Los Pequeños Episodios es un seriado de crónicas promovido por Codhez con la edición de Norberto José Olivar.
«Es mil veces más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Esta no se refleja en los grandes acontecimientos sino, más bien, en pequeños episodios personales» (Stefan Zweig).
Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS
Fotos: Iván Ocando
Con la basura quemada y en la oscuridad avanzada se hace ya imposible dar con restos de comida en el montón informe. son las 7:30 pm de la noche y me trago toda 5 de Julio en dirección este-oeste, la vía despejada, desolada, como si fuera temprano en la madrugada, sin alumbrado público todo parece más real, la naturaleza impone sus colores y volúmenes, así el tiempo fluye sin referencias superfluas. Las pilas de desechos variopintos deben estar humeando desde el día anterior, algunos materiales combustibles mantienen la actividad del detritus, la mortecina luz del sol ayuda a mantener el reverbero, en la ciudad no llueve desde hace semanas. Al final de la ruta veo dos figuras humanas hurgando, removiendo entre la masa, entierran una vara y hacen palanca, todavía con la esperanza de un hallazgo.
Al principio, hará más de un año, no era frecuente verlos de día, esperaban a bien entrada la noche para empezar a revisar la basura, quizás algo de pudor había en ellos, conforme avanzó la descomposición se los veía a cualquier hora del día, mujeres y niños, madres con su prole entera, ya no hubo ningún sentimiento distinto de los mordiscos del hambre. Los hombres abandonaron el acopio de envases plásticos y otros materiales que venden a las recicladoras, se concentraron solo en aquello que se pudiera comer, digerible. El ciclo de vender los materiales para luego comprar comida se hizo inconveniente. Encontrar un contenedor de basura cercano a un centro comercial resultaba prometedor, si se trataba de uno donde hubiera un local de comida, casi la salvación, en los ventorrillos grandes de verduras se podía conseguir buenos trozos de tubérculos, hojas de repollo, alguna zanahoria.
Con el pasar de los días la basura se volvió aséptica, sin restos de pan, ni siquiera huesos de pollo a la brasa, escaseaban esas bandejitas donde podían quedar grandes pegotes de salsa, podía pensarse que alguien había llegado antes que el más reciente escudriñador. Pero no era esa la razón, los propietarios retenían los restos, al principio los empleados se quedaban con ese botín, luego los administradores recibieron la orden de hacer empaques con los restos y, digamos, comercializarlos. La voz corrió en tono de desolación, alguien vio el avisito escrito a mano y pegado con descuido (“Se venden restos de almuerzo del día”), el mensaje era claro, la miseria había creado un nuevo segmento del mercado, se cumplía aquella máxima de los emprendedores, según la cual las crisis resultan el campo propicio de las oportunidades.
Desaparecieron de la acera también los guacales (así se le dice en Maracaibo a los cajones de madera donde vienen las verduras) con restos de vegetales podridos o aporreados, el consabido letrero anunciaba donde estaban ahora aquellos restos: “Se venden piquitos”, así se llaman ahora, en delicado lenguaje, y están dentro de la taguara, en una esquina discreta del techado. Cuando los apagones empezaron a arruinar la carne, entonces llegó el turno de quienes aún no buscaban en la basura. La carne en proceso de descomposición, o podrida en realidad, tuvo sus clientes; el carnicero la ofreció a mitad de precio y así salvó la inversión. A unos de estos comedores de carroña le preguntó un reportero de la BBC si en realidad esa carne era para consumir. Le respondieron que bien hervida y con bastante fuego desaparecía el mal olor. Hasta allí todos eran felices, en ese asunto nadie media ni autoriza, ni el Ministerio de Salud, tampoco los poderes municipales, es un acuerdo entre carroñeros.
En el primer semestre de 1923, en Maracaibo todo escaseó, el reventón del pozo Barroso II (a 35 kilómetros en la Costa Oriental del Lago) convirtió la ciudad en el mayor centro de consumo del país, una gallina podía costar 10 bolívares. La gente, al principio, estaba encantada con las ganancias, los parroquianos hacían su agosto con los gringos y sus dólares. Después, ellos mismos ya no tuvieron donde comprar su propia comida. La crónica dice que debieron abandonar la ciudad, obligados a comer raíces y cacería menor en los alrededores. No era tiempo aún de la basura, antes debía ocurrir la epifanía del consumo delicado, el petróleo convertido en fragancias y estilos pausados. Hacia mediados de los cuarenta, Nelson Rockfeller adquiere unos pequeños comercios que distribuían alimentos y organiza el primer gran sistema de automercados de Venezuela. Son los Cada, los fines de semana las familias podían ir a desayunar huevos fritos con tocineta, café y jugo de naranja; el otro menú era Corn Flakes de Kellogg’s, cereal sumergido en leche fría, y Toddy; esto costaba un real más, 2,50 bolívares, el salario medio de un empleado urbano podían ser unos 30 bolívares.
Hoy, la basura escasea, purificada, filtrada, antes de ser puesta en la acera; el fuego la convierte en fertilizante, el humo se eleva en los cuatro puntos cardinales de la ciudad, las moscas debieran achicharrarse, pero por alguna razón no se extinguen, las enfermedades respiratorias, en cambio, son la endemia del día, a la desnutrición crónica y las infecciones se agrega, o se resta, el tiempo consumido por la tos y el colapso pulmonar, que no inhabilita, solo mata. Pero nadie crea que los mendicantes y pedigüeños son una clase especial, parias de siempre que ahora emergen en su disfraz más escalofriante, son solo el conjunto grotesco, ellos deseando pasar inadvertidos, calladitos; al comienzo ensayaban un discurso en el que abominaban del dinero y te pedían de la bolsa de la panadería, es decir, cinco veces más, agudos economistas en tiempos de hiperinflación. Quizás los primeros lacerados se mantenían a resguardo, de la contaminación y la vindicta, he visto profesores de la universidad donde trabajo, y ellos simulan no haberme visto, he visto periodistas y médicos en un limbo, aquí en la ciudad que dio el tono de la sociedad de consumo en Venezuela, mareados, enflaquecidos hasta la perturbación, desechos por el hambre, con algunos he cruzado palabras, a otro he visto chorrear una lágrima
Hay un relato de Norberto José Olivar, escritor que ha hecho el ajuste gótico de la ciudad, donde el espectro se anuncia, publicado hace varios años. Un profesor sale de su cubículo de la Facultad de Humanidades y acepta ir a hurgar entre la ordenada basura de un restaurante chino, resulta bendecido por un ex alumno respetuoso que le entrega una bolsa de restos, donación de su mamá, cocinera del local (la literatura anticipa porque recela de lo real). Este profesor, antes, ha velado el cadáver de su madre, sintió cómo empezaba a descomponerse, sin dinero para enterrarla, hace que un amigo médico se la guarde en el refrigerador de la morgue del Hospital Universitario de Maracaibo. El olor de la carne descompuesta lo prepara para amistarse con las sobras. No hay estadísticas, pero el hambre amarga la vida más que la ingratitud, la tasa vegetativa de mortalidad debe verse en estos días ayudada por el generoso aporte de ancianos y niños, las mujeres que esta temporada seca parirán quedarán esmirriadas, la anemia las hará discretas, indiferentes, los niños gatearan tardíamente y deberán espantarse ellos mismo las moscas. El hambre puede anular para las tareas ciudadanas, y alguien lo sabe, el “gobierno democrático” que se dieron puede haber destruido una economía, creado las condiciones para la coprofagia de estos votantes, seamos justos: para una cierta canibalización. Pero la administración pública sabe cómo consolarlos, al final de año los aliéntanlos cuartos de cerdo todavía en estado de conservación, viven ya para este solo momento, la epifanía de un pernil. Pero el complemento, el contorno de ese pernil saca lágrimas. La ciudad es abastecida de vegetales desde los páramos andinos, camioncitos sin refrigeración arriman guacales de verduras y legumbres oxidados por el sol y embarcados a casi 400 kilómetros de distancia, deben ser consumidos en el límite del reblandecimiento. Mientras se redistribuye por los caldeados barrios se revalúa, los que pueden comprar se dan cuenta en el último minuto de que su precio es superior al de la carne, lloran de rabia.
Las oportunidades pululan como las moscas o esos gusanos rollizos que uno descubre, siempre con asombro, en la bolsa ceñida al tonel de la basura. Las multitudes de las colas de los bancos, ancianos minados por la colitis y la anemia degenerativa, agotan la carga del cepilladero, es la única mercancía al alcance, antes y después de cobrar la pensión, un vaso de hielo de agua azucarada, pero el agua oculta una sorpresa: este año no ha habido presupuesto para tratarla debidamente, sin cloro ni aluminio, que hace descender los sólidos, conserva intacta su carga de bacterias y lodo. La economía hace su ajuste entre aquellos que todavía guardan la compostura, albañiles y mucamas exigen que se les pague en especie, acompañarlos a la panadería es un espectáculo, salivan como el perro de Pavlov, aunque nada suculento hayan visto antes.
La basura de los condominios se reserva para los colectores y el chofer del camión, exploran las bolsas negras antes de embarcarlas, luego exigieron dinero en efectivo, pues cada vez solo basura había en ella; el siguiente paso de la florida oportunidad fue exigir paquetes de cualquier cosa, kilos sellados de arroz, azúcar, frijoles, no aceptan sal, sino los ricos de pacotilla de los condominios de utilería deberán comerse su basura. Es el genio de lo popular, “inteligencia adaptativa”, la misma elogiada por un doctrinario del chavismo de dos apellidos, Britto García.
En los días de largos apagones, yo salía de mi casa provisto de una instrumento esencial de negociación, metía debajo del asiento uno de estos paquetes, indispensable para cargar gasolina, en una oportunidad el bombero, así se le dice en Maracaibo a los operarios de las estaciones de combustible, no aceptó mi oferta paternal de llevarle desayuno, “no, tráeme un arroz”, me dice en completo dominio del asunto. La madre muerta (relato ya citado: Una muerta maravillosa, de Norberto José Olivar) del profesor viene en línea recta de aquellos antepasados huidos al monte tras la escasez y carestía, salidos de la grande emoción del hallazgo de petróleo, ella debía alimentar con su carne tóxica al hijo que se graduó de gratis en la bonanza, la misma universidad conservó el cadáver por unas horas, pero el hijo no tuvo estómago.
Los ciudadanos de esta Maracaibo pionera muestran ser dúctiles, aptos para la democracia y la recolección, pueden alimentarse hábilmente de hierbas y raíces, tal y como los yagunzos de Canudos, retratados en el compendio forense de Euclides da Cuhna, Los sertones, y vueltos a la vida e interrogados a fondo por Mario Vargas Llosa en otra obra maestra, La guerra del fin del mundo. Tal vez sean seres superiores, de una humildad escabrosa, y en la era de todas las degradaciones, la memoria de los días de fiesta apenas les sirve para orientar el gusto, menos que eso, incapaces de discriminar entre lo salado y la acidez de los tejidos descompuestos, eso les permite sobrevivir.
Me dicen que un día a la semana, la iglesia Antonio María Claret sirve 100 almuerzos o su equivalente. Temprano, antes de las 8:00 am, he visto la cola deshilvanada, llegan como curioseando a esperar un tazón de sopa, paso con celeridad por ese lugar. Cerca de la hora sobran viandantes y faltan sopas. Mi antigua secretaria en la universidad vive por ahí, ha visto los rostros de los pospuestos, le pido que no intente describirlos. Y aquí sí tenemos otra oportunidad, una decente, son fondos bien dispuestos de la Arquidiócesis de Maracaibo. Mientras tanto, los pocos ancianos que languidecen en la casa hogar de los Hermanos Paulistas, unas cuadras más al oeste, en la avenida 10, han sacado su aviso de peticiones, sobre todo comida se necesita, aunque la vida también se les va en la higiene, si usted lleva cloro o detergente eso ayudará a espantar gérmenes y olores nauseabundos.
Los indigentes conservan esa rara fuerza de quienes no se quejan, ellos no serán ancianos, persisten saludables como esos locos que deambulan en los pueblos durante años. Observo a uno acechar una pequeña bandada de palomas, picotean debajo de la humedad de unos asientos fijos de cemento, en la avenida 5 de Julio, justo frente a la antigua sede de Enelvén. El hombre se acerca pegado a la pared, parece reír, dobla en dos el amplio cartón que usa como colchón, está tan cerca que las bichas no tienen escapatoria, se les echa encima y las arropa con el cartón, en el último segundo todas menos una se escapan, le aplasta la cabeza con la mínima presión del puño. Es la continuidad de la cacería urbana, los herederos de aquellos que huyeron de la ciudad en los días del jolgorio del petróleo.