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Fotografías. Mauricio Bonnett / Redemption Roasters

Se llama Eva. La primera vez que la vi, estaba trepada en una silla mientras acomodaba con dificultad panes y pasteles detrás del amplio mostrador del café. Fina y diminuta, se balanceaba como una funámbula inexperta sobre los cerros de medialunas, brownies, strudels y magdalenas mientras se reía de su propia torpeza con Ethan, su compañero de turno. Era el 27 de diciembre, el primer día laboral en Londres después de las fiestas navideñas, y yo era su primer cliente. Nunca antes habíamos estado allí. Le pedí dos medialunas de almendra y dos cafés y, mientras alistaba la orden le pregunté qué tal había pasado la Navidad. Su cara ensombreció, trató de balbucear unas palabras pero se interrumpió, como si entrar en ese laberinto le produjera tanto tedio como desazón. No me había mirado ni una sola vez a los ojos. “¿Así de mal?”, le pregunté con una sonrisa que quería ser alentadora. Asintió. Su piel morena acusaba la falta de sol y tenía un insalubre viso bilioso. Solo semanas después, cuando supe que quizás alguna vez había estado en la cárcel, creí entender la reticencia de ese primer encuentro.

La historia había empezado un par de meses antes, cuando mi vecino, Anthony Landes y yo habíamos acordado pasear nuestros perros al alba un par días a la semana. Habiendo agotado las variaciones del circuito de parques vecinos, decidimos reservar los miércoles para recorrer el Regent’s Canal, que ha atravesado Londres desde los albores de la Revolución Industrial, primero como arteria fluvial y ahora como atajo de peatones, ciclistas azarosos, atletas de oficina con su traje doblado en la mochila, y una que otra barcaza, casi todas ancladas. La idea era cruzar Primrose Hill, el parque más cercano a nuestras casas, bajar al canal y dirigirnos a King’s Cross, una zona que desde la construcción del Eurotúnel ha pasado de ser un núcleo de desolación urbana y prostitución callejera a convertirse —para bien y para mal— en el arquetipo de la gentrificación de Londres.

Por fortuna, durante los inviernos de la pandemia el tráfico había disminuido, no solo por temor a los estragos del virus sino porque en esa época del año no amanece sino hasta las 7:45 de la mañana. Nosotros arrancábamos a las 7 lo que garantizaba que, al menos durante el viaje de ida, parecíamos los únicos sobrevivientes de un holocausto nuclear. Los perros, por su parte, se aficionaron de inmediato a ese dédalo saturado de olores cambiantes, de residuos de comidas pretéritas y a las aguas del canal que, además de servir de conveniente abrevadero, teñía de riesgo su incesante parodia de combate. Anthony y yo, entre tanto, nos dedicábamos a discutir la variedad de maneras en las que acechaba el Apocalipsis, mientras a nuestro alrededor la noche se iba tiñendo de índigo, de violeta, de lila, hasta que los edificios que rodeaban el canal recobraban su geometría. Al llegar a King’s Cross, una hora más tarde, ya había amanecido.

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Regent’s Canal al amanecer

Desde aquel primer encuentro con Eva, la visita al café se hizo un ritual indispensable, no solo para nosotros, sino para los perros, que compartían nuestra pasión por la medialuna de almendras. Poco a poco logramos que Eva asomara de su caparazón y ahora nos recibía con sonrisas, anécdotas y cariños para los perros, con esa extraña camaradería que a veces se forja entre dependiente y cliente habitual sin llegar de veras a conocerse. Lo mismo ocurrió con su compañero Ethan, un muchacho simpático, formal, de pelo ensortijado que tenía (y todavía conserva) una marca brutal en un brazo, producto sin duda del vapor de la máquina de espresso.

El local es diminuto, con pocas mesas tanto adentro como afuera, y está ubicado en un lugar cuyo nombre antes fue literal y ahora suena poético, La Calle de los Establos, escaleras abajo del Patio de la Descarga del Carbón. La zona todavía está surcada por los rieles, ahora inútiles, por donde antes transitaban las vagonetas repletas de la hulla que alimentó la Revolución Industrial. Y es que ese enorme complejo de ladrillo ceniciento que incluye —y circunda— las instalaciones de la Universidad de las Artes, fue en el siglo XIX una zona industrial cuyas enormes bodegas hoy están ocupadas por restaurantes, tiendas y boutiques.

Baristas en Islington

Un día, Anthony llegó con una noticia sorprendente: Julia, su esposa, estaba convencida de que “nuestro” café era parte de una pequeña cadena que empleaba exconvictos como baristas. Hasta ese momento ni siquiera nos habíamos fijado en el nombre del café, pero al leerlo nos dimos cuenta de que Julia debía estar en lo cierto: Redemption Roasters (Tostadores de la Redención).

La primera reacción fue, por supuesto, de satisfacción: el café dejó de ser tan solo una parada en nuestra caminata, un escondrijo con sublime bizcochería y buen café para reavivar el seso, y se convirtió en una institución valiosa, un establecimiento donde expresidiarios podían tener una segunda oportunidad y al que era importante contribuir. Al mismo tiempo, sin embargo, Eva y Ethan dejaron de ser tan solo dos muchachos simpáticos que preparaban nuestro café con destreza y adquirieron una nueva profundidad, su pasado potencialmente más complejo, su humanidad más tangible y memorable.

Ese día nuestra conversación giró en torno a ellos, a su pasado, a su futuro, y a la compañía que los empleaba, en la que confluían sin pudores el comercio y la labor social. Todo esto me intrigó y decidí investigar más.

En 2015, Max Dubiel y Ted Rosner, los fundadores, entraron en conversaciones con el Ministerio de Justicia que por aquella época estaba buscando maneras novedosas y atractivas de rehabilitar prisioneros (a fin de cuentas, mantener uno solo le cuesta al erario publico alrededor de 40000 libras esterlinas, unos 54000 dólares al año). La idea era establecer una planta tostadora de café en una cárcel y entrenar a los convictos en el oficio, no solo en los múltiples matices del tostado de acuerdo con el tipo de café y el procesado que han recibido los granos, sino en convertirlos en baristas profesionales capaces de trabajar en su cadena de locales y también en las de la competencia.

Cuando Dubiel empezó a explorar el concepto se encontró con un panorama penitenciario siniestro: 76 % de los presos salen de la cárcel sin prospecto de trabajo, 16 % terminan viviendo en la calle y, por consiguiente, casi la mitad comete un crimen un año después de cumplir la sentencia. Es un ciclo vicioso, en más de un sentido pero, precisamente por eso, Dubiel decidió asumir el riesgo. Como todo comerciante, era consciente de que el proyecto no solo debía ser beneficioso para los presos sino también rentable, tanto para él como para sus empleados.

Pero no fue fácil.

Los perros subiendo de Regents Canal a la Plaza de la Descarga del Carbón

La prisión no puede convertirse de un día para otro en una planta tostadora: el régimen carcelario es estricto, la burocracia densa, los cambios de régimen impredecibles y, ante todo, la seguridad exige no solo que cada cargamento sea inspeccionado al entrar y al salir de la prisión, sino que los presos tomen el oficio con seriedad y disciplina. Por eso, los que desean trabajar en la planta tienen que someterse a un escrutinio minucioso, tanto antes de comenzar el entrenamiento como al asumir sus labores de tiempo completo. Y no solo eso: Dubiel se encontró en la difícil posición de tener que trabajar sin wi-fi, teléfonos móviles y otros herramientas prácticas de la vida moderna, lo que iba a dificultar el contacto entre la planta, los locales y sus oficinas y exigiría llevar parte del personal administrativo a la cárcel misma. Por supuesto, ellos también deberían someterse a que las autoridades hurgaran en su pasado.

Tras ese dispendioso y agotador proceso de organización, la planta se estableció en The Mount (El Monte), una enorme prisión en las afueras de Londres que ahora produce 7000 kilos de café a la semana en una edificación reservada especialmente para ese propósito. Además, Dubiel estableció también otro centro de instrucción en la Correccional Juvenil de Aylesbury, otras pequeñas academias en las cárceles de Spring Hill, Bullingdon y Wormwood Scrubs, y una “Escuela del café” en Containerville, Londres.

Desde entonces, más de 500 presos se han preparado como baristas/tostadores en esos establecimientos penitenciarios, muchos de los cuales han conseguido trabajo al salir de prisión. El resultado, según los fundadores, es una fuerza laboral motivada, leal y disciplinada, dispuesta a aprovechar su oportunidad fuera de la cárcel.

Lo cual me trae de nuevo a Eva y Ethan.

Redemption no pretende que todos los baristas de la cadena de siete (y pronto nueve) locales sean exconvictos o jóvenes con riesgos de delinquir. Es incluso probable que la mezcla entre baristas tradicionales y los que llegan de la prisión o de una correccional haya sido diseñada a propósito para integrar a estos últimos.

Sin embargo, lo que me interesaba a mí eran las historias personales de ambos grupos, descubrir cómo habían llegado a trabajar allí, fueran o no expresidiarios, y cuál era la relación entre ellos. También —y quizás sobre todo—, quería conocer si se sentían a gusto en la compañía e incluso si se consideraban parte de ella. ¿Eran buenas las condiciones laborales? ¿Consideraban justo su salario? ¿Tenían vacaciones pagas? ¿Habían visitado la planta tostadora en The Mount? ¿Era genuina su afición por el café o lo consideraban tan solo una manera de acceder un trabajo fijo? ¿Había baristas que habían reincidido?

En mi siguiente visita, por desgracia, no encontré a Eva. Según Ethan se había ido a trabajar temporalmente en otra sucursal; él, sin embargo, acordó charlar conmigo al terminar su turno. Cuando volví al final de la tarde anunció que no podía quedarse porque tenía un compromiso urgente. Le pedí su celular, pero no me lo dio, quizás con razón ahora que lo pienso. Y ahí empezó la odisea…

Día tras día Ethan —siempre cordial, siempre solícito, siempre amigable— producía una nueva disculpa. Me juraba hacerlo esa misma tarde, al día siguiente, en nuestra próxima visita con los perros o durante el fin de semana, sin que ocurriera nada. Finalmente le pregunté si le resultaba más fácil contestar las preguntas por escrito, cuando tuviera tiempo y, por supuesto, sin apuros. Le pareció perfecto. Pasaron las semanas, Eva regresó, pero ella se unió al festival de procrastinación: que por favor le diera unos días, que mañana con toda seguridad, que el miércoles siguiente…

Bolsas de café de Redemption Roasters

Por esos días, Anthony visitó otra local de Redemption cerca de su oficina en Islington y decidimos probar suerte allá. Es un local mucho más grande, con más empleados e incluso una administradora que se mostró muy entusiasta. Eso sí, prefería el cuestionario, pero se lo entregaría al mejor de sus baristas para que lo rellenara o —si lo prefería— hiciera una cita conmigo. Regresé el día señalado. La administradora no estaba. El supervisor, un muchacho muy joven, de cabello leonino, brazos tatuados y uñas pintadas de negro, me dijo que estaba de vacaciones y, crucialmente, que nadie sabía de la existencia del cuestionario…

En ese instante entendí, o creí entender, lo que ocurría. Los baristas de la cadena parecían compartir una suerte de omertá, si no pactada al menos implícita, un código de silencio que los protegía de la curiosidad ajena. La eterna procrastinación era una manera amable de negarse, de dejar una puerta entreabierta que no iba a abrirse jamás del todo.

¿Y quién puede culparlos?

A pesar de sus habilidades, de su perseverancia y de su voluntad de integrarse, todavía deben sentir el estigma del presidio como un tatuaje en la frente que no pueden borrar a pesar de todos sus esfuerzos. A fin de cuentas, como señalan las estadísticas, un prontuario es siempre un obstáculo, a menudo insuperable. Muchos empleadores no se sienten capaces de asumir el riesgo de contratar a un expresidiario y los que lo hacen —como en el caso de Redemption, cuya función benéfica es también parte de su “sello” comercial— no pueden evitar que los clientes miren de manera diferente a sus empleados. Es más, puede ser parte de la “atracción”, el gancho para atraer una clientela “progresista”. Esa mirada es casi siempre positiva, pero eso no evita que los baristas se sientan expuestos al impúdico escrutinio de liberales (como yo, sin ir más lejos), cuya actitud y buenas intenciones a veces pueden rozar el paternalismo, la condescendencia e incluso el fisgoneo.

Es por eso que la palabra “redención” en el nombre de la cadena, con sus connotaciones mesiánicas, puede resultar problemática. ¿Quién redime a quien? ¿Los redime el apoyo de sus patrones? ¿Se “redimen” los presos a sí mismos por aceptar la instrucción y el trabajo? ¿Es la oportunidad misma la que los redime? El balance de poder está de alguna manera sesgado, a pesar de las buenas intenciones.

Durante la pandemia y el primer confinamiento Redemption Roasters, como miles de negocios alrededor del mundo, se vio obligado a cerrar. La producción de café tuvo que detenerse por completo porque las autoridades se vieron obligadas a aislar a los prisioneros y cerrar la planta de tostado para evitar el contagio masivo. Las tiendas dejaron de funcionar y los empleados fueron suspendidos hasta nueva orden. Sin embargo —y eso dice bien de ellos— Dubiel y Rosner se mantuvieron en contacto con todos durante el confinamiento, establecieron un fondo especial de ayuda para compensar la falta de ingresos de los más necesitados, y organizaron encuentros por Zoom que incluían juegos y concursos para mantener los ánimos en alto.

Entrada al café en King’s Cross

Tal vez por eso es que la palabra redención está siempre en los labios de Darren, el personaje emblemático de Redemption Roasters y de alguna manera su vocero. Darren es un hombre maduro, con rastas y dientes de oro que desde joven cayó en un vertiginoso vórtice de reincidencia del que, según él, Redemption Roasters (y su iglesia local) lo han rescatado. Lo que más aprecia es el contacto diario con sus compañeros y, en especial, la posibilidad de socializar con clientes, muchos de los cuales son habituales y —un poco como Eva y Ethan para nosotros— compinches, aunque nunca lleguemos de veras a conocernos los unos a los otros. Darren lo pone de manera cristalina: “Por fin me siento parte de la sociedad”. En otras palabras se siente humano, con trabajo, un salario, una rutina y un lugar para vivir, que es lo mínimo que un ser humano debe tener. ¿Qué importa entonces el término que use para explicar la libertad que ahora siente y antes nunca tuvo?

Nunca pude preguntarle a Eva o a Ethan por los días inciertos de la pandemia. De hecho, nunca llegué a preguntarles nada de lo que quería. Y ahora me alegro. Me alegro de que, como todo ser humano, conserven parte de su misterio, un misterio que se puede intuir pero que nunca se revelará del todo.

Si leyeron el cuestionario —y estoy seguro de que lo hicieron— espero que entendieran que mi curiosidad no era morbosa ni intrusiva, sino una manera de acceder a su historia para demostrar que la rehabilitación (no la “redención”) es más importante que el castigo. Si lo he logrado sin que abrieran la boca de alguna manera me satisface, porque quiere decir que recibí el mensaje: a ellos ya no les interesa el pasado, solo el futuro. Y con razón: la vida, para ellos, apenas comienza.

 


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