«Allí se tiró al agua y por acá lo vinieron a rescatar», me dice Jairo Gámez. Habla de un muchacho que se lanzó al río Arauca durante un tiroteo.
Me lo muestra en un video en el celular. Me señala el trayecto que atravesó el joven por esta caudalosa frontera que separa a Colombia y Venezuela. Le pregunto por qué se tiró al agua y, sin dudarlo, me dice que «por el ejército«.
Ahora Gámez, que se describe a sí mismo como trabajador del campo, está en la orilla colombiana. Observa su casa, en Venezuela, desde el otro lado. Y la añora. La tiene a 500 metros de distancia, pero no puede estar ahí.
«Lo que lo invade a uno es tristeza, dan ganas de llorar», me dice en un gesto inesperado para un hombre en principio inexpresivo. «Ver lo que construimos ahí, el trabajo de tantos años, que no es fácil, y sentir que prácticamente está perdido… Es difícil, de verdad».
Sus padres huyeron de Colombia a Venezuela en los años 90 por la guerra que lucharon el Estado, los paramilitares y las guerrillas. Él se quedó. Y ahora, me dice, «la violencia me ha vuelto a desplazar». Pero en sentido contrario.
Mientras en muchas ciudades de Colombia no cesan las protestas contra el gobierno nacional por temas como la reforma tributaria o la no implementación de los acuerdos de paz con las FARC, en un costado del país -y acallado por las protestas- sigue palpitando como una herida este conflicto.
Inédito
Un conflicto armado inédito que estalló en el estado venezolano de Apure. Combaten el ejército de ese país y supuestas guerrillas colombianas. Después de 40 días, la tensión y los brotes de violencia continúan.
Casi 6.000 personas han salido de Venezuela y han convertido el estadio, el colegio y otros espacios públicos de la ciudad colombiana de Arauquita, al otro lado del río, en campos de refugiados amenazados por los contagios de covid-19 y coloreados por loros, perros y demás mascotas que trajeron los desplazados.
En los «alojamientos transitorios», como los llama la jerga humanitaria, se montó rápidamente un impresionante despliegue de atención y hospedaje para refugiados; carpas, baños, duchas y dispensadores de gel antibacterial en cada rincón para tratar de evitar la propagación del virus.
Pero los albergues no hospedan ni la mitad de los refugiados: la mayoría, estima la alcaldía local, está en casas o ranchos informales de familiares o amigos que acogieron a sus vecinos del otro lado del río.
«Es que somos colombo-venezolanos», me explica Gámez, quien ahora reside en la casa, con paredes de plástico y techos de zinc, de su nuera. «Es como si fuéramos de una sola tierra. Prácticamente aquí no tenemos fronteras».
Aunque Arauquita y La Victoria, el municipio venezolano de enfrente, están separados por un río de 500 metros de ancho, la vida de sus habitantes solía desarrollarse a ambos lados de la frontera.
Ahora, sin embargo, la distancia entre ellos parece más grande que nunca.
«Llegaron destruyendo»
En Arauquita se ha vuelto frecuente escuchar bombazos que sacuden las ventanas con sus ondas. Por el cielo patrullan aviones y helicópteros, por el río vigilan lanchas militares de ambos países y por las calles caminan soldados equipados para un combate de alto calibre.
Pocos dudan de que al otro lado del río se está dando un conflicto armado.
Pero después de hablarlo con víctimas, expertos y residentes en la zona es difícil saber realmente qué fue lo que suscitó la violencia en Apure.
El gobierno y el ejército venezolanos, enemistados con sus partes colombianas, declaran estar en una gesta patriótica por la defensa de la soberanía ante una amenaza narcotraficante, terrorista e imperialista.
«Se visten de guerrilleros para servir, sencillamente, a las rutas del narcotráfico», ha dicho el presidente, Nicolás Maduro. Y el ministro de Defensa, Vladimir Padrino, ha acusado a la «oligarquía colombiana» de querer «exportar su modelo narco-paramilitar». Al menos nueve soldados venezolanos han muerto, informó.
Pero además de esta hay dos teorías que destacan entre expertos y residentes: que hay una truculenta lucha entre diferentes poderes del ejército bolivariano en Apure y que parte de la fuerza armada, en alianza con un bloque guerrillero llamado Segunda Marquetalia, busca contrarrestar a otro bloque supuestamente subversivo denominado Frente 10.
Tras la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, diversos y a veces contrapuestos grupos armados han emergido declarándose disidentes del proceso de paz con el Estado. Algunos, como sus antecesores rebeldes, podrían estar operando en el lado venezolano, resguardados de la persecución del ejército colombiano.
En Apure, la ONG Human Rights Watch ha denunciado que el ejército venezolano ha cometido torturas, robos, detenciones arbitrarias y el asesinato extrajudicial de una familia de campesinos. «No son guerrilleros, era gente trabajadora«, dicen algunos de los que fueron sus vecinos.
Gámez recuerda así esa madrugada del domingo 21 de marzo, cuando empezó todo: «Llegaron tanques, llegaron convoyes. Y a esa hora de la noche le tocó a todo el mundo salir a correr (…) Llegaron golpeando las puertas, dañando las ventanas, agarrando gente, tratándolos de guerrilleros, con insultos».
Como tantos otros vecinos, la familia Gámez agarró sus animales y cruzó el río en pijama, con apenas una o dos prendas más en su bolsa.
Unos días después, el campesino regresó a su casa con el miedo de que lo fueran a arrestar. Encontró viviendas quemadas y saqueadas y su nevera y su televisión agujereadas con cuchillos. Todo lo grabó y subió a las redes sociales. Al día siguiente fue acusado de guerrillero en las redes sociales y medios del gobierno chavista.
«A uno le corre sangre por las venas. A mí me dio mucha rabia que le hayan hecho esto a gente inocente, que venía a quemarles sus casas de toda una vida», justifica.
Muchos de los venezolanos con los que hablé admitieron que durante años tuvieron que vivir con la presencia de las guerrillas en la zona. Pero nunca, coincidieron, habían «tenido problemas con ellos».
Le pregunté a un soldado disidente de Venezuela que también se desplazó a Arauquita por qué sus excompañeros castrenses habrían de maltratar a la población local, y dijo: «Porque el sueldo que ellos ganan no es suficiente, ganan menos de un dólar (…) A ellos no les queda otra opción que solucionar por otro lado, y en este caso lo hacen de esta manera (robando)».
El ejército, sin embargo, niega estar robando a la población local.
La llanura que los une
Arauca y Apure comparten una geografía que para ambos países es motivo de orgullo: los llanos, una de las sabanas tropicales más grandes del mundo y que ocupa un área similar al territorio de Alemania.
Los atardeceres brumosos y coloridos al son de arpas y cantos entrañables que celebran la nostalgia y el campo son algunos de los referentes que unen a dos naciones comúnmente consideradas como «hermanas».
Pero la dificultad de marcar una frontera acá también hace que los problemas de un país tengan consecuencias sobre el otro.
Hace por lo menos una década organizaciones especializadas y el gobierno colombiano han denunciado al gobierno de Venezuela por supuestamente dar refugio a insurgentes colombianos solicitados por la justicia local e internacional bajo cargos de narcotráfico, rebelión o terrorismo.
Caracas siempre lo ha negado, aunque Maduro no esconde su simpatía por los dirigentes subversivos: «Las FARC son bienvenidas a Venezuela porque son líderes de paz», dijo en 2019, cuando surgió una disidencia al acuerdo de paz entre las FARC y el Estado que —por cierto— contó con la mediación del líder chavista.
Sobre la crisis actual, el gobierno colombiano de Iván Duque dice haber concentrado su esfuerzo en atender a los desplazados y ha tratado de rebajar la confrontación retórica con Maduro, al que no considera presidente legítimo y acusa de conspirar con las guerrillas.
Investigaciones de agencias especializadas como International Crisis Group reportan que en Venezuela hoy hay una multiplicidad de bandas armadas y que el país se convirtió en puente clave en las redes internacionales de narcotráfico. En Colombia, al tiempo, surgieron nuevas y más temibles bandas delincuenciales que son consideradas un reciclaje de la violencia del pasado y se hacen llamar guerrilleras o paramilitares.
«Yo sigo inclinándome a que lo de ahora es una disputa por el control territorial», dice Andrei Serbin Pont, un analista en seguridad que ha dedicado este mes a investigar la crisis.
«Y creo que desde el punto de vista de la FANB (Fuerza Armada Nacional Bolivariana venezolana) hay una preocupación verdadera por una pérdida de soberanía ante la multiplicidad de grupos y el auge del Frente 10», explica.
El analista destaca que este conflicto tiene connotaciones geopolíticas: Venezuela es aliado de Rusia así como Colombia de Estados Unidos. Y durante este mes reportes de aviones y armamentos extranjeros han dado pistas de lo que podría ser un escalamiento internacional de la crisis.
Empezando una nueva vida
Los desplazados en Arauquita, sin embargo, están preocupados por otra cosa: dónde van a vivir.
Mientras Jairo Gámez dedica sus días a ayudar a sus hermanos, hijos y amigos en la construcción de pequeños ranchos en una zona rural de la periferia de Arauquita, otros desplazados piensan seguir su camino hacia el interior de Colombia u otros países.
Es el caso de Sandra, quien, a pesar de haber decidido no volver, pidió no revelar su identidad para proteger a su madre, que sí espera regresar a Venezuela.
«Me quiero ir, me quiero ir», me dice en el patio de una casa con muros descarapelados donde hay cinco familias hospedadas. «No sabemos si somos refugiados o desplazados, no tenemos respuestas y me preocupa porque yo quiero migrar, porque temo por mi seguridad y la de mis hijos».
Sandra se ha acercado a las autoridades locales y regionales, a la policía y a las organizaciones internacionales que están en la zona en busca de «un papel que diga en qué estatus migratorio estoy». Sigue sin saberlo.
Hace tres meses, Duque anunció la creación de un estatuto temporal de regularización de migrantes venezolanos. Al país han llegado casi dos millones de ellos.
Pero dentro del esquema transitorio no está pautado que Venezuela, además de desplazados de la crisis económica y social, genere desplazados de una violencia que tien origen al menos parcial en Colombia.
Una situación inédita que tiene implicaciones concretas para desplazados como Sandra, quien mientras logra descifrar su próximo paso, les ha dicho a sus hijos que están de vacaciones.
«Yo a mis hijos los tengo engañados«, revela. «Les digo que estamos de vacaciones, y cada vez que suena una bomba les decimos: ‘Uy, va a llover'».
Han pasado 40 días desde que empezó esta crisis y las bombas siguen sonando.
Ahora Sandra teme tener que decirles a sus hijos que estas son vacaciones permanentes.