Apóyanos

Una familia no tan común

Vivir con una comunidad de seguidores del sufismo hasta la adolescencia puede parecer una experiencia muy peculiar para el común de los mortales. Sin embargo, deja una huella imborrable, y una que otra pregunta
Por Relatto
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Mis padres vivían en comunidad antes de que yo naciera. Formaban parte de un grupo de jóvenes de entre 25 y 35 años que habían decidido romper con la doctrina católica bajo la que habían sido educados y seguir a un maestro que pregonaba la filosofía sufí, una rama mística dentro del Islam. Baba, como lo llamaban —nunca supe su nombre real—, era brasilero, negro, obeso y tenía discípulos en Inglaterra, Alemania, España, Brasil y Argentina.
Con ese grupo de gente crecí. A veces en casas grandes donde éramos 12 o 15 personas, y otras en casas más chicas, donde éramos tres o cuatro. Con ellos y con sus hijos festejé mis cumpleaños, escuché cuentos derviches de Nasrudín y compartí cuartos, baños, desayunos y cenas.

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En el campo de Santa Fe.

Mi primer recuerdo es en el barrio Jardím en Sao Pablo, Brasil. Una casa de esquina con una escalera de madera y un patio de piedra gris. Allí vivíamos con mi madre, Ana, mi padre, Pío, y su íntimo amigo Carlitos. Luego mis padres se separaron y con mi madre nos fuimos a Buenos Aires, a una casa antigua en Victoria, San Fernando, alquilada entre varias personas del grupo. Yo tendría tres o cuatro años y dormía en el mismo cuarto con Sara, Luciana y Mapi. Enfrente dormían los varones: Iván, Antonino, los alemanes Uli y Vari. Tadeo, que era el más grande dormía en el garaje. Recuerdo dónde estaban los cuartos de Pat, Tomy y Alejandra, pero no sé cuál era el cuarto de mi madre. Porque en esa casa había muchas madres y muchos padres que se ocupaban de nuestra crianza. Como la mía trabajaba en una empresa de seguros, muchas veces era la mamá de Sara o la de Luciana las que me iban a buscar al jardín.

Yo tendría tres o cuatro años y dormía en el mismo cuarto con Sara, Luciana y Mapi. Enfrente dormían los varones: Iván, Antonino, los alemanes Uli y Vari.

Tengo varias fotos de esa época —1985, 1986— en las que los chicos estamos disfrazados, soplando las velitas de una torta o abrazándonos sonrientes con las manos sucias de tierra. Hay fotos de nuestros padres bailando en el living al ritmo de los tambores y panderetas; fotos en un campo de Santa Fe, donde los hombres aparecen con jeans oxford y sin remera construyendo una casa de ladrillos y las mujeres recogiendo verduras de una huerta o sentadas en una galería tomando mate rodeadas de niños. Pero las que más me gustan son las fotos en las que estamos con Sara y Luciana. Las tres teníamos la misma edad y todavía no sabíamos que esos años en los que compartimos ponys, ropa, bañaderas y madres serían los primeros de una hermandad que perduraría hasta hoy, a pesar de que sus padres dejarían el grupo de Baba mucho antes que los míos.

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Con los chicos soplando velitas en un cumpleaños en Victoria.

En esa época a mi padre, que seguía en Brasil, lo veía en vacaciones. Iba a visitarlo en avión, con un sobre transparente colgado al cuello que decía “menor desacompañada”. Adentro iban mis papeles: pasaporte, documento, autorización. Mi padre, Pío, me esperaba en el aeropuerto de Guarulhos y me llevaba a su casa donde siempre me esperaban una bolsa con regalos, su gata Fofi y su amigo Carlitos. En una de esas visitas, yo tendría 4 o 5 años, mi padre tuvo su primer brote sicótico. Mi madre tuvo que viajar a buscarme. De esos días solo guardo una imagen: estoy con mi padre dentro de su casa, él desnudo, jugando y riendo conmigo, mientras, del otro lado de la puerta, mi madre grita desesperada para que le abra.

Pío y su amigo Carlitos en Brasil.

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La vida en comunidad con los amigos de mis padres no me parecía tan distinta a la forma en que vivían mis compañeros de escuela o mis vecinos. Algunos convivían con sus abuelos, otros tenían muchos hermanos. Yo vivía con mis “tíos”. Así decía mi madre que le dijera a cualquiera que me preguntara, porque “si no, la gente no entiende”. Algo parecido sucedía con mis abuelas, ambas amas de casa, socias vitalicias del tradicional Club Náutico de San Isidro, una de ellas casada con un embajador y otra con un ingeniero aristócrata. “Ellas no entienden”, repetía mi madre cuando yo volvía de pasar el día con ellas en la pileta del club o de dormir en sus casas y escuchaba frases como “pobrecita qué espanto vivir con toda esa gente”, “esta chica necesita estabilidad,” o comentarios sobre mi madre como: “Ana está loca”.

Tampoco había, ni en esta casa ni en las otras, rituales, ceremonias o rezos especiales. A veces había reuniones donde los adultos se sentaban en círculo, sobre almohadones o alfombras, y hablaban y leían libros en voz alta. Otras veces hacían una especie de meditación o bailaban una danza que se parecía al Afro con el sonido de tambores y panderetas de fondo. Pero cuando eso sucedía, los niños no podíamos molestarlos ni participar. Quizás por eso escuché nombres como Rumi (poeta musulmán y filósofo), George Gurdjieff (maestro místico armenio) o Idries Shah (maestro y escritor sufí) muchos años después.

En una de esas visitas, yo tendría 4 o 5 años, mi padre tuvo su primer brote sicótico. Mi madre tuvo que viajar a buscarme.

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Cuando yo tenía siete años con mi madre vivíamos en una casa de madera sobre pilotes en el bajo de San Isidro. La compartíamos con Junior, un brasilero profesor de lambada, y su novia Cipriana. Junior me adoptó como a una hija y así me presentaba cada vez que caminábamos por la calle de la mano o me llevaba a los casamientos, cumpleaños y bar mitzvah donde hacía su show. Yo también lo quise como a un padre, hasta que mi padre Pio regresó de Brasil y con mi madre volvieron a estar juntos. Un tiempo después nos mudamos a una casa más grande y moderna con un pequeño jardín y una parrilla y esa, creo, fue la única vez que vivimos los tres solos. Pero yo extrañaba a Junior. Él me llamaba por teléfono y un par de veces me fue a buscar para pasar juntos el fin de semana. Hace poco me envió una solicitud de amistad por Facebook y nos escribimos un par de mensajes. Me trató como si todavía fuese una niña y al despedirse me dijo: te amo muito mia filha. A mí no me salió decirle nada.

Mi madre con otra gente del grupo bailando.

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A mediados de los años 90, a mi padre lo echaron de la empresa de transporte donde trabajaba y nos mudamos a Pacheco, a lo de Mono, dueño de un local de revelado de fotografía en el microcentro. En esa casa vivían además su mujer Maggie, pintora y escultora, y sus hijos Helena y Américo. Yo tenía 11 años y ahí menstrué por primera vez y mis padres se volvieron a separar.

Pacheco funcionaba como una suerte de sede del grupo de Baba en Argentina y por eso solía circular bastante gente. Podía pasar que alguien llegara de Alemania y se quedara un par de meses con nosotros, o que una inglesa viniera con sus hijos, se quedara dos semanas y luego desapareciera. La casa era enorme, de una sola planta, rodeada de pinos y eucaliptos con una pileta profunda y un trampolín altísimo desde el que nunca me animé a saltar. Tenía nueve cuartos, una cocina industrial, una mesa para 20 personas y un espacio con pisos de madera en el que solían juntarse los adultos, sobre todo cuando llegaba Baba de visita.

A Baba lo recuerdo de lejos, vestido con pantalones y camisas anchas y un gorro árabe. Recuerdo su sonrisa de dientes muy blancos, y que cuando dormía la siesta no podíamos hacer ruido. Los adultos lo trataban como a un líder espiritual, con respeto y admiración. Le preparaban comidas especiales y estaban pendientes de que estuviese siempre a gusto. Solo recuerdo haber hablado con él una vez, cuando nos reunió a todos los niños en un círculo y nos regaló una fotografía de un animal que supuestamente nos identificaba. A mí me dio la de un felino, creo que era un leopardo.

Pacheco funcionaba como una suerte de sede del grupo de Baba en Argentina y por eso solía circular bastante gente. Podía pasar que alguien llegara de Alemania y se quedara un par de meses con nosotros, o que una inglesa viniera con sus hijos, se quedara dos semanas y luego desapareciera.

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Viví en comunidad hasta los 15 años. La última casa que compartí fue la de Florida, de nuevo con Mono y sus hijos Helena y Américo, y más gente: Lala, Hilario y Ezequiel, Claudia con Patricio y Fátima , y Jackie con sus hijos William y Roque. Ahí pinté mi cuarto de color salmón y pasé horas en el altillo donde armé un laboratorio de revelado de fotografía. Ése era el único lugar de la casa donde podía estar sola; era mi mundo rojo, con olor a tabaco y químicos para revelar; era la voz de Fernando Peña por la radio y las fotos en blanco y negro de mi juventud. Un día invité a la casa al chico con el que estaba empezando a salir y me preguntó lo obvio: por qué vivía con tanta gente. Y yo no supe qué contestarle. “Vos vivís en una secta”, me dijo riéndose. A partir de entonces empecé a indagar sobre Baba, y a cuestionar por qué cada vez que estaba de visita tenía que darle la estufa de mi cuarto. Sara, que tenía mi misma edad y cuyos padres habían dejado el grupo como muchas otras familias, me contó que había escuchado rumores y que al parecer Baba había querido abusar de uno de los chicos. Por eso una noche, en el living de esa casa, encaré a Jackie, a Mono y a mi madre y les pregunté si eso era cierto. Y aunque no recuerdo exactamente qué me respondieron, sé que nada de lo que escuché o percibí me gustó y que la discusión fue larga y tensa. Unos días más tarde mi madre entró a mi cuarto y me dijo que iba a tener que irme. Que aunque en ese momento yo no podía entenderlo, ella creía que eso era lo mejor para mí. Llorando y a los gritos le dije que estaba loca, y le rogué que me permitiera quedarme, pero no pude convencerla. Tampoco cambió de opinión cuando, semanas más tarde, en una clase de danza contemporánea, me rompí los ligamentos de la rodilla izquierda y me enyesaron la pierna desde el muslo hasta el tobillo. La odié, y ese rencor que echó raíces oscuras y profundas perduró en mí durante mucho tiempo.

Ése era el único lugar de la casa donde podía estar sola; era mi mundo rojo, con olor a tabaco y químicos para revelar; era la voz de Fernando Peña por la radio y las fotos en blanco y negro de mi juventud.

Me fui a vivir con mi padre, a un departamento de dos ambientes en Acassuso. Hacía tiempo que él había dejado de ser parte del grupo, creo que lo habían echado pero nunca supe por qué. Pio me dejó su cuarto y dormía en el living. Todas las noches me cocinaba y cenábamos juntos frente a la televisión. Antes de irnos a dormir, él armaba su cama y prendía la radio para escuchar a Dolina. Esa intimidad doméstica, repleta de silencios, de olor a café filtrado y conversaciones rutinarias, nos acercó como nunca.

En ese departamento terminé el colegio y empecé a trabajar en una casa de té para juntar plata e irme a Europa con una amiga. La idea era viajar por un año y luego volver, para estudiar en la universidad. Antes de irme, mi madre me contó que le habían ofrecido un trabajo en Natal, una ciudad turística en el nordeste brasilero que estaba empezando a crecer. Hacía varios años que ella trabajaba en una empresa que representaba hoteles brasileros en Argentina y, según me explicó, era una buena oportunidad para tener una mejor calidad de vida.

Unos días más tarde mi madre entró a mi cuarto y me dijo que iba a tener que irme. Que aunque en ese momento yo no podía entenderlo, ella creía que eso era lo mejor para mí. Llorando y a los gritos le dije que estaba loca, y le rogué que me permitiera quedarme, pero no pude convencerla.

Partí con mi amiga un día de marzo de 2001 rumbo a Londres. Teníamos dinero, collares de mostacillas para vender y gente conocida que nos recibiría en Ibiza, Barcelona y Florencia. Mi novio, Alejandro, un chico indomable con rastas y mi nombre tatuado en el tobillo, se iba a estudiar cocina al Ritz de París, asi que con él también íbamos a recorrer varios lugares. Fue un viaje largo, a la intemperie, que viví con mucha libertad. Con mi amiga no queríamos regresar a nuestra vida sedentaria y urbana así que, cuando ya volvíamos a Buenos Aires, decidimos bajarnos en Rio de Janeiro, donde el avión hacía escala, y perder la vuelta a Buenos Aires. Mi madre, que había tenido que empezar de cero porque el trabajo que le habían prometido no era lo que imaginaba y se había puesto a vender alfajores de maicena, nos dijo que nos esperaba en Natal. Me acuerdo que el día que llegué tuvimos una charla a solas, en su cuarto. Baba había muerto, el grupo ya no existía, y yo le volví a reprochar haberme echado de su casa. Ella repitió sus razones, pero cuando me confesó, llorando, que para ella también había sido una decisión muy dolorosa algo pasó. Creo que la vi frágil. Era una persona débil y no una mujer fuerte y poderosa como yo la había visto siempre.

Ana desayunando en su casa de Brasil.

En los días que siguieron mi madre nos llevó a recorrer la ciudad y nos presentó a sus nuevos amigos, pero Natal era demasiado grande y con mi amiga decidimos irnos a Pipa, un pueblo de tres mil habitantes a 80 kilómetros. Con el poco dinero que nos quedaba alquilamos una casa de pescadores con vista al mar y nos pusimos a hacer remeras y vinchas para vender en playa. Nos fue bien. Pagamos nuestros gastos y ahorramos algo de dinero. Mi novio, que seguía en París y me llamaba día de por medio al teléfono público que estaba en la esquina de nuestra casa, me fue a buscar seis meses más tarde en un Gol gasolero con el que regresamos a la Argentina después de recorrer seis mil kilómetros de costa brasileña. Dos años más tarde, nos fuimos los dos a vivir a Granada, en España, para trabajar en un restaurante de comida molecular. Después, nos mudamos a Nueva Zelanda donde nos emplearon en un lodge de lujo y pasamos varios meses viajando por Asia, Sudáfrica y Europa.

Con mi amiga no queríamos regresar a nuestra vida sedentaria y urbana así que, cuando ya volvíamos a Buenos Aires, decidimos bajarnos en Rio de Janeiro, donde el avión hacía escala, y perder la vuelta a Buenos Aires.

Cuando regresamos a Buenos Aires, en 2008, yo tenía 26 años y Pío me llamaba todos los domingos a las ocho de la noche para preguntarme qué había hecho el fin de semana y agendar nuestro encuentro en un bar. Casi siempre nos veíamos los viernes cerca de su casa. El pedía un café solo y yo un cortado.

Mi padre se suicidó en 2016. Había dejado de tomar su medicación siquiátrica y hacía días que no dormía. Quise internarlo pero se escapó corriendo. Ese mismo día hice la denuncia en la policía y dos días más tarde me llamó un comisario para decirme que lo habían encontrado. Se había tirado del segundo piso del Cemic, en Núñez. Más tarde supe que minutos antes de hacerlo llamó a mi madre desde un locutorio, pero ella no escuchó el teléfono.

Conservo sus libros de Nasrudin escritos por Idries Shah, y varios de Carlos Castaneda, algunos de sus muebles traídos de Brasil, su vajilla portuguesa y una poesía que me regaló un viernes por la tarde escrita en una servilleta de papel. La tituló Los cafés con Camila.

Mi padre se suicidó en 2016. Había dejado de tomar su medicación siquiátrica y hacía días que no dormía. Quise internarlo pero se escapó corriendo. Ese mismo día hice la denuncia en la policía y dos días más tarde me llamó un comisario para decirme que lo habían encontrado.

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Mi madre también murió, en julio de 2019. En Pipa, donde vivía desde hacía más de 20 años, y que terminó por ser el lugar en el que yo pasaba todas mis vacaciones. Tenía 64 años. Poco tiempo antes había terminado de construir su casa y me había invitado a hacer un viaje por Europa. La última vez que nos vimos, cuatro meses antes de su muerte, me contó que quería mudarse a Santos, una ciudad a 55 kilómetros de Sao Paulo, porque estaba cansada de Pipa. “No es un lugar para viejos”, dijo, “además quiero estar más cerca tuyo”. La idea era ir con dos amigas de su edad, alquilar algo juntas y probar. Si no le gustaba, se volvía a Pipa.

El día en que murió yo estaba en Buenos Aires y lo primero que hice al enterarme fue llamar a sus amigas en Pipa. Ellas fueron las que me esperaron con comida casera luego de catorce horas de viaje y me acompañaron a la casa velatoria, al cementerio, al banco, a la escribanía. Con ellas planchamos y guardamos sus sábanas y toallas en cajas para que no se humedecieran, y vaciamos el placard.

De mi madre me quedó una casa, a diez cuadras del mar, con piso de cemento alisado, ventanas con cortinas de lino blancas y un jardín rodeado de plantas tropicales. Una puerta abierta a otra vida posible.

Desde que ambos murieron pienso en cosas que antes no pensaba. Pienso, por ejemplo, que no tengo herederos directos. No tengo padres, hermanos ni hijos. Cuando Pio murió, y tuve que entrar por primera vez a su casa, mi madre me acompañó y lo primero que ella hizo al abrir la puerta fue buscar una caja de madera que estaba dentro de uno de los placares y tirar a la basura todos los papeles que había dentro. Me dijo que a mi padre no le hubiese gustado que alguien leyera eso y que lo hacía porque así se lo había prometido muchos años atrás. Yo hice lo mismo en Pipa, cuando encontré una carpeta escondida entre la ropa de mi madre con varias cartas de Pío y de Baba. Ella nunca me lo pidió, pero me pareció que era lo correcto. ¿Quién se ocuparía de tirar mis diarios a la basura si algo me pasara? ¿Quién se quedaría con mis fotos, o con la casa en Pipa? Hay días en los que pienso en esas cosas. Y en mi infancia. En todo lo que no recuerdo y nunca sabré.

 

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