Claudia Poblete Hlaczik estudiaba Ingeniería en Sistemas, tenía muy buenas notas y un coeficiente intelectual superior a la media. Sin embargo, nunca en sus 20 años había prendido un horno. No sabía cómo encender un lavarropas, planchar una camisa ni cómo pagar una boleta de luz. No había viajado en colectivo o en subte, no andaba sola por la ciudad ni se quedaba a dormir en casa de sus amigas. La acompañaban a comprar, a pasear y a las clases de inglés.
Para Claudia todo esto era tan natural como cubrirse cuando llueve o no entrar en la ducha con el agua demasiado caliente. A veces, protestaba por la intransigencia de sus padres, pero tampoco podía comparar, así que vivía como vivimos todos: creyendo que decidía.
La tarde del 7 de febrero de 2000, en la cocina de su casa, Claudia Poblete Hlaczik se sintió sola como no se había sentido en su vida.
Ese mediodía había caminado las cuadras que separaban el Tribunal de la oficina en la que realizaba una pasantía. A sus compañeros les había comentado que salía a comer y volvía en un rato. No le daba demasiada importancia al asunto. Unos meses antes, un juez la había citado, le había dicho que tenía dudas sobre su filiación y le propuso hacerse un examen. Claudia preguntó si podía negarse. El hombre le respondió que, en caso de que existiera un delito, ella sería la única evidencia.
Claudia se sintió impactada por la frase: así que fue a un hospital público y dejó que le sacaran sangre. Luego, siguió con su vida. Sin embargo, ahora, caminaba inquieta. Sentía que estaba por enfrentarse a una especie de prueba. En su casa, le habían anticipado que todo lo que le dijeran en el juzgado sería mentira. Los perseguían porque eran militares.
Nunca, en sus veinte años, ella había oído la palabra «dictadura». Sabía, en cambio, de la existencia del «proceso militar» y de los «subversivos», gente que ponía bombas y atentaba «contra el sistema». Pero no mucho más.
Iba a ir al juzgado, a escuchar lo que quisieran decirle, y volvería a trabajar. Luego, tal vez, más tarde, podría pensar en todo eso.
En el Tribunal, la recibieron un juez, unos secretarios y un hombre gordo de pelo largo que dijo ser un psicólogo.
Arriba de la mesa, una carpeta con casi cien hojas. En la tapa de la carpeta, tres fotos en blanco y negro. Claudia Poblete Hlaczik vio las fotos del hombre (la mirada seria, el pelo corto despeinado), de la mujer (el flequillo hacia la izquierda), pero se detuvo en la de la bebé. Esa bebé con cara enojada y cachetes rechonchos. Se detuvo sintiendo una certeza que le recorrió el cuerpo con la fuerza de un relámpago. En ese momento supo, sin ningún tipo de dudas, que esa bebé era ella.
Luego de presentarse, el juez le dijo que sus padres —las personas a quienes ella llamaba sus padres— iban a quedar detenidos. Porque en realidad no eran sus padres sino dos personas que la habían robado cuando era una bebé. Secuestradores, delincuentes, criminales. ¿Qué? Sus verdaderos padres, le dijo el juez, estaban desaparecidos luego de haber sido torturados por militares argentinos en el centro clandestino de detención El Olimpo.
Según el resultado de la prueba de ADN, había noventa y nueve coma noventa y nueve, nueve, nueve, nueve por ciento de probabilidades de que ella fuera hija de José Poblete y Gertrudis Hlaczik. Sin embargo, en ese momento, atravesada por la verdad de esa foto, Claudia sólo lloraba. Lo que sentía dentro era más fuerte que cualquier cosa que alguien pudiera decirle: un edificio que se derrumbaba desde los cimientos. El juez seguía hablando. Ella no entendía del todo las palabras de ese hombre, pero estaba segura de que eran verdad: lloraba. De repente, sintió miedo por lo que iba a pasarles a Ceferino y a Mercedes. Y, a la vez, un alivio: como si una espina clavada en algún lugar profundo de su historia se hubiera removido.
El juez seguía hablando. Ella no entendía del todo las palabras de ese hombre, pero estaba segura de que eran verdad: lloraba. De repente, sintió miedo por lo que iba a pasarles a Ceferino y a Mercedes. Y, a la vez, un alivio: como si una espina clavada en algún lugar profundo de su historia se hubiera removido.
El juez esperó. Con la prudencia y la incomodidad que nos genera el llanto ajeno, le dijo que ella no se llamaba Mercedes Beatriz Landa sino Claudia Victoria Poblete Hlaczik. Le dijo que no había nacido el 13 de junio de 1978 sino tres meses antes: el 25 de marzo de ese mismo año. Le dijo que su documento, número 26.769.382, sería retenido porque era un documento falso. Le dijo que los boletines de su escuela secundaria seguirían confiscados como pruebas que acreditaban el delito de falsificación de identidad. Le dijo que en ese mismo momento, un patrullero estaba yendo a buscar a sus apropiadores y le dijo que allí, en ese juzgado, estaba su verdadera familia y que quería conocerla.
—No —dijo Claudia terminante—. No quiero.
Y el juez, los ojos bien claros, le respondió:
—Hace mucho tiempo que te están esperando.
Con dudas, entonces ella asintió. Y al salir se encontró a algunos familiares. Los saludó con una cautela muy parecida a la desconfianza. Fernando, su tío, le dijo que entendían que ese momento debía ser muy difícil y que esperarían todo lo que necesitara.
—Yo no necesito nada —tajeó ella.
Fernando le dio cartas, fotos y unos cassettes que en ese momento no eran más que eso, unos cassettes, y que luego se transformarían en una parte importante de su historia.
Ella agarró todo y lo guardó en su cartera.
Salió del juzgado sin detenerse a mirar a las 150 personas que la esperaban afuera con carteles. Su abuela, sus tíos, primos, primas, amigos, gente del barrio donde vivían sus padres y compañeros de militancia, algunos discapacitados. Todos compartían una alegría intensa por haber encontrado a esa bebé que les habían quitado hacía tantos años.
Al llegar a su casa, descubrió la nota que Ceferino Landa y Mercedes Moreira le habían dejado: «No te preocupes por nosotros, estamos bien. Te queremos mucho».
Su nombre no era su nombre. Su fecha de nacimiento estaba equivocada. ¿Los recuerdos que tenía de chica también serían falsos? Se sentó un momento en uno de los sillones y reprodujo uno de los cassettes en el walkman. Escuchó la voz de una mujer, pero no podía detener sus pensamientos. No estaba enojada con Ceferino y Mercedes. Tenía miedo de que les pasara algo. Eran personas mayores. Los quería. Detuvo la grabación. Llamó al juzgado. Preguntó adónde los habían trasladado. Pidió un permiso urgente para ir a verlos y un certificado que dijera que no tenía documentos. Fue a buscar esos papeles y le dijeron que sus apropiadores iban a ser trasladados al Departamento Central de Policía y que a las once de la noche podría verlos. Volvió a su casa. Recién entonces, se preguntó por la cena. Resolvió que no comería nada. En una bolsa, guardó varios remedios y unas frutas. Y así, con el estómago vacío, salió hacia las calles de una ciudad que no parecía la misma.
Tomó un colectivo para Monserrat, uno de los barrios más oscuros de la Capital Federal. Ella, que nunca había salido del barrio más caro de Buenos Aires, se bajó con miedo en una esquina en la que conversaban dos prostitutas. Entró en un bar, pidió un café con leche y esperó que el tiempo pasara.
A las once de la noche, entró a ver a Ceferino y a Mercedes. Ellos le dijeron que se quedara tranquila. Ceferino le contó de un lugar de la casa en donde podía encontrar plata en efectivo y le recordó que ella podía acceder a la cuenta bancaria de él. No mencionó las mentiras, la apropiación ni el futuro de Claudia. No hizo ninguna referencia a lo sucedido, como si se hubiera debido a un error o a un malentendido que pronto se aclararía. Como si no hubiera nada por lo que pedir disculpas.
Claudia volvió a su casa en colectivo.
Desde chica, había tenido miedo de estar sola. Como no podía dormir, se fue a la habitación de sus apropiadores, se acostó en la cama matrimonial y escuchó los cassettes que le habían dado en el juzgado. Eran unos veinte cassettes de noventa minutos cada uno. Un archivo biográfico familiar. Relatos de su abuela paterna, de su abuelo materno, de sus tías, de sus tíos, de los compañeros de militancia de sus padres. Información sobre fechas, lugares, situaciones y recuerdos que la confundían. ¿Su papá militaba a los doce años? ¿El accidente había sido en la Argentina o en Chile? ¿Cómo podían haber pasado tantas cosas en sólo tres años? A pesar de no entenderlo todo, seguía escuchando. Oyendo voces ajenas y lejanas, Claudia Poblete se fue quedando dormida.
Esta historia muestra cómo, a cuarenta años de la vuelta de la democracia en la Argentina, la dictadura no sólo sigue presente en la memoria, sino también en algunos cuerpos. Como el de Claudia, que durante una de las entrevistas para este libro, realizada en la oficina en la que trabaja como ingeniera en computación, se referirá al coronel retirado Ceferino Landa y a su esposa Mercedes Moreira, como «esta gente» y «mis apropiadores», aunque también les dirá: «mis papás».
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