Dicen que la desesperación es mala consejera. Eso parece estarle sucediendo a Donald Trump. Dos recientes encuestas retratan al gobierno de Trump en una economía sin contratiempos, pero en un bajísimo nivel de aprobación: 41%. De igual manera, ambos sondeos predicen que Trump perdería las elecciones con cualquiera de los siete principales candidatos demócratas que se disputan la nominación presidencial en primarias.
¿Qué ha hecho Trump ante vientos tan poco auspiciosos? Doblar su apuesta a la xenofobia y el racismo. En el lanzamiento de su campaña arreció contra la inmigración hispana, anunció redadas que están, por cierto, en pleno desarrollo y reiteró su política de tolerancia cero a las familias solicitantes de asilo. De hecho, esta semana concretó medidas que hacen de la solicitud y procedimiento de asilo una verdadera calamidad, afectando con esto no solo a migrantes de Centroamérica, sino de otras procedencias, como Venezuela. En esta huida hacia adelante, para agitar su base más radical, la administración Trump respondió a los senadores demócratas Menéndez y Durbin que no tiene planes de otorgar protección migratoria temporal (TPS) a los venezolanos que huyen de su país por la crisis humanitaria, reconocida como tal por Estados Unidos. Efectivamente, en las redadas practicadas en Florida viene registrándose un creciente número de venezolanos sujetos ahora a deportación, como ocurre en la cruel peripecia de la frontera sur, donde se encarcela y separa familias sin la menor consideración a su condición de refugiados y a sus derechos humanos.
Ese cuadro se agravó esta semana. Trump emprendió una guerra contra las noveles diputadas del ala más progresista del Partido Demócrata, donde se encuentran Alexandria Ocasio-Cortez e Ilham Omar. Las acusó de ser antiamericanas y, señalando a la diputada Omar, inmigrante somalí nacionalizada que además es una de los dos primeras diputadas musulmano-americanas al Congreso en la historia, las emplazó a que se devolvieran a sus países de origen si no les gusta su gobierno y tienen críticas al sistema político estadounidense. Ahora, en sus actos de campaña el canto “Lock her up” (“encarcélenla”), que su radicalizada base gritaba cuando Trump hablaba de Hillary Clinton en 2016, ha sido sustituido por “Send her back” (“Depórtenla”), cada vez que Trump alude a Omar o a sus colegas diputadas. Ocasio, puertorriqueña nacida en el Bronx, le ha recordado a Trump que tanto ella como los nacidos en la isla son ciudadanos norteamericanos; y, en defensa de sus compañeras naturalizadas le ha recordado que un ciudadano por naturalización tiene idénticos derechos que uno por nacimiento, y que la critica a un gobierno jamás puede ser utilizada como fundamento de amenaza de extrañamiento del territorio de Estados Unidos.
Hago este recuento de los hechos y me detengo honestamente impresionado de que esto pueda estar sucediendo en la primera democracia del mundo, el país que decidí hacer mío y que me adoptó como ciudadano tras largo exilio de mi Venezuela, de donde me tuve que ir forzosamente para preservar mi integridad personal y la de mi familia, por ser opositor a su régimen político. Ahora, cuando el esfuerzo me ha dado la oportunidad de ser el primer venezolano-americano en llegar a la dirección de uno de los dos principales partidos de Estados Unidos –el Demócrata–, no puedo sino sumarme a la enérgica repuesta de rechazo a la irresponsable conducta de Trump. Como inmigrante latino y como actor político que promueve los derechos civiles, el empoderamiento socioeconómico y el acceso a la educación y la salud, así como la evolución de nuestra economía hacia una plataforma energética verde o renovable, y una economía en lo posible circular o naranja, pienso con inquietud en las consecuencias de esta inflamada retórica de Trump. El hecho de que admiremos la institucionalidad e historia democrática de Estados Unidos, reconozcamos las oportunidades que ofrece su economía, particularmente meritocrática en cuanto al asenso social, y sigamos con pasión la lucha por los derechos civiles y humanos que han caracterizado su recorrido histórico desde los años sesenta del siglo pasado, no significa que renunciemos a la crítica o al aporte de ideas que pueden hacer de esta república, como reza el preámbulo de su Constitución, “una unión más perfecta”.
Especialmente desgarrador ha sido ver cómo Trump repite el guion neoautoritario y populista, en su caso desde la extrema derecha, que empleó Chávez. Trump abusa del poder que le otorgó el sistema democrático para socavarlo con división social y permanente conflictividad política, con el mismo desapego a las instituciones democráticas, el mismo afán de acumular poder en el corto plazo, sin medir las consecuencias de sus acciones a futuro. Y muy doloroso ha sido ver más de 150.000 compatriotas (familiares y amigos entre ellos), con un estado migratorio vulnerable, ser manipulados como todos los venezolanos en el país o en la diáspora alrededor del mundo, con una política de dureza frente al régimen de Maduro, en la que se ha incurrido en colosales errores de cálculo e implementación más allá de la retórica, repitiendo errores como los que se cometieron en el caso de Cuba desde la década de los sesenta; y, además, sin sensibilidad alguna hacia el migrante (e incluso el solicitante de asilo) que ha venido a Estados Unidos buscando refugio, continuar con sus vidas y trabajar para asistir en lo posible a sus familiares, que siguen atrapados en aquella crisis humanitaria y política de un régimen opresivo en materia de derechos humanos.
¿Qué busca Trump? Consciente de que las encuestas no lo favorecen, quiere convertir a las diputadas Omar y Ocasio-Cortez en el centro de atención de dos falacias dirigidas a su base más radical y también a desinformar o manipular a sectores independientes. Un reciente estudio de opinión revela que, pese a la popularidad de las diputadas en sus distritos y al entusiasmo que generan en audiencias claves de la coalición demócrata, su nivel de aceptación fuera de esos espacios es más bajo en promedio que el de los principales aspirantes demócratas en general. Además de que hay mayor resistencia a algunas de sus propuestas en electores independientes, ubicados en estados claves para Trump en el mapa de los colegios electorales.
Un expediente al que recurre Trump es la xenofobia, el racismo. Doloroso que esto todavía movilice gente, pero así es. Otra falacia retórica es la inmigración como amenaza de la estabilidad laboral y la cultura americana (cuando en efecto es todo lo contrario). Y finalmente, el senador Lindsey Graham, de forma decepcionante como la mayoría de los líderes republicanos ante esta estrategia de Trump, endosó a este al decir: “Estas diputadas son una pandilla de comunistas”. Una estrategia que busca castigar por implicación a todo el Partido Demócrata que cerró filas con sus dirigentes. Está, pues, claro que repetirán hasta el cansancio que los demócratas somos unos “socialistas”. Queda develado, una vez más, el falaz relato con el que harán campaña. Volvió la política del miedo. Y con las declaraciones del senador Graham, retornó el terror del macartismo. ¡Menuda regresión histórica!
No creo que esta deplorable estrategia funcione y trabajo con empeño para impedirlo. Los demócratas tendremos que resistir estas y otras provocaciones, enfocarnos en proponer la alternativa (no solo cuestionar a Trump) y explicar el imperativo de ampliar el acceso a la salud y la educación, de subir el salario mínimo y mejorar las condiciones laborales, defender al consumidor de abusos empresariales, bancarios o comerciales, y promover una economía medioambientalista sustentable. Nada de esto coincide en lo más mínimo con lo que se pretende etiquetar de “comunistas”. No lo son. Como tampoco tiene nada que ver con el socialismo que ha producido las dolorosas deformaciones de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Quienes manipulan la realidad haciendo tales comparaciones prescinden de las realidades de países del norte de Europa y de Alemania, que han combinado la eficacia de los mercados con la justicia social, o en Estados Unidos durante las cuatro presidencias de Franklin Delano Roosevelt. Omiten y pretenden desviar la atención del crecimiento con inclusión social y disciplina fiscal de gobiernos demócratas como el de Clinton y Obama.
Hoy más que nunca queda en evidencia lo que dijo Joe Biden, en su campaña por la nominación demócrata, Trump amenaza la esencia y los valores que hacen de Estados Unidos una gran nación y una admirable democracia. Derrotar a Trump es, por tanto, un imperativo democrático. Y yo diría que un imperativo de modernidad. Trump es un franco anacronismo, un rebote a lo peor del pasado. Su retórica divisiva y sus políticas económicas de exclusión social, para favorecer los grandes intereses empresariales que le apoyan, no contarán con el voto de las mayorías trabajadoras y la gran clase media americana. Pero la pelea es peleando. Nadie puede quedarse en su casa. Nadie puede ser indiferente a la inmoralidad de la presidencia de Trump y las graves consecuencias de sus políticas y discurso. Nadie puede pensar que, porque su economía personal todavía sea estable, no está en riesgo lo que hace de Estados Unidos ese gran país de cuyos alcances todavía aspiran millones de personas.
Parece mentira, pero la democracia que ha servido de referencia al mundo atraviesa una enorme crisis, en medio de una relativa estabilidad económica. Tal es el peligro de lo que acontece.
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