Washington D.C
Busco alejarme de las ratas, busco espantarlas. Quiero que me sientan llegar, que las vibraciones de mis zapatazos sobre el asfalto las lleven a esconderse en sus rincones oscuros en vez de cortarme el paso. Quiero que no me hagan saltar, evitar el invariable grito ahogado de susto y asco al encontrarme con una de ellas.
En esa noche de viernes, un día antes de Halloween y cuatro antes de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, volví a ver una rata después de unos cuantos días de paz. Estaba oculta tras un tacho de basura, pero gracias a la mirada lateral que desarrollo en ciudades apestadas por roedores ya la había detectado medio segundo antes. La vi llegar veloz a ese escondite. Frené un poco el paso y vi un reflejo de luz reflejado en sus ojos. No era grande. Me miraba, me medía. Como es lógico, me tenía más miedo ella a mí que yo a ella.
Pero la lógica era un bien ausente en aquel 2020. Ese viernes era el primer día de frío otoñal en una Washington que había extendido un simulacro de verano hasta finales de octubre, y yo volvía a mi departamento en la Florida Avenue, a tres manzanas de la efervescente calle 18, feliz y cansado tras un largo día de trabajo. De leer, preguntar, grabar, desgrabar, escribir y hablar, que es lo que hacemos buena parte del tiempo los periodistas.
Washington DC es, después de Chicago, Los Ángeles y Nueva York, la ciudad con más ratas de los Estados Unidos. Cuando se le pregunta a los locales que cómo es posible (¿¡cómo es posible?!) que en la capital del país más poderoso del mundo no sean capaces de controlar y disminuir la población de ratas, la respuesta más frecuente llega acompañada de un encogimiento de hombros: «No las vemos. Nos acostumbramos a vivir con ellas».
No parece una buena idea. Aquel mismo viernes había leído una historia de algo sucedido en Nueva York días antes. Leonard Shoulders, un hombre de 33 años, caminaba por el Bronx cuando el piso cedió y cayó en un pozo de entre cuatro y cinco metros de profundidad. Un segundo después de aterrizar en el fondo, legiones de ratas comenzaron a caminar sobre él. Golpeado, dolorido, confundido y asustado tomó la decisión de no gritar pidiendo ayuda: temía que una rata se le metiera en la boca.
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Estados Unidos es una sorpresa permanente, un país en el que hay que estar siempre listo para lo inesperado. Donald Trump o Joe Biden era la pregunta antes de las elecciones del 3 de noviembre, y en septiembre llegué a Miami con la que es quizás la instrucción más maravillosa que puede recibir un periodista: recorre el país, sus ciudades, sus pueblos. Cuéntanos cómo es su gente, qué pasa en ese lugar que está por decidir sus próximos cuatro años. Cuéntanos buenas historias.
Una computadora, un teléfono, dos trípodes, un micrófono, un par de libros y un auto para recorrer casi 2.000 kilómetros entre Miami y Washington DC con paradas en Orlando, Savannah, Spartanburg, Charlotte, Charlottesville e incontables gasolineras y pueblos pequeños en el camino. Como Little Africa, por ejemplo, una enigmática comunidad semi autónoma cuya existencia ignoraba antes del viaje y que se me reveló en el día y la noche que pasé en Spartanburg.
¿Spartanburg? Sí, una ciudad de 40.000 habitantes en el corazón de Carolina del Sur donde una admiradora de Eva Perón y miembro del consejo municipal convirtió en realidad una idea rarísima: que el gobierno local le pidiera oficialmente disculpas a su población afroamericana, a los negros, por las décadas de discriminación. Junto con las disculpas, la ciudad presentó un plan para que el futuro sea distinto.
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Washington DC es, después de Chicago, Los Ángeles y Nueva York, la ciudad con más ratas de los Estados Unidos.
De Estados Unidos se dicen muchas cosas. Todos las hemos escuchado, todos hemos dicho alguna. Pero lo que en general no se escucha es que sea un país hermoso. No, Estados Unidos es enorme, impactante, ruidoso, poderoso, consumista, gritón, prepotente, enloquecido, asombroso… sus ciudades son gigantescas, agobiantes, repletas de rascacielos, de soberbia arquitectura, de arte a cielo abierto; sus autopistas son anchas e interminables, sus centros comerciales son abrumadores, sus calles un tratado de antropología, y así hasta el infinito.
Pero nadie le dice a Estados Unidos que es hermoso. Hermosa es Italia, hermoso es Brasil, hermosa es Australia. No se lo dicen, es cierto, pero Estados Unidos es un país hermoso.
Lo pensaba mientras el agua me llegaba hasta el pecho en ese primer sábado del otoño 2020. Mar adentro, la suavidad del banco de arena me masajeaba los pies en la Bahía de Vizcaya, en la que estábamos navegando con el barco de unos amigos. Debía ser el último fin de semana de cierto descanso antes de iniciar el viaje hacia el norte y la cobertura de las elecciones. Error, la campaña y el trabajo ya estaban allí.
«Biden-Harris», decía la bandera que ondeaba en el mástil de un barco cercano. Tenía ante mí un Biden acuático, una campaña electoral en medio del mar. Me acerqué nadando al barco, quería saber quiénes eran los fans del demócrata. «Soy Thais, de Venezuela, llegué hace ocho años a este país, en la era Obama. En 2016 lloré como una niña. Y sigo llorando».
Nunca había llegado nadando hasta una entrevista, pero lo cierto es que las brazadas estaban valiendo la pena, porque Thais iba más lejos de lo que esperaba: «Yo no vine a este país para que me gobierne un autócrata como Chávez, para eso no huí de Chávez. Trump se ve mucho peor que Biden. Gordo. En cualquier momento tiene una obstrucción arterial…». Thais no podía saberlo, pero Trump tendría coronavirus semanas más tarde. Su pareja confirmó ser tan bidenista como Thais, pero prefirió no dar el nombre. «Trabajo para el gobierno, me traería problemas…»
Luego sabría que las banderas políticas en los barcos son algo habitual en Miami, y en general con abrumadora ventaja republicana. Días más tarde, a dos kilómetros de dónde charlé con Thais, un enjambre de barcos con banderas de Trump tomó posesión de Nixon Beach, una zona de Key Biscayne por la que el ex presidente solía navegar y en la que tenía una casa.
Me subí al barco. El cielo ya no era azul, el mar ya no estaba planchado y se había levantado un viento inquietante.
«No sé si podremos volver», dijo mi amigo antes de acelerar en la dirección opuesta a la tormenta. Pero volvimos, solo necesitamos un par de horas de refugio y espera en la otra costa de la bahía. Y el lunes, temprano, me subí al auto e inicié el viaje.
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Deep Florida
Esa estación de servicio era tan, pero tan «yanqui«, que me arrancó una sonrisa. Necesitaba grabar un video y estaba buscando un lugar que diera la idea de que estaba en Estados Unidos. La gasolinera de Fort Pierce, un pueblo sobre la playa en la costa Este de la Florida, era ideal. Una bandera enorme que coronaba un mástil gigantesco, unos cuantos camiones, un motel de carretera… y Michael, un electricista de 56 años que me explicaría por qué las armas no matan.
Bronceado y fornido, con una camiseta sin mangas, Michael me había sonreído y saludado desde su camioneta cuando iba camino a la tienda a comprar algo para comer y beber. Me comentó algo que no llegué a escuchar del todo bien y me quedé pensando si no me estaba perdiendo una buena historia. Al salir, lo abordé. Resultó ser un hombre tan amable como inquietante. No porque estuviera decidido a votar por Donald Trump, sino por sus argumentos a favor de la tenencia personal de armas, esa famosa segunda enmienda que atraviesa la política estadounidense. Son 27 palabras en inglés, 25 en la traducción al español. «Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas.»
La mitad del país se aferra a esa frase. Michael es uno de ellos.
“Quiero mostrarte esto, esto es lo que estoy tratando de decir. Mira lo que llevo pegado en el vidrio posterior de mi camioneta”, me dijo mientras señalaba una calcomanía desgastada por el paso del tiempo. El texto era asombroso: “Así que si las armas matan gente… supongo entonces que las lapiceras escriben mal las palabras, los coches conducen borrachos y las cucharas hacen engordar a la gente”.
En esa y en muchas otras gasolineras me encontraría con pegatinas que iban del supremacismo blanco al desprecio por el otro, siempre atravesadas por la apología de las armas. ¿La más impactante? “La segunda enmienda es mi permiso de portación de armas. Emitido: 15/12/1791. Caduca: nunca”.
Michael fue más allá de los eslóganes e intentó explicarme por qué tener un arma en casa es un derecho constitucional: «En nuestra declaración de independencia y en nuestra Constitución está establecido el derecho a llevar armas. Todos tienen derecho a proteger a sus familias y a sí mismos de criminales, e incluso a protegerse del gobierno. Está establecido que podemos defendernos del gobierno si el presidente de los Estados Unidos comete traición contra su pueblo”.
Un rato más tarde llegué a Orlando. En mi vida había estado en Disney, y seguiría sin acercarme a Donald, Mickey o Pluto, no habría tiempo para eso. Pasé la noche en esa ciudad tan extraña, en ese lugar en el que estás obligado a divertirte. Semidesierta, covid mediante, muchas atracciones seguían funcionando vacías en medio de la noche mientras sonaba una música que venía desde arriba, desde el cielo. En el bar de enfrente, el fútbol americano de la noche de los lunes era la conexión más sólida con la normalidad, aunque nos sentáramos en la barra distanciados, con alcohol en gel a placer y con códigos QR para que la vida pasara más aún por el teléfono móvil y nadie tocara más que eso, su teléfono.
Al día siguiente me vería con Gerardo Rodríguez. En él, la Segunda Enmienda tenía un efecto muy diferente al de Michael. Y su historia no tenía nada de divertido.
La historia de Gerardo, nacido en Puerto Rico, era sencilla: una noche del 12 de junio de 2016 decidió quedarse en casa viendo Netflix en vez de ir a bailar. Es probable que aquello le salvara la vida. Rodríguez, un «asesor de belleza» en el Neiman Marcus del mayor mall de Orlando, solía ir a Pulse, uno de los clubes gay más populares de la ciudad. Aquella noche un hombre entró con un rifle de asalto, mató a 49 personas y dejó heridas a 53.
Rodríguez tenía algo bien claro: el 3 de noviembre votaría por Joe Biden.
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No hay tiempo para detenerse en cada sitio en el que uno querría desviarse, frenar y ver de cerca a ese Estados Unidos que pasa, veloz, a ambos costados de mi auto, pero mientras voy dejando la Florida y llego a Georgia la sensación es de creciente y perpleja admiración: el poder económico del país que estoy recorriendo parece infinito. No se trata solo de la sucesión de gasolineras repletas de camiones y en las que todo se puede comprar. En los márgenes de las autopistas impecables están también los centros comerciales, los concesionarios de venta de automóviles, motos o embarcaciones, los locales de venta de muebles, los depósitos gigantescos, los hoteles, los gimnasios, los restaurantes, los centros para mascotas y la publicidad, la publicidad, la publicidad… Todo se vende aquí, y en todo momento. Y es lógico: sobran compradores.
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También se venden y venden las iglesias. Hay más templos religiosos que gasolineras en el camino.
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Savannah
El mundo está pendiente de Estados Unidos, pero en Savannah están pendientes de otra cosa. Es martes, el día del esperado primer debate entre Donald Trump y Joe Biden, pero fue un error creer que en los bares habría gente siguiendo ese cara a cara. Hay muchos bares abiertos y en esos bares mucha gente pendiente… del béisbol. Corro al hotel para no perderme eso que a los votantes en este rincón de Georgia no les importa y me encuentro con el debate más bronco, sucio y asombroso que recuerde. Habrá sido una vergüenza, pero fue también una gran historia. No piensa lo mismo el barman de The Marshall House, un clásico de la ciudad, que me dice con ironía: «Por lo que vi en redes sociales hice bien en no seguir el debate».
Gracias Savannah por enseñarle algo al visitante: Estados Unidos casi nunca es lo que se cree desde afuera.
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Spartanburg
La idea de que el periodista es solo una mente abierta que se deja sorprender por la realidad para luego contarla y explicarla es una ilusión. El periodista, como cualquiera, necesita preparar su trabajo, prepararse. Cruzar media costa este de Estados Unidos a bordo de un auto puede ser muchas cosas, pero casi nunca improvisación. Es bueno dejarse sorprender, sí, y el camino me ofrecería unas cuantas de esas sorpresas. Pero se necesita una columna vertebral, un mínimo plan. Estaba buscando buenas historias, y para eso debía saber adónde ir. Quise pasar por Atlanta, una ciudad que cambió muchísimo en los últimos 20 años y que refleja la evolución demográfica de muchas grandes urbes estadounidenses, claramente inclinadas hacia el Partido Demócrata. Pero entonces volví a mirar el mapa, googleé Carolina del Sur, revisé las noticias y me encontré con Meghan Smith. Abandoné Atlanta, enfilé hacia Savannah y luego a Spartanburg.
Ya el nombre atraía: la ciudad de los espartanos. Unos 40.000 habitantes, un trazado urbano impecable, el palacio municipal, la estación de policía, el periódico local, la biblioteca y la iglesia metodista, todo en un radio de 500 metros. Calles limpias y arboladas, arquitectura agradable, entre sureña y neoclásica. A mitad de camino entre Atlanta y Charlotte, lejos del mar, aunque no demasiado, los bosques y el terreno ondulado y fértil contribuyen a la sensación de paz y placidez. La vida parece haber sido siempre plácida en Spartanburg… a menos que fueras negro.
«Curar las heridas, reconciliarnos, unirnos». La noche previa al tormentoso debate entre Trump y Biden, el Consejo Municipal de Spartanburg emitió una resolución por unanimidad pidiéndole oficialmente disculpas a la población negra. Por la esclavitud, claro, pero también por el hecho de seguir siendo hasta hoy, en muchos aspectos, ciudadanos de segunda categoría. Y les presentó un plan para el futuro. Smith, que creció en Ecuador admirando a Eva Perón, aunque luego matizaría mucho esa devoción, fue la concejala detrás del proyecto, la fuerza impulsora de algo inédito en Carolina del Sur, un Estado de aquel sur racista que no termina aún de esfumarse.
La vida parece haber sido siempre plácida en Spartanburg… a menos que fueras negro.
¿Dónde está Meghan? Le envío un par de mails, sin éxito. Pero el mundo covid, inesperadamente, ayuda. Hay cosas muy complejas en tiempos de pandemia y otras muy sencillas. Entrar a la sede de un gobierno municipal, por ejemplo. Abrí la puerta principal y no había nadie para recibirme, me fui metiendo en pasillos y oficinas vacías, subí y bajé, pregunté por Meghan al par de personas que me crucé, hasta que invadí un despacho con aspecto de que ahí se sentaba un peso pesado y una secretaria me recibió con ojos cruzados por el espanto.
– ¿Qué hace aquí, quién es usted?
– Soy periodista, estoy buscando al alcalde y a Meghan Smith.
De tanto en tanto, la vida del periodista es bella.
La secretaria me llevó a una sala de reuniones en la que me esperaba Chris Story, director ejecutivo del municipio de Spartanburg, el hombre que tiene toda la ciudad en la cabeza. Al rato, Meghan estaba sentada con nosotros, venía acompañada de uno de sus hijos. Explicó el paso dado con una combinación de pasión y precisión no muy habituales: “Hay ciudadanos de cierta edad que dicen que no entienden lo que hicimos, incluso un ex alcalde se preguntó de qué hay que disculparse. Pero el simbolismo de esta disculpa es clave, mucho más en este momento que estamos viviendo. Vimos cómo el presidente no rechazó a los supremacistas blancos. Esa ambigüedad es peligrosísima. Porque además hay que recordar algo: aquí tenemos también al Ku Klux Klan”. El Ku Klux Klan y un reciente verano en el que el asesinato de George Floyd y el movimiento «Black Lives Matter» cambiaron la política del país.
Salgo a ver cuánto impactó en la ciudad el pedido de disculpas. En Little River Roaster, la mejor cafetería de la zona, a 200 metros de donde trabajan Story y Smith, la mayoría de la gente se sorprende cuando les muestro el ejemplar del Spartanburg Times con la noticia en primera plana. «La verdad que no estaba al tanto», admite Harrison McGuiness, un joven rubio de 21 años que trabaja allí. «Pero es muy necesario, un paso adelante. Yo no había nacido en los setenta para ver qué sucedía aquí, pero en esta región del país hay una gran sed de reparación y asunción de responsabilidades». Habla bien Harrison. Y remata mejor: «Yo nunca viví en otro lugar que no fuera Spartanburg. No sé si ayudará, pero era necesario».
A un par de kilómetros de esa cafetería, el panorama es otro. Es la zona norte de la ciudad, el barrio negro de Spartanburg. En seis minutos, todo cambió. Entro al ABC, un derruido almacén de la zona, y enseguida me llega un hedor insoportable. Una señora, que claramente vive en la calle y no se ha bañado en mucho tiempo, me mira con sorpresa.
«¡Es lindo, eh!», le dice a Reema, la dependienta del almacén. Halagado, le hago una pequeña reverencia, y cuando deja el almacén, Reema me regala una sonrisa luminosa: «No estaba enterada del pedido de disculpas de la ciudad. Creo que es un lindo gesto, pero ahora les diría: muéstrame más».
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Charlottesville
Díganle «muéstrame más» a los Estados Unidos y les hará caso, demasiado caso. Dos días después de sumergirme en los problemas y los progresos sociales de Spartanburg, la profesión me convirtió en intérprete de estatuas.
¿Qué está haciendo Sacajawea? ¿Está concentrada, estudiando el terreno como lo haría una experta rastreadora? ¿O está sometida, humillada, aplastada por Meriwether Lewis y William Clark, los dos expedicionarios enviados en 1805 por el presidente Thomas Jefferson para saber qué posibilidades se abrían más allá del río Mississippi?
No pude establecerlo, aunque algunos no tienen dudas acerca de qué está realmente haciendo la integrante de la tribu shoshona. O de lo que estaba haciendo 215 años atrás, para ser precisos. El semáforo está por cambiar a verde, pero antes de salir, el conductor señala la estatua, me mira y grita: “¡Aprovecha a sacarle fotos porque dentro de poco ya no va estar ahí…!”.
Charlottesville es una ciudad de Virginia más idílica aún que Spartanburg a primera vista y con mucha más prensa. Medios nacionales y extranjeros la ubican siempre en los primeros puestos de sus rankings. Ciudad romántica, ciudad verde, ciudad gourmet, «el mejor sitio para vivir en Estados Unidos», «la mejor ciudad para retirarse»…
Y todo eso es muy cierto hasta que aparece el KKK.
En agosto de 2017, una marcha bajo el lema “Unamos la derecha” determinó que confluyeran en la ciudad la extrema derecha, neofascistas, neoconfederados, neonazis y varias milicias de extrema derecha. El Ku Klux Klan también. Aquello no podía terminar bien, y por eso terminó mal: un hombre arrolló con su auto una marcha de repudio a la extrema derecha, mató a una persona y dejó heridas a otras 19. Trump condenó la violencia, pero dijo también que había “buena gente en los dos lados”. Según Biden, aquella frase del presidente fue lo que lo decidió a luchar por llegar a la Casa Blanca.
Por eso es que Charlottesville tiene una especial obsesión con sus monumentos y estatuas, a los que mueve de sitio o directamente guarda en un depósito. Por eso tiene sentido intentar interpretar a Sacajawea. Es, en cierto modo, interpretar la historia y el presente de Estados Unidos. Es decir, un trabajo casi infinito.
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Washington
Es de noche y estoy emocionado. El memorial de Lincoln, probablemente el rincón más hermoso y vibrante de la capital de los Estados Unidos, es el escenario de mi primera salida en vivo desde esa ciudad neoclásica sin edificios altos. Un lugar que te suspende en el tiempo y el espacio. La gente suele subir las escalinatas y admirar el largo estanque que apunta en dirección al Obelisco, que es el monumento a George Washington, en una línea imaginaria que se prolonga en la Casa Blanca y el Capitolio. Pero a Lincoln hay que verle la espalda, al templo dórico hay que recorrerlo al completo, perderse entre sus pasillos y columnas para que el alma se llene. Un alma que el resto de la ciudad no podía llenar, porque el panorama era sombrío.
Washington DC es abrumadoramente demócrata, Joe Biden ganaría allí con el 93 por ciento de los votos. Así, el barbijo o mascarilla era un sobreentendido, también que los demócratas lo llevaban y muchos de los escasos republicanos no. En tiempos de covid, buena parte de los restaurantes y cafés funcionaban a un tercio de su capacidad, la mayor parte de los bares estaban cerrados y el centro ofrecía un aspecto fantasmagórico, con la gran mayoría de los oficinistas trabajando desde sus casas Y lo más importante: la fiesta de las elecciones no era fiesta.
En las semanas previas a unas elecciones presidenciales, el Distrito de Columbia (eso significa DC) es una sucesión de eventos, cócteles, recepciones, seminarios y encuentros de todo tipo, un verdadero festival político a cielo abierto. No en 2020, no en el mundo covid que obligaba al WhatsApp y al Zoom. El encuentro humano era la excepción.
Pero siempre hay recursos para el periodista, y el mayor de todos en estas elecciones sería Donald Trump, un hombre que es antes que todo un showman televisivo, alguien sin límites ni pudor cuando tiene claro el objetivo. Un presidente capaz de anunciar que se contagió el covid y regresar tres días después a la Casa Blanca como eje de un video cinematográfico de mensaje sencillo: soy indestructible, conmigo les va a ir mejor que con Joe.
El video surte efecto: un sábado de octubre, temperaturas de verano aún en Washington, me acerco a la Casa Blanca. Trump está en el jardín como anfitrión de una recepción y hace un breve discurso que es seguido desde afuera por un par de centenares de fieles. Uno de ellos, Michael Yadeta, estadounidense de origen etíope, me explica por qué no usa mascarilla: «Si nos ponemos la mascarilla, ¿cómo se supone que respiramos? Nos entra cada vez menos oxígeno, y si lo ajustas demasiado mueres en cinco o seis minutos. En tu nariz hay folículos que te protegen de que entren gérmenes y permiten el aire limpio”.
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Delaware
“Tengo té y tarta de queso, ¿querrían una porción?”.
En casi cualquier circunstancia sería una oferta para no despreciar, pero la idea hoy no es tomar el té. Estoy ante la entrada de la casa de Joe Biden y no puedo creer lo que veo. En un rato tampoco podré creer lo que escucho.
No hay ciudad, ni siquiera pueblo. Biden vive en medio de un bosque de pinos apenas interrumpido por una delgada cinta de asfalto en el corazón del diminuto Estado de Delaware. El resto es paz, tonos ocres del otoño, pájaros cantando y la certeza de un lago a un par de centenares de metros.
Paz hasta que aparece esa camioneta negra enorme. Desde el asiento del conductor un hombre voluminoso y de cabello castaño exhibe un cartel rojo por la ventanilla: “Trump, Pence, que América siga siendo grande”. El hombre gira y estaciona al costado de la carretera para conversar con otro que, desde su camioneta -verde y asombrosamente decorada-, promueve otro mensaje: «¡Enciérrenlos ahora!».
Encerrar a los demócratas, de Biden para abajo. Meterlos en la cárcel.
Paul, un vecino de Joe Biden anti Biden nos ofreció una porción de tarta de queso desde su camioneta verde, decorada con consignas pro Trump frente a la puerta de la casa de Biden.Es lo que quiere el hombre de la camioneta negra, que se detuvo a hablar con Paul, el de la camioneta verde, el que nos ofreció la tarta de queso. Paul podría ser un abuelito entrañable (y quizás lo sea) si no hubiera armado la parafernalia que se observa junto a su camioneta -gigantografías de Donald Trump y de Mike Pence, el cartel pidiendo que se encierre a todos (“¡ahora!”), una bandera estadounidense y dos de Trump- y si no contara que pasa el fin de semana entero frente a la casa de Biden y planea hacer lo mismo el siguiente.
Camioneta verde y camioneta negra detestan a Biden, al que dicen conocer al dedillo. Son vecinos de la zona de Greenville, un pueblo satélite de Wilmington, la principal ciudad de Delaware.
“Él perjudica económicamente a la gente de la zona, ¡quiere que trabajes gratis para él!”, dice camioneta negra.
¿En serio? ¿Por qué?, le pregunto.
«¡Porque es Joe Biden!», responde camioneta verde. «¡Espera que le digamos ‘gracias tío Joe por darnos algo de trabajo, aunque no nos pagues’!».
Camioneta negra entra en un estado cercano a la ebullición. «Ha sido corrupto por 30 años. Recibe pizzas y servicios gratis en su casa. Es el tipo más corrupto que he conocido en mi vida, ¿y ahora se presenta para presidente?».
No solo eso: podría ganar, le digo a camioneta negra. «Solo mediante el fraude», responde con velocidad, mientras camioneta verde revela sus planes en caso de que el demócrata llegue a la Casa Blanca: «Creo que voy a tener que mudarme a Costa Rica».
Dejo a los dos hombres y a sus dos camionetas. Quiero visitar Bucley’s Tavern, un pub y restaurante al que sé que Biden va con cierta frecuencia. Allí abordo a Kathy Padilla, una de las camareras del local. Quiero saber si el aspirante a la presidencia se aprovecha de su posición: «Biden viene aquí cada tanto, ¿alguna vez se fue sin pagar?»
Padilla, medio rostro cubierto con la mascarilla, me mira y responde con convicción: «No, no, nunca escuché nada de eso. Siempre paga y deja propinas generosas. Es un buen tipo».
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Chevy Chase
Hay que tener ya unas cuantas décadas acumuladas para que al escuchar Chevy Chase inmediatamente uno piense en el actor estadounidense. No le pasaría esto aun millennial o un centennial, pero eso es precisamente lo que no es este cronista. Chevy Chase, además de aquel actor, es un barrio verde, residencial y agradable en las afueras de Washington, en el límite con el Estado de Maryland. Y en Chevy Chase hay una cosa que, cuando la vi, activó mis instintos periodísticos de forma inesperada.
Una pizzería.
En la enloquecida política estadounidense de los últimos años -y eso va más allá de los cuatro de Trump-, lo impensable se tornó muchas veces real. Eso permite entender mejor que Comet Ping Pong, la pizzería de Chevy Chase, se convirtiera en tema de debate, de enardecido debate. Que naciera el «Pizzagate».
Pero antes de seguir hay que entender qué es QAnon.
Conocido originalmente como ‘La Tormenta’, QAnon es una teoría conspirativa que presenta a políticos demócratas de alto nivel, personalidades de los medios de comunicación y estrellas de cine como un grupo de satánicos caníbales pedófilos ávidos de un químico especial llamado adrenocromo que permitiría extender la vida.
Sí, pueden tomarse una pausa y leerlo de nuevo.
Ese químico codiciado proviene de los cerebros de niños aterrorizados, a los que devoran. Una resistencia secreta a este equipo de supervillanos está siendo liderada por Trump, según la teoría. El jefe de QAnon es “Q”, una persona, o, más probablemente, unas cuantas personas, que publica anuncios en diferentes webs.
¿Suficiente? No. Hay que ver quiénes forman parte de ese supuesto grupo de satánicos pedófilos y caníbales controlado por el ‘Estado profundo’. Algunos nombres: Hillary Clinton, el Dalai Lama, el Papa Francisco y celebridades de Hollywood como Tom Hanks y Oprah Winfrey. Trump vendría a ser el superhéroe, forma parte de «una guerra secreta para salvar a los niños de los satánicos», sintetizó la CNN.
Listos entonces para el «Pizzagate»: en 2016 un seguidor del culto condujo desde su casa en Carolina del Norte hasta Chevy Chase. Tenía un rifle AR-15 y una misión: liberar a los niños cuyos cerebros eran devorados por Hillary, Forrest Gump y demás integrantes del grupo. Sabía dónde estaban, en el sótano de la pizzería Comet Ping Pong.
QAnon es una teoría conspirativa que presenta a políticos demócratas de alto nivel, personalidades de los medios de comunicación y estrellas de cine como un grupo de satánicos caníbales pedófilos ávidos de un químico especial llamado adrenocromo que permitiría extender la vida.
El hombre llegó al local decidido, despejando en el camino a clientes y empleados. Su objetivo era el sótano. Hasta que se topó con la realidad: no había sótano, no había niños, no había satánicos pedófilos comecerebros. Un rato después se entregó a la policía. Cuatro años más tarde, en las elecciones de 2020, Marjorie Taylor Greene, ferviente seguidora de la teoría de la conspiración de QAnon, lograba una banca en el Congreso como representante por Georgia.
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Pensilvania
«¡Lo que hizo el Papa! Lo que hizo el Papa…». Es una mañana de domingo fría y con llovizna, 300 personas sin mascarilla contienen la respiración en la misa que se está celebrando en la iglesia baptista de Chadds Ford, en el sur del Estado de Pensilvania. Tienen la vista puesta en Alan Griffith, el veterano pastor que no puede creer lo que anunció el Papa Francisco un par de días antes: está a favor de las uniones civiles entre personas del mismo sexo.
Días después el Vaticano relativizaría esas declaraciones del Papa, pero en ese domingo cercano a las elecciones del 3 de noviembre, la mención de Jorge Bergoglio (el Papa Francisco) era suficiente para que los ojos de Griffith lanzaran llamas. Gentiles llamas, pero la mirada era flamígera, sin dudas. Lo compruebo cuando converso con él tras la misa.
«El Papa tiene un punto de vista socialista y comunista. Se inspira en ellos políticamente. Es un líder confundido. Si no sigues la Biblia te vas a confundir, porque la palabra de Dios se ocupó de cada verdad o tema mayor que atañe al ser humano. Este hombre es un líder religioso, pero no cree en la Biblia y no vive según ella.”
Resuelto el tema del Papa socialista y comunista, la siguiente pregunta apuntó a Trump y Biden. “La situación en este país es muy tensa. Los dos candidatos tienen problemas personales. No aceptan la palabra del salvador”, dice Griffith mientras la iglesia se vacía. “Pero entonces yo tengo que mirar más allá del hombre y concentrarme en lo que quieren para Estados Unidos, en qué proponen. Y ahí tengo que optar por Trump, que está en contra del aborto, que no quiere matar al no nacido. Biden está a favor”.
Suficiente.
Chadds Ford está casi dentro de Delaware, pero forma parte de Pensilvania, el Estado que combina grandes cantidades de votantes urbanos y rurales y que, en los tensos días del 3 al 7 de noviembre, terminó siendo decisivo para el triunfo de Biden. En Filadelfia, por ejemplo, los demócratas ganan elección tras elección con más de un 80 por ciento de los votos. Y así compensan a los Griffith de las áreas rurales y conservadoras.
Ese sudeste de Pensilvania es un Estado muy diferente al del nordeste, que forma parte del “cinturón de óxido”, el medio oeste estadounidense que después de la Segunda Guerra Mundial impulsó al país con sus pujantes industrias, y que hace tiempo que no es lo que era. El mundo cambió, la siderurgia china causó estragos en el área y muchas industrias debieron cerrar. Y aunque Pittsburgh se reconvirtió, no todos pueden decir lo mismo. Lo saben en Pensilvania, en Michigan y en Wisconsin, tres Estados que no le habían dado el triunfo a un republicano desde los años 80, pero que en 2016 arruinaron el sueño de Hillary Clinton y en 2020 impulsaron a Biden a la Casa Blanca.
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La Casa Blanca
“Nos vemos en el cielo, con Jesús”, me dice Ioanis, un rumano de barba larguísima y nacionalidad estadounidense. Es la noche del martes 3 de noviembre, Estados Unidos ya votó y los pronósticos se cumplieron: no hay presidente electo.
Ioanis habla, más bien grita, en una noche que permite usar una palabra hermosa: pandemonio. Hay gritos, hay música, hay cánticos y hay miles de teléfonos grabando todo. De un lado, los seguidores de Trump, del otro, los de Biden. Pero no están separados, no hay vallas ni cordones policiales. Ocupan el mismo espacio, gritan consignas opuestas y a veces terminan codo con codo, mezclados y mirándose con cierta curiosidad. Se respetan, no se percibe agresividad ni violencia en esa calle 16 que desemboca en la Plaza Lafayette, enrejada y de acceso prohibido desde los disturbios del Black Lives Matter en el verano.
Aunque Ioanis insiste en que espera verme en el cielo con Jesús, yo rechazo amablemente la invitación. Tiene 47 años, dos menos que yo, pero mi entusiasmo por comprobar que hay en el más allá es infinitamente menor. Que vaya él y luego lo cuente.
Me alejo de Ioanis y un grupo a 30 metros me llama la atención. Detestan a Trump, apoyan a Biden y cantan, casi en una letanía, un tema que conozco.
This is America
Don’t catch you slipping up
Don’t catch you slipping up
Look what I’m whipping up
This is America
Don’t catch you slipping up
Don’t catch you slipping up
Look what I’m whipping up
El tema es de Childish Gambino, que en 2018 impactó con un video que se puede definir como tremendo. Con verlo se entiende fácilmente por qué.
El grupo de jóvenes, en su mayoría negros, canta insistentemente el This is America. Un “Esto es América”, “Estos son los Estados Unidos”. Y lo hace ante la verja de la Casa Blanca. Sería exagerado decir que están en trance, pero el grupo funciona con una comunión muy especial. E insiste, una y otra vez.
Esto es América,
que no te atrapen haciendo algo mal.
Que no te atrapen haciendo algo mal.
Mira el coche que estoy conduciendo.
Esto es América,
que no te atrapen haciendo algo mal.
Que no te atrapen haciendo algo mal.
Mira el coche que estoy conduciendo.
No hay tema con letra más clara para que se entienda lo que quiere ese grupo. Critican la brutalidad policial, el hecho de que un hegro tenga nueve veces más posibilidades de ser detenido. Cantan en la estela del Black Lives Matter, cantan ante la verja que protege al presidente de los Estados Unidos.
E insisten: This is America.
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Filadelfia
Dormí ocho horas en dos días y estoy subido a un tren que me lleva a Filadelfia. Es jueves, hace 36 horas se cerró la votación y Estados Unidos sospecha que quizás no gane Trump y que podría ganar Biden, pero la cosa no pasa de eso, de un estado de sospecha.
Así vive todo el país, sospechando los unos de los otros: si los trumpistas acérrimos creen que les llenaron las urnas con votos demócratas de muertos y ausentes, los demócratas más radicales sospechan que en los Estados clave manipularán los resultados ya sea en el recuento o en la justicia. Y también sospecha Trump, furioso con Fox News, la cadena televisiva de la que se valió para ganar el poder, que en la noche del martes le dio por perdido un Estado en el que no debía perder: Arizona. CNN tardaría cuatro días en llegar a esa misma conclusión. Más tarde, eso sí, metería un golazo.
De lejos, siguiendo el tema por televisión, Filadelfia parece lista para una batalla campal entre los seguidores de Trump y los de Biden. De cerca, una vez allí, la sorpresa es grande: en el fondo, y quizás no tanto, lo que se está viviendo en esa ciudad clave en la historia estadounidense es una fiesta de la democracia.
El Centro de Convenciones de Pensilvania es el objeto de deseo, porque entre sus paredes se están contando votos clave para definir la elección. Afuera, unos piden que dejen de contar votos para que los sufragios «ilegales» no sean tomados en cuenta. Los otros piden que se cuenten todos.
Filadelfia es la ciudad en la que Estados Unidos declaró su independencia y aprobó su Constitución. Es más que probable que los gritos se escucharan en el Liberty Hall, que está a unas pocas calles de distancia y fue escenario, a fines del siglo XVIII, de esos dos hitos.
No hay votos ilegales, pero Trump tuvo un gran éxito en hacer creer que sí. Hay votos anticipados, emitidos días o semanas antes del 3 de noviembre, y hay votos por correo, que en esta elección fueron masivos, porque mucha gente optó por no votar en persona para evitar exponerse al covid.
Hay cinco veces más gente pidiendo que se cuenten los votos que aquellos que reclaman que se detenga el recuento. Hay, incluso, más periodistas que aquellos que gritan «stop counting!», pero Filadelfia se convirtió en un laboratorio social a cielo abierto. En un lugar fascinante.
David, de 27 años, está en el sector de los anti Trump, y menea la cabeza desconcertado cuando le pregunto cómo se siente.
“Nuestro estándar está hoy tan bajo que tenemos que salir a pedir que se cuenten los votos… ¿Qué clase de país somos? Y si ganara Trump habrá mini Trumps en el resto del mundo, como hay ya en Hungría, Turquía o Brasil.”
David está preocupado, pero el sector pro Biden es una fiesta. Porque son muchos más, porque son más jóvenes y porque están convencidos de que finalmente ganarán la elección. El sector pro Trump es más disperso, más veterano y los rostros en general no son alegres. Entre ambos grupos, una doble valla metálica, algunos policías y un enjambre de cámaras y teléfonos.
Los que apoyan a Biden van subiendo los ánimos con una sucesión de discursos y arengas que entusiasman al millar de concurrentes. Hasta que entra en escena y sucede algo extraordinario: YMCA, de Village People, une a los dos bandos, que cantan y bailan la misma canción. Trump la usó en su campaña, pero eso no parece molestar a los bidenistas.
Apoyado contra la valla intento hablar con los pro Trump. Veo a una mujer que es joven y madura a la vez, de una elegancia y placidez que llaman la atención. La convenzo finalmente de hablar, mientras una desconocida a mi izquierda me pide que no le hable, que no la moleste. Se ve que ni fue ni tiene previsto ser periodista. No le hago caso.
La mujer elegante se llama Frances. Mira hacia el otro lado de la doble valla y se emociona. Recuerda que cuando caminaba hacia la manifestación un anti Trump le salió al paso en forma agresiva. Temió que le pegara. No entiende por qué las cosas deben ser así.
“¡No quiero estar separada de ellos, quiero ir del otro lado y desarrollar una conexión! Podemos hacernos amigos y respetarnos el uno al otro, aunque tengamos opiniones distintas. Quiero paz y amor, eso es todo”.
Y llora. Y yo, como periodista, me siento un poco mal por haberla hecho llorar. Me consuelo pensando en que algunas lágrimas son un precio bajo para lo que Frances acaba de decir: el abismo no es inevitable, la grieta no es obligatoria.
Frances, una mujer que vino a apoyar a Trump en Filadelfia, llora por la grieta que la separa de los pro Biden. Podemos hacernos amigos aunque tengamos opiniones distintas. Quiero paz y amor, eso es todo”.
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Greenville
Es viernes, ya regresé de Filadelfia y me despierto decidido a viajar a Delaware. Hubiera sido más inteligente pasar la noche en Filadelfia y tomar el tren para, en media hora, bajarme en Wilmington, la ciudad de Biden. Pero diez horas antes no estaba claro que ese fuera el mejor plan.
No quiero ir en tren, quiero alquilar un auto, porque una vez en Delaware habrá que llegar a Greenville, el conjunto de casas desperdigadas al que allí llaman pueblo, y acercarse otra vez hasta la casa de Biden, perdida en ese mar de pinos y bosques. Cuando estoy a punto de salir a buscar el auto, me llaman de la compañía para decirme que su web me alquiló un auto que no está disponible. Y que, de hecho, no hay autos alquilables.
La logística está subestimada como parte de la ciencia periodística, pero lo cierto es que es esencial. Parece no haber un auto libre en todo Washington DC, pero finalmente consigo uno y salgo con retraso rumbo al norte. Brilla el sol todavía cuando llego a la calle del ex vicepresidente, pero lo que había sido perfectamente posible dos semanas antes me fue imposible esta vez: la residencia de Biden está protegida y bloqueada en todos los accesos posibles y la Administración Federal de Aviación (FAA) cerró el espacio aéreo sobre la casa.
“Usted no va a avanzar un metro más, y tampoco le voy a contestar ninguna otra pregunta”, me dijo un miembro del servicio secreto cuando intenté conversar con él. No importaba, no necesitaba que me dijera nada: en el bosque se esparcía, cada vez más intenso, el aroma a presidente electo.
Pero con el aroma no alcanza. Se suponía que Biden hablaría esa noche. Primero era a las 19, luego a las 20, luego a las 21… Terminó haciéndolo cerca de las once de la noche, y su discurso fue breve y decepcionante. Plúmbeo. Todo va bien, pero esperen un poco más, pidió. Quizás por eso en ningún bar o restaurante de la zona cambiaron de canal para escuchar el discurso. Fútbol americano y golf femenino, ese era el menú desde la pantalla, nada de política que espante al cliente.
Horas después, ya sábado 7 de noviembre, brillante mañana de sol primaveral, todo se precipitó. Era un día especial, porque ese mismo 7 de noviembre, pero de 1972, Biden había sido elegido por primera vez como senador por Delaware. Tenía 29 años, acababa de perder a sus esposa y su hija en un accidente (un camión las arrolló mientras iban a comprar el árbol de Navidad), tenía a sus dos hijos internados y por un tiempo flirteó con la idea del suicidio. Algunas noches, junto a su hermano, iba a los bares del pueblo a buscar pelea.
Pero 1972 no es 2020. Han pasado muchas cosas en la vida de Biden y en las de los estadounidenses.
Estoy en la puerta del Janssen’s Market, un supermercado gourmet al que mucha gente de la zona va a buscar ese producto, carne, fiambre o salsa especial que no encuentra en otros sitios. También Biden, de tanto en tanto. Es por eso que cada persona con la que hablo en esa luminosa mañana de inicio del fin de semana lo conoce y tiene una anécdota para contarme de su relación con él.
Estados Unidos, primera potencia mundial pese a todo, resuelve de manera muy peculiar sus elecciones presidenciales. Deciden los Estados, incluso los condados. El poder del gobierno central es marginal. Por eso no sorprende que al final sea la televisión la que proclame al ganador, y no un funcionario desde una sala de prensa en Washington DC. Son las 11:24 y es Wolf Blitzer, en la pantalla de la CNN, quien le entrega las llaves de la Casa Blanca a Joseph Robinette Biden junior. Podrá usarlas desde el 20 de enero, ya con 78 años, el presidente más longevo de la historia del país.
Yo no lo escucho ni veo a Blitzer, pero sí escucho y veo como en la entrada del supermercado y en la extensa galería exterior salpicada de mesas, la noticia se esparce.
«Uh!», «Yeah!», «Wow!», «Come on!». No hay euforia desbordada, mucho menos gente gritando, saltando o cantando. Esto es un suburbio blanco de millonarios en Estados Unidos. Pero Biden es el nuevo presidente, y de varias mesas comienzan a brotar suaves aplausos. Todos sonríen, casi todos ríen. Me siento junto a una mesa donde seis amigos comentan el triunfo del vecino. Tras cuatro años tan turbulentos y un proceso electoral tan tenso, es un tanto desconcertante ver cómo todo se resuelve suavemente entre capuccinos y muffins.
Minutos antes había charlado con Ginger, ex fotógrafa del Wilmington Star-News, el periódico local, pero ante la confirmación del triunfo volví a buscarla por los pasillos del supermercado. La encontré.
Ginger llevaba una camiseta con el logo de campaña electoral de Biden y era pura devoción por el ex senador demócrata.
“Una vez que tuve un accidente me llamó al hospital para ver cómo estaba, y días después me hizo otra llamada. Creo que Biden va a intentar unirnos. No solo estamos profundamente divididos, sino que ambos grupos tienen casi el mismo tamaño. Va a intentar que esos amigos y familiares que se separaron durante la era Trump vuelvan a unirse, porque las relaciones son más importantes que la política”.
Una hora más tarde vuelvo a acercarme a la casa de Biden. Esta vez tengo más suerte. Una mujer y su madre llegan en una camioneta para dejarle un mensaje al servicio secreto: «Dígale al presidente que lo amamos y que rezamos por él. Esperamos que nos saque de la pandemia y que nos vuelva a unir”.
Es primavera a las puertas del invierno y el buen humor de los residentes se contagia al servicio secreto. “No sabría decirte cuántos agentes somos, y si lo supiera tampoco te lo podría decir”, me explica Richard, a cargo del primer retén que filtra el acceso a la calle en la que se ubica la casa del próximo presidente. Antes de llegar a Richard lo que hay es una patrulla policial del condado. Comparada con el viernes, la tensión es mínima.
Richard fue parte del equipo del servicio secreto que acompañó a Trump durante su visita de 2018 a Buenos Aires por la Cumbre del G-20, y ya había estado en la capital argentina anteriormente con el vicepresidente Mike Pence: “Hermosa ciudad, y muy impresionante el cementerio de la Recoleta”, me dice.
¿Volverá a Buenos Aires como parte del equipo de seguridad del presidente Biden? Richard sonríe. Quién sabe.
Una mujer y su madre llegan en una camioneta para dejarle un mensaje al servicio secreto: «Dígale al presidente que lo amamos y que rezamos por él. Esperamos que nos saque de la pandemia y que nos vuelva a unir”.
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Yo vuelvo a Greenville, y más tarde vuelo por la autopista rumbo a Washington DC. Allí hay una fiesta que necesito ver y contar. El viaje es suave y veloz, fluido y feliz. Haber estado en el lugar y el momento justos en el que se hace y escribe historia es siempre algo especial para un periodista. Más tarde volvería a la Casa Blanca y esa misma noche despacharía otra nueva historia, una entrevista a Evan Osnos, periodista del New Yorker y biógrafo del nuevo presidente.
Pero el trabajo estaba hecho, la historia llegaba a su fin. La había contado y algo me decía que ya era hora de que la dejara ir. El domingo, mientras el sol se iba, me di cuenta de que tenía fiebre. Y al día siguiente el hisopado me confimó que, tras ocho meses evitándolo, el covid me había atrapado. Lo superé, pero en esos días de encierro en DC, en ese bajón de fiebre y dolores tras semanas adrenalínicas, no pude evitar pensar que Ioannis, el rumano de barba larguísima, no pudo llevarme ante Jesús, pero que muy probablemente fue esa la noche en que el virus me atrapó. La Casa Blanca, se sabe, tiene mucho poder.