viaje, pandemia
Fotografías: Celia Gómez Ramos

Con ese entusiasmo que jamás se pierde por los viajes y el pretexto de una prima mía viviendo en Hawái, me aventuré en noviembre pasado a visitar aquel Edén.

Dos días antes de viajar, supe que el boleto que había adquirido casi un mes antes, no funcionaba para mí. Soy mexicana y vivo en la Ciudad de México.

Tenía mi pasaporte y visa vigentes; contaba con mi certificado de vacunación con código QR expedido por la Secretaría de Salud del Gobierno de México con la vacuna Pfizer, porque hay otras con las que no puedes viajar a Estados Unidos (Sputnik y CanSino, esta última apenas se aprobó el 26 de mayo); al día siguiente me haría la prueba de antígenos de covid en el propio aeropuerto, para que no hubiera problema alguno; por 30 dólares extra documentaría equipaje, ya que mi vuelo era económico y solo incluía valija de mano.

Las taras de la infancia regresan en la madurez, y mi piel no se mantiene hidratada desde hace más de una década, así que tengo que usar cremas especiales y bloqueadores solares. Mi travesía de 11 días no soportaba vaciar mis afeites a frasquitos de 100 mililitros, y desperdiciar parte al hacerlo. Son caros. Lo de menos era pagar 30 dólares adicionales, aunque llevara poco equipaje. Mi prima y yo somos de la misma rodada; ella me prestaría ropa. La ventaja de documentar equipaje, era que podía llevar desodorante, gel, spray, además de mis cremas y bloqueadores solares, sin tener que estar pensando en los tamaños de todo. De los medicamentos, no había problema, solo debía llevarlos con las recetas por cualquier revisión; aunque nunca me han pedido nada.

Desde la Ciudad de México no hay vuelo directo a Hawái, por lo tanto tenía que llegar primero a Houston, Los Ángeles o San Francisco. Mi hermano, que hasta antes de la pandemia tenía una agencia de viajes, había hecho la compra del boleto en línea. A las 5:40 de la mañana, salía de la Ciudad de México, para llegar a las 8:00 al Aeropuerto Intercontinental George Bush de Houston, Texas. Ni tres horas de viaje. Una hora y media después, a las 9:35, habría de abordar hacia la Isla mayor de Hawái —de las ocho que son—, a su capital, Honolulu. Siete horas y media más de vuelo.

Mi hermano me había comentado que le hubiera gustado que tuviera más tiempo para desembarcar y tomar la conexión, pero no había posibilidad porque era el único vuelo del día con la aerolínea United y con ella había encontrado el mejor precio: 620 dólares ida y vuelta. “No lo dudes, lo lograrás. Es tiempo justo, pero suficiente”, me dijo. Recordé que el aeropuerto de Houston es enorme (cualquier aeropuerto que tenga tren con paradas, me lo parece), aunque también, que en mi largo historial viajero, he perdido varios aviones y he resuelto el asunto. No pasa nada, correré, me repetí en ese momento.

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Aeropuerto Intercontinental George Bush, Houston, Texas, Estados Unidos

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Había prometido por tres años visitar a mi prima en Hawái, sin hacerlo. Había olvidado también lo que es viajar sola al extranjero. Esa sensación de no tener todo bajo control pero, de alguna manera, la posibilidad de asombrarte de las herramientas con que cuentas para salir adelante en un mundo distinto; no obstante, hoy, el propio mundo también sea distinto y las reglas conocidas: caducas.

Esa sensación y realidad que nos mantiene en vilo se la debemos a la pandemia del coronavirus que, cumpliendo dos años, ha puesto una distancia enorme entre el antes y el ahora. Esa innovación cotidiana en los procesos que nos deja indefensos, porque nos altera el rumbo.

Por tiempos viajé de mochila, sin embargo, mis últimos viajes fuera de México habían sido en excursión grupal. Así que desde que lo visualicé, después de no salir durante dos años, pensé, es el momento, quiero saber cómo ha cambiado viajar por cuenta propia al extranjero; cómo es viajar como mexicana al paraíso: Hawái… Después de tanto hawaiano y tahitiano aprendido en mi infancia; aunque en definitiva, no era solo eso.

El ser humano siempre transitará hacia la aventura.

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Hawái, donde los pollos son salvajes y caminan por doquier formando parte del paisaje, cual pájaros o insectos. Apostados en las bardas, afuera de los centros comerciales, en las aceras, en los camellones; caminando entre los vehículos en los estacionamientos; quitándote con soltura la fruta de la mano, si osas distraerte.

Hawái, donde puedes escuchar la sirena de tsunami el primer día de cada mes, a las 11:00 de la mañana, y realmente percibir esa sensación espeluznante, con sonido metálico a punto de desafinar y como onda expansiva que va a más y se sostiene. Ese sonido que ante una verdadera alerta, detona que la gente se apresure a comprar cerveza y se dirija a los lugares más altos de la isla. Primero la cerveza.

Hawái, que dejó su tradición agrícola por la turística, y le viene mejor al millón y medio de sus pobladores comprarle a los mexicanos el 85% de sus requerimientos. Es más barato adquirirlo y trasladarlo desde México que producirlo allá, debido a todas las normas a satisfacer para no afectar el medio ambiente.

Hawái, donde no solo en el papel, sino en verdad, no hay playa con dueño. Cualquier sitio a pie de playa puede ser digno para pasar la mañana o la tarde en soledad o compañía.

Hawái, donde la piedra volcánica se extiende en grandes terrenos y muchas playas, producto de las erupciones.

Hawái, donde el “shaka” es el saludo de amabilidad y tomar las cosas con calma. Ese saludo popularizado por los surfistas, con los tres dedos de en medio doblados y meñique y pulgar extendidos, y agitando la mano para un lado y otro.

Hawái, y la magnificencia de la naturaleza.

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Lauwai, Maui. La playa es de todos, para todos hay

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Retornando al asunto, sabía que debía llevar un documento impreso o en el teléfono celular, llenado hasta 12 horas antes, luego de registrarme en la página www.vuelaseguro.com, único documento que pide el gobierno mexicano para viajar, apelando a la veracidad del ciudadano, aunque de todas maneras requieres una prueba de que no tienes covid. Cuando viajé era de hasta 48 horas antes, después cambió a 24 y el 12 de junio la eliminaron.

No llevaría mi computadora, porque sabía que para entrar a Estados Unidos la revisan y no estaba dispuesta a ello. Aunque no tengo nada que les importe o les deje de importar, es un reducto de mi privacidad en estos tiempos de escaparate y asfixia. Además, serían vacaciones, con una libreta lo resolvería. Sí, sigo tomando notas en papel y lo haré hasta que me muera. Solo llevaría el teléfono celular.

¡Ah!, pero la cuestión es que sin el teléfono celular, de ninguna manera hubiera podido subirme al avión viajando sola. ¿Alguna regulación al respecto? No, ninguna. Solo las circunstancias que impusieron procedimientos a vuela pluma, sin considerar las necesidades de los otros. Primero la urgencia, independientemente de los derechos… Las reglamentaciones, esas después. ¡Cuánta gente fuera del mundo de un plumazo!

Si en México no hemos podido exterminar el analfabetismo en un siglo, y hablamos de 4,7 millones de iletrados aún, en un país de más de 120 millones de habitantes, ¿qué podríamos señalar acerca de un número de analfabetos tecnológicos?

63 millones de personas de entre 16 y 65 años, equivalente casi a la mitad de la población, carece de un nivel de competencias básicas digitales, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), no obstante sean, según cifras del INEGI, proveídas por el Endutih en 2020[1], 76 millones los usuarios de teléfonos inteligentes. Aunque bien lo sabemos, tener no necesariamente es poder.

Y entonces me pregunto: ¿Tengo derecho a no tener o a no saber utilizar un celular inteligente? Ahora se usa además para los bancos y distintos servicios. Los teléfonos inteligentes tienen nuestra memoria y una cantidad de información personal que da miedo.

Por mucho tiempo, los celulares fueron esos artefactos que debían apagarse durante un vuelo para no generar problemas durante la navegación. Después surgió el modo avión, para no necesitar apagarlos, y sólo bloquearlos durante el viaje. Hoy se han convertido en herramienta necesaria para volar, y para lo que menos funcionan es para hablar por teléfono.

Aunque no hay obligación de que uno tenga un celular inteligente, si quieres subirte a un avión, ¡habrás de tenerlo!, pues desde el principio lo requerirás. También es recomendable llevarlo con batería. Vi a muchos cargándolo a último momento o en el vuelo, con desesperación.

Como tenía que documentar equipaje, no era necesario sacar mi pase de abordar desde antes.

También sabía que debía llenar un documento en la página de Hawái hasta tres días antes del viaje. Nuevamente mis datos personales, fecha de nacimiento, domicilio, edad, línea aérea y número de vuelo, fecha de ida, de regreso, dónde me hospedaría…

Una vista de la isla de Maui, la segunda mayor de Hawái

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Según yo creía, tenía todo en orden, pero dos días antes me llegó una notificación con los últimos datos para volar. Para no errar, hablé a la aerolínea y me regañaron. Sí señora, sí señor, me regañaron, porque antes de comprar un boleto, debí investigar los requisitos de viaje. Y eso que yo había buscado y buscado información, también preguntado; con mi prima, había tocado base; con su mamá, que había viajado a verla unos meses antes también, ¿pero saben algo?, la gente muchas veces no se fija en los detalles.

Total, Estados Unidos tenía ciertas reglas y nunca encontré que Hawái tuviese reglas distintas. No es por asustar a la gente que tiene mucho que hacer, pero es una perdedera de tiempo, colgándose de una página web a otra, intentando obtener información concreta. Siempre he pensado que los que hacen las páginas web son los peores amigos de las compañías, y tratándose de páginas web de gobiernos, lo mismo. La información actualizada y que más se busca, no se localiza. No existe punto de aterrizaje –ya que hablamos de vuelos–, muchas ocasiones no hay dirección física y/o teléfono o correo electrónico al cuál acudir o preguntar algo específicamente. Qué decir con la pandemia: perdidos en el vacío. Mucho fantasma. Nadie del otro lado. Dejamos de tener contacto humano instantáneo. (O tal vez lo que se quiere, rememorando a Kafka, es que no haya ni se encuentren soluciones, no importa que uno vaya por el trabajo del agrimensor a El Castillo).

Hawái se cuece aparte, tenía reglas distintas y debía hacerme una prueba NAAT (amplificación de ácidos nucleicos) de coronavirus para ingresar. No importaba que ya me hubiera hecho un examen antes de salir de territorio mexicano. Los de United me informaron que podía hacérmela en un laboratorio que se encontraba en la propia terminal de Houston y me dieron una página web del laboratorio Xprescheck: tenía que ir con cita y tardaban una hora en proporcionarme el resultado. Por lo mismo, no podría volar ese mismo día, como tenía previsto, hasta mi destino final: Hawái, sino aplazar hasta el siguiente día la segunda parte del vuelo, para tener el tiempo de hacerme la prueba y poder viajar con resultado. Solo hay un vuelo por día. No había opción.

Tendría que pagar una noche de hotel en Houston. Busqué rápidamente un hotel cercano al aeropuerto que también tuviera transporte incluido aeropuerto-hotel-aeropuerto. Lo bueno es que aún estaba en casa, y lo hice desde la computadora. Llenar formularios en teléfono celular me estresa.

Revisé la página del laboratorio, llamé, hice la cita y llené los formatos con mi firma.

Como llegaba a las 8:00 de la mañana a Houston, ese mismo día solicité la cita. Sería a las 11:15 horas. Creí que sería tiempo suficiente para aterrizar, recoger mi equipaje y reconocer perfectamente el aeropuerto, hasta llegar al sitio en que me harían la prueba. Pensé que al fin todo estaba en orden, pero no…

Nunca imaginé ni me informaron, que ese laboratorio se encontraba en la parte interior del aeropuerto, donde solo podían transitar los viajeros. Yo había documentado equipaje, así que al llegar a Houston lo recogí, pasé por migración, salí, y pregunté por el sitio al que tenía que dirigirme para hacerme la prueba. ¡Qué locura! Hasta entonces supe que existía acceso restringido, y que solo hubiera podido pasar, si volaba el mismo día.

Primero tuve que irme a la sala C, tomé el tren del aeropuerto y al llegar ahí, pregunté. Estaba en la sala de llegada, pero tenía que entrar. Me dirigí a la persona que estaba revisando las maletas al salir, le expliqué la situación y lo vi dudoso, sin embargo me sugirió que me formara en una larga fila con mi maleta en mano, y explicara que tenía que hacerme la prueba NAAT para viajar al día siguiente a Hawái.

No logré ingresar, la supervisora, una mujer alta, de tez de bronce y malencarada, me detuvo en seco. Ya antes había detenido a otros que como yo, traían equipaje grande que había sido documentado. Por ahí no pasaba nada que tuviera frasquitos de más de 100 mililitros. De ninguna manera pude acceder; tampoco me dio opciones de qué hacer. Digamos que No es No, y me mandó al carajo.

Al caminar sobre mis pasos, decidí que tendría que acudir a la propia aerolínea para que alguien me ayudara. Busqué el mostrador y expuse mi problema…

“Tengo una cita a las 11:00 de la mañana para hacerme la prueba NAAT de covid, para poder viajar mañana a Hawái y no me permiten entrar porque traigo equipaje que se documenta. Necesito hacerme la prueba…”, no logro recordar cuántas veces tuve que repetir esta cantaleta agotadora.

Acudí a un mostrador grande, de aquellos en que los pasajeros documentan equipaje y obtienen su boleto electrónico, ahí un joven me atendió con desprecio, me dijo que no podían guardar mis cosas y que en todo caso, buscara la posibilidad de hacerme la prueba fuera del aeropuerto, en un par de laboratorios.

Lo dijo tan rápido, que no entendí. Le pedí en tres ocasiones que me repitiera los nombres, en mi desesperación; cada una de ellas me dio la espalda. Acabé solicitándole que tuviera la gentileza de escribirme los nombres de los lugares. Walgreens o CVS Pharmacy, puso de mala gana.

Sin perder la esperanza, acudí a otro módulo de United donde unas mujeres afroamericanas habían sido gentiles conmigo, e intentaron ayudarme. Más de hora y media estuve con ellas… Mi teléfono celular se había bloqueado y por el momento no funcionaba ni con mi servicio, ya olvidemos el wifi del aeropuerto, tampoco podía hacer llamadas. Con paciencia, una y otra, intentaron buscar citas para mí, cercanas al hotel Ramada, en el que me hospedaría, pero en ninguno de los dos lugares fue posible… Primero, los número telefónicos eran de servicios inteligentes en los que era difícil lograr hablar con alguien; después, no había citas para pruebas NAAT, solo PCR y necesitaba dos días de estancia en Houston.

“Ya mejor me regreso a México”, les dije en el colmo de la frustración a las chicas, que nunca cejaron en el empeño de buscar opciones. Incluso hablaron con la supervisora, para ver si podía dar solución a mi problemática.

Debo decir que nunca les pedí que cuidaran mi equipaje, pero tampoco, conociendo la situación a pesar de toda su amabilidad, hicieron algún comentario para guardarlo en tanto yo me hacía mi examen. Europa es distinta a Estados Unidos, aunque el terrorismo exista. En Estados Unidos no existen lugares para que guardes tu equipaje en terminales, reflexiono hasta ahora que escribo esto. Caigo en cuenta. No confían en nada, mucho menos en alguien.

La supervisora se negó a que yo pudiera entrar al aeropuerto. ¡Imposible! ¡De ninguna manera!

Y perdí la hora de mi cita. Ya llevaba más de tres horas lidiando con el problema en un país extraño.

Maui y sus detalles

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¿Cómo qué no?

Me mandaron al primer piso, con los de chaleco naranja, para que les expusiera mi situación. Tampoco obtuve resultados.

Regresé con ellas, nada. Nuevamente hablaron con la supervisora, quien consideró que podrían enviarme al rincón de los casos difíciles. ¿Después de cuatro horas?

Hacia allá me dirigí, con mi maleta semivacía y mi entusiasmo casi perdido. Escondido entre todo el universo de gente que se movía de un lado a otro y aparatos para obtener boleto electrónico y pagar el equipaje a documentar, encontré un sitio con tres módulos y un par de personas delante mío, tan desesperadas como yo. Solo recuerdo a una joven, que había perdido su vuelo.

A mí todavía no me ocurría eso, pero podría ocurrirme si no lograba que me hicieran la prueba NAAT, y obtener el resultado antes de que mi vuelo saliera, la mañana siguiente. El equipaje tenía que documentarlo antes de la prueba, lo que era un problema, porque si mi equipaje entraba al avión y yo no lograba abordarlo, también me quedaría sin mi ropa, sin mis cremas, sin mis bloqueadores ni medicinas.

Mi cita en el laboratorio había pasado, y yo estaba muy preocupada porque pensaba que, por ser mexicana, no querrían darme otra cita cuando había perdido la que ya tenía. La mujer que me atendió me dijo: “No pasa nada”, y ella misma llenó mis datos desde mi teléfono, con lo que pude respirar profundo. Más tarde, una hora después, recibí un correo del laboratorio, pidiéndome lo mismo que en la ocasión anterior, que firmara los documentos, lo que hice con el dedo, intentando mi firma. Debo aceptar que es más fácil hacer la firma con el dedo en la pantalla del teléfono directamente, que con el mouse desde la computadora.

Piedra volcánica decorando el mar

La mujer del mostrador del rincón de los casos difíciles me dijo: “Tu vuelo sale mañana a las 9:35, las citas comienzan a las 8:00 de la mañana para la prueba, eso te dará tiempo. Necesito que llegues aquí a documentar a las 5:00 a.m. para que no haya gente y así cuentes con todo el tiempo. En caso de que no lograras tener los resultados de la prueba a tiempo, vienes acá de nuevo y te mando a Los Ángeles o a San Francisco, para que de ahí vueles a Hawái y ya no pagues otra noche de hotel. ¿Estamos de acuerdo?”.

Después de sus palabras, me sentí renovada. Mi teléfono comenzó a funcionar al fin y pude llamar al hotel para que pasara un carro por mí al aeropuerto. Al llegar al hotel pedí el auto para el día siguiente, y aunque yo pensaba tomarme la tarde leyendo el manuscrito de “Eróticamente explícito”, de mi amigo argentino Gabriel Conti, para preparar el prólogo, no tuve cabeza entre el llenado de documentos y su verificación para el siguiente día. Tampoco tuve ánimo de visitar Houston, ni siquiera el Centro Espacial de la NASA.

El nerviosismo es algo que se acumula en la quijada y también en los hombros, que mantiene agitada la respiración e impide la concentración placentera.

A las cinco de la mañana estaba lista en el lobby del hotel, en espera del taxi. Llegamos rapidísimo y documenté mi equipaje. De nuevo otros 30 dólares, pues el viaje se había dividido.

Acudí al laboratorio Xprescheck, que desde luego estaba cerrado porque eran, acaso, las 5:30 a.m., y avancé en esa misma sala C a la puerta de abordaje. Había entre una y otra unos cien metros de distancia. Eso me dio esperanza. Me dediqué a leer un buen rato, a caminar otro, y a las 8:00 a.m. estaba puntual de nuevo en la puerta de Xprescheck. ¡Qué laboratorio iba a ser! Dos módulos, una mesita y la separación con cortinas de dos cubículos. La prueba NAAT tiene un costo de 250 dólares, y todavía te insisten en el precio y en si estás de acuerdo. ¿Hay opciones? Con un cotonete, por la parte interna de cada fosa nasal, rodean con el mismo, y listo. La tradición hawaiana del turismo me tenía aquí, con requisitos adicionales impuestos, en los laboratorios por ellos definidos, lo que les significaba derrama económica. No hay gato encerrado, está clarísimo.

Exactamente una hora tardaron en dar la respuesta en papel, luego llegaría por correo. Durante todo ese tiempo estuve pensando que todavía podía ocurrir que no lo lograra y entonces debería acudir de nuevo al rincón de los casos perdidos, y volar a San Francisco o a Los Ángeles primero.

Con el resultado en la mano, corrí para abordar. Había una fila para recibir ayuda con el documento de llenado –en el celular– del viaje seguro a Hawái. Un viajero con su información bien llenada y habiendo escaneado el código QR, era diferente a los que no lo habíamos hecho: tenía por distintivo una pulsera amarilla. Si yo no lo llenaba antes, podrían detenerme en algún módulo una vez llegada a mi destino.

Sin embargo, por más veces que intentamos obtener el código QR, no fue posible. “Súbete”, me dijo la auxiliar. “Allá lo llenamos”.

Aunque abordé el avión y pensé que en su interior llenaríamos el documento, me mantuve tensa hasta llegar a Hawái pues a la auxiliar nunca la volví a ver. En Hawái me detuvieron hasta que logré el llenado correctamente, pude generar el código y después transitar por varias mesitas (tres), como filtros, donde los de sanidad me hicieron varias preguntas corrientes, las mismas: a dónde voy, con quién me quedo, cuántos días, por qué motivo…

Hasta que al fin, recibí mi collar “lei” hecho de plumerias blancas y moradas. ¡Bienvenida a Hawai! Welina mai i Hawaiʻi!

¿Qué tanto esfuerzo estamos dispuestos a poner para llegar al lugar en que sí resuelven las cosas? Ahora entiendo todo.

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Epílogo

Por fortuna, a partir de marzo de 2022 las reglas comenzaron a cambiar. México ya no pide el llenado del documento Vuela Seguro, y tampoco Hawái pide llenado de formatos ni la prueba NAAT para ingresar, se acogió a los requisitos federales. ¡Al fin! Los datos recabados les servirán para estadísticas de movilidad en la pandemia, o vaya usted a saber.

Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC), eliminaron el 12 de junio pasado la necesidad de realizarse una prueba Covid-19 para los viajes en avión a su territorio y en 90 días, reevaluarán la decisión.

[1] Instituto Nacional de Estadística y Geografía del Gobierno Mexicano (INEGI), de acuerdo a la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (ENDUTIH) 2020.

 


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