Los venezolanos en Lima se sorprenden cada vez que escuchan a un peruano quejarse por la inseguridad ciudadana. Sin desmerecer, aseguran que es nada comparada con la agitación de despertar en su país y constatar que se ha sobrevivido a un día más. “Me cansé de vivir allá con miedo. De salir del trabajo y no tener idea de si iba a regresar a casa. Y eso que yo vivía cerca del Palacio de Gobierno”, cuenta Wolgfang Jiménez (31), un risueño caraqueño que trabaja en un call center de Lince y que también vende comida de su país.
A veces Jiménez se pregunta cómo llegó a su situación. Piensa que en la vida cumplió los pasos que se suponían eran los correctos: estudiar, conseguir un trabajo en su profesión –Educación– y ser bueno en lo que hacía. “¡Aún soy el mejor en lo que hago!”, dice contento mientras prepara un pan de ají amarillo con ‘reina pepeada’, un aderezo típico de allá. Wolgfang es un optimista empedernido pese a todo lo que le ha pasado. Hace un año, un secuestro con armas al bus en el que viajaba por Caracas, el segundo que padecía, terminó por decidirlo. “No tenía hijos, no lo pensé más y me vine para el Perú. No tengo vergüenza de vender comida, aunque nunca pensé que iba a terminar en esto”, dice.
Hijos de la catástrofe
La de Wolgfang es solo una de las miles de historias del exilio venezolano que pueden conocerse caminando por las calles de Lima. Es, además, uno de los rostros involuntarios de esa “diáspora venezolana”, como llama The New York Times a los 150 mil ciudadanos que han abandonado Venezuela en el último año, debido a la ruina económica que se vive en el otrora rico país petrolero.
La necesidad de subsistir y el estatus informal de sus documentos ha arrojado a miles de llaneros en el Perú al comercio ambulatorio. Una de ellas es Erika Chale (23), ingeniera civil con dos años ya en Lima, quien vende arepas, el popular platillo hecho con masa de maíz. a ella se le encuentra todas las tardes en el centro cívico. Anota que una paisana suya, arquitecta, vende medias en una tienda. Una afortunada. Un poco más allá, otros 11 connacionales suyos ofrecen arepas por el Jirón de la Unión, vestidos con las casacas de la selección venezolana.
El caso de Erika es especial. Sus padres son peruanos, que viajaron a Venezuela a fines de los 80, cuando ese país tenía una economía boyante, pero nunca la inscribieron como ciudadana del Perú. Ella habla y se siente como una venezolana, pero su aspiración es conseguir la nacionalidad peruana, un trámite que está solicitando a la Superintendencia Nacional de Migraciones. Como su caso hay cientos. “Allá tenía que hacer cola a las 4 de la mañana para conseguir alimentos al mediodía. Ahora, mi familia me cuenta que hace la misma cola y no recibe nada. El Gobierno les entrega una vez al mes una caja con un kilo de arroz y un kilo de pasta y quieren que sobrevivan con eso y los 15 dólares mensuales que es el sueldo”. Allá no le creen cuando les cuenta que con 25 arepas vendidas aquí puede hacer 40 dólares al día, no sin esfuerzo.
Levantando puentes
De lunes a viernes, a partir de las 2 dela tarde, las oficinas de Migraciones, en Breña, se llenan de venezolanos que acuden con
esperanza a la cita para obtener su Permiso Temporal de Permanencia (PTP). Esta es una figura jurídica creada por el actual gobierno con un enfoque humanitario y de derechos fundamentales que permite acogerlos en nuestro suelo y darles un respiro de al menos un año, mientras mejoran su situación y se integran a la economía formal de este país. Es por acciones como esta que dicha comunidad ha anunciado su intención de postular en setiembre del 2017 al presidente Pedro Pablo Kuczynski al Premio Nobel de la Paz [ver recuadro]. Al día, el despacho gubernamental tramita 260 de estas solicitudes, que se aplican solo a los ciudadanos que hayan llegado al Perú antes del 2 de febrero. “Siempre decimos que somos un país con memoria y que en el Perú tenemos una vocación de construir
puentes, no muros. Acuérdate de que muchos peruanos se fueron a Venezuela en los años 70”, comenta Eduardo Sevilla, superintendente nacional de Migraciones. La comunidad peruana que vive allá bordea los 150 mil individuos. La cifra de venezolanos en el Perú es incierta, pero podría estar entre los 6 mil y 15 mil.
La sensación general, sin embargo, es que la presencia venezolana se ha multiplicado en los últimos meses de un modo sensible, quizá porque ahora esta es más visible, con el fenómeno del comercio ambulatorio de comida. Según datos de Migraciones, el 2016 más de 36 mil venezolanos entraron y salieron del Perú como turistas. La cifra es mayor a lo que ocurría hace 10 años (19.980 visitantes), pero bastante menor a los 152 mil que llegaron el 2013, año del fallecimiento del presidente Hugo Chávez. La migración venezolana no está fuera de control ni debería causar alarma en nadie, aseguran las autoridades aquí. Para poner paños fríos, afirman que la cifra de ingresos es poca comparada con la de Estados Unidos, con medio millón de visitantes anuales al Perú, o la de Chile, que rozó los 200 mil visitantes el año pasado.
“Con el PTP estamos contribuyendo a poner orden en la casa, porque es importante tener regularizados a los extranjeros para que puedan estudiar, trabajar y tributar, pero esto no significa que no seamos firmes. En lo que va del gobierno hemos superado los 900 extranjeros expulsados de distintas nacionalidades por vulnerar las normas peruanas”, sentencia Sevilla. Para obtener el PTP es requisito presentar una ficha de Interpol de antecedentes penales y una declaración jurada. Si se miente o se le usa para dedicarse a actividades ilícitas, se puede ganar la expulsión del país y la incapacidad para regresar a este por 15 años.
Vida en comunidad
En Perú, los venezolanos se agrupan en redes para poder protegerse entre ellos y acoger a otros. Elías Pavone (24), natural de la provincia de Barquisimeto, conocida como la ‘Capital Musical’, cuenta que vive desde hace cuatro meses en El Agustino con otros 30 venezolanos, repartidos en varias casas. Algunos llegaron antes que él, otros después. Están también los que se han venido con toda la familia, como el músico Sebastián Bernardini (31), que fue profesor de la Sinfónica del Estado de Sucre, el segundo más grande de allá, pero que ahora sobrevive tocando joropos con su ‘cuatro venezolano’, un instrumento de cuerdas, en micros y restaurantes. Se vino junto a su esposa y sus tres pequeñas hijas cuando ya era imposible encontrar leche, pañales y medicinas para ellas. Ahora Bernardini integra una orquesta de músicos con sus paisanos. Recién están en fase de ensayos. Alguien le alcanza a Bernardini un charango peruano y no tarda nada en encontrar los acordes correctos y tocarse un Alma llanera con un sabor andino. No es difícil, dice, reconociendo que nuestros pueblos han sufrido lo mismo y que hay lazos más fuertes que cualquier adversidad. //
Este artículo fue publicado originalmente en la revista SOMOS, el 22 de abril del 2017.
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