El sol se posa en línea recta en una meseta sin sombra. Con la respiración entrecortada por los 3.700 metros de altura, Anyier intenta reponerse sentada a la orilla de la carretera: hace siete horas cruzó a pie a Chile desde Bolivia, su quinta frontera desde que dejó Venezuela.
«Esto ha sido lo más difícil, horrible», lanza esta exempleada de la Siderúrgica Nacional (Sidetur), de 40 años, que el 25 de enero emprendió la travesía de más de 5.000 km junto a Reinaldo, un barbero de 26 años de edad, y la hija de ella Dany, de 14.
Salieron desde Guatire, un suburbio de Caracas, con 350 dólares y una mochila con lo justo.
Como esta familia, muy quemados por el sol y los labios partidos, avanzan por la vía cordillerana al desierto de Atacama -norte de Chile- jóvenes de ciudades venezolanas como Barinas, Maracaibo, Apure y Maturín. Todos sin excepción piden agua. Llevan días, meses o semanas de haber cruzado las fronteras de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia.
«Ni agua nos quieren dar», lamentaba Ramsés, un merideño que tiene como meta llegar donde un amigo en Rancagua -cerca de Santiago-, donde lo esperan para trabajar en un campo agrícola.
Anyier y su familia se detuvieron al borde de la ruta después de 25 kilómetros caminando sin nadie que les ofreciera ayuda en una zona transitada sobre todo por camiones de carga y «últimamente taxistas y esa gente que los extorsiona para llevarlos».
«Un taxista se paró a preguntarnos si teníamos papeles y cuando dijimos que éramos venezolanos se burló, y aceleró», contó a la AFP Anyier, dolida hasta las lágrimas.
Tras cruzar muy temprano por el costado del puesto fronterizo cerrado, se montaron en una camioneta para que los llevaran a Iquique o hasta Huara. “Nos dijeron que no, que no le iban a tender la mano a los venezolanos», apunta Reinaldo, quien afirma que a migrantes bolivianos y cubanos sí los trasladaron.
Bajo cero
Si de día el sol es insoportable, con ráfagas de viento capaz de mover una camioneta, en la noche «el frío es bajo cero», indica a AFP el alcalde de Colchane, Javier García.
En esta comuna de 1.700 habitantes, una de las 10 más pobres de Chile, afirman que han vivido desde enero «un fenómeno migratorio y crisis humanitaria jamás visto en la región». Cuentan tres muertes oficiales: una mujer colombiana, un bebé y un venezolano de 69 años de edad. «Han muerto de frío, hipotermia», dice un militar en Colchane.
«Durante meses pudimos apreciar imágenes crudas, inhumanas, que llegaban durante la madrugada a temperaturas bajo cero, -8 o -10, llorando de hambre, a veces sin dinero», describe el Alcalde, quien también menciona el choque cultural de los migrantes con los aymaras, gente reservada que se siente confrontada a actitudes atrevidas y ruidosas de algunos caminantes.
A unos 40 km de Colchane, un joven de 26 años está paralizado en la carretera, tapado con cobijas viejas, lleva ropa delgada y sandalias de playa con calcetines. Balbucea que se llama Alexander y que viene desde Carúpano. Llora porque no siente las manos.
«Es que él no puede con el frío», aclara su amigo antes de echarse encima de su espalda a darle calor con un abrazo.
«Vamos, chamo, pa lante», le dice. Estáticos, ambos se emocionan, mientras dos amigos más, todos entre 23 y 26 años, echan sus cobijas y mochila al interior de un desagüe al costado de la ruta, a ver si logran protegerse para dormir.
Colchane-Huara
Unos creen que Santiago (a más de 2.000 km al sur de Colchane) está cerca de esa frontera altiplánica que bordea con el pueblo boliviano de Pisiga.
Ahí se enteran de que para llegar a la capital primero hay que ver cómo avanzar a Huara, una localidad 170 km más abajo por esta ruta sin gente a la vista y clima inclemente. Los pocos poblados no tienen luz eléctrica y hay poca agua.
«Muchos llegan con celulares, digo yo ¿cómo no revisan antes adónde van para que tampoco abusen de ellos la gente mala?», se pregunta Ana Moscoso, dueña de un almacén en Chusmiza.
Son pueblitos tranquilos. “Hemos tenido miedo porque algunos entran a las casas sin pedir permiso», señala Moscoso.
En estas zonas hay caseríos donde el rechazo a los venezolanos creció en enero, como en Quebe, poblado de pastores aymaras de alpacas. Allí cerraron la entrada con un cartel que advierte: «Cuidado. Prohibido ingresar al pueblo. 3 pitbull sueltos».
«Aquí llegaron, amenazaron con matarme, con comerme porque los saqué de la casa de mi nieto», acusa Maximiliana Amaro, de 82 años, quien vive de sus animales y de sus siembras de quinoa, papa y maíz.
Amaro está furiosa con el tránsito de venezolanos y se queja de que entran al poblado, se meten a las casas mientras pastorean las alpacas y piden las cosas con prepotencia. «Y en Colchane les dan de todo, comida, pero a nosotros no».
Los caminantes en estas partes se encaraman en la parte trasera de camionetas mineras o camiones para avanzar. Otros pagan hasta 100 dólares por persona para que los dejen en la ciudad portuaria de Iquique, pero al final los abandonan antes de Huara, a 78 km al noreste de Iquique.
En Huara ya están en el desierto, se les ve en las calles, duermen a la intemperie, y otros se amontonan en un galpón dispuesto por un poblador local. Habitantes, policías, militares todos viven la situación con asombro, cautela y muchos empatizan con un drama complejo. Nadie se siente a salvo, ninguno ve solución fácil, todos piden ayuda.
Iquique
En Iquique, una ciudad de casi 200.000 habitantes, la pandemia ha golpeado fuerte.
Allí las residencias sanitarias siguen atiborradas de migrantes que deben hacer cuarentena sin poder tramitar ningún estatus migratorio o pedir refugio. A algunos los sacaron de esas residencias a un avión militar para deportarlos en febrero.
Desde antes de diciembre han llegado miles de migrantes a Iquique y más de 8.000 ingresaron por la frontera norte. Algunos tomaron buses hacia el sur de Chile, pero durante la crisis de la primera semana de febrero muchos fueron trasladados desde Colchane a este balneario.
«Pasamos el 31 de diciembre en esta plaza, no tenemos donde ir ni dinero. Hay gente que nos da carpas, nos cocinamos, algunos salen a hacer trabajitos, vender dulces o a pedir dinero», cuenta Anabella, de 26 años, y con dos niños pequeños que la rodean en la Plaza Brasil de Iquique.
Otros llegaron al final de la cuarentena en la ciudad, como Anyier y su familia. Desde ahí reciben envíos de dinero de amigos o familiares en distintos puntos de Chile y se compran el pasaje en bus a su nueva vida.
«Tengo los nervios de punta», dijo ella al llegar al terminal de buses de Iquique, repleto de inmigrantes venezolanos, colombianos y haitianos, varados por falta de dinero o papeles.
Anyier y su familia lograron llegar a Santiago el 23 de febrero, un mes después de dejar Guatire, y se dirigieron a la casa de su hermana, radicada aquí desde hace tres años. «Gracias a Dios, y ojalá nos vaya bien», afirma, abrazada a ella.
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