Hasta hace tres meses, las distribuidoras Caracas y Gas Comunal vendieron durante más de 15 años —sin restricciones— las bombonas de gas a los vecinos de Los Aguacaticos, en El Valle; sin embargo, esta situación era contraria a lo que ocurría en zonas aledañas de la capital o en el interior del país.
Pero las cosas cambiaron. Un día de agosto, la familia López Campos, vecinos del sector, supo de inmediato lo que vendría después de haber asistido a una asamblea de vecinos en la que les informaron que la venta del gas doméstico ahora se haría a través del CLAP. Su comunidad iba a dejar de ser, a partir de ese momento, una de las pocas privilegiadas a las que el camión del gas surtía los cilindros de rosca y presión tres veces por semana.
La escasez del gas se había extendido hasta Los Aguacaticos.
La noticia no los sorprendió, era habitual escuchar esos anuncios en la zona. Sin embargo, las inquietudes de los vecinos sobre cómo y cuándo sería la venta no fueron aclaradas por completo. Los miembros del CLAP no habían estructurado detalladamente el método de organización ni preguntaron a los vecinos si estaban de acuerdo con la medida, solo informaron lo que ocurriría.
Según lo que el Comité le informó a la comunidad, los cilindros estaban llegando a manos de “bachaqueros”, lo que supuestamente conllevaba a la especulación y escasez del producto.
La comunidad quedó a la expectativa.
Desde entonces, la familia López Campos, conformada por 10 hermanos, comenzaron a racionar el gas, un método que ya habían aplicado desde hace tiempo con los alimentos.
En el sector, la mayoría de los habitantes posee entre dos y tres bombonas en cada casa. Era habitual, antes de la asamblea convocada por los CLAP, que se cambiaran los cilindros vacíos por los llenos cada 15 días, que es el promedio que dura el gas en un hogar en el que viven de tres a cinco personas. Sin embargo, cuando se acabó la primera bombona en cada casa y no pudieron reemplazarla, la comunidad se comenzó a preguntar en qué momento se reanudaría el servicio.
Durante un mes, a la comunidad le dijeron lo mismo que al resto del país: no hay gas en los llenaderos. La escasez empeoró en Los Aguacaticos. A principios de septiembre, al sector ya no llegaban los camiones y la gente ya tenía dos bombonas vacías.
La familia López Campos solo contaba con el cilindro que tenían en uso y no podían quedarse sin poder cocinar, por lo que Zuleima, la mayor de las hermanas, propuso que los hombres pasaran la noche en la planta de llenado de gas para que surtieran las bombonas.
Un camión silencioso
Una semana antes de que los hombres fueron a la planta de gas, vieron al encargado de distribuir el combustible en la zona. El hombre, vestido como de costumbre con sus guantes sucios y una franela roja, solía atender con amabilidad. De hecho, estacionaba el camión donde lo estuviesen esperando las personas con las bombonas vacías, pero aquella vez pasó por la calle sin anunciar su llegada. Tampoco le vendió a nadie en el sector. La gente no entendía, pedían una explicación, pero solo obtuvieron un grito de su parte: «¡Hablen con su consejo comunal!».
La organización de distribución del gas a través de los CLAP y los consejos comunales ya había comenzado.
Algunos habitantes de la zona pensaron que si el camión estaba subiendo hasta el final del cerro, era probable que se dispusiera a surtir a los vecinos del barrio 70 y que en cualquier momento les tocaría a ellos. Y en efecto, los representantes del CLAP informaron a algunos vecinos del sector que la venta del gas sería cada 21 días, 2 bombonas por casa; pero ya había pasado más de un mes y todavía no había una fecha definida.
Durante la medianoche de un viernes de septiembre, todos los hombres de la familia López Campos salieron en un jeep viejo. Llevaban 13 bombonas vacías y sus chaquetas para cubrirse del frío. Se trasladaron a la planta de llenado más cercana, en el kilómetro 16 de la carretera Panamericana. Pero no eran los únicos: a esa hora había más de 300 personas en cola. Se rumoreaba que en ocasiones no todo el que hacía la fila lograba comprar, pues a esa planta llegaban habitantes de El Valle, Coche, Las Mayas y hasta de los Valles del Tuy.
Optaron por ir al llenadero de Baruta, ubicado en el barrio Ojo de Agua.
Pasaron la noche despiertos, oyendo las conversaciones de quienes estaban a su alrededor, que hablaban sobre los productos que a diario escasean en el país. La fila era larga y les invadía la angustia. No querían quedarse sin comprar.
Cerca del mediodía, los alrededores de la planta de llenado permanecían abarrotados de gente, la hilera de cilindros vacíos parecía no tener fin y el sol era cada vez más fuerte. Los López Campos serían los últimos en comprar, los camiones debían surtir primero a varios sectores de Caracas y los encargados no hacían más que pedirles paciencia.
El galpón permaneció cerrado luego de que los primeros camiones salieran a hacer a su recorrido, hasta que una de las trabajadoras les notificó que en los próximos días empezarían a pedir constancias de residencia, pues muchas personas de otras parroquias iban a comprar y las bombonas no eran suficientes para todos.
Las quejas aumentaron y quienes todavía permanecían en la cola no tardaron en hacer resonar sus bombonas.
El último camión llegó a las 02:00 pm, hora en la que pudieron comprar el combustible. Los hermanos López Campos regresaron a sus casas con los 13 cilindros llenos y con la esperanza de no tener que volver más nunca a un llenadero.
Los hermanos calcularon que si lograban racionar el gas, no tendrían que ir a otro llenadero por lo menos durante 30 días, pero era una tarea complicada, pues los niños pequeños necesitan del gas hasta para calentar el agua del baño.
Al día siguiente, apenas pudieron tomarse el primer sorbo de café, se levantaron sobresaltados tras escuchar la campana que anuncia la llegada del camión del gas. Los vecinos, apresurados, salían de sus casas cargando con una bombona en cada brazo.
El encargado, encima del camión junto con su ayudante, los atendió como de costumbre y se dispuso a cobrar. Pero los vecinos se quedaron sorprendidos cuando les dijeron que debían cancelar menos de lo que antes pagaban: ahora cada cilindro costaba 50 céntimos, una moneda del nuevo cono monetario que prácticamente no está en circulación.
En el momento nadie las tenía, pero el encargado, mientras descargaba el camión y organizaba a la gente, les dijo sonriente: «No se preocupen, el gobierno lo paga». Y la comunidad quedó en la misma situación, llenos de incertidumbre por no comprender el pago y con una duda atosigante sobre cuándo tendrán que comprar gas nuevamente.