“Llegado el siglo XXI los venezolanos nos hemos vuelto un país de nómades –negado siquiera a lo reticular– similar al de nuestro más remoto tiempo precolombino cuando somos miríadas de naciones originarias dispersas, víctimas de la violencia y el desembozado espíritu bárbaro entonces dominante: caribes esclavizan o asesinan a los pacíficos arahuacos del sur del Orinoco y del norte, quienes deben huir desde Tierra Firme hacia las islas, alcanzando incluso a Puerto Rico”.
Así comienza mi narrativa sobre las tres primeras centurias de Venezuela, el libro que mantengo bajo reposo. Ellas han sido traspapeladas y malditas por las espadas que nos allegan la libertad, animadas por el encono contra nuestros padres fundadores, hombres de levita y de ideas, liberales que procuran “alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano”, dice Simón Bolívar.
Uno de estos ilustrados se salva de la ola fratricida que sobreviene, por olvidado y por viajar a Chile como pionero de una diáspora que hoy se hace corriente ante nuestros ojos. Es Andrés Bello, el prócer de las letras americanas, quien demuestra, con su caso, que el hombre no es perfecto por ser hombre, pero sí es perfectible, a diferencia de la prédica del Libertador.
Pues bien, quienes asolan a Venezuela en el presente, ya no sus víctimas, vuelven su mirada, con fauces ensalivadas, hacia la isla de Borinquen. Sus alegres habitantes celebran haber derrocado al gobernador, Ricardo Roselló. La democracia de calle lo ha logrado. Poco importan los sacramentos del Estado de Derecho y el término constitucional para la alternabilidad. Se olvida que ella misma, léase el pueblo, eligió a quien esta vez patea por el trasero y lo hace desocupar La Fortaleza.
Es Puerto Rico la escala obligada que se le impone a Francisco de Miranda, nuestro precursor, por los españoles, una vez que el mismo Bolívar lo entrega a cambio de un salvoconducto; el que le lleva a Cartagena, destino al que aspiraba el primero para retomar su lucha por nuestra independencia y que la traición, no un azar, lo desvía hacia La Carraca, donde entierra sus huesos. Entretanto el imberbe caraqueño, miembro de la Casa de los Bolívar, escribe su oración, el Manifiesto célebre que a todos nos sojuzga para justificarse como redentor y emprender su guerra a muerte: “Pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos”.
La isla también es el punto de encuentro de los españoles que, en su momento, habrían de acompañar a Bartolomé de las Casas para fundar tres ciudades en Tierra Firme, en Venezuela, y quien al término levanta en soledad su fortín en las márgenes del río Cumaná. Tarda en la búsqueda de sus seguidores, que abandonan Borikén: punto de entrada y de salida, el extremo que cierra el diafragma que divide al norte del sur de las Américas.
Desde Caracas, Nicolás Maduro Moros, el represor, el procónsul, el sicario que sirve a todos los despropósitos de La Habana, afirma ser su éxito la caída de Roselló.
No por azar, un movimiento de mala estirpe –el de los Países No Alineados– que nace bajo aparente razón legítima, la defensa de la autodeterminación de los pueblos africanos y asiáticos –Egipto, Indonesia, la India al principio– y que es secuestrado por Moscú y sus emisarios cubanos, fija, como su propósito geopolítico inmediato, la independencia puertorriqueña. Maduro es el secretario de esa cohorte diplomática, cuyo primer conductor, en 1961, es el general comunista Josip Broz Tito, presidente de Yugoeslavia (1953-1980).
Me preocupan Puerto Rico y su destino.
Razones familiares y académicas, y las históricas mencionadas, me obligan, sea en los afectos, sea en la gratitud, con los puertorriqueños. Más me preocupan ahora, pues el camino hacia los infiernos lo pavimentan las buenas intenciones.
Tienen pátina democrática los habitantes de la isla, desde hace 207 años. Eligen, entonces, a Ramón Power y Giralt como diputado, para que los represente en las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz, que adoptan la primera Constitución liberal española –la celebérrima Pepa, por aprobada el 19 de marzo, día de San José– e incidente en el constitucionalismo fundacional europeo y americano: “La soberanía reside esencialmente en la nación”, predica esta, desafiando al derecho divino de los reyes y a los gendarmes de nuevo cuño.
Esa “tierra de los valientes señores”, la de San Juan Bautista de Puerto Rico, descubierta el 10 de noviembre de 1493 y gobernada por Juan Ponce de León, desde tiempos remotos está curada de las aventuras. Ojalá recuerde esta vez la amarga experiencia del cacique al que luego apellidan Salazar. Los suyos, quienes viven en paz con los españoles y estos con los naturales, deciden asesinar a uno de estos para probar, por mera ocurrencia, que no eran inmortales los venidos del Viejo Mundo. Y así exponen el cuerpo de la víctima, que se desangra luego y vuelve putrefacto. Les sorprende, pero es tarde. Desatan a los demonios y la terca parca hace de las suyas hacia 1511, en la Villa de Sotomayor.
Venezuela está hecha cenizas, a manos de una satrapía de cubanos invasores: ¡Nosotros no somos Cuba! gritábamos los venezolanos, engolosinados con nuestro espíritu democrático y la emoción de calle, en 1998. Teníamos razón. Ahora solo somos llanto y exilio, diáspora sin otra identidad que el dolor. Entre tanto, los boricuas, con desplante y talante dicen, ¡no somos Venezuela!
Que la Virgen de la Divina Providencia les proteja.
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