—36 dólares —dice el hombre de uniforme en un inglés chapurreado, mientras hace alarde de una actitud altiva inversamente proporcional a su cargucho y su anatomía de botijo. Se hincha como un pavo sin plumas, como todos los don nadie atiborrados del poder artificioso que les confiere un carnet de funcionario y una pistola anudada al cinturón. No hay nada más peligroso que darle autoridad a un analfabeto. Y, ojo, los analfabetos también ostentan títulos universitarios, si no que se lo digan a varios de nuestros ilustres políticos hoy de actualidad. Escribió Giovanni Sartori, un sabio entre los sabios: “un analfabeto puede tener opiniones firmes, pero difícilmente tendrá opiniones basadas en la información”. Pues eso: un analfabeto integral.
—Aquí pone que son 35 —le contesto mientras señalo una tabla colgada al lado del mostrador con los precios de las visas en función de las nacionalidades. Ahí, bien grandote, bien a la vista de cualquiera que tenga ojos en la cara.
—36 —insiste impasible y me quita la mirada.
—No entiendo. Ahí pone que son 35 —replico mientras rescato la poca paciencia de la que carezco por naturaleza. Cruza los brazos formando una x y me clava sus ojos amenazantes.
Le pago los 36 dólares de mala gana y espero sentada a que me llamen del siguiente mostrador para devolverme el pasaporte con la visa y el sello de entrada a Laos.
Me llaman del siguiente mostrador. Esta vez es una doña nadie con ínfulas de ministra de Defensa. Otro recipiente de barro con ojos y arrogancia desmedida.
—Dos dólares —me indica mientras sujeta mi pasaporte desde el otro lado de la mampara transparente. No tiene intención de dejarlo marchar y dejarme a mí llegar a Laos sin cobrar la coima.
—¿Cómo que dos dólares? A tu compañero ya le he pagado un dólar de más.
—Dos dólares, sostiene indolente.
Cambio de táctica: saco a relucir mi cara de cordero degollado que tantos años me ha costado perfeccionar y no siempre me proporciona los resultados esperados. Pero bien podría servirme de algo en esta ocasión… Si estuviera jugando al poker, sería algo así como un ‘all in’ suicida, porque ella no tiene nada que perder y toda la facultad para dejarme varada en tierra de nadie.
—Solo me queda un dólar —le muestro el billete, aunque no es cierto y continúo con la cantaleta—: Había guardado dos dólares de más —ya me habían advertido sobre el proceder corrupto de las autoridades laosianas antes de cruzar la frontera desde Camboya—pero tu compañero se ha quedado con uno y solo me queda otro. ¿Cómo arreglamos?”.
Llegamos al clímax de la trama: el todo o la nada, donde se decidirá quién es protagonista y quién personaje secundario y hasta aquí llega su papel en el largometraje de producción ‘indie’ que me acabo de inventar. Adopto una actitud sumisa, subordinada y vasalla. Le hago creer que mi miserable existencia depende de su magnanimidad divina y todopoderosa. Clavo mis ojos acongojados en los suyos: ‘All in’.
—Está bien —contesta como perdonándome la vida. Estampa el sello de salida en mi pasaporte y me lo devuelve. Le entrego el dólar, solo uno. Yo pierdo, pero ella no gana.
No hay nada más peligroso que darle autoridad a un analfabeto. Y, ojo, los analfabetos también ostentan títulos universitarios, si no que se lo digan a varios de nuestros ilustres políticos hoy de actualidad.
Al otro lado de la frontera me esperaba Silvia, una italiana de veintitantos años, diminuta y arrolladora, que está completando el mismo trayecto que yo, marcada como el ganado con una nariguera que, inexplicablemente, le favorece. Me cuenta que ella, como el resto de extranjeros ahí presentes —un par de franceses, un par de daneses y otro combo de británicos con cara de británicos—, sí han cedido a las exigencias y han aflojado la cartera. Se aprecia el enfado. Por supuesto, un dólar más, un dólar menos, no marca la diferencia para quienes tenemos la fortuna de medir el coste de la vida en euros. En cambio, para ellos, supone hacerse con un buen botín teniendo en cuenta que el salario mínimo nacional de Laos es de unos 116 dólares mensuales. Sin entrar a valorar lo miserable de esta cifra, lo que ofende en lo más profundo es el trasfondo detrás de su conducta: el abuso de autoridad, el ninguneo, la soberbia que practican las gentes con uniforme que, creyéndose con la potestad de pasar por encima de quien sea, usan su condición a discreción. Pero ninguna autoridad está legitimada para abusar de la gente. Que nunca, nunca, nunca se nos olvide: la autoridad está para velar por la gente. Y, como mínimo, para no robarnos, no matarnos, no masacrarnos.
Cambio de táctica: saco a relucir mi cara de cordero degollado que tantos años me ha costado perfeccionar y no siempre me proporciona los resultados esperados. Pero bien podría servirme de algo en esta ocasión…
Alcancé Don Det, una de las cuatro mil islas que comprenden el archipiélago de Si Phan Don, desde la ciudad camboyana de Siem Riep. Dos puntos geográficos separados en el papel por unos 200 y pico kilómetros de distancia, pero irreales en la práctica, y un paso fronterizo donde me sucedió la anécdota que acabo de relatar. Llegar hasta ahí me tomó una jornada entera y varios medios de transporte: dos furgonetas saltimbanquis, una camioneta descubierta levantapolvo, un tramo a pie soportando el peso del niño obeso que es mi mochila y una embarcación lánguida de bambú, a rebosar de almas para sacar la mayor tajada posible del trayecto.
La isla —fluvial— de Don Det, rodeada por las aguas traslúcidas del río Mekong a su paso por el sur de Laos, es un cachito de paraíso en la tierra aún sin desbaratar por el turismo masivo, aunque poco le falta. El país entero, en realidad, es todavía un oasis entre tanto lugar común, porque ya no hay nada menos genuino que viajar. Durante décadas, los trotamundos han favorecido otros destinos de la región como las vecinas Tailandia o Vietnam, que reciben millones de turistas al año. El por qué Laos todavía no sucumbe a nuestra presencia en manada tiene una razón de ser: el país no tiene salida al mar, encajado como está en el interior de la península de Indochina y, por lo tanto, carece de playas de corriente salada y palmeras con cocos al estilo tailandés o vietnamita, las estrellas de la corona. Laos es la Cenicienta del cuento y espera paciente su turno para desatar el fervor turístico que la despoje de su esencia primigenia pero, a cambio, traiga eso que llamamos progreso. Si me preguntan a mí, una civilización no debería jamás desvalijarse, ni tampoco arrasarse ni mucho menos violentarse. Pero el progreso como salvación nos corresponde a todos, así sea voraz y arrample con las tardes somnolientas de antaño.