Carlos Salvador Bilardo.
El equipo andaba mal, muy mal y tirando a peor. Apenas había ganado tres partidos en el campeonato, acababa de perder el clásico de la ciudad, 4 a 2, contra Gimnasia y Esgrima La Plata y quedaba en la parte baja de la tabla y se complicaba en serio con los promedios. Eran los síntomas de una crisis que estaba a punto de llevarlo al descenso, un drama que habían sufrido hacía diez años, acentuado por su gloriosa historia, engalanada nada más, nada menos, que con varios torneos continentales y hasta uno mundial/intercontinental. La hinchada del fervoroso y guerrero club Estudiantes de La Plata, ya harta, empezó a apretar a los jugadores, los insultos iban y venían en la cancha, en las inmediaciones, en la sede del club; el técnico derrotado en el derbi cumplía su papel de chivo expiatorio y presentaba su renuncia. Entonces la fanaticada, arremolinada en la sede, empezó a corear su nombre, a pedirlo a él, a Carlos Salvador Bilardo, al ídolo —eso sí, un bicho raro—, el último entrenador que los sacó campeones, que después agarró la selección nacional y la llevó a la gloria eterna.
El clamor popular consolidó el consenso, otras viejas glorias del club fueron a hablarle, a intentar convencerlo; al igual que jugadores emblemáticos surgidos de las inferiores, ahora con carreras en grandes equipos de Europa, que lo llamaron a darle su respaldo desde el otro lado del charco. Al final, a los directivos —acorralados por el fiero pedido popular— no les quedó más remedio que aceptar la medicina que apuntaba a ser tan controversial como paliativa, por lo que llamaron al viejo conocido de la casa. A pesar de sus indudables méritos, Bilardo, ya mayor, era famoso por su rigurosidad sin par, sus singulares exigencias, que muchas veces rayaban en la excentricidad.
Entonces la fanaticada, arremolinada en la sede, empezó a corear su nombre, a pedirlo a él, a Carlos Salvador Bilardo, al ídolo.
—Va, yo acepto si me aceptan los jugadores. Arreglemos una reunión con ellos primero —propuso el candidato al presidente del club cuando lo llamó para ofrecerle el cargo.
—Hecho, que sea mañana mismo —aceptó el último.
Al día siguiente, 28 de abril, el técnico se presentó con un sobretodo negro en el estadio, donde unos dos mil seguidores asistían a las prácticas para expresar su preocupación, su malestar con el devenir del equipo. Al ver llegar a ese símbolo, al que alcanzara la idolatría como jugador y como técnico, fueron pocos los hinchas que no se ilusionaron, todos lo vitorearon, corearon su nombre, sus inolvidables sobrenombres.
—Vamos, viejo. Sos grande —gritó alguno.
—Sacanos de esta, papá —clamó otro.
El atronador bullicio respaldó sus palabras. El elogiado sonrió, saludó con ambas manos, cual reina de belleza, se dirigió al vestuario, donde los jugadores se duchaban después de la práctica matutina. Estos, que no sabían nada aún de la propuesta que le habían hecho los directivos, nada más verlo entrar se quedaron de piedra, congelados por su pirotécnica reputación.
—Buenas, buenas. ¿Cómo están? —saludó Bilardo.
Todos, tanto veteranos como jóvenes, se reunieron raudos a su alrededor, devolvieron el saludo entre la sorpresa de algunos y la timidez de otros.
—El presidente me ha propuesto que me haga cargo del plantel —informó.
Nerviosismo y desconcierto se reflejaron de inmediato en el rostro de muchos jugadores, sobre todo de los más veteranos, algunos de los cuales lo habían tenido entres planteles y habían tenido que padecer su intensidad, su obsesión.
—¿Y cuándo empezaría, Doctor? —preguntó el capitán del equipo sin ocultar su asombro.
—A eso iba, a eso iba. Al presidente solo le puse una condición, una sola, que era hablar antes con los jugadores. Si ustedes aceptan —continuó el técnico—, dirijo al equipo; si no están dispuestos, no tengo problema, alguna excusa me invento para no aceptar.
—Entiendo —dijo uno de los referentes, con inocultable preocupación, pues sabía bien con qué clase de bicho se enfrentaban—, y cuál es la condición —inquirió.
—Bien, veo que ya alguno me sigue. Siendo así, la condición es esta, si aceptan que yo los dirija y yo les digo: “Se tienen que subir a ese árbol y se tiran” —señaló por un ventanuco una planta que estaba afuera—, ustedes se suben y se tiran. Lo tienen que hacer, punto.
—Ya empezamos… —dijo otro de los veteranos haciendo un gesto con la mano como de darle cuerda algo.
—Miren, es así o no es. Si yo les digo que entrenamos a las cuatro de la mañana, ustedes llegan a las cuatro de la mañana —lo interrumpió el adiestrador—. Lo tienen que hacer —insistió—, ¿me explico? Si les parece, arrancamos hoy mismo; si no, me dicen que ustedes no están dispuestos y yo me voy. Digo que no agarro por algún problema personal o lo que sea y ya está.
—¿Es en serio? —se atrevió a preguntar un jugador que lleva apenas un par de temporadas, y que no era ni referente ni de los surgidos en el club.
—Bueno, piensenló, piensenló —la dejó picando el muy zorro—. Estaré esperando su decisión afuera, con la gente, chau.
El adiestrador abandonó el vestuario. Los jugadores se miraron entre sí, empalideciendo ante la bomba que les acababan de tirar, ahora eran ellos los que tenían que resolver ese quilombo. Los referentes del plantel debatieron los pros y los contras de la difícil situación mientras los más jóvenes escuchaban.
—Ah, no, este nos cagó a todos —dijo uno—. Nos va a volver locos lo que queda de temporada con sus cábalas, sus videos, sus inventos, con su pizarrón, con sus locuras.
—Pues digamoslé que no —aventuró alguno sin tanto recorrido.
—¿Estás loco vos? Hay miles de personas allá afuera, el Doctor es una leyenda del club, del país, del fútbol. Los hinchas lo veneran, lo idolatran —hizo notar el capitán—. Si las barras lo vieron entrar o se enteran de lo qué pasó aquí, que nosotros dijimos que no lo queríamos, y no duden que se van a enterar, nos matan a todos —concluyó apocalíptico.
—¿Qué hacemos entonces?
—Hay que llamarlo. Aceptar —dijo otro referente.
—Andá, llamalo —pidió el capitán a uno de los juveniles, que sin chistar palabra salió en busca del técnico.
Este volvió al vestuario con las manos metidas en los bolsillos de su sobretodo negro, una sonrisa victoriosa —aunque algo malevolente también— dibujada en el rostro.
—Han tomado la mejor decisión que podían tomar —sostuvo canchero—. Siendo así, procedamos.
Antes de empezar, el técnico la cogió con los chalecos de entrenamiento.
—¿Por qué son verdes? —preguntó nada más verlos.
—Es lo que hay —respondió el utilero del club.
—No puede ser, no puede ser —replicó el adiestrador negando con la cabeza—, el verde es de mala suerte. Bien, esto es lo que vamos a hacer, ustedes traigan todos los chalecos —dijo a los jugadores—. Vos, trae un tacho metálico y queroseno —pidió al utilero.
Siendo así, la condición es esta, si aceptan que yo los dirija y yo les digo: “Se tienen que subir a ese árbol y se tiran”.
Todos obedecieron. Minutos después echaron los chalecos ahí, el técnico los roció con el combustible y les prendió fuego ante la mirada atónita de los jugadores.
—Así está mejor —sostuvo—. Una carga menos.
Solo entonces dio inicio al intenso entrenamiento.
—Al equipo le pido concentración —los ajustó de entrada—. Un médico tiene que estar doce horas concentrado para que no se le muera un paciente; yo pido noventa minutos nada más.
Esa tarde tuvieron una primera práctica que se extendió hasta entrada la noche.
—Muy bien, eso es todo por hoy —dijo el entrenador al terminar—. Para que vean que no soy ningún ogro, mañana los espero en la cancha, ya listos, a las diez de la mañana. Chau.
Israel Damonte, uno de los jugadores jóvenes del plantel, nacido en un pueblo muy cerca de la ciudad e hincha furibundo además del club, salió, al mismo tiempo, agotado, satisfecho y angustiado hacia su casa, en la que lo esperaba Lau, su esposa, a quien no pudo avisarle de su demora dado lo atropellado de los acontecimientos.
Ella estaba a punto de dar a luz e Israel estuvo muy pendiente, intentando pasar la mayor cantidad de tiempo que podía con su mujer antes de que el gran suceso aconteciera. Ni bien llegó, le explicó lo qué pasó esa tarde, le contó de las novedades en el club, que ahora lo dirigiría una leyenda, el “Doctor”, como le gustaba que lo llamaran, pues, además de haber sido jugador y técnico de fútbol, se tituló también de médico, algo poco común en sus tiempos, por lo que se mostraba orgulloso de lucir su título como muestra de sus capacidades. Lo cierto es que el “Doctor” era un grasa, uno del común, lo sabía todo el país, por eso mismo había sido, primero tan resistido, y luego tan querido.
—En la práctica nos tiró un montón de data, es intenso, pero creo que poco a poco le iremos tomando la idea —concluyó animado Israel, mientras iban a la habitación y se sentaban en la cama.
—Qué bueno, Isra, cuánto me alegra por vos —afirmó amorosa Lau, que le dio un beso tierno—. Tengo que ir al baño, amor —continuó enseguida apurada, y se encaminó hacia allí.
Él, ilusionado con los eventos recientes, la vio avanzar con lentitud, con una mano en la espalda, pues su panza, de tan grande y pesada, parecía a punto de explotar. Israel se quedó pensando en el nuevo técnico, en la ilusión con la que debían afrontar lo que quedaba de campeonato. De repente, desde el baño escuchó un chorro de agua que caía con fuerza. Sintió extrañeza.
—¿Todo bien, Lau? —preguntó.
—Isra, vení —respondió ella.
Él fue, abrió la puerta del baño. La vio allí parada, indefensa y sorprendida en medio de un charco:
—Rompí fuente —explicó Lau lo evidente.
—No, qué momento —reaccionó un nervioso Israel—. Dale, voy a llamar a tus padres para que nos recojan.
El jugador, apenas empezando su carrera, no tenía auto y precisaba de la ayuda de sus suegros más que nunca. Mientras esperaban, alistó a toda velocidad lo que Lau pudiera necesitar. Los progenitores de su esposa llegaron a eso de las diez de la noche a recogerlos, transportaron a la pareja a la clínica. Una vez allí, condujeron a la gestante a una habitación, más tarde le informaron a Israel que todo iba bien, que iban a llevarla a la sala de parto, solo que el tiempo fue pasando y no volvieron a decirle nada. Las emociones se le agolpaban. Cada vez que preguntaba, le informaban que todo estaba en orden pero que el nacimiento estaba demorado.
Cuando se dio cuenta, había pasado la noche entera, dieron las seis, las siete de la mañana, e Israel comenzó a preocuparse, percatándose de que, como iban las cosas, es posible que se le hiciera tarde para llegar al entrenamiento, por lo que lo fue agarrando una desesperación brutal. Era muy consciente de lo estricto que era el nuevo entrenador, que no decía nada en balde, y que, si él no llegaba a tiempo, por buenas que fueran las razones, habría consecuencias. Pero estaba por nacer su hija —la primogénita—, llevaba un montón esperando el inolvidable momento, se moría de ganas de verla. Cuando dieron las ocho, empezó a hacerse a la idea de que la suerte no lo acompañaba. A eso de las ocho y media, buscó un teléfono y llamó a un compañero.
—Aló.
—¿Tanque?
—Sí.
—¿Cómo estás?, habla Israel.
—¿Qué hacés?
—Estoy en la clínica. Te pido un favor, Lau entró en labor de parto —explicó—, necesito que le digas al Doctor que estoy demorado por eso.
—Uy, te pasa justo ahora… —replicó el “Tanque” Pavone—. Dale, le aviso. Hacé lo que podás. Enhorabuena por ustedes.
—Gracias.
El futuro padre regresó al piso. Dieron las nueve, las nueve y cuarto, le retumbaban en la mente, como una condena, las sencillas palabras del “Tanque”. A las nueve y media sabía que, pasara lo que pasara, ya no tendría cómo llegar a tiempo. A las diez menos cuarto, por fin lo llamaron, su bebé había nacido. Israel entró, enternecido de ver a su pequeña hija en los brazos de Lau, se acercó, le dio un beso a la pequeña en la frente, luego uno revitalizador en los labios a su esposa. Israel estaba a punto de largarse a llorar de la dicha:
—Tengo que ir a la práctica —dijo, sin embargo.
—Ve, Isra —aceptó Lau comprensiva, con un hilo de voz.
Él, tras la alegría tristemente fugaz, dejó la clínica a toda velocidad, en el trayecto a la cancha la iba pasando mal, hecho un guiñapo: “Cómo me pasa esto ahora”, se recriminaba. Si hubiera sido cualquier otro entrenador, le chupaba un huevo, pero justo le ocurría con el ídolo… Israel arribó al entrenamiento a las diez y veinticinco. El técnico estaba parado en mitad de la cancha, le pareció un gigante amedrentador, sus compañeros de equipo lo miraban trotar hacia allí, silenciosos. A sus veintidós años, a Israel no le quedó más remedio que encararlo:
—Doctor, disculpemé, justo nació mi hija, no era mi intención llegar tarde —se excusó.
—Sí, sí, ¿salió todo bien?
—Sí, por suerte, todo bien.
—Listo, vaya a entrenar —dijo el técnico señalando hacia donde estaban sus compañeros.
El técnico estaba parado en mitad de la cancha, le pareció un gigante amedrentador, sus compañeros de equipo lo miraban trotar hacia allí, silenciosos. A sus veintidós años, a Israel no le quedó más remedio que encararlo.
Con el correr de la práctica, Israel se tranquilizó, se esmeró más que todos para demostrar su compromiso. Las demás jornadas no tuvo inconvenientes para presentarse a tiempo. Como los demás, no se quejó ni una sola vez después de que los tuvo horas y horas viendo video tras video de los rivales, sin siquiera ofrecerles algo de beber. El “Doctor” estaba en todos los detalles, cuentan que cuando dirigió a la selección en el torneo orbital, antes de que empezara el campeonato, sometió a los jugadores a una dieta de queso y miel, quería que engordaran dos kilos para que los fueran perdiendo durante la competencia, calculaba que así llegarían a la final —esa fe se tenía— con su peso ideal, y así fue.
Israel tampoco protestó cuando iban surgiendo, de práctica en práctica, sus cábalas o, como él técnico mismo las llamaba, “costumbres”, que transmitía a la par de los conceptos futbolísticos: la historia de la palabra Kiricocho, para gafar al rival, por ejemplo, era una de sus anécdotas que había alcanzado connotación mundial; también como ya se dijo, rehuía el color verde. Una vez dirigió un equipo en el extranjero con ese color de camiseta, por lo que mientras él estuvo siempre jugaron de blanco; a ningún plantel le permitía comer pollo el día antes de cada partido, porque tenía asociado ese recuerdo a una derrota; contaban que había números que no soportaba, se rumoraba que sobre todo algunos impares, pero no habían podido averiguar cuáles. Acumulaba otras tantas rarezas por el estilo.
—Hay que tener cuatro o cinco —decía al plantel—, porque una te puede fallar, te puede fallar.
Era también conocido por su escurridiza sagacidad. Contaban que una vez, dirigiendo la selección, el equipo jugó tan mal el primer tiempo de un partido fundamental, contra Brasil, que se quedó en estricto silencio los quince minutos del intermedio mientras los jugadores esperaban que les diera la charla técnica. El adiestrador miraba y miraba su reloj de pulsera, dejando pasar los cada vez más pesados segundos, pero no les decía nada: ni un consejo, ni un ajuste, ni una palabra de ánimo. Solo cuando llegó el momento de saltar a la cancha, les dijo: “Ah, una sola cosa, no se la sigan pasando a los de amarillo, porque perdemos, ¿eh?”.
Entre entreno, cábala y anécdota, llegaron al 4 de mayo, el día del esperado partido del regreso, su cuarto periodo dirigiendo el club, que por la mutua entrega se había convertido en el de sus amores. Si el destino también tiene sus cábalas, jugaban contra el mismo conjunto con el que lo hicieron el último encuentro en que el adiestrador había dirigido al equipo, allá por el 82. Esa era también la última vez que habían salido campeones. Por reglamento, fueron convocados diecisiete jugadores, dieciséis que iban al campo y uno que iba a la tribuna ante cualquier eventualidad que pudiera ocurrir en el calentamiento con alguno de los otros. En el vestuario, al ver la lista definitiva, Israel descubrió con cierta frustración que le tocaba a él ir a verlo con el público. Nada inesperado, de hecho entendible por lo ocurrido. Otra vez sería.
El partido contra Atlético Talleres, de Córdoba, se jugó en el estadio del eterno rival de patio, pues la cancha del club estaba suspendida. Aún así, lo coparon treinta mil entusiastas para recibir al ídolo. Al elegido del pueblo.
—Ganar, ganar, ganar, aquí no existe otra consigna, muchachos —alentó el “Doctor” en el vestuario a los suyos tras la charla técnica—. Ser primero no es lo importante, es lo único. Nadie se acuerda del segundo. ¿Vos a sabes quién pisó América después de Colón? Yo no. ¡Vamo’ a la cancha!
El “Doctor” estaba en todos los detalles, cuentan que cuando dirigió a la selección en el torneo orbital, antes de que empezara el campeonato, sometió a los jugadores a una dieta de queso y miel.
Eso sí, hay quien se atrevería a decir con ironía que en realidad el técnico era un cobarde, un cagón: que le tenía tanto miedo a la derrota que por eso estaba así de obsesionado con la victoria.
Nada más saltar el equipo al césped, el estruendo fue atronador. Los hinchas vitorearon al “Doctor”, improvisaron canciones, celebraron la vuelta. El humo y las bengalas convirtieron el estadio en un espectáculo inigualable, una verdadera fiesta de unidad e ilusión futbolera. Antes de que largara el partido, el técnico y el plantel se pararon al frente del túnel del equipo rival, apenas los contrarios asomaron, interrumpieron su andar cruzándose frente a ellos. Una de las clásicas cábalas del entrenador que aplicarían todo el campeonato, si bien uno que otro conjunto intentó encontrarle la contra, generando alguna bravata y otras tantas anécdotas.
Los once inicialistas salieron a comerse al mundo, jugaron al ataque, lucieron superiores, pero les costó mucho convertir. Aunque lograron ponerse por delante en el marcador, luego les empataron. El partido se volvió una agonía. Israel apoyaba a sus compañeros desde la grada, no se perdía el más mínimo detalle, gritaba, rugía, los alentaba como un león. Solo a tres minutos de la conclusión llegó la descarga, el delirio, el suyo propio y el de la hinchada, cuando el “Tecla” Farías, goleador del equipo, conectó un cabezazo que les dio el tanto del triunfo en una jugada bronca.
—¡Goooooooool! —aulló enloquecido Israel, que miraba al técnico en la cancha, notando que apenas si lo festejó, más preocupado por pedirle a sus compañeros que mantuvieran el orden cuando se reanudara el choque.
Solo que así terminó. Un triunfo en el final, esos son los que más se disfrutan. Pregúntenselo a cualquier fanático, jugador y hasta algún entrenador. Con la vuelta de un ídolo, todavía más.
—¡Poropó, poropó, es el equipo del Narigón! —cantó la gente enloquecida en la tribuna.
“Al estilo Bilardo”, tituló la prensa al día siguiente.
Después de esa victoria agónica, fundamental, los jugadores llegaron con las pilas recargadas el resto de semana. Israel, que había asumido su realidad de ser el orgulloso padre de una bebita, corrió más que todos juntos en los entrenamientos; con apenas veintidós años, se encontraba en un momento en que sentía que todo apuntaba a que su vida iba a ser color de rosa, por lo que ansiaba más que nunca ganarse un puesto en la titular. Era tal su ímpetu, su confianza, que hasta se olvidó de lo qué pasó aquel día extraño.
Al terminar la última práctica antes del partido, el técnico les dio a conocer la lista de convocados, se alegró de encontrarse de nuevo entre ellos. Se les venía un viaje largo, pues el partido era de visitante. En el trayecto, Israel pensaba mucho en Lau, en su hija. Tenía las energías al cien. El día del partido, en cambio, al ver el listado definitivo para el choque en el vestuario, los ánimos se le fueron al suelo, pues tampoco esta vez estaba entre los dieciséis que iban a la cancha, de nuevo, era el elegido para ir a la tribuna. Ahora de visitante.
—Equipo que gana, no se toca —dijo el “Doctor” bien clarito en la puerta, por si las dudas.
Israel tuvo que tragarse el marrón. El partido se saldó con un empate 2 a 2. La escena para él se repitió las siguientes fechas del campeonato, pese a su evidente esfuerzo en los entrenamientos entre semana, siempre era Israel el que iba a la grada. Cuando se lesionaba o expulsaban un jugador, el “Doctor” alineaba para el siguiente al suplente, otro iba al banco, pero a él no lo consideraba ni por asomo, su papel era simplemente el del jugador 17 en cada jornada, el destinado a verlo con el público. Eso ocurrió durante las siete fechas que quedaban de campeonato, en las que el equipo no perdió. Terminó con un acumulado de cuatro victorias y cinco empates desde el arribo del “Doctor”, y ya se sabía su locura con las “costumbres”, con las rachas, no hubo por dónde reclamar. Así, al cierre del mismo, la posición del club dejó de ser dramática.
Tras unas merecidas vacaciones, el compartir en familia, disfrutar a su hija, con la pretemporada y el inicio del nuevo torneo, Israel se ilusionó de nuevo con tener alguna oportunidad, pero —y pese a empezar con derrotas— la situación fue la misma. Él era el 17, el de la tribuna. Además el “Doctor” revirtió la mala situación con una de las suyas, de manera casi milagrosa. Resulta que el “Tecla” llevaba algunos partidos sin hacer goles, así que el adiestrador lo sacó aparte el día antes de un partido clave y le dijo con sigilo:
—Yo lo voy a ayudar. Lo espero a medianoche en la cancha.
El “Tecla”, obvio, acudió a la cita. El técnico lo esperaba con el canchero y una linterna. Entraron y fueron a uno de los arcos.
Quiero que orine en los postes —dijo el “Doctor” y le entregó la linterna—. Nosotros nos damos vuelta, no se preocupe. El “Tecla” obedeció. Luego fueron al otro arco e hicieron lo mismo. Al día siguiente, en el partido, la primera pelota que tocó el delantero fue adentro.
Con todas en contra, llegó un punto en el que Israel no aguantó más. En una práctica, dejó ver su calentura y estuvo a punto de responderle al técnico mal por una observación, solo que sus compañeros lo atajaron sin que el adiestrador llegara a darse propia cuenta de su enfado. Por recomendación de uno de los veteranos, fue en busca de consejo, lo comentó con el “Tata” Brown, un ex jugador, viejo referente de lo días de gloria del equipo, también ídolo, que conocía bien la mentalidad del entrenador y al que le narró los acontecimientos, su insoportable posición:
—Mirá, si el día que nació tu hija vos hubieras venido, él te hubiera amado… pero no viniste —lamentó el “Tata”—, así que no te va a tener en cuenta —zanjó categórico el caso.
Quiero que orine en los postes —dijo el “Doctor” y le entregó la linterna—. Nosotros nos damos vuelta, no se preocupe. El “Tecla” obedeció. Luego fueron al otro arco e hicieron lo mismo. Al día siguiente, en el partido, la primera pelota que tocó el delantero fue adentro.
Israel, desconcertado, no encontró respuesta.
—Es así él. Estaba probando al plantel, quería saber qué sacrificios eran capaces de hacer en aras de un objetivo común —explicó el “Tata”—. Por las razones que sean, buenas o malas, justificadas o no, en su manera de ver el mundo vos le fallaste. Es así todo con él, todo.
Y así fue. Terminado ese campeonato, un frustrado Israel quedó en carpeta para ser transferido sin haber jugado un solo partido. Entonces fue y lo encaró:
—Carlos, se lesionaba el titular y entraba el del banco, y en lugar de pasar yo al banco pasaba un chico de inferiores, ¿por qué la animadversión?
—Damonte, no es así, vos eras importante, eras el jugador 17 del equipo. Lo qué pasa es que el 17 trae la mufa, te tocó a vos cargar con ese peso, qué se le va a hacer —dijo sin asomo de ironía el adiestrador.
El “Doctor” permaneció en el club otros seis meses, cuando se vio obligado a dejar su cargo por motivos personales, aunque consolidó el plantel base del equipo que se coronó campeón un par de años más tarde. Esa fue la última vez que dirigió. Todo empezó y concluyó en casa. Con Israel nunca volvieron a cruzarse. Gracias al transcurrir del tiempo, los partidos, el paso por diferentes instituciones, luego la vuelta al club de sus amores, la veteranía, el retiro, Israel construyó un recuerdo menos amargo de ese periodo.
—Sin que me haya puesto a jugar ni siquiera un partido cuando coincidimos, fue uno de los técnicos que más me enseñó de fútbol —confesó Israel a su primogénita, ya grande, un día que recordaban entre risas la anécdota de su nacimiento.
—Papá, pero era un psicótico, quién que tenga un corazón no se hubiera quedado a ver nacer a su primer retoño —replicó ella consternada—. Quién no lo entendería.
—Puede ser, no digo que no, pero quizás por haber sido así de obsesivo, de apegado a los detalles, es que pudo sacarnos campeones del mundo —retrucó el padre.
Semanas después de esa conversación, por los azares del fútbol, surgió la oportunidad de poner fin a su carrera como jugador iniciando de inmediato su andadura como técnico. El día del debut, Israel estaba muy emocionado por el paso que acababa de dar, cuando de golpe se acordó del “Doctor”, de sus inveteradas “costumbres”. Entonces el instino se apoderó de él, fue, saludó de manera cordial —hasta cálida— al técnico rival; luego se acercó al túnel, y cuando vio venir a los jugadores adversarios, se interpuso entre ellos como lo hacía siempre Bilardo en cada partido durante esas temporadas en que lo dirigió. Hecha la triquiñuela, se le escapó una sonrisa cómplice.
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