Soy adicto al porno

Soy adicto a la pornografía en grado moderado. No lo digo yo, lo dice un test que encontré en internet. Las preguntas son bastante previsibles: ¿pasás mucho tiempo pensando en pornografía?, ¿hay algún sitio pornográfico entre los más visitados de tu historial?, ¿alguna vez intentaste reducir la cantidad de pornografía que consumís?, ¿perdés registro del tiempo mientras mirás pornografía?, ¿alguna vez mentiste sobre cuánta pornografía mirás?, ¿alguna vez la pornografía interfirió con tu trabajo, educación o relaciones? El test aclara con honestidad que no es un reemplazo fehaciente de un examen psicológico profesional, pero internet no necesita eso. El porno sucede en la web y se diagnostica con un test virtual: lo que pasa en internet, queda en internet.

No es fácil encontrar información seria sobre la adicción a la pornografía. El tema es muy popular en el discurso lego del sentido común, pero hay poco material científico para consultar. Cuando se hace la búsqueda “adicción a la p…” en Google, el algoritmo predictivo sugiere “adicción a la play” y “adicción a la perfección” antes que “adicción a la pornografía”. Con un poco de insistencia se puede encontrar el trabajo de Simon Lajeunesse, un profesor de la Universidad de Montreal que quiso estudiar el efecto del porno por internet en la mente de los varones jóvenes y no pudo encontrar grupos de control. En los experimentos se llama así al grupo de sujetos con el que se compara a los que realmente se está estudiando. Para entender qué modificaciones se dan en el cerebro de alguien que ve porno por internet se necesita compararlo con el de alguien que no vea porno por internet, y aparentemente Lajeunesse no logró formar un grupo significativo de varones jóvenes con esas condiciones. Es llamativo que las alarmas solo se enfoquen en varones heterosexuales, pero también es cierto que la enorme mayoría del material pornográfico que se produce está apuntado a ellos (a nosotros), así que tiene sentido que cualquier estudio se enfoque en esas poblaciones. Lajeunesse encontró que el hombre soltero promedio ve porno 3 veces por semana durante 40 minutos. Los hombres en pareja lo hacen 1,7 veces por semana, por 20 minutos.Yo no tengo medido mi promedio, pero no dudo que les hace sombra a los resultados del canadiense. Bajo condiciones normales, yo miro porno cada vez que estoy solo y tengo una ventana de tiempo. Entre tareas, durante tareas, antes de irme a dormir, antes de bañarme, cuando me despierto, cuando estoy nervioso, cuando estoy relajado. Puedo pasar varias horas navegando entre fluidos ajenos y perversiones y —aunque suceda poco— si siento que lo necesito soy capaz de encerrarme y consumir a escondidas. Por algo me hice la pregunta que me llevó al test en primer lugar.Si se busca un rato más en la web probablemente se llegue a la charla TEDx de un tal Gary Wilson, autor del libro Your brain on porn (Tu cerebro bajo la influencia del porno), en la que retoma y profundiza algunas ideas trabajadas por Lajeunesse. Gary Wilson no es científico, es un profesor universitario que se entusiasmó mucho con el tema y usa metodologías de investigación que parecen diseñadas para obtener los resultados que él quiere. Por ejemplo, basa sus conclusiones en testimonios de hombres cuya vida sexual sufrió una mágica y drástica mejoría después de dejar el porno para siempre, pero esos testimonios son pocos y su publicación no está explícitamente autorizada por los testigos. Todas las ganancias por la venta de su libro son donadas a The Reward Foundation, una fundación que se dedica a divulgar información pseudocientífica para alejar a gente como yo del consumo de pornografía en internet.

Wilson hace algunas conjeturas muy aventuradas y poco fundamentadas, como que el abuso de porno por internet causa impotencia en hombres jóvenes y atrofia su vida sexual. Llegó a publicar estas conjeturas bajo la forma de paper junto con otros autores como Andrew Doan, fundador de un ministerio evangélico llamado Real Battles, que se dedica a dar charlas en escuelas sobre adicción a juegos de computadora. Ambos autores recibieron impugnaciones de colegas por omitir en el paper los conflictos de interés entre sus objetos de estudio y sus vinculaciones religiosas.

Todos estos estudios, los serios y los sesgados, tienen un común denominador: sus investigaciones no se centran en la pornografía en general, sino en la pornografía por internet. La vieja escuela del porno, la que seguramente consumían nuestros padres, era otra cosa. Es en la que yo me inicié en 1996, cuando mi amigo Juan llevó al viaje de egresados de la primaria un ejemplar de la revista española Gozo, en cuyas páginas pequeñas, sin megaposters desplegables como la famosa Playboy (que hasta entonces nunca había visto ni de cerca), podían admirarse inmensos penes venosos perdiéndose entre matorrales de negrísimo vello púbico. Ese porno, que los usuarios de hoy podemos considerar obsoleto, inofensivo y hasta pintoresco, no tiene nada que ver con el porno de internet. Las páginas de Gozo, además de pequeñas, eran limitadas. La revista se terminaba, no era tan fácil para un niño de 12 años conseguir otra y no quedaba más opción que seguir mirando las mismas fotos y buscar alguna forma de redescubrirlas. En cambio, el porno por internet es infinito. Para un adicto como yo, es la diferencia entre pedir helado por delivery una vez cada tanto y ser el hijo del heladero. Con la misma premisa que YouTube, el porno de internet se sostiene sobre la generación constante de novedades. La cantidad y la variedad es inagotable. Y que la cantidad y la variedad de una droga sean inagotables es una mala noticia para el adicto.

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Lo que verdaderamente revolucionó el consumo de pornografía no fue internet, sino los servicios de banda ancha. Cuando el estándar del mercado era la conexión dial-up por vía telefónica era difícil acceder a algo más pesado que fotos de calidad media. Los discos rígidos eran pequeños, las páginas se cargaban con una lentitud pasmosa y si se quería guardar el material en algún medio de almacenamiento externo la única opción eran los disquetes, probablemente el soporte menos confiable jamás creado.

Con la irrupción de la banda ancha, las tarifas planas y las grabadoras de CD y DVD todo cambió. Empezó a ser mucho más fácil bajar y compartir videos. Si yo tengo que hablar de “mis tiempos”, estos fueron mis tiempos.

En 1997 empezaron a circular por mi aula de primer año dos CD llenos de juegos de computadora. Todos nos los llevamos alguna vez a casa, la mayoría nos hicimos copias de esos dos CD. Pero casi nadie los quería por los juegos y los programas. Los queríamos porque en uno de ellos estaba el que para muchos de nosotros sería el primer video porno largo que veríamos: la película John Wayne Bobbitt: Uncut, en cuatro archivos MPEG de calidad subterránea. Como el nombre lo sugería, se trataba de un largometraje protagonizado nada más ni nada menos que por John Bobbitt. John Bobbitt se había hecho muy famoso unos años antes porque su mujer, Lorena Bobbitt, después de sufrir repetidos abusos y violaciones, le había cortado el pene mientras dormía, se había ido de la casa manejando con una sola mano —el pene de John en la otra—, lo había tirado unas cuadras más lejos y había llamado al 911 para contar lo sucedido. Tras un intenso rastrillaje la policía encontró el pene de John y lo conservó en frío. Más de nueve horas de cirugía más tarde, el pene estaba nuevamente entre las piernas de John. Cuatro años después, yo vería ese pene en acción en cuatro archivos digitales de pésima calidad de John Wayne Bobbitt: Uncut, sin apreciar completamente el juego de palabras. Las películas para adultos fueron el segundo emprendimiento de Bobbitt después de intentar con una banda de rock llamada The Severed Parts, Las Partes Cercenadas. Yo nunca escucharía The Severed Parts, pero allí, frente a mi computadora Pentium 486 sin conexión a internet, entraría a la era moderna de la paja para nunca más salir.

Por esos años, muchos adolescentes buscábamos los canales codificados del cable y tratábamos de adivinar un pezón, una lengua, algo, entre ráfagas de estática de colores chillones. Yo no tenía cable, pero me entregaba a esas prácticas cuando me quedaba a dormir en la casa de mi abuela. Algunos afortunados tenían unos aparatitos que se vendían en la calle Florida por 11 pesos y servían para puentear al servicio proveedor de cable y desbloquear los canales codificados. Decían que lo instalaban para ver los canales de fútbol, pero nadie les creía.

Ilustración: @la.salo

Unos años después de los videos de Bobbitt, yo tendría mi propia conexión de banda ancha y podría empezar a bajar videos propios. Llenaría la computadora de mis padres de distintos virus en incontables oportunidades, pero nunca admitiría mi culpa. Las adicciones destruyen familias.

La industria del porno dio su salto definitivo con el advenimiento del modelo YouTube. Aparecieron cientos de sitios como PornHub, RedTube, YouPorn, Xvideos y muchos más que copiaron el formato y desbloquearon un nuevo nivel de consumo compulsivo. Cientos de miles de videos cortos, medianos y largos, profesionales o amateurs, subidos por usuarios individuales o por productores de la industria, grabaciones caseras hechas con celulares y grandes producciones llenas de presupuesto, categorías para todos los gustos y fáciles de navegar, etiquetas para ubicar a las estrellas y los productores, algoritmos para predecir gustos y personalizar la experiencia, HD, alta velocidad. Un tenedor libre pajero funcionando 24 por 7 en todo dispositivo capaz de conectarse a internet.

Hoy, gracias a Xvideos puedo volver a ver escenas de John Wayne Bobbitt: Uncut. Puedo leer comentarios irónicos de otros usuarios, por ejemplo: “Miren cómo Letha le chupa la pijita diminuta a John Bobbit, qué amorosa”. Letha es Letha Weapons, una actriz noventosa de tetas lovecraftianas, y si hago clic en su nombre puedo ver cientos de videos en los que participa. Cada uno de ellos me lleva a otros, y a otros, y a otros. A veces pienso que si Xvideos hubiese existido cuando yo tenía 13 años, nunca habría terminado la secundaria.

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Se llama efecto Coolidge al fenómeno biológico según el cual un mamífero macho muestra un interés sexual renovado ante nuevas hembras después de haber perdido el interés en hembras con las que ya copuló. Los experimentos en animales demuestran que los machos reducen significativamente el tiempo entre eyaculación y eyaculación cuando la hembra cambia. El fenómeno fue bautizado efecto Coolidge por un viejo chiste protagonizado por el expresidente estadounidense Calvin Coolidge:

El presidente Coolidge y su esposa, la señora Coolidge, visitan por separado una granja avícola del gobierno. Cuando le están haciendo la visita guiada a la señora Coolidge, ella nota que los gallos tienen una altísima frecuencia sexual. Después de consultar sobre el tema, un experto le confirma que, efectivamente, los gallos copulan varias veces por día.

“Por favor, dígale eso al señor Coolidge cuando haga su visita”, dice la señora Coolidge.

Un rato después, cuando el señor Coolidge hace su visita guiada, el experto le cuenta que los gallos copulan varias veces por día.

“¿Siempre con la misma gallina?”, pregunta el señor Coolidge.

“No, siempre con una gallina distinta”, contesta el experto.

“Por favor, dígale eso a la señora Coolidge cuando haga su visita”, dice el señor Coolidge.

Además de funcionar como una excusa científicamente inválida para justificar la infidelidad masculina en humanos, el efecto Coolidge explica una ventaja adaptativa en animales: es mejor para el macho copular con hembras diversas, para embarazar a la mayor cantidad y perpetuar la especie. Es algo instintivo, es algo animal y es algo que lleva millones de años funcionando.

 

En el caso del porno por internet es más difícil aplicarle la lógica de la saciedad: veo video, genero dopamina, la novedad decae, cambio de video, genero más dopamina, el video deja de ser novedoso, pero tengo mil más a un clic de distancia, entonces pongo otro, más dopamina.

 

El mismo circuito que opera en animales y genera el efecto Coolidge existe en los humanos en la parte más antigua del cerebro, llamada sistema límbico. Desde ahí operan las funciones y emociones primarias necesarias para la supervivencia. El hambre, el miedo, el deseo de inseminar hembras o ser inseminadas por machos para garantizar la supervivencia de la especie. Es una parte del cerebro que los humanos comparten con todos los mamíferos. Pero en los humanos está cubierta por una corteza cerebral mucho más grande y desarrollada donde operan las funciones más elevadas del pensamiento. Son las que toman decisiones, las que entienden las consecuencias de los actos, las que prevén resultados. Son las que hacen que el efecto Coolidge sea inutilizable como excusa para justificar una infidelidad.

¿Qué tiene que ver todo esto con la pornografía por internet? Esta es la explicación que da Gary Wilson en su libro. La variedad interminable de nuevos estímulos que ofrece el porno online dispara y eventualmente satura ese circuito neuronal arcaico que genera excitación sexual ante la aparición de nuevas hembras. Cuando el cerebro humano se enfrenta al estímulo “posible partenaire sexual” genera dopamina. La dopamina es un neurotransmisor, una sustancia química que transmite mensajes dentro del cerebro. La dopamina activa algo llamado circuito de recompensa, que es donde ocurre la toma de decisiones. El circuito de recompensa funciona con una premisa básica: si un estímulo genera placer, queremos repetirlo; si genera displacer, queremos evitarlo. Si al circuito de recompensa le llega mucha dopamina es porque lo que está pasando está bueno, entonces hay que seguir haciéndolo. El ejemplo por excelencia es la comida: deseo un bife de chorizo, genero dopamina, siento el sabor del bife de chorizo, exploto de dopamina, estoy reventado y no me entra más bife de chorizo, dejo de producir dopamina, dejo de desear bife de chorizo. En el caso del porno por internet es más difícil aplicarle la lógica de la saciedad: veo video, genero dopamina, la novedad decae, cambio de video, genero más dopamina, el video deja de ser novedoso, pero tengo mil más a un clic de distancia, entonces pongo otro, más dopamina. Eventualmente, el sistema se satura de dopamina y el circuito de recompensa se vuelve ineficiente, el placer no es tan grande, el deseo tampoco. Solo se persigue alcanzar los volúmenes de dopamina que puedan traer de vuelta el placer anterior. Eso se llama generar tolerancia y es algo característico de todas las adicciones: cada vez se necesita una dosis más grande para alcanzar el efecto buscado.

En el caso del sexo, la saciedad podría llegar con el orgasmo, que es básicamente una explosión de dopamina. Pero el circuito neuronal del placer no es el mismo que el del deseo. Después del orgasmo la concentración de dopamina baja. Si el consumo de pornografía ya se convirtió en una adicción, eso significa que el cerebro sufrió cambios y va a querer más dopamina. La satisfacción nunca va a ser suficiente.

Pero yo soy un adicto al porno en grado moderado, no alto. Y, por lo tanto, mi experiencia como consumidor es un poco más manejable. Por eso, y porque tenía ganas de comprobar en carne propia si efectivamente soy o no un adicto, decidí dejar la pornografía por un tiempo.

@La.salo

Antes de escribir este texto intenté no ver porno durante dos semanas. No resultó ser tan grave, pero tampoco fue tan fácil. Trabajar con una computadora y con conexión permanente a internet es como tener al dealer atendiendo en la habitación de al lado. Por momentos sentí la tentación y la combatí con actividades. Dormí siesta, hice pan, tuve sexo. Hice yoga, miré películas, leí. Tuve epifanías morales durante las que me sentí una mejor persona por estar evitando una rutina que tengo tan instalada y que algunos podrían considerar nociva. También atravesé picos de nihilismo en los que me pregunté para qué me sometía a algo que, en definitiva, no tenía ningún sentido ni valor. Dormí igual de bien que siempre, mejoré mi nivel de concentración en tareas específicas (como terminar un texto). En una ocasión me masturbé sin mirar ningún video, algo que no practicaba desde hacía muchísimo tiempo y que no estaba seguro de poder hacer. Tengo tan incorporado el consumo de pornografía que la masturbación como un acto separado de la pantalla me exige todo un ejercicio de concentración, imaginación y memoria.

Esto puede ser inverosímil para algunos. Al fin y al cabo, el consumo de pornografía es también un consumo cultural, y como tal podría usarse para expandir y alimentar esa misma imaginación en lugar de obturarla. Pero en mi experiencia el porno no funciona de esa manera. Es algo que navega entre el placer y la compulsión, como sacarse los mocos cuando nadie está mirando hasta lastimarse la nariz. Cuando el adicto está “bajo los efectos”, muchas de sus condiciones humanas más elevadas se debilitan. No solo la creatividad y la imaginación. También se debilita el criterio moral, lo cual me permite ver videos en los que una chica vestida de colegiala hace cualquier cosa para que el profesor la apruebe, una conducta que condenaría enérgicamente en el mundo real, pero que en medio del trance me parece de lo más satisfactoria. Se debilitan los valores, por eso no me genera absolutamente ningún conflicto que se presente a negros, chinos, gordos o enanos de maneras racistas, estereotipadas y seguramente ofensivas que me harían saltar varias alarmas si las presenciara con el pito blando. Se debilita hasta uno de los tabúes más fundacionales del psiquismo humano según Freud: la prohibición del incesto. Adoro las escenas que recrean sexo entre familiares. Hace un tiempo, internet está inundada de fantasías del tipo “padrastro castiga a su hijastra por no ordenar el cuarto”, “madre le enseña a su hija cómo se chupa una pija”, “sorprendí a mi hermana masturbándose en la habitación de papá”. Mientras escribo estas líneas los títulos me parecen una aberración y me dan vergüenza. Pero mientras scrolleo Xvideos con el cerebro desbordado de dopamina soy como un incendio en una biblioteca: devoro papel sin importarme qué tenga impreso.

Sería incapaz de compartir la experiencia de ver porno. Siento que la gente que me conoce me querría menos si revisara mi historial de búsquedas. En algunas ocasiones me asaltan miedos. ¿Qué pasa si alguna de las aplicaciones que instalé sin pensarlo comparte esta información sobre mí con alguien? ¿Qué pasa si alguna vez soy investigado por algo y termino sufriendo un carpetazo que incluya mis perversiones online? ¿Qué pasa si entre los términos y condiciones que vivo firmando a ciegas algún inciso autoriza a la publicación de mis pajas prohibidas? Y una pregunta mucho más terrenal: ¿qué pasa si comparto esto con mi novia?

Nunca lo hice ni lo haría. No me refiero solo a ver porno con ella. Nunca vi porno con nadie. Nunca participé de los aparentemente comunes rituales de masturbación colectiva entre adolescentes, nunca usé el porno como combustible de una fantasía compartida. Siento que el porno me conecta con una parte oscura de mi deseo que no soy capaz de exponer ante otros.

Por otra parte, tampoco soy ciego ante la contradicción que enfrento cuando aprieto play. La industria de la pornografía está cada vez más cuestionada por la forma en la que trata a sus actrices y por el tipo de construcción cultural que hace del sexo, de la mujer, de su cuerpo y del placer femenino. Los sitios de streaming pueden ser peligrosos. La mayor parte del contenido es provisto por estudios profesionales que trabajan con contratos y control legal, pero también hay muchos videos publicados por usuarios anónimos sin ningún tipo de requisito: ni una comprobación de consentimiento, ni un certificado de las edades de los participantes, nada. Mucha gente, incluso menores, se ha encontrado con videos suyos, que estaban destinados a la intimidad, subidos a alguno de estos sitios, y la batalla legal por sacarlos de circulación es ardua, cara y con frecuencia inútil. También sucede que actrices profesionales que trabajan en películas, tiempo después retiran sus consentimientos por diversos motivos, pero sus videos siguen online durante mucho tiempo o reaparecen subidos por otros usuarios. John Wayne Bobbitt: Uncut, mi película iniciática, fue dirigida por Ron Jeremy, una leyenda del porno que además tiene una participación estelar en el film. Por estos días, Ron Jeremy enfrenta un juicio por 30 delitos sexuales contra mujeres de entre 15 y 45 años, y la pena puede llegar a ser de hasta 330 años. Si se busca su nombre en Xvideos aparecen listadas casi 300 escenas que lo tienen como protagonista. Pero así como el consumidor de drogas no piensa, cada vez que llama al transa, en todas las vidas que se cobró el narcotráfico, todos los resquemores sobre la turbiedad del porno se diluyen cuando la pantalla empieza a llenarse de piel.

Durante mis dos semanas de abstinencia me pregunté por qué tener sexo con alguien y masturbarse son dos cosas tan distintas. Supongo que hay algo muy liberador en ser el único destinatario del placer sexual, en dejar caer por un rato el estado de alerta ante las reacciones ajenas, en la supresión temporaria del cuerpo del otro. Pero también creo que, al menos en mi caso, el Yo que ve porno es como mi retrato de Dorian Gray. Es la cara deforme y decadente que prefiero ocultarle al mundo en un altillo cerrado con llave.

Escribo en medio de una pandemia de coronavirus que me tiene hace meses en cuarentena. Vivo con mi novia y mi tiempo de soledad bajó a niveles casi insignificantes, ver porno es difícil, aunque quiera. Si bien es una buena época para experimentar la abstinencia, también es una forma de probar ese supuesto estado moderado en mi nivel de adicción. Entiendo que si en estos meses (más allá de los 15 días de solemne renuncia) no necesité encerrarme en el baño para ver videos a escondidas, no tuve las sesiones maratónicas que acostumbro tener en tiempos normales, y pude esperar a que mi novia fuera a correr a la noche o al supermercado para abrir la ventana de navegación privada y liberar el torrente de dopamina, entonces mi adicción es, efectivamente, moderada.

Durante todos estos días de pornografía controlada no sentí grandes cambios en mi libido ni en mi productividad laboral, pero sí en mi concentración. Durante muchos años funcioné con un esquema de recompensa: si termino de estudiar este apunte de la facultad, pajita; si termino de redactar esta nota, pajita; si termino de editar estos audios, pajita. Pero semejante esquema no está diseñado para procrastinadores como yo y funcionó siempre mal. La pajita se adelantaba al final de la tarea y duraba mucho más de lo que yo planeaba, dejando la tarea inexorablemente para el otro día. Hoy, con la pornografía restringida a los infrecuentes momentos de soledad, sin pajita como recompensa, mi productividad sigue siendo víctima de la procrastinación. La pornografía online fue reemplazada por una larguísima lista de películas pendientes, antes por la serie documental de Michael Jordan, antes por Rick and Morty, antes por Tiger King, etcétera. Pero las películas y las series duran lo que duran, mientras que el porno online es infinito. Durante mis años de máximo rendimiento masturbatorio aprendí a retrasar el orgasmo todo lo que hiciera falta para ver un video más, y después otro, y después otro. Eso se tradujo durante mucho tiempo en horas y horas dedicadas a mirar fijo una pantalla, en contracturas cervicales, en llegadas tarde a partidos de fútbol, a reuniones con amigos, incluso a eventos laborales o a citas.

Ni la abstinencia ni esta etapa de porno en cuentagotas me generaron síntomas de ansiedad. No echo de menos a mis actrices y actores favoritos. Sí extraño un poco el hábito de abrir una página y ponerme a buscar algo interesante o nuevo en el mar infinito de tetas, culos, pijas y conchas. Ahora, mientras escribo, tengo abierto Xvideos en una pestaña oculta del navegador. Me siento como los fumadores que están tratando de dejar y calman la ansiedad sosteniendo un cigarrillo apagado entre los dedos. Quizás cuando termine de escribir lo prendo. Una sequita nomás.

 


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