Miguel Silva, Gatopardo
Fotografías: Óscar Monsalve

La entrevista que sigue a continuación —profundamente subjetiva, hay que decirlo— puede leerse como el detrás del cámaras de Los últimos días de Gatopardo, el libro que acaba de lanzar Miguel Silva y en el que cuenta cómo fue la vida y muerte de uno de los grandes proyectos editoriales que ha tenido América Latina y por el que pasaron las mejores firmas del momento. Se realizó, como muchas conversaciones de estos tiempos, por Zoom. Miguel con vista al mar de Cartagena y yo mirando la cordillera de Los Andes recién nevada en Santiago de Chile.

El libro lleva unas semanas en librerías, pero muchos años en la cabeza y en el computador de su autor. No era fácil contar esta historia. ¿De qué hablar? ¿Del movimiento de cronistas que empieza a revolotear alrededor de sus páginas y que da nueva vida a la crónica latinoamericana? ¿De los textos, muchos ganadores de premios? ¿de sus autores? ¿del equipo editorial? ¿de la crisis financiera? ¿de las ingratitudes? Todo eso pasó por su mente y bastante de eso quedó escrito.

Como buen estratega —Miguel es consultor en comunicación estratégica— hizo un plan y lo siguió hasta el final: “Alguien tenía que contar esta historia de Gatopardo, porque lo que hicimos fue realmente increíble”. Y lo que logró este lector compulsivo del New Yorker y de los 28 libros sobre esta mítica revista norteamericana, fue un precioso libro de tapa roja que avanza entre los planes, las publicaciones de cada número, fragmentos de sus crónicas, su equipo editorial y la estocada final que llegó tras la fusión con una editorial mexicana.

—¿Cómo te has sentido del otro lado?, porque hasta ahora más bien habías sido un gran lector.

—En realidad, yo empecé una novela y la encontré tan difícil que decidí escribir el libro sobre Gatopardo. Tenía la idea de escribir un libro sobre la historia de la revista y nada que arrancaba, pero en el 2018 dije “si no lo hago, nadie va a contar la historia y la historia a mí me parece muy bonita y muy importante”. Los gringos tienen esta fascinación con lo que se llama historia reciente o actual. ¡Y escriben todo lo que pasa! Terminan los gobiernos y los asesores de los presidentes escriben, los exministros escriben, los presidentes escriben. Ahí cuento que hay 28 libros sobre The New Yorker y son fascinantes, porque cada uno cuenta cosas distintas, como su relación con los editores o sus propias experiencias en la revista. Yo pensé, bueno, alguien tiene que contar esta historia de Gatopardo, porque lo que logramos en su momento es realmente increíble. Es una historia de un gran éxito editorial y también de un fracaso empresarial considerable. Y así fue que me senté, la escribí y la dejé dormir. En el 2019 dejé el libro quieto, pero luego con la pandemia tuve mucho tiempo para revisarlo y reescribirlo. ¡Fue fantástico!

—¿Qué te han comentado los lectores?

—Acaba de salir, entonces tampoco es que haya mucha gente que lo ha leído, pero me han dicho dos o tres cosas que coinciden, aun cuando son lecturas distintas. Una es que se lee muy bien, muy fácil, y eso era algo que a mí me preocupaba. Yo traté de incluir fragmentos de los artículos para darle un sabor de lo que publicábamos, pero mi miedo era que eso podría haber quebrado el ritmo por la dificultad de transitar entre lo editorial y lo empresarial. En el lanzamiento, (el escritor colombiano) Juan Gabriel Vásquez dijo una cosa muy bonita: que se podía leer en clave de novela, porque como son los últimos días de Gatopardo, alguien tuvo que asesinarlo, como Crónica de una muerte anunciada. Entonces hay un pequeño suspenso de ¿dónde va a terminar esta locura? Lo segundo que me han dicho, que me parece emocionante, es “caramba, yo quiero volver a buscar estos textos completos”. Y la tercera cosa que me han dicho lectores más jóvenes tiene que ver con la sensación de habérselo perdido, de no haber vivido esta cosa tan maravillosa. Porque yo cuento la experiencia como una aventura muy emocionante y muy divertida y muy relevante. ¡Yo me creo el cuento de verdad! Pero la gente joven que no vivió este fenómeno no sabe la dimensión que tenía esto.

—Y es en parte el fenómeno de la época de oro del periodismo, o de los últimos coletazos de esa época de gloria que tristemente ya se fue. ¿Te queda esa sensación también?

—Hay un poco de eso. Yo sigo leyendo el New Yorker que me llega todas la semanas y ahora me suscribí a otra que se llama Brick, canadiense. Leo el Paris Review y Granta. Sigo leyendo este tipo de revistas, fascinado, pero soy totalmente consciente de que es un mundo en extinción. Quizás a algunas de estas revistas les pasa lo que también veíamos en Gatopardo, es decir, sabemos que a la gente que le gusta leer largo y que tiene tiempo para eso es un nicho muy militante. Entonces sí, es cierto que es un animal en extinción, pero también es cierto que es como el centro político, que en Colombia es el 4%, una minoría que no ha desaparecido del todo. Ahora, lo que sí es cierto, Bárbara, es que nadie a estas alturas del partido va a volver a pensar en una revista panregional latinoamericana en papel con la ambición con la que la proyectamos en su momento. Eso ya no volverá a pasar.

—Cuando ustedes pensaron Gatopardo, ¿fue algo tan ambicioso desde el día 1 o se imaginaron el impacto que tendría?

—La idea original y la razón por la cual yo me regresé desde Estados Unidos a Colombia, fue porque pensamos hacer una revista tipo The New Yorker o Vanity Fair. Ese era un sueño de todos los que hacían periodismo: que América Latina tuviera una revista de esa magnitud. Uno veía Esquire, GQ, Vanity y pensaba “por qué nosotros que somos 500 millones no podemos tener algo muy bueno”. Y lo hicimos, claro. En realidad, Gatopardo habría tenido mejor vida si yo no me hubiera ido con ella desde Semana, porque allá había más infraestructura y economía de escala para lograr una revista rentable. Pero el problema fue que no creían en ese proyecto y habíamos pasado por una recesión complicada. Sé que para Felipe López —entonces dueño de Semana— dejar ir una revista era doloroso y sabía el valor que tenía. Los temas económicos primaron, pero (tras la separación) nosotros nos convertimos en una aerolínea de un solo avión, no teníamos economía de escala y fue muy difícil llegar a un punto de equilibrio. Incluso después de la Gatopardo colombiana los mexicanos no hicieron sino perder dinero muchos años.

—El tema de la distribución siempre fue un problema ¿no?

—Siempre y eso que ellos (los nuevos dueños mexicanos) la deslatinoamericanizaron, la volvieron completamente mexicana, pero aún así.

—Pero al fin y al cabo el destino de la revista iba ser ese, como todas las revistas de América Latina. En Chile no hay, en Argentina subsisten algunas pocas, en Colombia existe Semana y eso.

—Existe Semana, pero la compró un grupo financiero y la movieron ideológicamente a otro lado.

Gatopardo
Portada del libro «Los últimos días de Gatopardo».

—¿Ahora es de izquierda? (pregunta irónica)

—No, más bien de derecha. Semana era una revista liberal, pero su proyecto con el grupo actual es una especie de Fox News. No sé si buscan meterse en televisión. Pero hay que decir que la revista existe y sigue siendo potente.

—¿Cómo fue el proceso creativo de sentarse a escribir y seleccionar el material ¿Tenías una idea previa?

—Tú fuiste culpable en alguna medida, porque unos estudiantes tuyos (de Chile) me buscaron para su tesis que tú llevaste sobre la historia de Gatopardo. Y ahí fue la primera vez que yo dije “aquí hay un libro”. Ellos tuvieron la dificultad de contar con pocas fuentes, pero trataron de hacer esa reconstrucción cronológica. Después, cuando ya me puse a pensar en “el libro” la mayor dificultad fue esa: hacerlo en orden cronológico o temático. Partí contando en el primer capítulo la historia, cómo nació y eso me dio un ritmo. En los libros del New Yorker siempre hay una mirada personal, y aunque lo hacen de diferente manera, el proceso de edición de la revista sí está muy presente. Como la revista tuvo dos grandes editores —tan sui generis por lo demás— como eran Harold Ross y William Shawn, se da esta especie de culto al proceso. En este libro, en cambio, si bien hay un homenaje a Rafael (Molano), es distinto. Gatopardo no tuvo esa figura del editor gigantesco, pero sí mucho trabajo en equipo. Una vez que terminé la narración cronológica, lo más difícil fue ver si incluía o no algo de contenido de la revista. Porque una cosa fantástica de Gatopardo es que resume bien lo que es América Latina y todo lo que nos congrega. Eso era hacer una mezcla de cepas, como el vino. Siempre había una historia política de alguien queriendo rebasar los límites del poder, otra de crimen o corrupción —que a veces se entralazaba con la política— algo de arte, una crónica excéntrica, muchas veces argentina. Cuando empecé a ver las revistas otra vez tomé la decisión de incluir fragmentos. También hablé mucho con todo el equipo, porque como yo estaba más metido en lo empresarial me había perdido muchas escenas.

—¿Hiciste el ejercicio de leer de nuevo cada historia o los tenías en la cabeza? Siempre hay algunas que son inolvidables, pero buscando pueden aparecer otras.

—Fue exactamente así. Yo tenía algunas clarísimas en mi cabeza, como la bomba atómica argentina, las tazas de té, Montesinos, el Ben-Hur de Managua, pero buscando material, mirando cada número y tratando de reconstruir lo que pasaba tanto comercial como editorialmente, fui encontrando historias que se me habían olvidado. ¡Y fue muy rico encontrarlas! Estoy pensando en el artículo del soldado nazi que habla con Hitler en sus últimos días, que es una cosa maravillosa.

—¿Cómo fue ese día uno de Gatopardo?

—Gatopardo fue un efecto dominó. A fines del 98, de Semana se fue un grupo a montar la revista Cambio con García Márquez. Felipe López y el director de Semana, Isaac Lee (que tenía 28 años en ese momento), se dieron cuenta de que iban a tener la pelea de su vida, porque junto a Gabo los nombres que partieron, como María Elvira Samper, Mauricio Vargas, Darío Retrepo, (Edgar) Tellez, (Pilar) Calderón, Roberto Pombo armaban un equipo de superhéroes. Y el de Semana, era un buen equipo, pero no tenía la misma fuerza. Entonces yo fui parte del grupo de “refuerzo” por llamarlo de alguna manera. Me llamaron —estaba haciendo consultoría en Washington luego de trabajar un tiempo en la OEA— para presidir la compañía, pero también escribir el artículo central de Semana y mirar el proceso editorial.

Lo que vino fue una negociación, y una última comida en el tradicional restaurante Harry Sasson de la zona T de Bogotá, entre Isaac Lee y Miguel Silva y una “pregunta fáustica”, como recuerda en el libro: “Usted qué necesita que le ofrezca Semana para aceptar”. La respuesta era una petición muy específica: “Quiero ser socio de una Vanity Fair, un New Yorker latinoamericano”. Con su regreso a Bogotá vino el acuerdo accionario y el nacimiento de un proyecto en las que por entonces eran las oficinas de la revista Semana. El deal era que en el primer año Miguel Silva obtenía el 25% y al segundo, otro 25%, una situación que Miguel ve como “un incentivo malévolo contra mi permanencia, porque si yo cumplía dos años en Semana, liberaba el 50% de la compañía, entonces entre el año uno y el año dos, eso fue un infierno. En ese “tire y afloje” un grupo industrial me ayudó a comprarle su parte a Semana y López logró recuperar su inversión”.

Ese es el momento en que Miguel Silva sigue adelante con Gatopardo, porque no estaba dispuesto a botar su sueño. “Muchas veces había tenido proyectos de revistas, hay varios antecedentes. Incluso una vez con Rafael Molano y Alvaro Forero armamos una revista musical e hicimos un machote de una revista como Rolling Stone. En fin, el sueño venía de bien atrás y yo sabía que el director sería Molano, con quien había hablado de esto y escrito antes en una revista literaria de la Universidad de los Andes que se llamaba María de la O”.

—¿En qué momento logran dar con el nombre de la revista? ¿quién es el autor intelectual?

—Ocurrió mientras trabajábamos en un cubículo del edificio de Semana. Había unas ocho personas, entre (Marta) Orrantia, (Hernán) Sansone, (Rafael) Molano, Chicharro (Fernando Gómez), muchas Vanity regadas por todos lados, y en ese grupo, diccionario en mano, se veían nombres, como el que propuso Chicharro de “Hermosos y malditos”. Yo en las noches bajaba del 5to piso y preguntaba “a ver cómo va eso del nombre”, pero eso no salía. Un día, llegó el periodista Félix de Bedout al cierre de Semana y entró al cuartito a ver qué hacíamos y cuando le expliqué de qué se trataba esta revista mezcla de Vanity con New Yorker, dijo “ah, un gato pardo”. No sé si él tenía en su cabeza la novela de Lampedusa o la película de Visconti, o a un gato pardo. Pero nosotros nos quedamos con esa palabra que ni siquiera existe en español (gatopardo en italiano traduce leopardo en español). Luego hicimos grupos focales en Chile, Argentina y Colombia y aunque a nadie le gustó el nombre, dijimos “¡al carajo!” y nos fuimos con Gatopardo, aunque no estábamos pensando en el concepto del libro, sino un poco con la idea de que con el tiempo los nombres se llenan del contenido que se les pone.

—¿Ustedes se imaginaban en este momento que iba a tener este impacto? Porque la revista tuvo efectos colaterales, como despertar a cronistas que no se sabía que existían o gente que se dio cuenta que este era su mundo.

—Para mí eso fue lo más maravilloso de Gatopardo, porque nunca nos imaginamos que iba a salir tanta gente atraída por el periodismo narrativo en América Latina, gente que dijo “uy, esto me gusta, me voy a aventurar a ofrecer una historia sobre esto, sobre aquello”. Con Rafa (Molano) ya habíamos estado en el diario La Prensa, que trataba de dar espacio el domingo a periodismo de más largo aliento, no necesariamente narrativo, y yo había escrito algo de ese tipo de periodismo y tenía la idea de las limitaciones que tiene un periodista que quiere ser cronista. De hecho, el año 86 estuve en Nicaragua en un momento muy duro de la revolución sandinista y escribí una crónica para El Tiempo, y la publicaron, aunque muy recortada. Entonces sabíamos que había gente interesada en esto, pero también una restricción en los periódicos, porque una historia de mil palabras simplemente no cabe. Por eso había un espacio para hacer cosas. Sabíamos que si teníamos plata podríamos decirle a alguien “oiga, le pagamos 1500 dólares, trabaje en un artículo en los próximos tres meses sobre tal tema” —en el libro cuenta que pagar bien por los artículos fue una aspiración desde el comienzo—. Pero esa era una idea de lo que pasó. ¡Lo demás sobrepasó las expectativas! Esto de empezar a buscar gente y que Tabucchi ayudara en el primer número, que Umberto Eco nos mandara algo y que después en los primeros números empezaran a aparecer los Martín Caparrós, Leila Guerrero, Olga Wornat, Julio Villanueva, Juan Villoro y (Rafael) Gumucio y (Sergio) Dhabar y toda esa gente que dijo “esto es lo mío, esto es lo que yo quiero hacer” fue superboniiiiito.

—La Fundación Gabo también empezó con el tema de la crónica, ¿o no?

—La Fundación Gabo —en esa época de Nuevo Periodismo Iberoamericano— empezó por esa época y crearon un premio, Cemex-FNPI, que para nosotros era muy importante y éramos el medio perfecto para ese premio. Eran como hermanos embrionarios, buscaban lo mismo. Inclusive traté de publicar el libro con la fundación.

Miguel Silva con Gatopardo, la revista que fundó y que se convirtió en un título de culto en América Latina

—Yo tenía la idea que había cierta rivalidad entre Gatopardo y la Fundación.

—Bueno, es que como García Márquez estaba en Cambio y Gatopardo nació en Semana y yo presidía Semana, en un momento dado yo sí era un miembro del equipo adversario. Además, Semana tuvo una estrategia de competencia muy brava. Cambio regaló muchas suscripciones en un comienzo y con García Márquez a la cabeza eso fue un boom, pero nosotros no queríamos que un año después esas suscripciones se renovaran, entonces ahí fue cuando se implementó esta cosa demente que se le ocurrió al gerente de la época, Eduardo Michelsen, y que fue ofrecer un regalo distinto a las típicas cosas que se daban con las suscripciones, como una cajita de herramientas, una linterna. Se le ocurrió dar, con la suscripción, un reloj de marca, y claro, ¡nos volvimos la relojería más grande de Colombia! La pelea era en serio. Cuando yo me salí de Semana todavía seguía en la lista de persona non grata, aunque no con Gabo, con quien siempre tuve una buena relación.

—Jajaja regalar relojes…

—Pero además en términos de mercadeo tú sabes de manera anticipada que esos 40.000 que te llegaron no van a renovar al año, porque no les importa la suscripción, lo que les importa es el reloj.

—¿Hay algo de esta historia que, a propósito, quisiste dejar fuera?

—La primera versión del libro era más descriptiva de lo que pasó al final. Ese monstruo necesitaba exorcizarse, porque el final fue muy doloroso, muy sangriento. Y en realidad la versión que quedó en el libro es menos descriptiva. Es una lectura mucho más madura sobre el proceso que la terapia inicial.

—Diríamos que es posterapia

—Totalmente. Era innecesario hacer lo que estaba en el primer texto, que resultó una cosa descarnada, demasiado detallada, que no agregaba nada y además le hacía daño a la historia. Es algo que ocurrió y aunque fue definitivo, es marginal a la historia grande de Gatopardo. Si yo la dejaba muy pesada, era sobre el crimen, no sobre la vida de esta niña tan chévere. Por eso opté dejarlo más sugerido que contado.

Lo que se sugiere en el libro es el principio del fin y luego la muerte. El principio fue la sociedad con Travesías, una revista mexicana de viajes a la que Miguel llegó a través de César Gaviria, el expresidente colombiano con quién había trabajado trabajo durante los cuatro años de su presidencia y que era también accionista minoritario de Gatopardo. Para Gatopardo, esta alianza era parte del sueño panregional. Pero como “no hay almuerzo gratis”, y así lo cuenta en el libro, a esta alianza con Mapas (la editorial de Travesías), le siguió una fusión y luego un acuerdo que nunca cumplieron los mexicanos: Gatopardo debía seguir editándose en Bogotá, pero nada de eso ocurrió ya que el equipo completo fue despedido.

—Es curioso que en esta época de clickbait y de afectos a las polémicas, esa parte podría haber quedado con más detalles, porque sabes que habrá lectores con los colmillos afilados listos a leer.

—Es que cuando tú dices, bueno, para qué quieres escribir este libro, yo sé que a este libro le pasa un poco lo que a Gatopardo, no es un libro que lo vaya a leer muchísima gente. Está dirigido más bien, a esa “inmensa minoría”. A mí me interesa que llegue a dos tipos de lectores, los cronistas y la gente que le gusta escribir reportajes, y estudiantes de periodismo. Eso es lo que quiero.


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