El síndrome de Asperger, una forma de autismo leve, no representa una limitación para Isaac Araujo, un adolescente de 14 años. Al contrario, le ha despertado un particular interés por los libros y una avidez por aprender que le dan la libertad que carece al relacionarse con otros.
Compartir con las personas, entenderlas y que me entiendan. Ese será quizás mi eterno aprendizaje en la vida. Similar a una lección que diariamente debo memorizar, repasar y poner en práctica porque padezco el síndrome de Asperger, una enfermedad que forma parte de los trastornos del espectro autista y que básicamente afecta la capacidad de interacción social.
Mi nombre es Isaac Araujo, tengo 14 años de edad y mi visión del mundo puede ser muy distinta a la tuya. En ocasiones me siento incomprendido y mi solución es aislarme, llorar o hacer silencio, simplemente estar conmigo mismo. Pero cuando salgo de ese encierro interior, mi libertad es leer.
Hace dos años, aproximadamente, mi mamá me perdió de vista en el centro comercial Sambil de Margarita. Entre su desesperación y el tumulto de gente, optó por razonar en qué lugar podría encontrarme. Fue a la librería y allí estaba: entre libros de todos los tamaños y colores.
Me gusta especialmente la literatura fantástica, como Narnia, El Señor de los Anillos o Los Juegos del Hambre. Mi mamá no gasta en juguetes, aunque un libro lo puedo terminar en solo dos días. Y a pesar de la rapidez, puedo entenderlo todo y explicar detalladamente de qué trataba.
Además, no soy fanático de las comiquitas. Prefiero aprender con los documentales de National Geographic o de Discovery Channel. Esos programas de televisión y la lectura, por ejemplo, me enseñan palabras nuevas, aunque ya manejo un extenso vocabulario. De hecho, puedo expresarme verbalmente mejor que cualquiera con mi misma edad, e incluso que un adulto.
Mi manera de hablar puede ser atípica o excepcional por los términos que suelo emplear. Digo césped, y no jardín; para mí es mochila, y no morral; no es torta, sino pastel y no es cambur, sino banana. Son palabras que no se usan en este país y, antes de que me lo vuelvan a preguntar: sí, soy venezolano. La duda de algunas personas también surge porque poseo una excelente dicción y vinculan mi entonación pronunciada y cantarina con el acento mexicano.
Al conversar con los demás también pueden surgir otras confusiones porque no proceso los mensajes con significados ambiguos. Yo hablo y entiendo todo de manera literal, y es por eso que soy incapaz de captar un doble sentido o de “leer entre líneas”. Quizás por ese motivo soy transparente y para mí es costumbre decir la verdad. El problema es que a la mayoría de las personas no siempre les agrada escucharla. Me cuesta comprender por qué a veces es preferible callar para evitar ser imprudente.
Me siento ajeno a las emociones de los que me rodean y tampoco expreso mis sentimientos. Ni siquiera si me siento enfermo le digo a mi mamá. Pero ella me conoce, y así como sabe que soy susceptible, aunque no lo demuestre, es capaz de identificar si me duele la cabeza o el estómago.
Ella se llama Leibis Coa y sabe que siento, pero de otra manera. Siempre me dice que soy muy humanitario, hasta el punto de pensar primero en los demás que en mí, y asegura que tengo muchas ventajas con respecto a otros de mi misma edad, como mi inteligencia. Sus palabras lo resumen: “No es una discapacidad, es una bendición”.
Para mi mamá, que es mi apoyo moral y físico, lo más difícil pasó. A los 8 años de edad me diagnosticaron el síndrome de Asperger en Invedin y, antes de eso, mis padres no sabían cómo manejar mi condición porque no la conocían y no podían anticipar a qué se enfrentaban.
Gracias a mi psicólogo, Eduardo Iglesias, y a terapistas de lenguaje y ocupacionales, he avanzado mucho. Ahora voy una vez por semana a las consultas, antes iba tres. Además orientan a mis padres. Ya saben, por ejemplo, cuándo deben dejarme solo y esperar a que me sienta mejor. También son de gran ayuda mis amigos de Invedin. Me gusta salir con ellos y me hacen sentir confiado.
Mi mamá dice que vale la pena hacer el sacrificio de pagar y asistir a la terapia para que cuando esté solo tenga las herramientas necesarias para defenderme.
Parte de lo que soy ya se lo debo al esfuerzo de mis padres. Acabo de pasar a tercer año de bachillerato y he aprendido que cumplir metas y objetivos sin importar los impedimentos, pero sin hacerle daño a los demás, también es una forma de libertad. La mía será estudiar Derecho para encontrar la verdad.
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