No se requiere ser un erudito para relatar lo que hoy ha sido inevitable. La economía de la innovación, que es la economía real, esa que genera valor, es paradójicamente la misma economía que generará un mayor grado de desigualdad entre las economías desarrolladas y menos desarrolladas. Tampoco se podrá evitar que tal desigualdad se diferencie claramente de las economías emergentes. No cabe duda de que la desigualdad económica entre países crece de forma exponencial, siendo la gran diferencia la creación de valor y la producción de las exportaciones tradicionales.
Si uno tomara como ejemplo tanto el discurso como las acciones políticas de la primera década de este siglo desarrolladas por algunos países con relación al valor del conocimiento y la innovación, y las comparara con la realidad de finales de esta segunda década, uno podría afirmar dos cosas: la primera, que los cambios tecnológicos ocurridos fundamentalmente por la digitalización han transformado muy claramente la economía y los medios de producción; y la segunda, que se ha estructurado un nuevo tipo de demanda social que trasciende los problemas nacionales. El daño ambiental es un claro ejemplo de ello, y no es difícil imaginar que en unas pocas décadas podrían los habitantes del planeta ser tapados por el agua.
Aun cuando las economías desarrolladas han podido adaptarse a la nueva dinámica que impone la nueva economía, uno no podría hablar de un éxito político y económico de estos países, al mismo tiempo que los problemas ambientales y de desigualdad social aumenta. Ciertamente, existe un grado de incertidumbre política y social que no por casualidad ha generado el nacimiento de partidos políticos de derecha radical. Aun en medio de estas dificultades los gobiernos han comprendido que la creación de valor basada en el conocimiento y la innovación son la prioridad y son el imperativo de supervivencia de esta nueva economía. Son ambas la base del nuevo despliegue económico y tecnológico. Dos cosas deben aquí resaltarse: a) la capacidad de estos países de desarrollar un proceso de adaptación tecnológica de forma rápida y eficiente y b) la creación de una estructura de diálogo político y social altamente flexible que permite desburocratizar decisiones y ejecutar acciones de políticas para el futuro.
La capacidad de generar la innovación a través del conocimiento es la opción de las economías que no cuentan con vastos recursos naturales. Aun cuando esta opción innegable de desarrollo económico basado en el conocimiento generará una confrontación con la política migratoria, pareciera que al final estas economías serán capaces de aceptar y comprender que la estructura poblacional existente no podrá sostener un plan de desarrollo económico basado en la innovación en las próximas décadas si no se logra capital humano extranjero y si al mismo tiempo no se incentiva la productividad de las mujeres.
Mientras todo esto ocurre, en América Latina, el debate político sobre la nueva economía tiene solo forma, pero muy poco fondo, luce aún vacío. La atención de la región en atender los problemas económicos y sociales que ya se están generando y que aumentarán producto de la nueva competitividad del mercado, los cambios tecnológicos y el nuevo paradigma de producción es un tema de muy poca significación. La realidad es que, a diferencia de las economías desarrolladas, la sociedad latinoamericana luce muy cómoda y no posee una estructura propia capaz de movilizar el debate y la acción política hacia las nuevas características de la demanda social del presente y futuro con relación a la nueva economía, ni tampoco logra llamar la atención sobre los problemas ambientales que hoy inundan al planeta. Es una sociedad espectadora.
Desde la perspectiva política y como consecuencia de lo anterior, la competencia del poder político entre los partidos está basada en la competencia tradicional que impone la derecha y la izquierda y las políticas populistas o las políticas del libre mercado que agendan los partidos. No es precisamente la “gobernanza inteligente” o la “sociedad inteligente” la que caracteriza la orientación del debate político en estos países. Sumado a ello, no parece tampoco claro una actuación eficaz de los intelectuales frente a los nuevos desafíos de la innovación. Más bien, pareciera que ellos han sido desbordados por la lógica del ejercicio del poder político en código rentista.
Por lo general, la respuesta parece acertada cuando la opinión pública se refiere a la necesidad de cambiar el sistema de valores, el sistema educativo o la a cultura política como condiciones de generar cambios radicales. Incluso, ya comienza uno a leer o a escuchar comentarios con mayor grado de argumentación que la estructura del problema es el sistema económico que históricamente han poseído estos países basado en la renta.
Ha sido muy largo el tiempo de vacaciones de la intelectualidad latinoamericana en ejercer fuerza en la discusión política y en la sociedad sobre lo que significa poder fomentar una sociedad altamente productiva, capaz de cambiar el rumbo de un país y evitar que el sistema rentista genere el mismo foco de pensamiento del siglo pasado que prolifera en la política, la economía, la academia y en la sociedad en general.
Si la discusión política en Europa sobre la nueva economía alcanza los niveles para pensar en los cambios necesarios que los gobiernos deben llevar a cabo para salvar el capitalismo y con ello al planeta, también la discusión política en la región debiera como mínimo estar enfocada en cómo cambiar el enfoque de desarrollo tradicional y sustituirlos por el desarrollo productivo y sostenible. Pero esa no es la discusión de ahora, ni tampoco el diálogo político puertas adentro.
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