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Una sentencia histórica para Michelle Youayou y sus hijos

Un juez argentino, en una sentencia inédita para Latinoamérica, falló a favor de una ciudadana francesa que escapó a Buenos Aires para evitar que sus hijos sufrieran más abusos. “Proteger no es delito”, aclara el fallo
Por Relatto
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La historia de Michelle Laure Youayou es un relato de abusos pero también de aprendizaje sobre lo siniestro. La ciudadana africana francesa sufrió maltratos y vejaciones desde niña y de adulta. Su límite llegó cuando sus hijos le confesaron que habían sido abusados por su progenitor. Ante la justicia ciega de Francia huyó a la Argentina, lo que le costó un juicio por secuestro de niños. Después de cinco años, sus hijos fueron restituidos a Francia y la justicia argentina falló a su favor, aclarando que “proteger no es delito”, no es secuestro, sino amor.

Llorar en verano. Llorar en invierno. Llorar en el baño. Llorar fumando. Llorar inmóvil. Llorar hasta secar. Llorar hasta apelmazar los días, los años. Llorar cuando no queda nada. Llorar porque te ayudan y te salvan, pero vos ya no podés más. Llorar porque te olvidas de la suavidad del cabello de tus hijos. Del refugio de sus manos cuando te aprietan antes de cruzar la calle. Del tono constante cuando quieren algo y no hay otra cosa en el mundo que no sea eso. Llorar porque hace medio segundo que no lloras. Llorar porque estás más cerca de su recuerdo. Llorar.

Hoy, baila unos instantes frente al espejo rectangular de su monoambiente. Suena funk en su computadora. A la derecha, hay un colchón convertido en altar que la hace llorar. Se maquilla mientras se mira al espejo y sonríe a la cámara que la retrata. Contornea su cintura y da unos pasitos repiqueteando al son. Le sientan bien las fotos. Parece cómoda pero ofrece café todo el tiempo, se excusa de no tener unas masitas y pregunta si tenemos frío. Nadie la visita mucho. La rutina es quedarse muy adentro. Se siente rota.

Aunque siempre saca una sonrisa con sus dientes blanquísimos que contrastan con su piel morena y sus rastas cortas. En su hogar, se respiran colores, libros en francés, auriculares, ese colchón convertido en altar con banderas verdes y violetas del movimiento feminista Ni una menos, de la lucha contra la violencia y abuso de las infancias, la insignia “yo sí te creo”. También yacen fotos de niños abrazados, comiendo, sonriendo. Y en una punta del colchón, se apoyan unas páginas impresas, con la firma de un juez, que determina la absolución de una madre —de ella— acusada del delito de secuestro de niños —de sus hijos—.

Michelle Youauou

Michelle Youauou en su lugar de habitación en Buenos Aires.

Esas páginas, son el motor de las sonrisas que hoy comparte Michelle Laure Youayou. El juez titular del Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional, número 22, de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, Sergio Adrián Paduczak, a cargo del juicio en su contra, creyó en sus palabras, en las de los testigos, en las del Consejo de niñas, niños y adolescentes de esa localidad, el cual recomendó escuchar a los niños que pedían no retornar con su padre y confesaban el abuso sufrido por él, además de fundamentar el fallo judicial con perspectiva de género. Se trata de una resolución inédita —para casos como el suyo— donde los niños fueron restituidos con el progenitor y sentará jurisprudencia a nivel nacional y latinoamericano.

Una historia que aún no termina y también se perpetuará en un documental que se encuentra en preparación con la historia de Michelle y sus hijos. Una vida de abusos, violencias, fortaleza y un poco de amor.

Acompañarla este martes 4 de junio cambia el ritmo de sus llantos. La refugia de la bruma gris que empuja por la ventana. Afuera aguarda una tarde acolchonada de hojas que todo lo cubren de un ocre amarillento, una foto que aplasta el pecho aunque estés feliz. Se respira un frío otoñal, de esos en los que preferís resoplar en las manos para calentar el aire.

El hogar actual de Michelle —porque tuvo muchas, muchísimas mudanzas, pero pocos hogares— queda en un primer piso de un edificio de dos plantas y tiene una ventana que nos empapa de luz brillante. Se encuentra ubicado en el barrio porteño de Constitución, al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Desde la ventana, se ve una autopista y a unas veinte cuadras se encuentra la estación ferroviaria de igual nombre que, a su vez, lleva a otros rincones de la provincia de Buenos Aires.

En los alrededores de la estación de trenes, se sabe que es más visible el tráfico de drogas junto con la prostitución y un gran puñado de pensiones y hoteles económicos a cuyos pies gritan manteros que bregan por vender lo que sea en todo momento. Pero el hogar de Michelle te recibe con una puerta de hierro en la entrada del edificio de dos pisos situado sobre unas cuadras solitarias llenas de árboles. Hay un pantalón de jean colgado en la puerta de su living-habitación.

De golpe, en medio de la sesión de fotos, se dobla y agarra fuerte su brazo con una expresión de dolor. “Es la fibromialgia, me la detectó mi psiquiatra, son dolores en todas las partes del cuerpo que vienen de repente. Me inmovilizan. Puedo estar dos días para recuperarme, no hay nada que me lo pase. Los médicos dicen que puede ser ´neurologic´ o estrés”, aclara mientras se toma un analgésico. En otros momentos, las lágrimas la desconcentrarán de las poses para el fotógrafo, también de repente. Se excusará. Su mirada se demorará en las fotos de sus hijos, que están en primera plana colgados de las paredes.

Michelle es una ciudadana francesa, nacida en Costa de Marfil, África. Tuvo una infancia muy dura, según cuenta. Luego de sufrir abandono por parte de sus padres, llegó a Francia y conoció a un ingeniero civil, con mucho poder, con quien tuvo dos hijos.

De niña

Michelle no quiere hablar de su infancia, apenas da unas frases. Acordamos otra entrevista para dar un respiro y hacer lugar a su pasado.

“Me hubiera gustado estudiar más, cómo ´hacer el turismo´, pero como me fui temprano de la casa familiar por problemas de maltrato, crecí en los hogares y dependía del Estado francés y de los jueces y quería mi libertad económica. Entonces, me fui hasta el Liceo, que es la primaria y secundaria. Ahí tenés dos opciones, tomas el camino profesional o los estudios generales, yo elegí el profesional para hacer contadora pero no me gustaba para nada y empecé a hacer una formación de secretaria en otro lugar. Ahí pasé la licencia de conducir, en 1999. Lo logré y después empecé a laborar en un hotel como recepcionista y me mudé a mi primer departamento y después trabajé en una empresa hasta que me embaracé”.

Michelle habla de una “infancia difícil”.

—¿Cómo era tu mamá?

—No le hablo, no me ayudaron. ¿Cómo puedo perdonar eso? Yo nací el 1 de noviembre de 1979 en Costa de Marfil y la verdad no tengo ningún recuerdo de mi infancia, porque estuve en una familia disfuncional. No sé lo que es tener una familia estable, papá, mamá, en casa, comemos juntos, compartimos cosas.

—¿A qué se dedicaba tu mamá?

—No sé, estaba muy joven cuando yo nací. Mi papá era futbolista, mi mamá laboraba en los bares, salía mucho. Decían que era una hermosa mujer, tengo algunos flash donde ella me llevaba a algunos lugares, y mi papá nunca lo conocí de chica, recién lo vi en 1988, y un año después me fui a vivir a Francia con él. Ni tengo fotos, no tengo nada.

Su mamá la dejaba “en cualquier lugar”. Con un tío, una hermana. Un tío abusó de ella a los seis años y reconstruyó ese episodio cuando pasaron los años. De niña, practicó el silencio. Para sobrevivir. Estaba de prestado. “Cuando me acordé de eso de adulta, me volví loca”, dice.

—Estaba sola, nadie me acompañaba. Donde me dejaba mi madre, me pegaban. A veces, tenía tanta hambre que me iba a comer a la basura.

—¿Cómo saliste de eso?

—Mi abuela paternal, me vino a buscar. Ella me mandó en la capital. Yo antes usaba mi mano izquierda para escribir y me pegaron con una piedra para que usara la derecha. La cultura africana a veces tiene estas cosas… Pero cuando corto cosas, a veces, uso la izquierda.

Llora y fuma. Su tía y su abuela paterna son dos figuras que recuerda con amor. “Mi tía es una de las personas que amé mucho, viví en su casa, ella realmente quería lo mejor para mí, aunque tenía carácter fuerte”. Cuando a los ocho años, su abuela la dejó con su tía por parte de su progenitor, vivían en un monoambiente y pasaba mucho tiempo sola o jugando con niños en un jardín compartido del edificio.

“Un día estaba con los chicos y alguien me llamó, me hizo entrar en su pieza y abusó de mí. No lo conté a nadie, solo años después. Y por mi tío tampoco, se que estábamos en una terraza y tal vez lo amaba tanto. Sé que estaba acostada así en su pierna”.

Su tía peleó con su padre para que ella se fuera a Francia. Se puso en contacto con su madre, pidió ayuda para obtener su pasaporte, dinero, la visa, le compró ropa, la peinó y le dijo al padre que su hija no iba a tener ningún futuro en Costa de Marfil, que se la llevara.

“Cuando tuve un poquito de paz, digamos, fue un poco del lado de mi papá, con mi abuela, mi tía. Ella falleció en 2002, fue algo muy terrible para mí”.

Antes, había visto por primera vez a su papá en un campo en Costa de Marfil. Levanta sus hombros y llora cuando se le pregunta por él.

Su mamá apareció para acompañarla al aeropuerto y Michelle llegó a Francia el 2 de agosto de 1989.

“Y todo lo que soñé, que pensé que iba a tener, mi habitación, lindas ropas, fue una desilusión total. Vivíamos en un monoambiente, mi papá vivía con otra mujer joven que tenía otro hijo y estaba embarazada y mi papá tenía otra hija con otra persona. Yo no tenía habitación, dormía cerca de la cocina frente al baño. Hacía todo de la casa, cuidaba a los chicos y la mujer me maltrataba, me pegaba. Un año nuevo, me dejaron sola con mi hermana bebé de un mes y yo tenía 11 años. La tenía que cuidar, no sabía qué hacer, por suerte no pasó nada, porque fue una irresponsabilidad grave de ellos”.

Llora. Le duele. O lava sus penas. No sabe muy bien cuál de las dos. Pero puede hablar y recordarlo. Parece rearmar sus piezas para que no se enquisten y la enfermen. Quizás para que sus hijos no pasen por eso. Dice que no quiere parar, como si necesitara volver a poner en orden su historia.

Después de un episodio de extrema violencia física con la mujer de su padre —le clavó una tijera en su brazo, donde aún se ve una cicatriz junto a unos tatuajes de sus hijos— y viendo que su progenitor solo miraba fútbol tirado en un sofá, se escapó y buscó ayuda. Vivió en hogares de acogida hasta los 22 años. Terminó sus estudios y trató, siempre, de sobrevivir.

“La música me acompañó mucho, desde chiquita bailaba y ganaba todos los concursos de baile y canto. Me gustaba escuchar otras canciones, las hacía instrumentales y ponía mis propias letras o iba a coros en las iglesias. En los hogares no pude hacer clase de canto, hice de más grande, pero sí conocí las montañas, el mar, nos llevaban de vacaciones”.

Todo empezó en un tren y una espera

“Después de pasar por tantos hogares, hacía diez años que vivía sola en la misma ciudad que él, Juvisy Sur Orge. Sería como la provincia de París, la isla de Francia le dicen. A él lo había encontrado la primera vez en el año 2002, en una estación de tren, cuando iba a trabajar temprano y había demora de trenes, tenía una cara ´simpatic`. La gente estaba enojada y subimos juntos. Me habló, me dio su tarjeta, me sentí incómoda por la forma en que me miraba, no sé qué decirte. Es ingeniero. Después volví a verlo en 2006 en la misma estación de tren y estaba con una mujer, africana, me la presentó. Ella era muy tímida”.

En esa época —rememora— vivía su vida de soltera. Era muy libre con su sexualidad, “pero no acepto hacer cualquiera”. Y recuerda que volvió a estar en contacto con su ex- pareja, el progenitor de sus hijos, luego del último encuentro: “Me llamaba siempre, que estaba triste, se hacía la víctima, decía que todas las mujeres que encontró le hacían cagadas. Yo estaba con una chica, él lo sabía. Me considero como bisexual, es mi elección y como siempre quise tener hijos, esa chica me decía ´habla con él, parece copado´”.

Él no era el tipo de hombre que le atraía. “Era muy clásico, muy cuadrado. A mi me gustan los que tengan algo que ver con lo artístico, deportivo, que compartan la misma cultura. Que sean libres en sus pensamientos y en sus expresiones, rebeldes. No me gusta la violencia». Pese a todo, a haber sido decepcionada en sus relaciones, a no saber lo que es el amor, “porque no tuve amor de parte de mi familia, de nadie”, se dijo: “¿qué tengo que perder? ¿por qué no intento?”.

Todo fue muy rápido, cuenta Michelle sobre el juego de conquista de su expareja. Llamados constantes, flores, salidas a comer, regalos y escuchar, siempre escuchar todos sus secretos, decepciones, frustraciones, saber y desentrañar su vulnerabilidad, como un cazador observa y calcula a su presa en medio de los pastizales.

“Veía que yo sufría de no tener hijos, tenía problemas ´ginecología´, había sufrido abusos. Estaba muy frágil. Él aprovechó y escuchó todos mis secretos. Un día me tomó el brazo y me dijo: ´Yo te voy a dar´, sin que yo le pida nada. Me parecía muy estable, me dije: `mis hijos van a tener una buena vida, van a crecer, todo lo que yo no, no, no”.

Lo describe como muy inteligente. Que la impresionaba y le llevaba 16 años. “Sin darme cuenta, me dejé hacer y me embaracé en fin del año 2008 y dos años después, de mi otro hijo”.

El hombre ya se había separado de su primera mujer, quien también había sufrido abuso y, según contó Michelle, lo padeció con él también. Era su segunda pareja, la mujer tímida con la que lo había visto en el tren, “era una chica nigeriana que ejercía la prostitución”.

“La primera mujer se escapó, con ella tuvo un hijo y esta segunda mujer, que se la veía muy vulnerable, ya tenía dos hijas. Hizo lo mismo con ellas. En Nigeria hay una gran red de trata humana, usan a la mujer, la mandan allá y las mujeres se prostituyen y tienen que pagar”.

Luego de embarazarse, comenzó el infierno. El chantaje afectivo. El abuso psicológico y sexual.

“Me maltrataba. No lo veía yo, pero de forma psicológica y sexualmente. Yo también fui víctima de abuso. Pero no me voy, veo al chabón haciendo cosas muy perversas, pero lo que me decía a misma, en mi mente era: ´Me acepta como soy. Bueno, no es tan feo´. Pero es feo”.

Dejó su trabajo, fue a un psiquiatra porque se sentía deprimida. Ya en esos años, comenzó a componer sus propios temas musicales y salía a tocar cuando una amiga quedaba al cuidado de sus hijos. “Él llamaba para saber dónde estaba y le decía a mi amiga: ´Cómo le gusta que la miren`. Y me criticaba todo el tiempo. Un día tenía una gran voz, al siguiente, era la peor de todas”.

Su límite llegó cuando uno de sus pequeños, de 5 años en ese entonces, le contó que su progenitor había abusado de él.

La justicia según la lente de cada bandera

No podía hacer la vista a un lado. Realizó denuncias ante la policía local, pero nada prosperó. “Un juzgado civil determinó la falta de mérito en Francia y desestimaron constantemente todas las denuncias que hizo Michelle”, contó su abogada Sara Barni, quien también es su compañera y confidente.

El 8 de Mayo de 2016 no encontró otra solución que escapar con sus hijos a la Argentina en busca de refugio —ya hace 9 años de eso— y luego de presentarse ante el Consulado francés y pedir protección, el Consejo de niños, niñas y adolescentes entrevistó a los niños y confeccionó un documento que se presentó más tarde en el juicio.

Esa prueba fue contundente en el proceso judicial. Los hijos de Michelle contaron las situaciones de abuso que padecieron por parte de su progenitor. Luego de realizarles pericias psicológicas, el organismo solicitó “tener en cuenta la voluntad de los niños de no retornar a Francia y ponderar la prueba de manera conjunta”.

Consideró también que, en base al abuso declarado por los niños por parte del progenitor, “proceder a la restitución de los niños a Francia, importa colocarlos en una situación de grave riesgo para su salud física, psíquica y emocional y exponerlos a posibles situaciones de revictimización que podrían generarles nuevos traumas psíquicos y a la vez, la vulneración de sus derechos a la salud e integridad”.

Pero el progenitor insistió. Interpuso una denuncia para que los chicos fueran restituidos a Francia y la jueza Ana Paula Garona Dupuis, a cargo del juzgado nacional de primera instancia en lo Civil 87, ubicado en la Ciudad de Buenos Aires, aceptó su pedido el 2 de julio del 2018. Michelle había escolarizado a sus hijos y sobrevivía como podía. Desobedeció a la Justicia y se escondió.

El 31 de mayo del 2019, la policía federal, a pedido de la justicia, halló a Michelle y a los niños en Plaza Lezama, en el barrio porteño de San Telmo. Sus hijos volvieron a Francia con el progenitor y Michelle, luego de estar unos meses en la cárcel, fue juzgada por secuestro de niños y desobediencia, además de quitarle su pasaporte.

Sin embargo, aunque estaba indocumentada, sin trabajo, y sin ver a sus hijos desde hace cinco años, algo detuvo esta seguidilla de violencias y abandonos. En el mes de marzo de este año, 2024, el juez titular del Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional, número 22, de Capital Federal, Sergio Adrián Paduczak, consideró que el delito de desobediencia había prescrito y falló a favor de Michelle.

La absolvió. Consideró que proteger de la violencia no es delito.

“En la sentencia el juez habla de la validez de las pruebas: siendo que la querella no impugnó, no pidió el desglose, ni falso testimonio de las pruebas acreditadas por el Consejo de niños, niñas y adolescentes, y los testimonios que declararon en el juicio respecto del relato de abuso de los niños por parte del progenitor, estableció que cada una de las pruebas eran verosímiles para él. El Consejo dijo que los niños fueron abusados sexualmente y el juez lo dio como válido pese a que no le corresponde juzgarlo porque el hecho ocurrió en Francia y fue —o no— juzgado en ese país”, explicó la representante legal de Michelle, Sara Barni.

Al volver sobre este juicio y su historia, Michelle respira hondo con los ojos bien abiertos. Parece cansada, pero dice lo que siente que tiene que decir. “Es un milagro. Sara me ayudó a tener fe, ella investigó y demostró que era grave lo que había pasado. Había pruebas de que mis hijos habían sido abusados y que yo no los había secuestrado, sino que los traje a la Argentina para protegerlos”.

Los papeles escritos que están en su colchón-altar son los fundamentos de la sentencia del juez Paduczak. Y dicen lo siguiente:

“La mujer en todo momento procedió en pos de la protección de los niños colocándose a disposición de la justicia que operó como una alternativa para salvaguardarlos”.

El juez entendió que “no puede, ni debe, determinar si las acusaciones son verídicas o falsas, ya que no corresponde. No obstante, con la totalidad de pruebas llevadas a cabo puedo asegurar que los menores sufrieron un daño el que repercutió en la aquí imputada y la llevó a accionar del modo en que lo hizo”.

En algún punto Paduczak da por hecho el abuso y maltrato en los niños y en ella. Al referirse a Michelle dice: “Estaba sufriendo violencia de género impactando el acto lesivo contra los niños, por lo que debe ser considerada como un factor relevante para la solución jurídica del caso”.

Durante el juicio, desfilaron testigos que probaron la violencia que vivió la familia. El psiquiatra de Michelle, Enrique Stola, documentó el estrés postraumático que sufre Michelle a causa de las situaciones de abuso que vivieron ella y sus hijos.

Otra testigo de la Defensa, Daniela Portillo Gonzáles, quien es madre de una compañera de la escuela a la que concurrían los hijos de Michelle, en el tiempo en que la familia vivió en la ciudad de Buenos Aires, confirmó el relato del abuso que sufrió uno de los niños. Relató un momento, un recuerdo, y fue contundente.

«Un día le dije a Michelle si quería que llevara a su hijo con otros compañeros y mi hija a jugar porque ellos iban a la escuela juntos. Mientras cenábamos en casa, mi hija me dijo: ‘¿Sabes por qué se separaron los papás de M. (hijo de Michelle)? Porque su papá abusaba de él’ y yo lo noté muy avergonzado a M., cómo queriendo callar a mi hija», declaró Gonzáles en la primera audiencia del 22 de febrero pasado, durante el juicio en el que se la juzgaba a Michelle por sustracción de niños.

Otros testigos, como la licenciada Graciela Pozzo y el médico psiquiatra Claudio Suárez, pertenecientes a una Ong, fueron especialistas que realizaron entrevistas con Michelle y los niños. Confeccionaron un informe que notificó la dinámica que mantenía la madre con sus hijos y los relatos de los chicos. “Dijeron que los niños fueron totalmente auténticos, que el relato de los abusos salió espontáneamente , que contaron lo que había sucedido”, recordó Barni durante el juicio en el mes de febrero, en la segunda citación en la que se llevó a cabo el juicio por el que se la juzgaba a la mujer francesa.

Todos estos testimonios y pruebas fueron consideradas por el juez.

“La imputada se encontró afectada por su propia historia de violencia, en un país extranjero, en un estado de vulnerabilidad importante. Sumado a ello, un organismo encargado específicamente de proteger los derechos de los menores aconseja no entregarlos, bajo riesgo de sufrir graves perjuicios. Dos profesionales del campo de la salud mental que entrevistaron a los menores, opinaron lo mismo. En consecuencia, era imposible exigirle que actuara ajustada a derecho”.

El 13 de marzo del 2024, Michelle fue absuelta de todo delito.

El fallo lo expresó así: “Por lo tanto, es absolutamente creíble que la madre haya sentido un peligro grave e inminente en perjuicio de sus hijos, que la motivara a actuar como lo hizo. Es decir, no cometió un delito sino que los protegió, incluso a costo de su propia libertad ya que estuvo privada de la misma”.

Barni contempló con amor la resolución del juicio. Sentada junto a Michelle, en su hogar, ambas volvieron a rememorar el camino judicial que recorrieron juntas, solas, contra todos los buenos pronósticos. “Se trata de una resolución con perspectiva de género, tomó mucho de nuestros argumentos esgrimidos por parte de la Defensa y resulta un fallo inédito en Argentina y Latinoamérica en casos de restitución de niños con el progenitor cuando se detectó abuso, además de que sentará jurisprudencia en otros casos”. Luego, se apuró a aclarar que demandará “al Estado argentino y al francés por el abandono que sufrió Michelle, estuvo en estado de indigencia, sin trabajo, porque no se dignaron a darle un comprobante de su identificación y sobrevivió gracias a redes de ayuda que fuimos consiguiendo”.

Después de un mes, la querella (encarnada en el progenitor) apeló y el Tribunal de Casación rechazó el pedido solicitado para que se anulara la sentencia. Lo que significa, según Barni, que “quedamos en una instancia más cerca de que esta causa quede firme y nos tenemos que poner de acuerdo porque ella quiere regresar”. Ya en el mes de junio, la contraparte apeló hasta llegar a la Corte Suprema.

Michelle mira su cenicero y los restos de nicotina que ingresaron en su cuerpo. Llora otra vez. “Yo quiero volver a Francia, acá es muy difícil, sufrí mucho maltrato, discriminación, el idioma, pero bueno, tengo que pensar cómo hacer para ir a Francia y poder ver a mis hijos”. Y sigue: “Psicológica y físicamente, estamos profundamente rotos con mis hijos, hace cinco años que no los veo, el progenitor evitó que tuviera todo tipo de contacto incluso a través de la escuela”.

Pese a tantas barreras de comunicación impuestas por el progenitor de sus hijos, tanta distancia, tanto desamor, Michelle intentó llegar a ellos en estos años.

“Algunas amigas que están allá me ayudaron. Se acercaron a los chicos con un celular para ver si podían hablarme. Pero pasaron muchos años, y no sé qué les pueden haber dicho de mí o si tienen miedo. Me dijeron: ´Mami no podemos hablar´. Y eso fue todo. Probé saber algo de ellos a través de la escuela a la que van, pero no se me permite”.

Sara Barni levanta sus cejas con cierta resignación. Dice que “ella es adulta y toma sus decisiones”. Le ha aclarado que regresar en este momento a Francia, la dejará de nuevo en un estado de absoluta vulnerabilidad. “Antes tiene que hacerse de una buena abogada, con perspectiva de género y comenzar la revinculación con sus hijos, además de un juicio contra el progenitor por los abusos sufridos, establecerse económicamente. Por supuesto, la resolución favorable de este juicio es un gran eslabón que la va ayudar a Michelle si decide volver a denunciar los abusos y comenzar un juicio en Francia. Pero hay un largo camino por recorrer”.

Michelle aprieta sus manos contra sus piernas y se endereza. “Tengo miedo de volver pero ahora que tenemos la posibilidad de que mis hijos sean reconocidos como víctimas, me parece correcto acercarme. Necesito sacarlos de la mano de ese hombre, porque todavía están con él y una mujer”.

Al hablar del progenitor de sus hijos, transpira furia. “Él y sus dos hermanos ganan bien, tienen una buena vida. Y uno de sus hermanos tiene contactos políticos, de alto nivel. Son gente que lo protege, esconden sus delitos y yo fui la única que rompió ese…. ¿cómo se dice?, el círculo vicioso de abuso y me odian. Entonces, yo tengo que sacar a mis chicos de esa, porque ahora mis hijos no tienen nadie, están en el entorno de una familia mentira”.

Buenos Aires, un lugar de paso, de violencia y un abrazo con el arte

Cuando sus hijos partieron a Francia, Michelle estuvo presa dos meses por haber desobedecido la orden de la Justicia para restituir a los niños de inmediato. Cuando salió de la cárcel, encontró ayuda en un hombre que vivía en el barrio 31, de viviendas precarias al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Barni, quien además de haberse recibido de abogada en el 2023 tenía a su cargo la asociación civil de víctimas de violencia y abuso sexual, RED VIVA, la rescató de ese hombre de quien también recibió maltratos, y la ayudó a buscar un hotel.

Habitó pensiones, hoteles, piezas compartidas, hasta que la Fundación de Ayuda Mutua de los franceses en Argentina, que se vincula con la Embajada de Francia en el país, le ofreció su apoyo. Sara se cansó de golpear puertas. Pidió alimento a las organizaciones sociales, al ya extinguido Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, le dio un lavarropas que le sobraba y, finalmente, llegó a esa institución de ayuda francesa.

“Ellos me dieron este departamento por un tiempo determinado. La idea era que yo pudiera aportar la mitad del alquiler y gastos. Pero como no consigo trabajo, porque tampoco tuve mi pasaporte todos estos años, sufrí mucha discriminación porque soy de color, y muchas cosas, solo pago lo que voy pudiendo, internet, algunas cuentas. Me da mucha culpa. Yo siempre trabajé”.

Buenos Aires, además de ser la ciudad refugio —por un tiempo— de Michelle y de sus hijos, aunque no sin penurias económicas, también fue cuna de una respuesta judicial y ese cielo entre tantos que la juntó de nuevo con el arte.

Cuando está nublado, cuando no hay camino visible, cuando ya todo parece tener fin, el arte puede rescatar almas achatadas, heridas.

Durante su estadía de cinco años sin sus hijos en Buenos Aires, encontró una banda de música, Barrio Místico. Hizo coros, arreglos de voz, y subió a escenarios durante un año junto a ellos, pero como no veía dinero ni ponían sus créditos, decidió seguir por su cuenta con un amigo que toca la guitarra.

“Me sirvió para saber cómo moverme en un escenario, para ponerme activa y empezar a componer mis propios temas. Pero ese chabón (el cantante de Barrio Místico) fue muy egoísta, no reconoció mi trabajo”.

Busca armar su propia banda, un lugar donde tocar y volver a sentir algo más que lágrimas hasta su regreso. Armó su canal de Youtube, @mamamiyou, que incluye las abreviaturas de los nombres de sus hijos y la suya.

“Creo que es hora de acostarme. ¿Saben por qué digo esto? Me siento más tranquila porque sé que ahora están de pie”, dice en francés una de las once canciones de su autoría que suenan en la web.

Cantar, bailar, escuchar música parece ser su encuentro con el amor y el placer. Con un pedacito de ella que no duele tanto.

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