Es una tarde inusualmente despejada para estos días de julio en la Ciudad de México, en los que el cielo parece empeñarse en descargar furiosas cataratas de agua sobre los transeúntes que terminan su jornada y vuelven a casa. Pero ese miércoles en particular no. El sol se refleja en los cristales impolutos del moderno hospital privado de la colonia Roma, en contraste con los nubarrones que adivinas que vendrán cuando recibes un diagnóstico de cáncer. Ese día, sales del consultorio del oncólogo con la promesa de unas nuevas tetas que apunten al cielo. No puede asegurarte que te va a curar, ni garantizarte que te librarás del cáncer, eso depende de cómo reaccione tu cuerpo a los tratamientos, pero sí que te volverá a dejar estéticamente aceptable a los ojos de los hombres.
Esa fue mi carta de bienvenida al cáncer femenino, un mundo liderado por hombres que hablan entre hombres para decidir sobre nuestra salud y nuestro futuro.
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Nada podía hacerte encabronar más que ver cómo tu marido y tu doctor entablaban largas conversaciones acerca de política, futbol, toros, bebidas, asados o coches, durante las consultas. Eso sí, también hablaban de “lo médico”, casi que entre ellos y dirigiendote de vez en cuando una miradita incluyente, porque sí, tú eras la paciente oncológica que se estaba jugando la vida en esas visitas.
“En este país la cultura política no existe, cada elección es un trámite para comprar y vender votos al mejor postor”, decía tu pareja al médico, de origen militar, que asentía mostrando su acuerdo con esas palabras. Por su parte, el doctor enseñaba su nivel de influencia en las políticas de salud pública, anunciando que todo se iría al carajo con el nuevo acuerdo de compra de medicamentos implementado por el gobierno, y que él personalmente se reuniría con el presidente para hacérselo saber. Mientras tú, que sí crees en la política, observabas atónita el intercambio de sabiduría preguntándote a qué hora tendrías oportunidad de ver con el doctor el resultado de tus últimos estudios, o quitarte la duda de por qué la teta semiamputada se ponía roja después de cada quimio. Este transitar por el mundillo médico-oncológico había empezado el 30 de junio de 2020. Por la pandemia, en marzo, habías perdido la cita para la mastografía anual quedándote sin la posibilidad de hallar de manera temprana el cáncer de mama que te diagnosticaron 3 meses después al encontrarte una bolita en el seno.
Nada podía hacerte encabronar más que ver cómo tu marido y tu doctor entablaban largas conversaciones acerca de política, futbol, toros, bebidas, asados o coches, durante las consultas.
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Puede ocurrir un día cualquiera. Mientras ves la tele, echada junto a tu pareja viendo la nueva temporada de una serie anodina de Netflix, que ni siquiera te gusta tanto como para requerir el 100 % de tu atención. Y entonces te distraes haciendo algo más, como ver las notificaciones de tu teléfono, o acariciar alguna parte de tu cuerpo de manera autómata, el brazo, el pecho, la axila. Y en ese momento haces el hallazgo. ¿Y ese bultito? ¡Ese bultito no estaba ahí!, ¿ayer?, ¿la semana pasada?, ¿el mes pasado? Y caes en cuenta de que no te hiciste tu mastografía anual. Pensaste que en cuanto esto pasara podrías programar una de manera privada. Pero, ¿acercarte ahora a un centro de salud, convertidos por la pandemia en centros de contagio masivo? ¡Ni loca!
Empieza a recorrerte un hilo de miedo por la espalda. Te volteas, ves a tu pareja, y consultas: “¿Sientes esta bolita?, ¿ves algún grano?, ¿tengo un piquete?” ¡Ni rastros de piquete! Ambos se incorporan y van al espejo a escudriñar la teta para ver si hay algún otro signo externo. Nada. Sólo la bolita ahí incrustada, en la frontera entre la teta y la axila. No puedes creer que no la hayas notado antes, vuelves a preguntar: ¿Estaba ahí la semana pasada?, ¿el mes pasado?, ¿de dónde salió?
“No es nada”, dices en voz alta. El otro confirma, “No, no debe ser nada importante”. Pero hay que hacerlo ver. El bultito insignificante se convierte en el protagonista de la noche. Tratas de restarle importancia pero sabes que se hará presente en ese sueño que tarda en llegar, en ese dormir intranquilo que alcanzas después de prometerte que mañana a primera hora te ocuparás de él.
El 1 de julio de 2020, empieza con una llamada telefónica a una amiga doctora que te recomienda ir de inmediato a hacerte una mastografía. ¡Mierda! ¿Cómo no se me ocurrió antes?, ¿cómo no lo pensé en el minuto uno después de perder la cita por culpa de la pandemia? Y fue tan fácil como levantar el teléfono, hacer la cita e ir al laboratorio sólo dos horas después. Y en 3 horas más ya tienes el resultado.
A las 2 de la tarde, descargas la mastografía por WhatsApp con todo e interpretación —con un número misterioso sobre el que alguna vez oíste por ahí , algo de “Bi-Rads”— y también consultas las imágenes en una página web. En ese mismo momento se lo envías a la amiga doctora y le adviertes, aún desde tu desconocimiento: “Creo que no está bueno, eso de los Bi-Rads 4 no está bien. Y en las imágenes se ve que la bolita no está sola. Hay otra bolita”. Tu amiga trata de tranquilizarte. Va a consultar con alguien más. Te regresa la llamada diciéndote que ese mismo día, a las seis de la tarde puede verte un oncólogo. Sí, definitivamente no estaba bueno lo de los Bi-Rads y la/s bolita/s. Para las siete de la tarde ya tienes un diagnóstico, una cita para biopsia como mero trámite para confirmarlo y hasta un plan de acción para terminar rápidamente y de raíz con lo que ya sabes que es un “carcinoma ductal infiltrante, con ganglios comprometidos, tentativamente en una etapa II B”.
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Unos días después vas a la cita de la biopsia, acompañada de tu marido. Pinchazo agudo y doloroso, una aguja gruesa que se te incrusta en la teta y, como el famoso juguete “tirapapas”, extrae tejido en forma de cilindros que son depositados en un frasquito de formol. Quieres que tu pareja tenga la misma buena impresión del doctor que tuviste tú en aquella primera cita a la que acudiste sola, qué eficiente, de qué manera tan veloz ha trazado la ruta que te llevará al fin del cáncer, a erradicar riesgos futuros y a la reconstrucción. El doctor le vuelve a contar a tu pareja las mismas anécdotas de pacientes satisfechas con tetas nuevas que te platicó en la primera consulta. Pero hay algo que no te cierra.
—¿Te pareció, como a mí, que al doctor le preocupa mucho este tema de la reconstrucción? — le preguntas a tu esposo.
—Demasiado —contesta moviendo la cabeza de lado a lado con cara de molestia y desconcierto.
Sí — te dices a tí misma, después de constatarlo con tu pareja— mucho peso a algo que no tiene el menor valor en un momento como el que estás. Bien podrías prescindir de las tetas si te garantizan una cura. Y eso fue lo que me prometió el doctor: una doble mastectomía modificada, con reconstrucción inmediata. O dicho en cristiano, vaciarte las tetas y reemplazarlas por implantes. Tristemente, esta es la parte que más le interesó al doctor. Además, para atenderlo rápidamente te sugirió pagar la cirugía en cash, en lugar de esperar a que tu seguro médico autorice el procedimiento. Ya habría tiempo para reclamar un reembolso. Después de entregar el frasquito con tus muestras en el laboratorio llegas a una conclusión irrefutable y categórica: necesitas consultar a alguien más, a un doctor que esté más interesado en el cáncer que en los implantes de silicón.
…llegas a una conclusión irrefutable y categórica: necesitas consultar a alguien más, a un doctor que esté más interesado en el cáncer que en los implantes de silicón.
Con un par de llamadas a amigos vinculados a la salud consigues una cita con un nuevo oncólogo. Es boliviano y sientes de inmediato que los une la experiencia de ser inmigrantes (yo soy argentina y llevo más de 20 años viviendo en México) y estar dentro de un sistema de salud distinto al de su país de origen. Este nuevo doctor tampoco pudo asegurarte una cura, pero sí un trato más humano y más vinculado a la salud que a lo estético. No hay promesas mágicas, ni tetas que apunten al cielo, pero sí confirmación del diagnóstico y de la premura por iniciar con un tratamiento.
—Hay que actuar rápido —dijo con cara de preocupación— me gustaría operarte cuánto antes.
—¿Podemos esperar a que el seguro responda, doctor? —le pregunto realmente interesada en esa posibilidad.
Aunque los tiempos de respuesta del sistema sanitario privado son mucho más ágiles que el público, lleva tiempo conseguir los papeles, evidencias y autorizaciones que requiere una cirugía de ese tipo. Te contesta que sí, que todo se hará a través de tu póliza, sin que tengas que endeudarte o vender un riñón para pagar el procedimiento.
La primera escala en este periplo para sortear el cáncer de mama y mandarlo directito al cajón de los recuerdos, es una cirugía, una cuadrantectomía conservadora, para después recibir quimioterapia y radioterapia que terminará de aniquilarlo. Como siempre, te preocupa el tiempo ¿Cuánto durará el proceso? Entre una cosa y otra, calculas que en un año estás afuera. Te tranquiliza. Ya te viste. Estás lista para comenzar.
El 17 de julio llegas al hospital, nerviosa pero esperanzada de que estás dando un gran paso en tu recuperación. Cuando salgas, ya sin tumor (la tomografía y estudios previos confirmaron que no hay metástasis), podrás encarar la quimioterapia para eliminar cualquier celulita a la que se le pueda haber ocurrido ir de paseo a otro lugar de tu cuerpo.
El anestesista te explica que aplicará un bloqueo cervical (parecido al que tuviste en las cesáreas) lo cual implica menos riesgo que una anestesia general. De cualquier manera, minutos después de entrar a quirófano te duermes y despiertas cuando todo ha terminado. El cirujano te cuenta que además de quitar el cuadrante superior externo de la mama, extrajo 50 ganglios linfáticos, 48 de ellos fueron positivos de cáncer, según la anatomía patológica que te entregan días después, un número alto y preocupante. Pasas a recuperación y después a la habitación donde espera tu pareja, con cara de alivio y esperanza. ¿Lo primero? Revisas la teta, te sorprendes porque parece que no hubieran quitado nada, la herida recorre la axila, parte del costado del torso y termina en una sonda, unida a una bombita para drenar el liquido que saldrá de tu cuerpo en los próximos días. Entre otras indicaciones, te advierten que no debes mover ni levantar el brazo. La recuperación es buena y en dos días estás de regreso en casa. Ahora la labor será terminar de recuperarte de la cirugía, para empezar con el primer ciclo de quimioterapia, un mes después.
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Cuando recibes un diagnóstico de cáncer te cambian las coordenadas, las prioridades, lo que tiene sentido. El tiempo deja de medirse en días de calendario para contarse en ciclos de quimio. Lo que pasa entre uno y otro es la vida, y tienes que aprovecharla al máximo.
El tercer doctor que consultas, el oncólogo médico, es el encargado de aplicar esos “elixires sanadores” que te dejan en la lona después de cada round. Su aspecto es rudo, ronda los 50 años y tiene el pelo entrecano. Su formación militar se evidencia en el trato, formal, grandilocuente, con especial predilección a dirigirle la palabra a tu esposo, en lugar de a ti, que eres su paciente.
Siguiendo su recomendación optaste por usar un casco frío para no perder el pelo durante el tratamiento —otra extraña intromisión de lo estético, por sobre lo médico—. Pero más allá de sentir la peor gelidez que recuerdes, no te sirvió de mucho. Al mes de la primera quimio optas por raparte al cero para, además de no dejar rastros de cabello a tu paso, ya no sentir un fuerte dolor en el cuero cabelludo. Empiezas a usar pañuelos, te niegas a usar pelucas, aunque te ofrecen varias. ¿Por qué ocultar lo inocultable?
Su aspecto es rudo, ronda los 50 años y tiene el pelo entrecano. Su formación militar se evidencia en el trato, formal, grandilocuente, con especial predilección a dirigirle la palabra a tu esposo, en lugar de a ti, que eres su paciente.
¿Será necesario que el mundo sepa?, te preguntas. ¿Estás preparada para las miraditas lastimeras? ¿Para ver en los ojos del otro el juicio de “está no la va a librar”? Ni hablar de los “échale ganas”, “tú puedes” y el automático ascenso a la figura de “guerrera” que te adjudican por el simple hecho de padecer esta enfermedad. Tu terapeuta comparó este momento, el de decir, de decirle a todos que tienes cáncer con el momento de salir del closet, y así te sientes, cuando pones un oportuno post en redes sociales para anunciarle al mundo que tienes cáncer de mama. Te sientes liberada.
Pasar por cada quimio requiere un esfuerzo emocional y físico extraordinario. Es meterle veneno a tu sangre y hacerlo con fe, con la esperanza de que las células cancerígenas sí serán afectadas, además de las sanas que, por descontado, sabes que lo serán. Porque así lo sientes en tu cuerpo, sientes cómo se contamina, cómo te intoxica el cerebro, cómo te das vuelta en vómitos para intentar expulsar esos demonios que entraron por tus venas horas atrás. La mera experiencia de sentir que van a pincharte empieza a ser traumática. En algún lugar leíste que hay quien experimenta ‘nauseas anticipatorias’, es decir, malestar aún antes de que la quimio recorra tu cuerpo y eso es lo que empiezas a sentir, además de lo complejo que se vuelve cada vez encontrarte una vena dispuesta a recibir el elixir. En la sexta y última quimio parece ya una misión imposible, pero logran dar con ella y ves como el liquido rojo recorre el trayecto desde la bolsa que lo contiene hasta tu brazo, para empezar a sentir la solución fría entrando a tu cuerpo.
Hay clínicas en las que ese último trance se celebra tocando una campana que da por terminado el tratamiento. No fue tu caso y lo que reina es la incertidumbre. ¿Qué sigue? ¿Cómo saber si esto dio resultado?
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Transitar por un tratamiento oncológico es una cuestión de fe. Fe en la medicina, en tus doctores y en tu cuerpo, que debe estar a la altura y responder a los tratamientos para que logres curarte. No sabes a ciencia cierta si así será, solo sigues los pasos ciegamente, navegando sin certezas.
La última etapa del tratamiento que te han indicado tiene 25 sesiones de radioterapia. Como tu cáncer se localizó del lado izquierdo, donde está el corazón, la trayectoria de los rayos debe ser definida milimétricamente a través de una tomografía y puntos tatuados en tu cuerpo. Las 25 sesiones, a las que acudes diariamente, pasan como un trámite sin darte mayores molestias. Pero luego de la última ves como tu piel ha pasado a tener el color y la textura de una pieza de cartón mojado. Y duele, y no se quita. Con el correr de los días empieza a descascararse y dejar a la luz una piel muy sensible, de color rosa.
Este momento coincide con el nacimiento de un nuevo cabello, distinto al original, suave pero rebelde, y en el que ya se adivinan algunas ondas que ni por asomo existían en el pelo lacio que has peindado toda la vida.
Tres meses después, un nuevo examen promete darte la tranquilidad que quieres y el ‘estado de remisión’ que necesitas para seguir adelante. Se llama PET (Tomografía por emisión de positrones) y se utiliza para escanear el cuerpo en busqueda de actividad cancerígena. Apruebas con 10, ni rastros del cáncer. ¿Qué sigue?, preguntas a tu médico, el oncologo boliviano que elegiste para dar seguimiento a tu enfermedad. Él tampoco está exento de ese extraño machismo médico que has descubierto y experimentado durante todo el tratamiento. Aunque es un excelente profesional y buena persona, no puedes dejar de notar su cara de decepción cuando acudes a consulta sin tu pareja. Tendrá que conformarse contigo, que acudirás a controles y exámenes cada 3 meses, por 5 años, antes de recibir el alta definitiva.
Puedes decir que has salido victoriosa. Poco a poco vas recuperando tu salud y tu vida. Pero no puedes dejar de pensar en el daño colateral que esta enfermedad ha tenido. Mientras recibías tratamiento tus hijas han crecido, han madurado a fuerza de las circustancias y un poco rezagadas de atenciones. Han estado ahí para apoyarte y también han pagado el precio de tener un enfermo oncológico en la familia. El miedo ha sido sembrado y crece prolífico en cada una de ellas. La mayor, de 18 años con dificultad para socializar —pandemia y cáncer de por medio— y problemas escolares. La menor, de 14, con diagnóstico de depresión y ansiedad que amerita tratamiento farmacológico. Hoy contemplas esa realidad desde la perspectiva de un naufragio. Hoy les toca reconstruir desde esos maderos que flotan.
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Tres años después de mi diagnóstico, heme aquí, parada frente al espejo bordeando la frontera entre la incertidumbre y el fracaso. Observo la rara fisonomía que me dejó el cáncer y mi triste intento de la reconstrucción: de un lado, una teta de silicón que no siente, amorfa y mal ubicada —yo digo que “mirando al sudeste”— y del otro, un surco de arado atravesando mi no-pecho izquierdo y dejando constancia de la tierra arrasada.
Porque sí, aunque dije que estaría mejor sin tetas me dejé llevar por el canto de las sirenas de la reconstrucción. La idea era aprovechar un solo momento quirúrgico para entrar, quitar también la mamá derecha y con ello gran parte del riesgo de una reincidencia, y colocar un implante de expansor de Becker, que se iría rellenando con solución fisiológica hasta alcanzar el volumen deseado. De esa manera se cumplía el objetivo de lograr una simetrización, sin requerir de un nueva entrada al quirófano, ya que solo restaría retirar la cánula y la válvula de llenado, en el consultorio de la doctora. Si, está vez elegí una mujer para llevar adelante el procedimiento.
Pero todo empezó a desbarrancarse desde el momento en que desperté del quirófano con un dolor agudo en el centro del pecho, como si un cabrón me estuviera pisando el tórax sin tregua. Nadie te advierte de esto, ni a las pacientes de cáncer ni a las que se someten a una cirugía con fines puramente estéticos: el dolor es insoportable. Sientes cómo las fibras musculares se tensan irremediablemente tratando de contener un cuerpo extraño —la prótesis— que horas atrás no estaba allí. La doctora me advirtió que no podría mover el brazo por un buen tiempo, debía cuidar la cicatriz, y eso incluía no bañarme hasta nuevo aviso. Pasé semanas sin meterme a la ducha, aséandome con pañitos, o a jícarazos —como decimos aquí en México—. También la seguí pasando fatal con los dolores, no podía creer que la reconstrucción fuera peor que el cáncer, pero así se sentía. Para acelerar la cicatrización acudí a una cámara hiperbárica, que ayuda a oxigenar los tejidos. Mis recuerdos de esos días son sesiones de frío intenso dentro de la cámara acompañada de malas películas de Navidad, que ponían en una pantalla para hacer más soportable el trance.
Un mes y medio después de la cirugía reconstructiva me descubrí un agujerito en la piel, un poco más arriba de la cicatriz. Era redondo como una claraboya, y dejaba ver algo negro en el fondo, como si se asomara a un mar tormentoso. Llamé a la doctora y me pidío verme cuanto antes. Me anticipó que podía haber un rechazo de la prótesis. Intentó volver suturar el hoyito tres veces durante un lapso de mes y medio, con la esperanza de que la piel contuviera la prótesis, pero fue en vano.
En medio de mi pequeña tormenta, se desató una mayor en la familia –—con mi hija menor hospitalizada por semanas debido a un quiste en el cerebro— que retrasó la nueva cirugía. Resistí ese tiempo con curaciones caseras y mucho temor a agarrar una infección mayor. La prótesis se exponía cada día más, mi cuerpo rechazaba el cuerpo extraño, no había vuelta atrás, la reconstrucción había fracasado y requería otra entrada al quirófano, la que desde un principio había querido evitar. Otro despertar adolorida, otras curaciones, más medicinas a granel, muchas visitas médicas, cuidados y restricciones; pero ahora sin la promesa de las tetas que apuntaran al cielo.
A pesar de ello no pierdo mi norte: Estoy sana. Estoy viva. Sobreviví al cáncer. Llevo marcados en la piel los recuerdos de esta enfermedad y también en mi cotidianidad. Cada tres meses, en mis chequeos médicos, los nervios me aprietan las tripas como si se tratara de un exámen final. Cada tanto me descubro tocando de manera autómata el sitio donde estaba la bolita, aquella que un día cambió las coordenadas de mi vida.
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