El 27 de marzo de 2015 Luz Marina Rivas y su esposo, Carlos Pacheco, estuvieron a punto de regalarle a la nostalgia un nuevo capítulo en sus vidas como migrantes. Se iban a reencontrar con los sonidos de la obra «Ex patria» de la pianista venezolana Gabriela Montero, en el Teatro Colón, de Bogotá. Sin embargo, un ataque al corazón del crítico literario, minutos antes del evento, le ganó a la cita con el recital que no alcanzó a devolverlos, en sus recuerdos, al país que dejaron.
«El gran duelo no ha pasado. El duelo país y la viudez viven conmigo en Bogotá», dice Luz Marina, doctora en letras colombo-venezolana que tiene su alma dividida entre los dos países, así como su biblioteca en su apartamento, que huele a orquídeas.
En julio cumplió 60 años de edad, de los cuales solo 11 ha vivido en Bogotá. Cuando ella tenía 5 sus padres migraron a Venezuela en busca de tranquilidad para ellos y sus 3 hijos. Su papá, médico, le temía a la violencia colombiana que sintió al participar de las marchas estudiantiles contra el dictador Gustavo Rojas Pinilla. Por su parte, la profesora Rivas dice: «Nunca creí en el proyecto chavista. El primer intento de golpe de estado en 1992 me asustó mucho y comencé a temer por lo que vendría». Hace 6 años ella se vino a Colombia para salvaguardar lo más valioso que la crisis humanitaria había comenzado a arrebatarles: la dignidad. Pero las fracturas en el alma quedan.
La migración venezolana mantiene abiertas las venas de América Latina. En 2018, 2.757.893 personas se han movido a 18 países, según los datos del Observatorio de Venezuela que creó la Universidad del Rosario, en Bogotá, para estudiar a fondo un fenómeno que obligó al presidente colombiano, Iván Duque, a autorizar un Conpes por $422.000 millones para atender la situación.
En Colombia las cifras se han desbordado, al pasar de mayo de 2017 a septiembre de 2018 de 171.783 migrantes a 1.032.061, según Migración Colombia. Y estos solo son datos de los que han pasado por las fronteras, porque no hay censos ni caracterización de la población que se queda.
En Bogotá los migrantes arrastran sus maletas por las calles, dibujan con caramelos la palabra Venezuela en los andenes fríos, cantan las letras de Óscar de León y Franco De Vita en el Transmilenio a cambio de unos pesos colombianos, ofrecen los nuevos billetes del Bolívar Soberano como un souvenir para la historia, hacen colas en los servicios de salud para consultar cómo acceder a medicamentos para el VIH. Los dramas no se detienen y Luz Marina ve muchos de ellos a diario, cuando toma el servicio público para ir al Instituto Caro y Cuervo, donde coordina la maestría en Literatura y cultura.
Luz Marina hizo parte de una de las varias diásporas de Venezuela. Primero salieron los empresarios hace poco más diez años; luego, los perseguidos políticos hace unos ocho; los intelectuales comenzaron a emigrar hace seis -ahí ella, su esposo y muchos más-, y en el último tiempo todos, sin distingo de clase y postura política, huyen de un gobierno cuyas medidas los expulsan.
Con documentos o sin ellos cruzan cualquier punto de los 2.219 km. de porosa frontera que comparten Colombia y Venezuela. Shariti Paredes atravesó el río Arauca con su bebé. Partió desde Valencia con destino a Lima, Perú. Llegó a Rumichaca, Nariño, con un pasaporte y dos salvoconductos que le dieron en Bogotá, con cinco días para dejar Colombia. La profesora Luz Marina Rivas, en cambio, hizo el trayecto de Caracas a Bogotá en avión, primero con su esposo y sus libros; y hace un año lo repitió cuando fue en busca de sus padres de más de 80 años de edad.
«Acá en Colombia recuperé a mi familia. Eso es lo que pierden la mayoría de los migrantes. Pero lo que se quiebra cuando migras es mucho más, es la vida que construí, que me vi forzada a abandonar, que no pude seguir».
«Yo no sabía lo que era sentir que uno podía perderlo todo: el salario, las propiedades, la comida. Cuando fui a buscar a mi papá vi niños comiendo del basurero de la esquina donde yo viví. Desde ese punto ves el imponente Cerro El Ávila y también la ruina en que se convierte nuestro país», dice Luz Marina.
A medida que cuenta la historia de su salida de Venezuela, sus ojos dejan ver infinita tristeza por lo que dejó, que puede ser borrado por la represión que se respira en cada rincón de ese país. Una tristeza que asumen todos los venezolanos migrantes, no importa el lugar de donde se salga. La fuerza se ha perdido, el hambre pulula y el desajuste emocional es notorio a lo largo de un peregrinaje que no acaba.
Luz Marina trabajó 32 años en la Universidad Central de Venezuela y supo que tenía que hacer un plan b cuando los sueldos perdieron capacidad adquisitiva. «En el 2012 fuimos a hacer un mercado y costó toda la quincena de mi esposo, que ganaba más que yo. Empezamos a asustarnos. La última pensión que cobré equivalía a 23 dólares».
«Nadie habla de lo que sucedió con el mundo cultural. Caracas era una ciudad llena de eventos, se fueron extinguiendo y comenzamos a decirles adiós a actividades tan necesarias para la educación de un país. Alguna vez hubo un encuentro cultural en el Centro Rómulo Gallegos y el público solo eran soldados», relata.
A los espacios de participación en la Universidad también debieron decirles adiós. «Los estudiantes regresaban de una marcha y los colectivos los atacaban. Llegaban a los salones de clase, preguntaban por uno y lo sacaban y lo maltrataban. Los posgrados de neonatología y anestesiología se fueron quedando sin alumnos y el país, sin médicos. En 2012 no habían anestesiólogos suficientes. Los jóvenes comenzaron a irse y con ello llegaron las navidades por Skype».
Un chico se recupera de la caminata por Colombia, en uno de los refugios montados improvisadamente en el Páramo de Berlín, que está ubicado a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar en el nororiente del país. Foto: Cortesía Julián Lineros / Dirección para la Integración Fronteriza de Cancillería
Los que escribieron libros y aún lo hacen, dan cuenta de la diáspora en novelas, como lo hizo Eduardo Sánchez Rugeles en su libro Blue Label, que narra la historia de los venezolanos que buscan a sus antepasados en otros países y con ellos el pasaporte para huir. «¿Qué quieres ser cuando seas grande?: francesa», dice en la obra.
Luz Marina le dijo adiós a los sueños para darle paso a las pesadillas. «A un profesor lo buscaron en su casa, lo acuchillaron, pero los vecinos lo salvaron y hoy está aquí en Colombia, y su familia amedrentada en Venezuela».
La tranquilidad se fue y empezaron a vivir con miedo a pesar de que no militaban en ninguna orilla. «En alguna ocasión le hicieron una entrevista a mi esposo, Carlos, sobre lo que era el mundo editorial en esos momentos y dijo que si todas las editoriales se agrupaban en una sola, del Estado, podría parecer que habría presiones políticas para poder publicar y eso cercenaría la libertad de pensamiento. El ministro de Cultura lo atacó por la prensa diciendo que debía estar fumado para atreverse a decir algo así, si él recibía un salario del Estado».
«Las protestas son como ir al matadero, ¿qué hacen unos muchachos desarmados contra tanques de guerra? Los enfermos renales no tienen para sus tratamientos. Un grupo de vecinos que se comunican conmigo me cuentan que tienen agua los miércoles y sábados, y llega sucia. ¿Entonces cómo se puede pensar en salir a protestar cuando lo más básico no se tiene? He sabido de un profesor que se desmayó en clase porque no tenía para comer. El hambre alcanzó a todos y a mí me recuerda el período azul de Picasso: gente delgadita, desolada y triste», refiere.
Por eso duda de un nuevo comienzo para su país prontamente y por el contrario cree que en la narrativa se han instalado «el desencanto, la incertidumbre por el futuro, la violencia, la falta de proyectos colectivos, la precariedad del presente».
El éxodo venezolano es parte de las olas migratorias que agitan como fuertes mareas el mundo. Dejan a su paso un dolor inacabado: la caravana centroamericana atajada por el muro de la infamia entre EE UU y México, y la huida de millones de sirios desperdigados por el orbe, producto de la guerra civil que vive su país.
Las reflexiones sobre lo que significa la migración retumban en el cerebro y el corazón de una doctora en letras, que no puede dejar de pensar en la crueldad de la historia: «En Centroamérica las maras son una gran razón para irse. En Siria hay una guerra y las situaciones allá han sido tan feroces porque hasta bombardean hospitales. La nuestra, la migración venezolana, se está dando como consecuencia de acciones desatinadas de un gobierno que pareciera enemigo del mismo país. Lo más difícil es explicar por fuera de Venezuela cómo un país tan rico, con tantos recursos, está como está».
La migración está hecha de finales y comienzos. Luz Marina se duele por lo que queda atrás, Venezuela los abandona a su suerte y Colombia los gana con sus saberes. En uno y otro momento hay nostalgias, porque los orígenes siguen a los migrantes a todas partes.
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