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«Para usted mi nombre es Eduardo»

por El Nacional El Nacional

Los autores de estas crónicas pertenecen a la generación de la calamidad y desde ella escriben. Seguramente, sus precariedades ya están incluidas en registros forenses sentenciados a morir de mengua, como casi todo en este país. Escriben pues, para escapar del dato frío que amenaza con disminuir el asombro y el espanto. Y es lo que intenta evitar la Comisión para los Derechos Humanos del Estado Zulia (Codhez) en este esfuerzo conjunto con El Nacional.

Los pequeños episodios es un seriado de crónicas promovido por Codhez con la edición de Norberto José Olivar.

«Es mil veces más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Esta no se refleja en los grandes acontecimientos sino, más bien, en pequeños episodios personales» (Stefan Zweig).

Por MANUEL OCANDO FINOL
Fotos: Iván Ocando

Para Eduardo

Existe un abismo infranqueable entre lo que el ser humano proyecta e imagina para su porvenir y la vida que efectivamente nos toca vivir. La imaginación humana es infinita y mientras existimos, siempre hay una posibilidad de ser. Quizás por eso Dante soñaba su infierno como el lugar en el cual se abandona toda esperanza, toda posibilidad de seguir siendo. O dicho de otro modo, el infierno es concebido como un lugar de desesperanza donde nos entregamos al vacío.

La revolución bolivariana o socialismo del siglo XXI, si en algo tuvo éxito fue en su afán de desterrar a los venezolanos a un infierno lleno de hambre, carestía, podredumbre moral y desarticulación de vínculos familiares. De cada uno de estos aspectos, miles de páginas aún están por escribirse. En este sentido, aunque salvemos las distancias, nuestro testimonio será similar al de los que sufrieron la dictadura estalinista o los campos de concentración establecidos por el régimen nazi en el siglo XX. Pero como sabemos desde Primo Levi, posteriormente comentado por el filósofo italiano Giorgio Agamben, es imposible ser testigo de lo que no se ha vivido en su totalidad.


No basta con explorar el abismo para testificar, ese abismo sólo puede ser contado por quien lo ha experimentado, por quien se ha arrojado en él y lógicamente, después de haberlo vivido hasta sus últimas consecuencias, no hay posibilidad de volver para contarlo. El testigo integral, la víctima total, el Musulmán, solo puede esperar que alguien intente esbozar su historia.

El Musulmán que evoca el escritor Primo Levi en su obra Si esto es un hombre, crónica de su tiempo de horror en Auschwitz, es descrito como el hundido, parte de la masa anónima, como “no hombres que marchan y trabajan silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla. Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”.

En Venezuela también se puede encontrar al Musulmán. Yo lo encontré una tarde, cuando regresaba a casa con mis hijos.

Quizás en los lugares donde el sol se dosifica es lógico pensarlo como un Dios cuya presencia ilumina, calienta y alegra la vida, pero en una ciudad que sufre sus excesos todos los días del año es difícil afirmar que está siendo amada por él. Todo lo contrario pudiera ser lo cierto, Maracaibo es odiada por el sol y este ataca a la ciudad con todas las armas disponibles a su alcance, hasta el hartazgo, extendiendo su dominio incluso por las noches, en las cuales aún se puede sentir su inclemencia sobre el cemento, los techos y las sillas sobre las cuales ha descargado su ira desmedida. Pero el calor, factor espacial y climático difícil de cambiar, no era lo único que golpeaba al Musulmán.

El hambre ha sido uno de los factores que más estragos ha causado en la Venezuela chavista. Según datos suministrados por la Comisión de los Derechos Humanos del Estado Zulia, 8 de cada 10 hogares en Maracaibo reportaron que tanto adultos como niños dejaron de tener una alimentación saludable por falta de dinero u otros factores atribuibles al genéricamente denominado “factor país”; y es que ese concepto hace parecer que la tragedia que sufre el pueblo venezolano es asimilable a factores climáticos, a circunstancias que no podemos cambiar como huracanes, terremotos o tsunamis; pero el hambre, la desidia, la destrucción casi total de un país tienen unos responsables concretos, puntuales, con nombres y apellidos.

Esa tarde, me encontré súbitamente con una escena que podría haber salido del infierno de Dante: un hombre, casi muerto, un verdadero musulmán, de esos que describe el mencionado Primo Levi, yacía en la puerta de una de las casas. Golpeado por el sol inclemente, envejecido, con poca ropa, la cual no era suficiente para tapar los estragos que el hambre había causado en el resto de su desnudez, el hombre se entregaba a la muerte en las escalinatas que daban a la vivienda a la que desgraciadamente había llegado a morir. El calor era despiadado y un hombre le arrojaba agua con un cuenco por todo el cuerpo. A primera vista podía parecer un acto de piedad y de buensamaritanismo. Todo lo contrario. El hombre buscaba espabilarlo y hacerlo alejarse del sitio. Lo mojaba con violencia pero el atacado apenas se inmutaba. Dentro de todas las cosas que le habían sido negadas a aquel hombre, era muy cruel intuir que se le negaba incluso el lugar donde había escogido para ir a posarse a esperar la muerte.

Mi reacción ante esto fue cobarde. En vez de pensar en el hombre, pensé en mis hijos primero, resolví buscar la manera de censurarles la realidad y que no tuvieran que ver lo mismo que a mí me causaba dolor ver. Me convertí sin pensarlo en otro de los no sobrevivientes del nazismo, uno del reino de la ficción, imitando la conducta del entrañable Guido Orefice, personaje principal de la película La vida es bella, interpretado por Roberto Begnini. Lo cierto es que logré distraerlos y los hice entrar rápidamente adonde nos dirigíamos sin que pudieran ver la escena.


Una vez que logré tenerlos en resguardo (¿En resguardo de qué? ¿De la realidad? ¿De la tristeza de la muerte? ¿Del dolor del otro?), le comenté a un familiar sobre lo que había presenciado. Este me dijo que estaba al tanto, que varios vecinos le habían ofrecido comida y agua, pero no había querido comer. Probablemente para quien nunca ha sufrido un golpe de calor le resultará muy difícil comprender cómo se puede rechazar alimentos teniendo hambre. El cuerpo se rehúsa a comer, busca lo más esencial primero, trata de bajar su temperatura, busca su esencia liquida y desatormentarse de la fatiga antes de buscar la energía. Sin embargo, bajé para ver de qué manera podía seguir ayudando.

Pero quizás antes de relatar el resto de lo que sucedió aquella tarde debo establecer con más precisión el contexto de lo ocurrido. Estando lejos de Venezuela, muchas veces me he visto en la difícil situación de tratar de explicarles a personas extranjeras la realidad que se vive en mi país. Y no es fácil, especialmente para los que no dominan nuestro idioma, y que se encuentran en la ignorancia sobre hechos noticiosos que no llegan a ser reseñados y traducidos. Pero más difícil que eso es caer en cuenta que yo mismo como venezolano llegué a experimentar perplejidad ante nuestra realidad dividida.

Trataré de explicar con un ejemplo: durante una noche de 2018, manejando por Maracaibo, pude ver, en un mismo sector, la inauguración de un hotel de lujo, apodado de manera esnobista hotel boutique, lo que sea que eso signifique, durante la cual los brillos en los trajes largos de los invitados y las luces cegadoras de la recepción, contrastaban con la oscuridad imperante en el sector debido a cortes de electricidad. En la misma escena pude ver a una mujer con una copa de champán en la mano, observando la ciudad desde una terraza y casi al voltear mi vista, vi gente buscando comida en la basura unas cuadras más abajo. Esta es una difícil realidad para conciliar. Para quien pudiera observar estos dos eventos por medio de noticieros o por medio de las omnipresentes redes sociales, vería dos circunstancias definitivamente contrapuestas; sin embargo, ambas fieles a la verdad.

Pero este no era el único lugar donde podía verse el hambre en un día cualquiera en Maracaibo. De hecho, el hambre es tan omnipresente como el sol. Muchos conocidos, amigos, familiares, compañeros de trabajo también acusaban los estragos que el hambre había producido en ellos. En algunos casos, la pérdida de peso era tan impresionante que costaba reconocer si se trataba de la misma persona que solías conocer. Y desde luego que no lo eran, nadie sometido a ese nivel de privaciones podría permanecer incólume, manteniendo su mismo espíritu.

Desde entonces he pensado que la manera más fácil de explicar todo esto es mediante la interpelación. ¿Alguna vez has sentido vergüenza de ver a un colega a la cara porque sabes que no come bien y que probablemente la poca comida que ha logrado conseguir se la ha dado a sus hijos para tratar de no hacerles vivir el infierno que se instaló en Venezuela? O esta: ¿Alguna vez te has avergonzado de ser visto por un colega y notar en su mirada que también siente pena por verte lánguido, usando un traje roído que había visto mejores tiempos y el cual podías llenar hace unos años pero que ya simplemente no es para ti? Preguntas similares podrían ser formuladas hasta abarcar tomos enteros. Pero algo es claro: sin haber vivido estas cosas es difícil hacerte una idea de los que nos ha tocado vivir a los venezolanos, que sin lugar a dudas escapaba al futuro que habíamos proyectado.

Los venezolanos no solo perdimos el control de nuestros destinos, perdimos también todo sentido de normalidad y hemos sido abandonados a una existencia precaria y absolutamente azarosa. Pero no es este un azar que deviene en la feliz serendipia, más bien es el azar al que se refiere la palabra yiddish shlimazl, utilizada para hablar “del que tiene una mala suerte crónica”. El venezolano, en este contexto vital, ha tenido que reducir su existencia a la satisfacción de sus necesidades más primitivas y en los muchos casos en que no ha podido llenar esas carencias, o cuando ha temido en exceso no poder satisfacerlas, ha optado por el exilio, incluso partiendo de la patria propia a pie, en busca de mejorar su suerte.

En este sentido el miedo a pasar hambre puede ser tan agobiante como el hambre misma y este es un dato que no resulta superfluo, porque en un país que ha sido desde hace muchos años, incluso antes de la llegada de Chávez al poder, uno de los países más peligrosos del mundo, afirmar que la gente le tenga más miedo al hambre que a la inseguridad resulta revelador.

Quizás ahora pueda volver a mi historia, pueda volver al Musulmán, al ofrecimiento de agua y a las palabras musitadas por aquel hombre.

Justo cuando bajaba a ver lo que ocurría con aquel hombre, el vecino que trataba de removerlo de su puerta, había logrado, tras dignarse a tocarlo, hacer que el Musulmán se levantara del suelo y ponerlo en pie para que se marchara. El hombre permanecía en pie, recibiendo todo el sol sin pronunciar palabra o demostrar emociones de ningún tipo. Fue entonces cuando le ofrecí más agua. El hombre bebió y mientras tanto traté de buscarle conversación para saber si podía acudir a algún sitio o algún familiar que se encargara de cuidarlo. Dentro de las preguntas, la más obvia era preguntar su nombre. Fue la primera y la única que quiso responder, lo único que logró atraer su atención. El Musulmán, quizás recordando su humanidad, me miró y ponderó su respuesta, como quien sabe que su suerte ya ha sido echada, como quien ha llegado a aceptar que la suma de todos sus días lo han llevado a ese instante, recordando tal vez todas las pequeñas o grandes alegrías que le pudo haber brindado la vida o todas sus furias, ahora apagadas, como se apagó la luz de todas sus esperanzas cuando fue confinado al infierno. Quizás por un momento recordó que la esperanza es dulce y que en algún momento la guardó como un tesoro en sus días de mayor inocencia, en fin, recordando que era un hombre finalmente me dijo: “Para usted mi nombre es Eduardo”. Luego de esto, simplemente siguió su camino.

Esta respuesta fue enigmática, por decir lo menos, incomprensible, al igual que todo lo que sucede hoy en día en Venezuela, y quizás sea preferible no entender, pues como se ha dicho también en relación con la barbarie cometida por el régimen nazi, comprender los motivos de los verdugos está intrínsecamente ligado al acto de perdonar, algo que nunca estaré dispuesto a hacer.