El tío simulaba que la retorcía poniendo caras de estar haciendo muchísima fuerza; hasta que lanzaba una exclamación de victoria que nos distraía mientras él urdía el movimiento clave: su dedo pulgar se metía entre los dedos tijera para que esa puntita rellena y redonda del dedo gordo pareciese la punta amputada de la nariz.
Yo era fan del tío mago. Y aunque pasó medio siglo, no sé por qué cuando alguien me pregunta por un momento feliz en mi vida, un momento simple, desligado de cualquier trascendencia, recuerdo ese ritual de los cuatro o cinco años. Un día le pregunté: «Tío, por qué te creo si sé que es mentira». La pregunta fue más o menos esa y él dijo cosas sobre la ilusión que no olvidé. Quizás porque no hubo otras personas en mi infancia que hablaran de esas cuestiones. El tío mago dijo que al creer en el truco yo permitía que ese momento de felicidad se inventara, que al creer permitía que se armase ese pequeño espacio encantado de alegría, y de festiva irrealidad real. No puedo recordar las palabras exactas que el tío mago le dijo a aquella niña que fui, con qué palabras atrapé, siendo tan chica, esa idea que dejó en mí como un regalo. Pero era algo así. Seguramente más simple que el recuerdo de mujer que recupero ahora. Lo cierto es que cuando pienso en la felicidad en tiempo presente, los destellos que aparecen se asemejan bastante a esa construcción de la que hablaba el tío mago. Quiero decir que la felicidad no se me da, no llega sola, no aparece como una revelación, no me sorprende a la vuelta de ninguna esquina.
El tío mago dijo que al creer en el truco yo permitía que ese momento de felicidad se inventara, que al creer permitía que se armase ese pequeño espacio encantado de alegría, y de festiva irrealidad real.
No sé si es mi edad o es la edad de este tiempo. Pero vengo sintiendo, como nunca antes, que la felicidad —que esa leve ráfaga de felicidad que a veces me roza— es el resultado de una creación, un trabajo, una voluntad; el resultado de forzar una pausa, de frenar las cascadas de desastres que se condensan en la imagen de cualquier esquina, de tantos rostros desilusionados que atraviesan la ciudad a cualquier hora del día, el resultado de frenar ese descenso perpetuo a la realidad acuciante, desesperada y sin ningún encanto, el resultado de crear el instante para permitir que los dedos se vuelvan tijera y corten la punta de la nariz, y que después con un pase mágico llegue la complicidad y la sorpresa y la nariz vuelva a su lugar y que ese instante de fulgor repare por unos momentos el resto del tiempo en que los dedos son sólo dedos y nada más.