El sonido de un automóvil me despierta de un sueño ligero. Para cuando logro abrir los ojos solo puedo ver la oscuridad y es entonces cuando lo recuerdo: no hay electricidad. Escucho la respiración tranquila de mi hija Victoria que duerme a mi lado y desearía ser niña otra vez para poder dormir así de profundo. Tanteo la cama junto a mi almohada hasta alcanzar mi teléfono. Cuando la pantalla se ilumina el reloj marca las 4:30 am. Mientras que para algunos la llegada de las lluvias es un alivio y hasta un placer, para mí no es nada más que un tormento. En mi pueblo, una pequeña localidad ubicada en el municipio Zamora del estado Miranda, la temporada de precipitaciones trae consigo apagones cada vez más recurrentes. Y no es porque el resto del año sea diferente, pero en estos meses las fallas pueden generarse casi a diario.
Podría creerse que estando tan cerca de la ciudad de Caracas, a unos 30-40 minutos en carro, también entraríamos en la pequeña burbuja que protege (con sus excepciones) a la capital. Pero la realidad es que en Araira la agonía por los servicios públicos es similar a la de otras regiones del interior del país como los Andes o el estado Zulia. Si bien somos un poco más privilegiados en cuanto al servicio de agua, el tema eléctrico es otra historia. Parece que en Venezuela nunca puedes tenerlo todo.
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Araira y la mandarina, se acabó la producción
Con una superficie de 5 kilómetros cuadrados, Araira fue en su momento uno de los pueblos con mayor producción de mandarina del país. Una plaga que atacó a las plantas hace unos años, sumado a la falta de fertilizantes, insecticidas y demás artículos agrícolas que escasean y se encarecen en Venezuela ha reducido las cosechas de forma considerable. Además, la falta de vialidad hacia las zonas rurales ha ocasionado problemas para que los productores puedan movilizar la fruta.
La falta de combustible es de los temas de conversaciones favoritos de los locales. Tanto para los productores agrícolas, como para los transportistas de la zona y para los residentes, la escasez de gasolina y gasoil les ha ocasionado inconvenientes durante años. Y no sólo para transitar, pues el diésel es usado en las zonas más alejadas de la localidad como combustible para las plantas eléctricas que les proporcionan el servicio que Corpoelec no les ha logrado llevar.
Me remuevo en la cama tratando de volver a dormir por algunos minutos más pero mi mente ya comenzó a repasar todas las cosas pendientes del día. También comenzó a formular posibles soluciones para poder trabajar si no llega la luz. Estos son los inconvenientes de laborar de forma remota como periodista en un país marcado por el abandono, la falta de inversión y la corrupción en algunas de sus empresas estatales más importantes como Corpoelec, Cantv o Pdvsa, principales garantes de los servicios públicos.
Una hora después lucho con la oscuridad para iniciar la faena. El uniforme, el desayuno, los cuadernos, el transporte. Para cuando me puedo sentar a tomar una taza de café el dolor de cabeza es punzante y el servicio eléctrico brilla por su ausencia. Ya son dos días seguidos sin poder iniciar adecuadamente mi jornada laboral, algo que me genera temor y angustia. En una nación donde la situación económica es tan inestable, con una inflación que eleva el costo de vida cada día y una moneda cada vez más devaluada, quedarse sin trabajo es una opción que nadie se puede permitir.
Pero no soy la única que se ve afectada por la situación. Los comerciantes, que viven del día a día, ven mermadas sus ventas con cada apagón. Parece que cada solución que encuentran para tratar de sobrellevar las incontables horas sin luz se ve frustrada. El año pasado muchos comercios de la localidad adquirieron puntos inalámbricos que funcionan con la señal de Digitel, la operadora que mejor funcionaba en la zona. Pero, desde hace unos meses, cuando se va la luz también se cae la señal de todas las telefónicas, dejándoles de brazos atados.
En una charcutería cercana a mi casa, los empleados conversan fuera del local. Cuando les pregunto cómo están haciendo con las ventas me responden que el dueño fue a buscar un peso analógico (el que tienen funciona con electricidad) para poder despachar a los pocos clientes que puedan cancelar en efectivo. Un poco más adelante, en los chinos, los cajeros anotan las ventas en un cuaderno. “Como en la vieja escuela”, dice uno de los que atiende. Tampoco tienen un punto de venta operativo.
Otra vez sin electricidad
Paso de la frustración a la rabia y viceversa a medida que pasan los minutos en el reloj. Ya perdí la cuenta de cuántas horas tenemos esta vez sin electricidad. Mi madre camina por la casa quejándose de todas las labores del hogar que tiene atrasadas. “Espero que la nevera aguante, sería el colmo que se dañen las verduras que tu papá compró ayer”, me dice con rabia mientras trata de buscar algo en la oscuridad de la cocina. La escucho maldecir. Recordó que se perderá otro capítulo de su novela favorita. A sus 61 años de edad debería estar viviendo sus días con tranquilidad. En cambio, se deprime con frecuencia. Uno de esos días malos es cuando le depositan su quincena como jubilada del Ministerio de Educación. Después de 25 años de servicio, rara vez su sueldo le alcanza para algo más que no sea las pastillas para la tensión. A veces llora por eso. A veces también lloro por eso.
Mi padre llega a casa y nos cuenta que, según los rumores que escuchó, un transformador explotó en una zona montañosa. “Parece que están revisando si pueden repararlo, pero nuevo no hay”, dice. Es difícil saber si esto es verdad o no. Durante la mañana he llamado al menos 15 veces a Corpoelec y no he obtenido respuesta. En redes sociales, tampoco. Esto no es nuevo. Las cuadrillas suelen tardar horas en llegar hasta aquí y, cuando lo hacen, casi nunca tienen los implementos necesarios para realizar las reparaciones. En ocasiones, piden apoyo de la comunidad para solucionar alguna falla.
Ya es mediodía y las calles lucen desoladas. Como en un día feriado. Aunque para muchos con cuentas pendientes por pagar, incluyéndome, sería más un feriado obligado. El calor se hace sentir a medida que cae la tarde, mientras algunas nubes en el cielo amenazan con lluvia. Araira, a veces, luce detenido en el tiempo. Tan cerca de la cosmopolita Caracas y al mismo tiempo tan lejos. Un pueblo con un increíble potencial turístico, pero abandonado como, muchos otros, por las autoridades del Estado.
Me asomo por la ventana y observo la tranquilidad de las calles. Así paso unos minutos cuando de pronto un grito me saca de mi letargo. “¡Llegó la luz!”. Corro a mi cuarto y enciendo la computadora. Hay que trabajar, no sabemos cuándo se puede ir de nuevo.