad de expresión. Pensar en una indemnización de 13 millones de dólares por daño moral es un exabrupto. Es un absurdo. Es una forma de coartar el debate político y la libertad de expresión.
Cuando a una persona, a una empresa o a una institución se le sanciona con una indemnización de esa magnitud, se inhibe el debate político del resto de las personas. Impide que los demás, que no tenemos de donde sacar trece millones de dólares, podamos participar en el debate político. Es la utilización del Poder Judicial para imponer el silencio, la censura y un modelo político que el país no quiere. Pretenden que solo podamos decir “sí, mi comandante”.
Una indemnización de ese monto habría que compararla con el sueldo de un médico o de un profesor universitario, y no de un mes sino de una década. ¿Cuántas décadas tendría que trabajar un profesor universitario o un funcionario público para obtener como ingreso honrado esos 13 millones de dólares que la Sala de Casación Penal del TSJ fijó para limpiar el honor de Cabello?
No conozco ni una indemnización por daño moral que se haya aplicado en Venezuela respecto de las víctimas de torturas o muerte resultante de participar en manifestaciones pacíficas. En ninguno de esos casos se ha fijado una indemnización por daño moral, mucho menos de esa envergadura, de esa magnitud. Es lo que lo hace desproporcionado y contrario a la libertad de expresión.
Lo peor y más grave de la sentencia no es la expropiación de los bienes de los propietarios de El Nacional. No, ese no es el punto central. Lo que está en juego no son los bienes de los propietarios de El Nacional, sino la posibilidad de que los ciudadanos podamos debatir libremente sobre cualquier asunto de interés público, como que la DEA investigue al vicepresidente del partido de gobierno.
Al lado de esa orden de silencio –si hablas con franqueza, si te expresas con libertad, te arruino– está la otra orden: “Aquí no se habla mal de Chávez”, la consigna de Con el mazo dando, el programa de Diosdado Cabello en un canal del Estado. Solo se puede hablar de lo que ellos quieran y decidan.
—La sentencia del TSJ no hace referencia a la libertad expresión, al derecho de informar y de estar informado…
—A los jueces de la Sala solo les interesaba complacer al demandante, que no es cualquier persona. Hasta hace poco Cabello era la segunda figura más importante del régimen. Y lo era en el momento cuando se publicó la información de que la DEA le estaba investigando. Todavía sigue siendo una figura dentro del régimen y había que complacerlo. ¿Era posible dictar una sentencia contraria? La Sala de Casación nunca tuvo competencia para involucrarse en un caso juzgado, con sentencia firme, y no había absolutamente nada que pudiera hacer en este caso. Se trata de una sentencia política, y no de un acto jurídico debidamente razonado. Si fuese un caso jurídico habrían tenido que referirse a las disposiciones constitucionales que garantizan la libertad de expresión.
Además, teniendo relación con un derecho constitucional, por estar en juego la libertad de expresión, tenía que haberse avocado la Sala Constitucional. Sin embargo, no esperemos que la Sala Constitución rompa lanzas por la libertad de expresión. No va a cometer el error político de avocarse un asunto que involucra a una figura del régimen para desdecir a los jueces de la Sala Civil. No les puede decir que son unos ignorantes, y que esa sentencia fue dictada en esos términos por razones políticas.
—¿En Venezuela hay una ilusión de justicia, no un sistema judicial?
—Hay mucha gente que se ha percatado de esa realidad y se rindió. Hay bufetes jurídicos cerrados o que funcionan en un mínimo porcentaje de su capacidad. Saben que los tribunales podrían servir para una disputa entre terceros, pero no en un asunto que afecte al régimen o a sus figuras más notables. En la Venezuela de hoy, si usted recurre a los tribunales no va a buscar un abogado; buscará un operador político que conozca al juez y que sea capaz de obtener una sentencia favorable con los argumentos que sean.
Aunque de antemano uno suponga cómo serán las sentencias, es importante dejar un registro histórico sobre lo que pasó y, al mismo tiempo, desenmascarar lo que es una patraña jurídica, una verdadera chapuza. Nadie puede tomar en serio una sentencia que ordena pagar el equivalente a 13,4 millones de dólares por concepto de daño moral. El régimen no durará para siempre y allí estará ese registro histórico.
—Delcy Rodríguez anunció que acudirá a la Corte Internacional de Justicia para denunciar el acoso informativo contra el régimen de Nicolás Maduro…
—Imagino que ella dice que es una tremenda mentira que Oscar Pérez fue ejecutado, o que no le dieron un tiro de gracia; imagino que también dirá que es mentira que el concejal Fernando Albán fue torturado y asesinado, y que es falso que torturaran al capitán Acosta, y que éste muriera de la paliza que le dieron. Dirá que es una falsedad la existencia de centenares de presos políticos y de millones de personas que han tenido que salir den Venezuela. Seguramente, dirá que todo eso es falso, y que es producto de una maquinación en contra de Venezuela. El problema es que la Corte Penal Internacional también está recaudando otras informaciones, de fuentes creíbles, y probablemente el resultado no será el que ella espera.
—¿Por qué no ha habido una defensa de la libertad de expresión más enérgica?
—Hay, desde hace años, una resignación impresionante de la población. Pocos defienden la libertad de expresión y alguno dirá que mucho más grave es la destrucción del aparato de justicia, de la independencia del poder judicial y el desmantelamiento del Estado de Derecho. No, no son más graves. Todas se complementan. La libertad de expresión, dice una sentencia de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, es el pilar fundamental de una sociedad democrática. Por eso, la libertad de expresión es siempre la primera víctima de un régimen tiránico.
Un politólogo estadounidense fallecido hace más de medio siglo, Alexander Meiklejohn, decía que la libertad de expresión es un derecho fundamental porque es la forma como nos autogobernamos. Cuando discutimos, a través de los medios de comunicación o en la plaza pública, sobre políticas públicas, sobre cualquier acción de interés público, nos estamos autogobernando. Esa es la importancia de la libertad de expresión. Los partidos políticos, el liderazgo político y los ciudadanos no lo han visto ni lo han entendido así. Quizás han tenido otras prioridades.
Además, desde hace muchos años, se ha confundido en el continente americano la libertad de expresión con la libertad de prensa. Eso es culpa de la Sociedad Interamericana de Prensa. Los empresarios, los dueños de los medios de comunicación, asimilan la libertad de expresión a la libertad de prensa, pero son dos cosas distintas. La identificación de la libertad de expresión con la libertad de prensa hace mucho daño a la libertad de expresión como una libertad del espíritu, que necesita de la prensa libre, pero que no se confunde con ella.
Cuando el chavismo comenzó a desmantelar los medios de comunicación en Venezuela –cerró Radio Caracas Televisión y 39 emisoras de radio, y a los a periódicos les negaba el papel y la tinta– muchos ciudadanos y algunos políticos lo veían como un problema entre los dueños de medios y el gobierno. Y no lo era. No era un choque entre Marcel Granier y Chávez, sino de Chávez y su gobierno contra la libertad de expresión que, por su contundencia, inhibía, autocensuraba a los otros medios. Y eso le hace mucho daño a un país. Ni nos autogobernamos, ni controlamos a los que gobiernan para que estos no nos vendan a una potencia extranjera o para que no saqueen los recursos del Estado.
Desde el principio había una estrategia de hegemonía comunicacional, para dominar qué es lo que transmitían los medios de comunicación social. Pasados 22 años, los venezolanos no cuentan con la posibilidad de acceder a información confiable, verificada, independiente sobre lo que está ocurriendo. El gobierno se hizo con el control de todos los medios. Es muy difícil para los venezolanos estar realmente informados.
Pero no le echemos la culpa solamente al gobierno. La oposición también ha tenido culpa. No vio en su momento la importancia que tenía la libertad de expresión. Se hizo algo cuando se anunció el cierre de Radio Caracas Televisión, pero no lo suficiente. No se trataba de defender a Granier o a la empresa 1BC, sino la libertad de expresión. El país no lo entendió y dejó que la libertad se escapara entre las manos. No se hizo bien, no se manejó bien, ni se hizo oportunamente todo lo que pudo hacerse en ese caso. Después de eso, Chávez ya nos había tomado la medida, y sabía que podía hacer cualquier cosa. Desmantelaron todo. Si no hay la libertad de expresión, se pierde todo lo demás. Venezuela es el ejemplo más claro.
Por Ramón Hernández.
Publicado originalmente en Cambio16.