Es noviembre, es 2021, y desde Santiago llega una comitiva de la Fundación Margen, la organización que desde fines de los 90 defiende los derechos de las trabajadoras sexuales. Vienen a brindarle el apoyo a una de las suyas, a la travesti que ha impulsado el conocido «Ollón de las putas», un comedor solidario que durante la pandemia ha ido en beneficio precisamente de las trabajadoras sexuales y los y las travestis, quienes han encontrado aquí no solo un plato de comida, también algo parecido al amparo.
—Ay, niña, pero qué bueno que vinieron, qué lindo tenerlas por acá.
Mitchelle Esperanza extiende los brazos de manera casi cinematográfica y abraza a cada una de las dirigentas; también a Víctor Hugo Robles, el «Che de los Gays», quien acompaña a las ex trabajadoras sexuales en su rol de asesor de comunicaciones de la Fundación. Como una reina proleta —vestido floreado, de algodón; un chalequito negro, corto, ceñido al cuerpo; un turbante tornasol— Mitchelle abre las puertas de su reino, sito en el 428 de la subida Ecuador. Y aunque el maquillaje que ocupa esta mañana le brinda carácter —un delineado dramático enfatiza su mirada—, su aspecto es el de una mujer frágil, casi un pajarito. Nada más lejos de la realidad.
—Desde que tengo uso de razón, siempre he estado defendiendo a la gente, tratando de ayudar —me cuenta, sentada en una banca con las piernas cruzadas—. A mí me crió mi abuela, una mujer que quedó viuda a los 32 años, una mujer totalmente ignorante que para poder alimentar a sus seis hijos tuvo que dedicarse a lavar ropa ajena. Cuando mi madre cumplió los 17 años, mi abuela decidió enviarla a trabajar donde su patrona, para que le ayudara en el lavado de la ropa. Y ahí mi padre no sé si se la violó, se la cuenteó, le pagó o qué, pero nací yo. ¿Cachai?
Mitchelle no tuvo una vida fácil. Fue hijo único de una madre soltera, además de nieto mayor. En esa lógica, creció sobreprotegido. Prácticamente, su abuela no lo dejaba salir a la calle. Lo poco que conocía del centro de la ciudad era fruto de las veces que su abuela lo llevó para que un médico lo examinara. «Yo no sabía hacer nada de nada. Pero nada de nada, mi niño», me dice, mientras gesticula con sus manos. «Entonces, imagínate lo que fue para mí que me echaran de la casa con trece años. Cuando en mi casa supieron lo de mi homosexualidad, me pusieron de patitas en la calle».
Mitchelle, que en ese entonces respondía al nombre de Héctor Miguel, bajó desde los cerros de Valparaíso; caminó por Quebrada Verde, tomó Carampangue y, una vez en el plan, deambuló siguiendo sus pasos, hasta llegar a la Plaza Victoria.
—En ese tiempo, a la Plaza Victoria le decían «El cenicero», porque pasaba lleno de colas —que es como se le dice a los homosexuales en Chile—. Ahí me empecé a juntar con otras como yo. Fue ahí también cuando ejercí por primera vez el comercio sexual. Yo no sabía qué era eso, no sabía que una podía vender su cuerpo. Me acuerdo que llevaba tres o cuatro días durmiendo en la calle, en las bancas de las plazas. En realidad no era que durmiera, lo que hacía era descansar el cuerpo. Uno de esos días, una cola me dijo: «Oye, ese viejo, ese viejo es el profesor y hace rato te está mirando y quiere ir con vos». Y yo le dije: «Ya poh, vamos». ¡Me fui con ese hombre a una de esas residenciales macabras poh, niño! Esas donde el catre sonaba que era un gusto. Y yo no me acuerdo de nada. Sé que llegamos y que vi la cama y me tiré de cabeza. Y me dormí creo que inmediatamente y no sé lo que el huevón hizo conmigo. No tengo idea, hasta hoy no me recuerdo. Lo único que sé es que al otro día me encontré unos billetes en el velador, y ahí caché que se podía vender el cuerpo. Así empecé, vendiendo mi cuerpo como gay, hasta que comencé a sacar toda mi parte fémina, me convertí en una travesti y al cabo de un tiempo salió esta mujer que tu ves ahora acá.
Manos a la obra
«Sitio eriazo» es un colectivo artístico que recuperó una propiedad abandonada, precisamente la ubicada en el 428 de la subida Ecuador. Con la ayuda de una ONG noruega recuperó el espacio y lo habilitó para albergar eventos culturales (hoy cuenta con una gradería con capacidad para 100 personas, espacio para talleres, un horno, una parrilla y una pequeña huerta que abastece a la cocina, todo construido con materiales reciclados). Desde hace varios meses, «El ollón de las putas» ocupa ese espacio para desarrollar ahí su ejercicio semanal en beneficio de las trabajadoras sexuales y los y las travestis, aunque en los últimos meses cualquier persona que no tenga un plato de comida puede acercarse y comer.
Poco antes de llegar, Mitchelle ya se había ocupado de picar las verduras que servirán para el plato principal de hoy: una suerte de charquicán vegano (un guiso de papas, espinaca, zapallos italianos, zanahorias y cebollas, que habitualmente lleva carne). También preparó un pebre, la especialidad de la casa, un aderezo hecho en base a tomates, cilantro, ajo, cebolla, ají, limón y vinagre. Las dirigentas de Fundación Margen han llegado con los ingredientes para la ensalada: lechuga, apio y limones. Bajo la batuta de Mitchelle todos ponen manos a la obra. Ella se concentra en cocinar las verduras en un ollón tiznado de tanto carrete, mientras su brazo derecho prepara un sofrito en un sartén.
Mitchelle revuelve el guiso con un cucharón y no deja de repetir lo contenta que está por la visita de las dirigentas de la Fundación.
—Estoy feliz. Que hayan venido estas pioneras en la lucha por los derechos de las trabajadoras sexuales, las primeras que dieron la cara, tiene una carga simbólica potente. Yo las vi cuando salían a la calle en los 90, cuando todas se referían a ellas como putas y ellas alegaban su derecho a una vida digna.
Mitchelle hace rato que dejó las pistas. Ya no trabaja, dice que está «tecla». A estas alturas, asegura que ya no se puede poner tacones. «Además, no estoy en edad para andarme cagando de frío, ya tuve suficiente», dice. Ahora vive gracias a los amigos; son ellos los que costean su vida y pagan lo que haya que pagar.
—Me he dado cuenta de que no he sido una mala persona. Tengo amigos que me han apoyado sin que se los pida. Gracias a ellos sobrevivo. Yo soy seropositiva desde 1998. Lo lógico es que si tú trabajas con tu cuerpo y eres seropositiva el Estado debería darte una pensión, debería jubilarte, pero eso nunca pasó.
Con todo, eso no ha mermado ni un milímetro su lucha porque los suyos tengan una vida digna y se les reconozcan los mismos derechos que se le reconocen al resto de la sociedad. Y en ese plan, muchas veces ha tenido discrepancias con las nuevas generaciones.
—Los cabros jóvenes creen que la lucha por los derechos comenzó con ellos y somos nosotras, las viejas, las que les hemos abierto las puertas. Es gracias a las viejas que los huevones pueden andar de la mano; es gracias a las viejas que pueden andar con el pelo largo o teñido, que pueden andar maquilladas por la calle. Nosotras no podíamos porque te llevaban presa, ¿cachai? ¡Han sido miles las batallas que hemos dado nosotras!
Lo suyo no es retórica. Su biografía está llena de marchas, acciones y performances en defensa de los derechos de las disidencias sexuales. Una de las más recordadas fue la que protagonizó junto al propio Che de los Gays, en el contexto de las primarias rosas —unos comicios al interior de la comunidad de las disidencias sexuales—, que buscaban levantar un candidato del Movilh (Movimiento de Integración y Liberación Homosexual) para las elecciones a concejal de Santiago. Mitchelle y Víctor Hugo Robles se tomaron la sede del Movimiento el 1 de junio de 1996 protestando por la exclusión de ese proceso eleccionario que habían sufrido los travestis y las lesbianas, inaugurando así la fugaz vida del «Frente Travesti Anarquista». El propio Robles lo cuenta en su blog Bandera hueca: «Permanecimos atrincherados en la sede del movimiento todo un día y una noche, recibiendo el saludo de amigos del movimiento y el rechazo de otros. Pese a los obstáculos, incluido el intento de Carlos Sánchez, otro de los líderes del Movilh, de expulsarnos a la fuerza con la ayuda de Carabineros, la toma travesti se mantuvo en pie, mientras en una casa contigua a la sede tomada, donde vivía Pepe Salomón, simpatizante del movimiento, se verificaron las primarias rosas».
En el año 2000, en el marco de las celebraciones de la Patria Gay, Mitchelle irrumpió en la inauguración del Primer Ciclo de Cine Gay que se realizó en el Cine Arte Alameda. El mismo Víctor Hugo Robles relata la escena en Bandera hueca: «Pocos eran los realmente interesados en ver la película Wilde, pues otro espectáculo sobrevino minutos antes de exhibirse el film. Después del discurso del escritor Juan Pablo Sutherland, creador del evento, Mitchelle, activista travesti de Valparaíso, subió al escenario oficial para protestar a viva voz por la realización de la actividad, calificándola de “discriminatoria”. ¡Baja de ahí loca culiá!, exclamó una persona del público. Soy loca, pero también tengo derecho a expresarme, replicó molesta la manifestante. La patria gay no existe, gritaba Mitchelle, en tanto arrojaba basura en el escenario». La basura a la que alude Robles eran papeles con mierda que Mitchelle había juntado durante días y la razón de su protesta la explica ella misma: «Ellos estaban haciendo un festival inclusivo, pero eran solo películas gay, ¿dónde estábamos las travestis? No nos dejaban participar en las reuniones, nos tenían para la pura foto. ¿Cachai? Yo dije esta hueva es una mierda, y por lo mismo les fui a tirar confores cagados al escenario».
Inolvidable fue la vez que se encadenó al Congreso, en Valparaíso, cuando Pinochet asumía como senador vitalicio, o aquella ocasión en que maldijo al gobierno de Ricardo Lagos tirando tierra de cementerio frente a La Moneda.
—Yo me he resistido siempre a la vida que me ha tocado. Me resisto a que los pacos me hayan llevado presa, a que me hayan quitado tantos años de libertad, con el pretexto de ofensas al pudor, a la moral y a las buenas costumbres. Acá en Valparaíso nos llevaban por cinco días, en Santiago y en Providencia por diez días, y en Apoquindo por treinta días. Imagínate, si te pones a contar todas las veces que me llevaron presa, ¿cuántos meses o años fueron los que me privaron de libertad, por una simple falta? Yo creo que el Estado debiera hacer una reparación de todo esto, de todo lo que se nos torturó, porque a nosotros nos amarraban de patas y manos en dictadura, nos tiraban gases lacrimógenos en la cara, nos golpeaban esposadas, nos desnudaban, se reían de nosotras, los pacos te venían a ver y te pegaban entre todos.
Pero no solo ha recibido violencia de los Carabineros. El año 2018, Mitchelle y otras travestis fueron expulsadas de una marcha por los detenidos desaparecidos. «Los comunistas nos echaron diciendo que no eran nuestros muertos por los que ellos estaban marchando. Por lo mismo, yo salí a marchar el 11 de septiembre pasado llevando las fotos de las compañeras asesinadas. Porque nosotras también tenemos nuestras muertas y son tan importantes como los muertos que honraban los comunistas».
Tengo un sueño
¡Está lista la olla común!, ¡a comeeer!, vocea Mitchelle por una ventana de la cocina. Entonces, una veintena de hombres y mujeres, mayoritariamente jóvenes, hacen la fila para recibir un plato de comida. En la mesa interior, nos sentamos junto a las dirigentas de la Fundación Margen y el Che de los Gays. Hay comida en abundancia y con el sabor de casa. Brindamos por las travestis y por las trabajadoras sexuales, y es posible entender que en ese territorio marginal que habitan todas ellas, ese plato de comida que Mitchelle entrega semana a semana es mucho más que una comida de sobrevivencia, es un gesto de cariño y amor hacia quienes han crecido y vivido soportando el desprecio y las burlas de una sociedad discriminadora y brutal.
—Mi sueño —dice Mitchelle— es poder dar mucho más que un plato de comida. La idea siempre ha sido tener una casa de acogida. Vamos a habilitar un espacio, unos mesones, unas bancas, y vamos a comenzar a cocinar al tiro, para poder ofrecer un almuerzo por lo menos tres veces a la semana, así hasta que podamos ser financiados y trabajar de lunes a lunes. El comedor solidario es la base. Es importante que las compañeras puedan tener un lugar digno, donde sus necesidades básicas estén cubiertas. Me encantaría darles un final digno a todas esas compañeras. Son tantas las que han muerto en la calle o en una sala de hospital absolutamente solas. Nadie se merece eso. Yo voy a seguir resistiendo hasta conseguir ese espacio donde podamos comenzar a dar forma a este sueño. Hay tantos sitios que están tomados por los drogadictos, por los pastabaseros, ¿cómo no va a ser posible conseguir uno para poder ayudar a la gente que lo necesita?
Minutos después, salimos al patio. La alegría de Mitchelle es evidente. Me pide que le tome unas fotos junto a las compañeras de Fundación Margen. Posan contentas, con algo parecido al orgullo que se les arranca por la boca. Luego le hago un par de retratos a Mitchelle. Ella mira a la cámara con una cuota de coquetería. Hace rato que pasó los cincuenta años, pero sigue pareciendo una mujer joven. El cliché diría, una mujer joven de espíritu; la verdad es que rezuma esa energía de los que nunca se resisten a dejar de luchar.
Triste y no tan solitario final
Hace unos días me impuse por las redes sociales del deceso de Mitchelle Esperanza Clementi Berríos. La información apuntaba a que había sido internada en estado grave el 20 de marzo, con diagnóstico reservado. Recordé entonces un detalle que me llamó la atención el día que visitamos «El ollón de las putas»: los ataques de tos que le sobrevenían de tanto en tanto obligándola a interrumpir la conversación. Su salud se había quebrantado en las últimas semanas a pesar del cuidado de familiares y amigos. Su cuerpo resistió hasta que ya no pudo; la tarde del domingo 27 murió.
Me cuentan que la velaron durante dos noches en un local conocido como «La tanguería» —ubicado en avenida Francia 645—, que fue despedida como se merecía, en un ritual bebido, cantado, llorado y reído. Queda la deuda de esa casa de acogida con la que soñó y su ejemplo de lucha y resistencia, del que muchos no supieron o no quisieron saber, pero que perdurará en la memoria de esa patria vulnerable y vulnerada que ella defendió hasta el último de sus días.
Ahora que ya no está, resuenan en los cerros de Valparaíso, esas líneas del manifiesto escrito por Pedro Lemebel y que perfectamente pudieron haber sido dichas por la boca de Mitchelle: «Hay tantos niños que van a nacer / con una alita rota / y yo quiero que vuelen compañero / que su revolución / les dé un pedazo de cielo rojo / para que puedan volar».