Que se me llene la cara de manchas es cruel, que se me arrugue el culo, que se me caigan las tetas, que mi escote pierda esta galantería que tiene y que me encanta, porque cuando uso una remera suelta y profunda parece infinito, es devastador. Quedarme sin dientes, perder fuerza, volverme lenta es cruel. Que nadie tenga muchas ganas de escucharme, que lo que pienso deje de importar, quedar afuera.
Por eso yo niego mucho el paso del tiempo. Soy bastante negadora en general. El otro día le escribí a una amiga que soy negadora por naturaleza y necesidad. Nos vimos por última vez en febrero, esa noche en que esperábamos una pizza en el jardín de la casa de su infancia. Justo me había prendido un cigarrillo cuando le dije que no había que preocuparse por eso del brote de coronavirus y hoy escribo desde el encierro. Pero también soy negadora porque siempre que camino por la calle y veo a un adolescente vestido con el uniforme del colegio lo miro como si aún pudiera. Como si fuésemos pares. Este año se cumplen veinte años desde que terminé la secundaria y sin embargo me cruzo a un pibe repleto de granos, con el pelo sucio en mechones, una camisa blanca algo abierta, la corbata mal puesta, la carpeta negra bajo la axila y lo miro. A los ojos. A la cara. A la boca. Lo miro hasta los pies. Con ganas. Soy negadora porque me convenzo de que aún puedo eso mismo que podía hace décadas. Tengo un jean que me calza hermoso desde 2001 y creo que con eso basta pero aunque la tela no se haya descuartizado de tanto invierno es mi cuerpo el que se magulló por dentro y vive así, como embalsamado. Con la altanería de ese porte que se fue y la luz de una laca artificial. Mi cuerpo, la cintura chica y las rodillas anchas, mi cuerpo, las marcas en las piernas por caer al saltar baldosas, mi cuerpo, ese cobarde, mi cuerpo, seco. Y yo, empecinada. El otro día esta amiga a la que confesé que niego porque no tengo otra opción me mandó un video de una cantante diez años más joven que las dos y me pidió, para reírse un rato, que me filmara imitando los movimientos, una coreografía que duraba segundos en la que tenía que agacharme con las piernas bien abiertas y lo hice pero muy lento y cuando tocaba levantarme me tuve que apoyar en la pared. Qué bronca cuando me duelen los huesos. No entiendo por qué me hago la pendeja. Si hubiera vivido en la Edad Media esto seguro no me pasaba. Qué época. La vida era vida pero duraba menos. La juventud era más corta. La vejez era más corta. La gente nacía, vivía un poco y listo. A los 16, casados, adultos, como Romeo y Julieta, que son de la Edad Moderna pero igual. Y si había que morir, se moría. La peste, un disparo, el hambre, la guerra. O cuestiones simples. La tiranía del discurso médico vino después. Con sus cosas. Con las buenas y las otras.
Este año se cumplen veinte años desde que terminé la secundaria y sin embargo me cruzo a un pibe repleto de granos, con el pelo sucio en mechones, una camisa blanca algo abierta, la corbata mal puesta, la carpeta negra bajo la axila y lo miro. A los ojos. A la cara. A la boca. Lo miro hasta los pies. Con ganas.
Recuerdo la tarde en la que mi hermano llegó al departamento del conurbano bonaerense en que vivíamos con nuestros padres con una remera beige que en el pecho tenía una foto del cantante de grunge Kurt Cobain y en la espalda una del cuartetero cordobés “El Potro” Rodrigo Bueno. Mi hermano, cuatro años más que yo, siempre fue una cosa extraña para mí, pero ese día entendí algo, o lo entendí un poco, cuando al verlo me dijo que se había hecho la remera porque Cobain y Rodrigo habían tenido la misma suerte, morir a los 27, y aunque sé que no dijo “suerte” por “buena suerte” sino por “destino”, me quedé pensando e incluso hoy pienso en esa idea de morir con suerte o por suerte. Yo podría haber muerto un par de veces ya. No en pleno éxito como le pasó Cobain, ni en el trayecto entre un recital y otro, como le pasó a Rodrigo, pero sí en un buen momento. Hubiera podido morir en mi infancia, en la costa, en una de esas noches en que me dejaban tomar un helado de dulce de leche y frutilla a la crema en Massera. Hubiera podido morir a los 12, cuando mi madre me llevó junto a mis amigas las mellizas a ver Jugate conmigo al teatro. Hubiera podido morir en la clase de gimnasia artística, aquella tarde en que di una vuelta atrás en el aire y volví al suelo perfecta, como si no me hubiera alejado nunca. También cuando Diego Torres me firmó un autógrafo que ya perdí o esa madrugada en el pórtico de una casa abandonada mientras besaba a un chico por primera vez. Ahí estaba yo, como Cleopatra pero en Lomas de Zamora. La reina de los besos con lengua. Hubiera podido morir cuando me dieron el diploma de la facultad y me di cuenta de que no tenía que volver a pisar ese sitio. O aquel enero en que me emborraché tanto que lo olvidé o la primera vez en que mi novio me llamó por teléfono. Hubiera podido morir en cualquiera de los aviones a los que me subí con él, justo en el momento en que me tomaba de la mano porque estábamos por despegar. Por eso, si de ahora en más la edad promedio para morir son los 60 años, yo me puedo habituar. No me molestaría. Pero no quiero morir a los 62 y que todos digan que morí joven. Quiero ser vieja antes para ser vieja pero no decadente, para no ser mi abuela, que tuvo que vivir hasta los 96.
Si hubiera vivido en la Edad Media esto seguro no me pasaba. Qué época. La vida era vida pero duraba menos. La juventud era más corta. La vejez era más corta. La gente nacía, vivía un poco y listo. A los 16, casados, adultos, como Romeo y Julieta, que son de la Edad Moderna pero igual. Y si había que morir, se moría.
Estoy sentada en el living de casa. Escribo en la computadora, sobre la mesa que heredé de ella. La madera está marcada. Tiene cortes, rasgaduras. Me gusta tocarla. Mi abuela, la voz aguda, las noches en ruleros, las caderas amplias, las piernas envueltas en medibachas y la alianza de oro oculta por los pliegues en el dedo anular, nunca fue una mujer delicada. Siempre que podía comía papas fritas, le convidaba al perro, le ponía azúcar negra al yogur de vainilla y cuando se hacía sopa de verduras agregaba en secreto dos cucharadas de mayonesa. Mi abuela cocinaba tortas rellenas de dulce de leche y las decoraba con crema batida, chocolatada en polvo y bombones en los bordes para disfrazar la torpeza y estaba enamorada de mi nombre. Los atardeceres que pasaba a su lado me arropaba entre sus brazos y cantaba lento aquella canción que también me recitaba el verdulero de su barrio: “Ay Dolores, Dolores, Dolores, eres más linda que todas las flores. Ay Dolores, Dolores mía, con ti he soñado toda mi vida”. Y sin embargo, durante los últimos siete meses de su vida, cada vez que me vio me dijo Lucrecia.
Mi abuela falleció a los 96 el 20 de junio de 2012. Nueve años antes se había quebrado el fémur en una caída. Le había ido a abrir la puerta a una vecina que la visitaba para tomar unos mates y tropezó con una silla. La operaron de urgencia y mi madre decidió que ya no podía dejarla vivir sola. Se mudó con ella, con mi padre y conmigo al departamento del que mi hermano ya se había ido. Los primeros dos años la cuidamos los tres. Fue duro. Había días en los que no hacía más que dormir. Otros en que se agarraba el vientre y pedía por favor volver a su casa. Alguna tarde nos reímos de alguna anécdota. Me costaba entenderla porque a todo le decía “cusifai”. “Nena, dónde está el cusifai. Nena, pásame el cusifai”. Se enojaba si mi madre salía. Ella no podía salir, porque apenas caminaba, y no quería que ninguno de nosotros lo hiciera. Exigía que todo sucediera allí, con ella. Tampoco miraba televisión. Solo si pasaban Mujer bonita o Sabrina. Una vez le dije que podía llamar por teléfono a alguien, a alguna amiga, y contestó que ya no tenía a quién llamar y dos años después me fui. Pero regresé cada fin de semana. Para que sintiera que aún formaba parte. Hasta que un diciembre se olvidó de todo. Incluso de mi nombre. Entonces mis padres la internaron en un geriátrico y yo la visité los lunes y al verme esos mediodías alzaba la mirada y decía con una inocencia que no volvió más: “Lucrecia, viniste”. Así, a mis 29, mi abuela me borró de su historia pero yo la abrazaba sin que me importara. Cerraba los ojos para ignorar su olor rancio, su baba entre los dientes, el cuerpo que le sobraba, las verrugas nuevas, y la apretaba. Había días en que sentía que se iba a quebrar así, ahí, en mis brazos, en medio de ese amor que yo quería que volviera a ser el de antes. Muchas veces le deseé la muerte. Por ella y por mi madre. Que lleva su nombre. María Elena. Que estaba resignada, cansada, devastada de hacerse cargo. Y de verla, porque mi abuela no hacía casi nada. Se levantaba, tomaba un té con galletas sin sal, se dormía, almorzaba, comía pollo sin piel y zapallo, se sentaba en un sillón, la sentaban, tragaba las pastillas que le daban, miraba por la ventaba, se quedaba dormida, tomaba otro té, quizá con limón, esperaba, se dejaba limpiar con paños, comía otra vez, ahora una sopa para no tener que usar la dentadura postiza, y se acostaba. La acostaban. En una habitación que compartía con una señora a la que no había visto jamás. Hasta que se dormía y lo volvía a hacer. Como en las pesadillas. Mi abuela murió una mañana. De vieja. Se le paró el corazón.
Así, a mis 29, mi abuela me borró de su historia pero yo la abrazaba sin que me importara. Cerraba los ojos para ignorar su olor rancio, su baba entre los dientes, el cuerpo que le sobraba, las verrugas nuevas, y la apretaba.
La piel también dice basta. La piel, que nace tan altanera, con el futuro por delante, con la certeza de aquello que cumple su función con hidalguía, al final renuncia, se resquebraja, se repliega en pequeños lunares rojos que avisan, que alertan: acá se perdió mucha sangre. Al final la piel se contrae en arrugas que se cruzan, que dejan al descubierto el vacío. La piel decrépita, como la prueba, la evidencia. El verdín en las rocas de tanto mar. La piel obsoleta. Ese punto que marca que ya todo pasó a estar del otro lado. Como si la vida o lo bueno de la vida tuviera bordes. ¿Quién canta para los de 77? ¿Cuántas publicidades están dirigidas a los viejos? ¿Y la ropa? A mí me encanta Rapsodia, pero si me visto a los 81 con un top bordado y unos pantalones de seda traída de la India me voy a sentir ridícula. Y si no puedo vestirme como quiero, bueno, tal vez mejor no hacerlo.
Mi abuela pasó años vestida con enaguas. Nunca olvidé la primera vez que le puse la chata. Estaba recién operada del fémur. Me impresionó verla tan desnuda. Y me miró tan linda desde el otro extremo de su cuerpo. Me pidió perdón y me dijo que me quería mucho. Se puso a llorar porque se acordó de que me había cambiado los pañales y le dio vergüenza. Vivió mucho tiempo con vergüenza. Se acostumbró a la vergüenza. Ella. Mi abuela. Que se llamaba María Elena, como mi madre, que odiaba llamarse así. Ella, mi madre, que me puso por nombre Dolores a gusto pero para mí por más. Por rebeldía y por libertad. O por ilusa. Para romper el ritmo, el devenir. Para salvarme. Como si el gesto bastara y destrozara aquello que siempre creyó insufrible. La herencia, la herencia, la sangre, los años, el futuro, la vejez, el castigo. Pero no. No se puede. No hay salida.
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