Semillero durante seis décadas de grandeligas como Andrés Galarraga, Omar Vizquel o José Altuve, los Criollitos de Venezuela remiendan pelotas y luchan para sobrevivir como escuela de miles de niños que sueñan con el estrellato.
Trofeos, medallas y diplomas cubren pisos y paredes de sus oficinas en Caracas, además de fotos en blanco y negro de leyendas como Vizquel, ganador de 11 Guantes de Oro. Un aire de nostalgia envuelve el lugar.
Pero el prestigio y el talento no bastan. Cada vez menos niños pueden seguir las huellas de sus ídolos por la crisis económica del país, comenta a la AFP Andrés Romero, secretario general de Criollitos, que en 2018 recibió 50.000 inscripciones, menos de la mitad de años anteriores.
El presupuesto de la organización de 2019 está desfinanciado en 95%; en 2018 el déficit fue de 50%, según la entidad.
Jóvenes como Harrison Morao, de 14 años de edad, entrenan con uniformes agujereados y zapatos con suelas desprendidas, ilusionados con ampliar la saga del segundo mayor exportador de peloteros de Grandes Ligas después de República Dominicana.
«Mis padres me dan lo que pueden», cuenta el atlético adolescente que entrena con Criollitos y otra academia con la que espera dar el salto. Con más de un siglo de historia, el beisbol es el deporte nacional de Venezuela.
«Muchos practican sin almorzar»
En la sala de una casa de láminas de zinc, sobre una ladera donde antes había un basurero, Harrison, que práctica desde los 7 años de edad, fantasea con su videojuego de la Major League Baseball.
Anhela correr con la suerte de un compañero que ahora está en una academia en Dominicana y le heredó sus zapatos antes de partir.
«Me han llegado ofertas para irme a Dominicana en febrero y estoy trabajando para eso», relata con timidez Harrison, quien, de lograrlo, dejará el colegio donde lidia con la migración de maestros y la falta de transporte.
Su referente es Pablo Sandoval, ganador de la Serie Mundial de 2014 con los Gigantes de San Francisco formado en Criollitos. También promotor de una escuela que capta a jóvenes venezolanos de entre 14 y 16 años de edad.
Hábil receptor, Harrison encaja pelotas con un viejo guante que le queda chico.
Su padre, Ricardo Morao, de 44 años de edad y con trabajos esporádicos de albañilería, lo anima desde las deterioradas gradas de un estadio en Casalta, en Caracas.
«A veces dejo de comprar cosas para la casa para darle a él», relata Morao, quien completa la alimentación familiar gracias a un huerto donde siembra tubérculos, maíz y cambur.
Carlos Castillo, director de La Cañada, el equipo de Criollitos con el que juega Harrison, admite que algunos niños llegan a las prácticas sin almorzar.
El monstruo de las academias
Tras una masiva presencia de cazatalentos y escuelas, las academias de Grandes Ligas empezaron a marcharse del país en 2015 por la crisis y la inseguridad; pero siguen captando prospectos. Criollitos ha quedado en desventaja.
La primera en partir fue la escuela de Marineros de Seattle, equipo con el que debutó Vizquel en 1989, que fue a República Dominicana y le siguieron una veintena. Sin embargo, han surgido otras que actúan como enlaces y donde Harrison refuerza sus habilidades.
Criollitos no siempre estuvo a la zaga. En la organización fundada en 1962, por la que han pasado 130 de los más de 400 grandesligas venezolanos, los patrocinadores sobraban, cubriendo todos los gastos, incluidas participaciones en el exterior.
«Usted antes pasaba una carta a cualquier ministerio y le daban patrocinio», recuerda Castillo, apuntando su mirada a una caja con pelotas deshebradas.
Los patrocinios desaparecieron, lamenta Orlando Becerra, presidente de la organización, aludiendo a aportes que incluían a multinacionales y a la petrolera estatal Pdvsa, sancionada por Estados Unidos y que perdió dos tercios de su producción en la última década.
Como resultado de las medidas de Washington para expulsar del poder a Nicolás Maduro, las Grandes Ligas prohibieron a sus peloteros jugar la presente temporada venezolana, aunque hay gestiones para levantar completamente el veto.
Romero ve las academias, varias manejadas por ex jugadores, como un monstruo con el que deben aliarse. «Son los que tienen el dinero», aseguró.
Negados a dejar de ser una mina de talentos, entrenadores como Castillo organizan colectas para comprar hilo y coser las pelotas. «Vamos a tener que repararlas. Es duro, pero pa’lante, aquí vamos», expresó.