La escucho. A Marisol de la Reguera (38) la escucho mientras una oveja se frota contra mi pierna como si fuera un gato y un macho caprino salta sobre un promontorio de madera ante la mirada impasible de una docena de cabras que parecieran acostumbradas a dejar pasar la tarde apaciblemente. Marisol es flaca, larga, lleva el pelo rubio y tatuajes en los brazos —unas flores en el derecho y dos cerditos en el izquierdo—. Es una tarde del verano de 2017. Estamos en la localidad de El Monte, un pueblito rural al poniente de Santiago, donde abundan los árboles y el pavimento no llega. Ahí levantó, junto a su pareja, Ariel Maluenda (37) —ambos artistas visuales—, el santuario para animales que lleva por nombre Igualdad. Hace calor y ella recuerda.
Marisol se ocupaba principalmente de documentar, cámara en mano, las aberraciones que se cometían en la industria de la carne y de la leche. Decía que era estudiante de veterinaria o de periodismo y avanzaba hasta la línea de matanza para registrar lo que veía.
—Todos te dicen que a esa línea los animales llegan inconscientes. Pero no es así; con suerte, el 1 por ciento no sabe lo que pasa. Yo vi cómo les disparaban en la cabeza, cómo les enterraban un fierro para que murieran, cómo los colgaban de las patas para que se desangraran después de rajarles la yugular… Y vi sus ojos de terror. Vi cuánto sufrían. La mayoría es asesinada sintiendo cada cosa que le hacen.
En boca de Marisol, aquello suena a película de terror, a campo de exterminio, a máquina de asesinar inocentes. Me dice que con todos los animales pasa lo mismo, que a los cerdos los meten en agua hirviendo para quitarles los pelos y que muchas veces lo hacen cuando los cerdos aún están vivos. Mueren quemados, ahogados, sostiene.
—En las lecherías, por ejemplo, los terneros machos son sacrificados de manera horrible a poco de nacer porque no sirven, no producen leche. Y lo mismo pasa con los pollitos, que al día de vida los meten en bolsas de basura y los botan, cuando no los meten vivos en máquinas de triturar carne.
Con los cerdos pasa algo parecido. En todas las camadas —de diez a doce individuos—, suele nacer uno más pequeño que el resto. Se les conoce como «ballico». La industria los descarta porque su crecimiento es más lento.
Todos te dicen que a esa línea los animales llegan inconscientes. Pero no es así; con suerte, el 1 por ciento no sabe lo que pasa. Yo vi cómo les disparaban en la cabeza, cómo les enterraban un fierro para que murieran, cómo los colgaban de las patas para que se desangraran después de rajarles la yugular… Y vi sus ojos de terror.
—¿Sabes lo que significa que los descarten? —pregunta Marisol—. Es simple: los toman de las patas y azotan su cabeza contra el cemento hasta que mueren. En ocasiones los tiran vivos a contenedores, como si fueran basura, y con ellos hacen comida para perros.
En muchas de esas jornadas de registro del maltrato animal, Marisol terminó vomitando.
—Es una brutalidad, una barbarie. Cuando vives en la ciudad ignoras la violencia y la crueldad que hay detrás de los productos que compras en el supermercado. Cuando tomas conciencia, te cambia la mirada. Tú no te comes un perro o un gato porque has establecido lazos con esos animales, porque valoras su vida. Pero entre ellos y los animales de granja no hay diferencias —dice mientras la misma oveja que se refregaba contra mi pierna se acerca a ella, se le arrima, como pidiendo un poco de atención, una mano sobre su lomo.
Casi sin darse cuenta, Marisol y Ariel se convirtieron en dos activistas veganos que sabían que había que ir un poco más allá, que había que comprometerse aun más con la causa. Una mañana entraron a cara descubierta a una granja porcina y rescataron a dos cerditos, Gary y Oliver —precisamente los que Marisol tiene tatuados en uno de sus brazos—, los que terminaron viviendo con ellos en la casa que tenían en Quinta Normal, al noroccidente de Santiago.
A los cerditos se sumó un tercer «allegado». La madre de Marisol hacía clases particulares y una de sus alumnas había acogido a una patita, Martina. A los pocos días de tenerla consigo, los padres de la alumna no supieron qué hacer con tanta caca de pata diseminada por el interior del departamento. La sacaron al pequeño balcón y la dejaron en una cajita plástica, pero ahí la pobre Martina se achicharraba con el calor. La madre de Marisol se apiadó de la patita y se contactó con su hija para saber si ella y Ariel podían recibirla.
—Fuimos a buscarla con la idea de darla en adopción. Cuando regresamos a casa, llenamos la tina del baño y la dejamos ahí un rato. El cambio en su emocionalidad fue extraordinario. La patita chapoteaba feliz. En el entretanto, los cerditos habían generado un vínculo hermoso. Estábamos maravillados. Habíamos hablado de la posibilidad de levantar un santuario para animales, pero lo habíamos pensado a largo plazo, para cuando fuéramos viejos. Esa noche fue decisiva. En el baño de nuestra casa, con Martina aún jugando en el agua, nos miramos y nos dijimos, con una convicción absoluta, «parece que el santuario ya está funcionando» —recuerda Marisol.
La patita chapoteaba feliz. En el entretanto, los cerditos habían generado un vínculo hermoso.
El sueño se hizo realidad antes de lo previsto. A pesar de no tener ahorros, Marisol y Ariel consiguieron un crédito y pudieron comprar un terreno de 5.000 metros cuadrados donde, desde 2014, opera el Santuario Igualdad, para animales de granja descartados por la industria. Ahí rehabilitan a ejemplares que son maltratados y violentados en la cadena industrial y les ofrecen una segunda oportunidad de vida; una que los aleja del dolor y el sufrimiento y les brinda algo parecido a lo que los humanos entienden por felicidad.
Sobrevivir, cueste lo que cueste
La primera vez que visité Igualdad, llevaba casi dos años con sus puertas abiertas. Recuerdo que el Santuario estaba revolucionado por la reciente llegada de Susie, una cerdita que aún no sumaba tres meses. A pesar de su corta edad, Susie ya era una veterana de guerra. La habían encontrado más muerta que viva, oculta entre unos matorrales en un sector próximo a donde estaban emplazadas unas granjas porcinas en La Pintana, en Santiago. La encontraron dos estudiantes de colegio que caminaban por el lugar. Les llamó la atención algo parecido al llanto de un bebé. Dejaron que el sonido los guiara hasta que dieron con Susie. Era tan pequeña que cabía en la palma de una mano.
—Tenía fracturada la escápula de una de sus manos y los músculos de su pierna izquierda estaban expuestos e infectados por una mordedura que, según la veterinaria, pudo ser hecha por un perro pequeño o un ratón grande —cuenta Ariel.
Los estudiantes convencieron a su padre de llevarla a un centro en Buin, sur de Santiago, cerca de su parcela, donde podían atenderla de urgencia. Como no tenían dinero para pagar la internación hicieron una campaña por redes sociales para conseguir los recursos y poder costear los dos días que Susie estuvo internada. Ahí aparecieron Ariel y Marisol para hacerse cargo de la cerdita que luchaba por su vida; además de las heridas, estaba desnutrida y sufría de hipotermia. Si no sanaba pronto de sus extremidades estaba condenada a una vida postrada y de pésima calidad —los cerdos aumentan de peso con rapidez—. Durante un mes debió acostumbrarse a un vendaje que inmovilizaba su mano dañada y a curaciones dolorosísimas. Hasta que pudo salir adelante.
Casos como el de Susie se repiten en el Santuario Igualdad. Aunque ya no los van a buscar o rescatar directamente en las granjas industriales, Marisol y Ariel están atentos a personas que encuentran animales no salvajes en malas condiciones.
A pesar de su corta edad, Susie ya era una veterana de guerra. La habían encontrado más muerta que viva, oculta entre unos matorrales en un sector próximo a donde estaban emplazadas unas granjas porcinas en La Pintana, en Santiago.
La oveja Pam nació en el sur de Chile, en Valdivia. Una familia que cuidaba una parcela la encontró abandonada y postrada en el suelo. Inmediatamente se dieron cuenta de que era un bebé que necesitaba ayuda. Apenas Ariel y Marisol supieron de su historia, viajaron a Valdivia. Llegaron de noche y nada más verla advirtieron que el desafío iba a ser complejo. Pam no solo tenía problemas en sus patas traseras, las delanteras también presentaban complicaciones serias.
El regreso a su parcela fue angustiante: no sabían cómo lo iban a hacer ni quién podía ayudarlos. Sin embargo, al poco tiempo de andar consiguieron la asesoría de buenos veterinarios y de una fisiatra cuyo aporte resultó sustantivo. Lentamente, las primeras victorias comenzaron a evidenciarse: lo primero fue conseguir dinero para poder comprarle un carrito. Marisol y Ariel hicieron una campaña y pudieron reunir los fondos. Luego, el trabajo para enderezar sus manos dio sus frutos; gracias a la ayuda de unos elásticos, Pam pudo dar sus primeros pasos, apoyada en el carrito.
Así hasta que cumplió su primer año de vida.
Hoy, el futuro se ve más auspicioso que antes: el diseño de prótesis más profesionales —que permiten desmontarlas y montarlas con mayor facilidad— posibilitará un mayor número de sesiones diarias de fisioterapia. Si bien Pam nunca podrá usar sus piernas, la posibilidad de que las desviaciones de sus manos se corrijan auguran un futuro en el que caminar puede ser para ella un ejercicio menos dificultoso.
Alba es una vaca. A poco de nacer, Alba fue dos veces desechada. La primera vez por haber nacido en parto de mellizas (la industria de la leche descarta a las mellizas por ser estériles; no sirven para el negocio). Semanas después era ofrecida en venta por internet, con la advertencia de que si no era comprada sería faenada en una fábrica de paté.
Una mujer amante de los animales decidió comprarla para salvarle la vida. Así, Alba terminó viviendo en una parcela camino a Farellones, uno de los centros de esquí que hay en Santiago. Fue una estancia breve: sufría de neumonía y de diarrea (las enfermedades con mayor índice de mortalidad en la industria animal), por lo que necesitaba atención especializada.
Cuando llegó al Santuario estaba en una muy mala condición. Las posibilidades de sobrevivir eran bajas. Recibió suero y un tratamiento antibiótico. Pero, sobre todo, Ariel y Marisol la cuidaron como si ellos mismos la hubieran parido: durante diez días Alba vivió dentro de su casa, donde se ocuparon de hidratarla, de controlar su temperatura y de cambiarle los pañales que compraron especialmente para ella.
Además, Marisol le dio a diario la mamadera con el sustituto de la leche —costumbre que extendió hasta los seis meses—. Esa cercanía marcó la diferencia en la recuperación de Alba. Para la mayoría de los animales de granja sus relaciones familiares son fundamentales y Marisol terminó encarnando esa figura materna que Alba había perdido. Hoy, cada vez que Marisol se acerca, Alba sale a su encuentro. Y si bien no la cubre de besos, con la lengua busca su mano, se diría que agradecida, con esa gratitud que solo una hija puede prodigar.
La madre fue madre
Regreso a Igualdad casi cuatro años después. Al país le ha pasado por encima un estallido social y una pandemia, pero en la parcela de El Monte las cosas parecieran seguir el curso normal; las apariencias siempre engañan. Nada más cruzar la puerta de acceso me sale a saludar un piño de ovejas. Me rodean y se frotan contra mí como si quisieran abrazarme. Retrocedo en el tiempo y recuerdo lo que Marisol me había contado: «Los animales que rescatamos llegan destrozados emocionalmente. Su primera reacción al ver a un humano es alejarse. Puedes ver en sus ojos lo que sienten. Pero luego de unas semanas acá, todo cambia, y se convierten en animales amistosos, capaces de generar vínculos de afecto contigo».
Ariel me recibe y me pone al corriente de los últimos sucesos. A consecuencia de la pandemia, varias madrinas y socios quedaron sin trabajo o tuvieron que reducir su donación. También hubo casos de personas que aumentaron su aporte porque imaginaban que las donaciones iban a caer. Así las cosas, la recaudación mensual se redujo un 30 por ciento, lo que los ha obligado a reducir el equipo de trabajo. Hoy, la suerte de los 82 animales de Igualdad —ocho cerdos, cuatro bovinos, quince ovejas, veintiséis caprinos, siete gallinas, cuatro gallos, cuatro patos, tres perros, nueve gatos y dos palomas— ha quedado en manos de solo cuatro personas; además de Marisol y Ariel, trabajan Sandra Valencia, que se ocupa a diario del cuidado de los animales, e Isadora Godoy, quien está a cargo de responder los correos y supervisar las donaciones, además de hacer las compras necesarias para que el Santuario funcione.
El número de animales se ha mantenido más o menos estable desde la primera vez que vine, porque si bien han llegado nuevos habitantes, hay otros que lamentablemente han muerto. Le pregunto a Ariel qué ha pasado con los casos más emblemáticos que conocí entonces (Susie, Alba y Pam). Él me cuenta que Susie ha crecido muchísimo y ya es una cerdita adulta en todo su esplendor. No presenta cojeras ni debilidad alguna en sus manos y pies. Su recuperación fue completa. Alba ya casi tiene el tamaño de los otros bovinos adultos, pero se le nota que es más joven en su personalidad. Sigue siendo una dulzura, pero en estado de euforia, impredecible y de más de 500 kilos; hay que tener mucho cuidado con sus cariños. Las cosas con Pam han sido algo distintas.
—Por lo general, las cabras y las ovejas con necesidades especiales que hemos cuidado llegan a un peak de bienestar mientras están creciendo, que termina cuando llegan a su tamaño adulto. El esfuerzo que deben hacer sus miembros buenos para compensar el trabajo de sus miembros malos es muy grande. En este momento, a Pam le cuesta caminar mucho más que antes, sin embargo, en su ánimo no hemos notado frustración o decaimiento. Sigue tomando su biberón con fuerza y recibiendo el cariño con los ojitos iluminados, como cuando era pequeñita —afirma Ariel.
Alba ya casi tiene el tamaño de los otros bovinos adultos, pero se le nota que es más joven en su personalidad. Sigue siendo una dulzura, pero en estado de euforia, impredecible y de más de 500 kilos; hay que tener mucho cuidado con sus cariños.
Marisol continúa siendo la madre de todos los animales rescatados, pero ya no lo es en exclusiva. Hace dos meses que nació Matías, su primer hijo. Recuerdo que algo habíamos hablado de la maternidad cuando ella estaba lejos de convertirse en una madre biológica. Y ahora que escribo busco en mis apuntes de entonces y encuentro la cita:
—La figura materna la asumo yo. Soy mamá de 80 rescatados. Y es curioso porque nunca quise ser mamá. Pero acá llegan muchos bebés huérfanos. La cabrita Estela, por ejemplo. Ella no había tomado calostro. Vivió con nosotros cuatro meses dentro de la casa. Siempre estábamos a su lado. Nos acompañábamos. Se acostaba con nosotros. Y su evolución fue increíble porque se convirtió en una adulta sana emocionalmente, sociable, segura de sí misma. Podías desparasitarla o vacunarla, y ella muy tranquila. Y eso fue porque vio en mí una mamá que le dio seguridad, que la hizo sentirse protegida. A pesar de que no había querido ser mamá, es muy potente emocionalmente acompañarlos y protegerlos. En esta lucha por salvarles la vida, muchos mueren porque sus cuerpos vienen muy dañados, pero hasta ahora he sido una mamá feliz.
Ahí, bajo el cielo soleado de El Monte, veo a Marisol salir con Matías en brazos. Está igual que antes, el pelo un poco más largo, tan delgada como entonces. Matías es una criatura hermosa, que se aferra a ella con los brazos. Cuando los veo vuelvo a recordar las palabras de Marisol cuando me hablaba de la práctica en las granjas, y sobre todo en las lecherías, donde prácticamente al nacer separan a las madres de sus hijos. Ahora que escribo vuelvo a buscar en mis apuntes y encuentro: «Puede parecer exagerado, pero se ha documentado que las vacas madres, cuando son separadas de sus hijos para llevarlos al matadero, salen corriendo tras ellos para que no se los quiten. Son animales que tienen un mundo emocional muy rico. Las madres humanas secretan a la sangre gran cantidad de oxitocina al momento del parto, cuando ven por primera vez a sus hijos; es la hormona del apego y del amor. Pues bien, las vacas hembras secretan porcentualmente mucha más oxitocina que sus pares humanas. Por lo mismo, la separación de una vaca madre de su cría es algo muy triste. La lloran por semanas y no dejan de llamarla desde el corral».
A golpe de vista, Marisol se ve como una madre feliz. Lleva cinco meses como mamá biológica y parece sobrellevarlo bien. Le pregunto si la experiencia con bebés no humanos le ayudó, si las experiencias son similares. Y ella contesta:
—Es una pregunta difícil. Te diría que sí y que no. Sí, porque tanto los bebés humanos como los no humanos necesitan de una figura materna, alguien que los cuide, que los proteja, que les dé calor, que los alimente. En este sentido es muy similar. Sin embargo, por una cuestión evolutiva, los bebés humanos nacen inmaduros, al punto que muchos estudios hablan de un proceso de extrogestación que apunta a que el proceso de gestación termina nueve meses después del parto. Los bebés humanos nacen con el 20 por ciento de su capacidad cerebral desarrollada, contra un 80 por ciento de los otros animales, y algo parecido pasa con su cuerpo. Son mucho más vulnerables e indefensos que los bebés no humanos. Necesitan 100 por ciento de ti, cada minuto, cada hora, cada día. Eso ha pasado con Matías. Se trata de un proceso muy difícil y agotador… Y también te da un poco de miedo, porque no te puedes descuidar ni un segundo. Por otro lado, también es similar la responsabilidad que sientes de sacarlos adelante. Independiente de la especie que sea, yo estoy dispuesta a darlo todo para que se sientan queridos, y me enamoro de sus historias de lucha, de cómo son capaces de superar los obstáculos. Siento un amor muy grande por todos ellos, pero con Matías ese amor es tan grande y tan profundo que llega a doler, por el miedo a perderlo, a que pase algo. Yo miro a mi hijo y siento que no puedo contener el amor que tengo en mi corazón y me dan ganas de llorar. Es una emoción que me rebasa el cuerpo.
Para Ariel es algo parecido:
—Son otras las palancas que se mueven cuando uno es papá de un ser humano. Estaba acostumbrado a que Marisol cuidara de los bebés y yo la asistía. En la mayoría de los casos, me levantaba con ella en la noche y ella les daba mamadera cada una o dos horas, cambiábamos pañales. En otros había que vigilar una baja de suero toda la noche, o supervisar que una herida o un vendaje no se mojara con orina o caca. Cuando son bebés recién rescatados, si uno ve buena evolución, los cuidados intensos duran quince días, dos semanas, máximo un mes. Pero con Matías es distinto, porque esa etapa se prolonga por meses, algunos dicen que hasta un año. Y el cansancio físico y el desgaste emocional es muy grande. Él ha tenido la mala suerte de tener un trastorno digestivo funcional bien intenso. Y es muy angustiante para uno como padre ver a su hijo sintiendo dolor o malestar. Parece que es algo madurativo que se resolverá solo, pero aún así es fácil terminar con una lágrima en los ojos al verlo llorar, o con una espina en el corazón al escucharlo quejarse.
Los bebés humanos nacen con el 20 por ciento de su capacidad cerebral desarrollada, contra un 80 por ciento de los otros animales, y algo parecido pasa con su cuerpo. Son mucho más vulnerables e indefensos que los bebés no humanos.
Marisol y Ariel no han abandonado el veganismo. A pesar de que hay médicos que recomiendan que durante el embarazo y la lactancia se prescinda de dietas veganas, no todos los profesionales están en la misma postura. Ellos se han hecho varios testeos y ninguno ha arrojado complicaciones respecto de la alimentación de Matías.
—Nosotros optamos por la lactancia materna exclusiva. Matías solo se alimenta a través de la teta de Marisol. No hemos agregado rellenos ni nada parecido porque queremos cuidar su microbiótica, que su flora intestinal crezca fuerte. Y en ese plan el equipo médico se ha hecho parte, porque han estudiado la evidencia científica y hay un amplio consenso en que las dietas veganas bien planificadas son saludables para todas las etapas de la vida, incluyendo embarazo y lactancia.
La familia crece en Santuario Igualdad, y aunque han debido multiplicar sus esfuerzos para que todo siga funcionando bien, hay días en que las manos no alcanzan.
—Hay cosas que no hemos podido trabajar como hacíamos antes, pero hemos tratado de privilegiar que a los animales no les falte nada. Y eso lo hemos conseguido —dice Ariel, mientras se acomoda el mechón calipso que le cae sobre la frente.
Han sido tiempos difíciles, pero la alegría por estar haciendo algo en lo que creen fervientemente es una recompensa que agradecen: «Sobre todo pensando en lo que va a vivir Matías. Yo creo que él va a ser un privilegiado por vivir rodeado de animales. Es muy probable que para él la normalidad sea esto y que la vida de los demás, alimentándose de animales que son esclavizados para el consumo humano, sea lo que se sale de norma, la locura misma. Creemos en lo que hacemos y, aunque no se lo vamos a imponer, qué más quisiéramos nosotros que, una vez que crezca, Matías sea el continuador de este proyecto», explica Ariel.
Savia nueva
Sandra llegó al Santuario como voluntaria hace unos tres años. Ella estudió pedagogía en artes visuales, tenía otros intereses, pero cuando conoció lo que sufrían los animales en los procesos de la industria de la carne, de la leche y de los huevos sintió la necesidad de hacer algo.
—Cuando supe que para obtener productos lácteos había que embarazar a las vacas y deshacerse de sus bebés me pareció algo bestial. Para ellos, los machos son basura, son asesinados o abandonados. Es una realidad muy triste. Lo primero fue hacerme vegana. No estaba dispuesta a contribuir a perpetuar esos crímenes contra los animales. Cuando conocí el proyecto del Santuario me enamoré de sus habitantes. Hace más de un año que me dedico a este trabajo a tiempo completo.
Sandra tiene 24 años y se ocupa de dar de comer a los animales, suministrarles sus medicinas y limpiar el espacio que ocupan. Isadora (27), en cambio, ha puesto al servicio del Santuario su manejo del inglés, su conocimiento en la edición de videos y sus estudios de veterinaria. Hace diez años se convirtió en vegana y comenzó a participar en «Elige Veganismo». Ahí fue donde conoció a Marisol y Ariel. Su experiencia en edición la utilizó para colaborar en varios registros. Uno de ellos fue el documental Huérfanos de la leche. En él se documenta toda la vida de una vaca desde que nace hasta que es desechada por la industria.
—La vida de una vaca en una lechería es una vida de esclavitud. Viven esclavas desde que nacen y hasta que son enviadas al matadero. En ese documental contamos la vida completa de una vaca, desde que nace y es separada de su madre, pasando porque le cortan los cuernos, porque la inseminan artificialmente —la mayoría de ellas tiene varios partos en su vida, como una forma de que esté siempre produciendo leche—, así, hasta que son enviadas al matadero para asesinarlas. Documentamos cerca de 30 granjas de la zona centro y sur de Chile. Las prácticas son las mismas en todas.
Antes de escribir este artículo, vi Huérfanos de la leche. Las imágenes son fuertes y se hace difícil no sentir culpa por la suerte que corren esos animales considerando que uno usufructúa a diario de la industria de la leche. Y si tú sabes que esos mismos procedimientos se repiten en las granjas dedicadas a la producción de carne y las avícolas para consumo humano, el espacio para permanecer impasible se reduce. Lo más fácil es invisibilizar o, como en tantas otras cosas, preferir no ver. Y aunque pueda parecer utópico esperar que las granjas de animales para consumo humano desaparezcan, cuando menos alguien debería fiscalizar sus formas, de manera que no se aceptara, nunca más, el maltrato animal.
Antes de que se vaya el sol tomamos la última foto: Marisol, Ariel, Matías y los animales alrededor. Quién sabe si en unos años más, el pequeño Matías tome la posta de sus padres. Quién sabe si para entonces no esté tan solo en su lucha.
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