El ingeniero Salman Khan defiende que con las herramientas adecuadas «nada supera al potencial humano», una filosofía que le empujó a crear Khan Academy, una institución educativa en línea cuyo éxito le ha llevado a ser galardonado con el Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional.
Nacido en Nueva Orleans en 1976, de madre india y padre bangladesí y licenciado en Matemáticas, Ingeniería y Ciencias Informáticas por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Khan se siente honrado por la concesión del premio y confirma que acudirá en octubre a recogerlo.
Su academia ofrece una educación personalizada a través de una tecnología adaptable a cada alumno, y en poco más de una década cuenta con más de 70 millones de usuarios registrados en 190 países, que con asiduidad recurren a sus lecciones traducidas a una treintena de idiomas para conseguir una educación de «primera clase» para la que «solo se necesitan las herramientas adecuadas».
—Tenía un buen empleo como analista y lo dejó todo para embarcarse en este proyecto, ¿qué le empujó a crear Khan Academy?
— Corría el año 2004. Gran parte de mi familia había venido desde Nueva Orleans para asistir a mi boda. Una tía se me acercó y me comentó los problemas que tenía su hija Nadia con las matemáticas. Me pareció un asunto serio, así que me ofrecí a darle clases. Cuando volvieron a Nueva Orleans encontramos la forma de hacerlo posible a través del teléfono, de mensajes de Internet. Al final, acabé ayudando a unos quince primos que tenía repartidos por todo el país. Me planteé crear Khan Academy cuando observé en mis primos un mismo patrón de lagunas de conocimiento, así que comencé a desarrollar un software para ellos.
—Pero más allá del software, fueron los videos los que dieron notoriedad a su sistema de enseñanza ¿no?
—Un amigo me sugirió que realizara videos para complementar los ejercicios. Me recomendó que los colgara en Youtube y yo le dije: “No, Youtube es para enseñar a tocar el piano, no matemáticas”, pero finalmente le di una oportunidad. Estos videos no eran la esencia de la academia –ni siquiera hoy lo son– pero facilitaron el acceso de mucha gente. En 2009, después de desarrollar los primeros contenidos para mi prima, había cerca de 100.000 personas utilizándolos; así que mi esposa y yo, que en ese momento estábamos pensando en comprarnos una casa, nos dijimos: “¿Por qué no le damos una oportunidad?”. Y creamos Khan Academy como una organización sin ánimo de lucro, cuya misión es ofrecer una educación de primera calidad para cualquiera en cualquier lugar del mundo.
—¿Hasta qué punto ha sido importante el aporte de los estudiantes a la hora de desarrollar el proyecto?
—Creo que el feedback ha sido clave. Al principio, cuando la Khan Academy daba sus primeros pasos, y yo lo hacía más por diversión que como un trabajo en sí mismo, fueron las cartas de algunos de los usuarios las que me convencieron de que era un proyecto que podía ser mucho más grande, tener un impacto mucho mayor.
—¿Hay alguna historia que le haya emocionado especialmente?
—Son muchas, pero quizás una de la más notables sea la de Zaya. En 2014 recibí un videomensaje de una joven en Mongolia, que tenía 15 o 16 años, que nos agradecía la ayuda que le habíamos prestado con las matemáticas. Asumí que sería una persona de clase alta o media alta, porque estando en Mongolia su inglés era bastante bueno y tenía acceso a Internet. Pero resulta que era porque un equipo de ingenieros estadounidenses iba allí durante sus vacaciones para instalar salas de computación en orfanatos. Lo que resulta más llamativo es que, después de terminar el instituto, Zaya comenzó a contribuir haciendo videos en mongol para otras personas. Otra más reciente surgió con una carta que recibí hace unos dos años. Una joven, llamada Sultana, me contó que hacía unos seis años, cuando tenía 12 y vivía en Afganistán, los talibanes ocuparon su pueblo y prohibieron a todas las niñas acudir a la escuela. Pero un familiar pensaba que tenía potencial, por lo que le consiguió una conexión a Internet a través de una computadora portátil. Dio con la academia, que se convirtió en su acceso al mundo. No tenía ni siquiera un nivel escolar, pero consiguió superar todas las fases, con álgebra, química, biología… y decidió que quería convertirse en física y estudiar en Estados Unidos. Ahora está aquí investigando.
—¿Qué espera lograr con su academia?
—Nuestro objetivo es ofrecer educación a todo el mundo, en todas partes. La tecnología facilita todo tipo de educación, desde la que se necesita en un pueblo de Afganistán hasta la de las grandes urbes de Europa. Pero cada estudiante requiere de un ritmo diferente. Una de las ventajas que ofrece la Khan Academy es que permite a los estudiantes aprender al ritmo que cada uno necesita.
—¿Y qué le depara el futuro a la Khan Academy?
—Esperemos que en un plazo de diez años la gente nos vea como una institución que permite a cualquiera en el planeta alcanzar su potencial. Al final del día, la gente habla de Inteligencia Artificial, de tecnología… pero nada supera al potencial humano.