Tenía razón. Vivir tantos años es casi una obstinación familiar: tengo tres abuelos vivos de los cuales el más joven tiene noventa. El único que murió es mi abuelo paterno, el que fuimos a visitar ese día al hospital, aunque mucho tiempo después y a los ochenta y nueve. De todas formas hasta aquel día mi abuelo ni siquiera me parecía viejo, aunque tenía ochenta y dos años, porque no tenía esa fragilidad que yo asociaba a la vejez: no daba la sensación de estar todo el tiempo a punto de quebrarse. Al contrario, era una especie de déspota omnipotente: la mandíbula poderosa como un alicate, la voz ronca como salida de los confines de la Tierra, la capacidad mafiosa de generar un silencio en una sala repleta con un ademán del dedo índice.
Sin embargo, cuando entré a esa habitación de hospital y lo vi temblando entre sábanas manchadas, prácticamente incapaz de comer o ir al baño por sus propios medios, me pareció tan poca cosa. Aunque se recuperó y a los pocos días volvió a ser casi el mismo déspota omnipotente que antes, yo entendí que mi abuelo era irremediablemente viejo: no tenía nada, lo habían internado por una gripe que a un joven no le hubiese hecho ni cosquillas. Y si la vejez podía dejar así a un tipo indestructible como él, el resto de los mortales no teníamos ninguna chance.
En esa habitación de hospital tuve mi primer encuentro con la vejez. Estaba delante de mí y era como una bruma muy liviana, muy suave, que avanzaba despacio y envolvía a mi abuelo y lo iba descomponiendo de a poco. Ese día noté también por primera vez que mi padre era muy parecido a mi abuelo. Nos vi a los tres varones, abuelo, padre, hijo, como desde afuera, y entendí que tarde o temprano esa bruma ligera lo envolvería a mi padre y luego a mí. Además entendí –creo que es lo que mi padre me había querido decir– que cuidar a los viejos es un fastidio pero también es algo que hay que hacer. Después mi abuelo nos pidió que nos fuéramos porque quería leer el diario tranquilo.
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La hipertensión de mi otro abuelo, el padre de mi madre, es inapelable como las leyes de la física. Tiene noventa y desde hace cuatro o cinco años su organismo funciona con una precisión asombrosa: si come algo salado, termina internado en el hospital. Lo saben los médicos, lo sabemos sus familiares y él también lo sabe porque cada vez que come alimentos salados experimenta unos ataques espantosos: le dan migrañas, se marea, se ahoga. Sin embargo, no menos de dos veces por mes el hombre come algo que no debe –fiambres, aceitunas, incluso llegó a probar con anchoas– y luego se sienta a esperar que llegue el ataque.
Lo que ocurre después es siempre igual: mi abuelo se asusta –muchísimo– y llama a mi madre, que deja cualquier cosa que esté haciendo y corre, furiosa, a llevarlo al hospital. En el camino mi abuelo muestra un arrepentimiento genuino no sólo por la molestia causada sino porque realmente tiene mucho miedo de morir. Una vez que los médicos logran estabilizarlo, mi madre se enfurece aún más y enarbola un discurso que puede resumirse en dos preguntas bastante retóricas: ¿por qué sos tan egoísta? ¿por qué me hacés esto (a mí)? Pero mi abuelo, ya recuperado, ahora tanto o más furioso que mi madre, siempre contesta y su respuesta es siempre la misma:
–Soy un adulto. A mí nadie me va a decir lo que tengo que comer.
Y esa respuesta enloquece a toda la familia: a mi madre, a mi tío, a mis primos. Los entiendo, sé que quieren lo mejor para él y que además tener que salir corriendo al hospital es un verdadero incordio del cual yo ni siquiera me ocupo. Pero a veces reaccionan con tanta saña que se torna difícil saber si lo están cuidando o si sencillamente no toleran la desobediencia: a veces me parece que lo único que quieren es controlarlo o incluso castigarlo. Es una actitud que he visto en muchos padres con sus hijos pequeños: lo que hacen por su bien se parece bastante a la crueldad. A mi abuelo para protegerlo lo amenazan, le allanan la heladera en busca de alimentos con sal, le revisan los placares mientras él los mira lleno de impotencia, sentado al borde de la cama con los ojos cargados de una ferocidad contenida.
Es cuestión de tiempo –dos o tres semanas, cuatro con suerte– para que vuelva a pasar lo mismo. Para todos es un misterio qué es lo que lleva a mi abuelo a arriesgar su vida con cada feta de jamón crudo. Yo sé que él no se quiere morir: no es esa su motivación, me ha dicho muchas veces que le gusta su vida, que quiere a su mujer, a sus hijos, a sus nietos. Tampoco está senil: es viejo, muy, pero comprende las consecuencias de sus actos. Pensar que lo hace porque le gustan demasiado las anchoas no tiene ningún sentido. Están todos tan enojados que no logran escucharlo, pero él lo explica una y otra vez.
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Tengo entendido que mi abuela materna se volvió razonable de vieja, o al menos eso es lo que yo creía hasta hace poco. Aunque reconocen que es una abuela dulce y tierna, mi madre y mi tío dicen que fue una madre salvaje. No tengo ningún motivo para desconfiar de las historias que cuentan, pero lo cierto es que me resulta muy perturbador aceptarlas. Lo peor no son los golpes que dicen que les daba, que en definitiva nunca llegaron a dañarlos con seriedad y además supongo que a principios de los años sesenta pegarles a los niños era una pedagogía bastante aceptada socialmente, sino el clima de locura en el que fueron criados. Crecieron en una casa oscura y mal ventilada del barrio de Florida, con pisos de mosaicos helados que mi abuela enceraba todos los días con la avidez desbocada de quien escarba una picadura hasta desgarrar la piel. Después del encerado nadie podía pisar los mosaicos y como mi abuela enceraba todos los días y los mosaicos ocupaban toda la casa, mi madre y mi tío pasaron buena parte de su infancia en las calles de ese barrio suburbano o en la casa de una vecina que los crió como si fueran sus propios hijos.
Vivir tantos años es casi una obstinación familiar: tengo tres abuelos vivos de los cuales el más joven tiene noventa.
Me contaron mi madre y mi tío que mi abuela además padecía una hipocondría severa que era tratada por un psiquiatra con un cóctel de drogas llamado cura de sueño, que en aquella época ya era desaconsejado por buena parte de la psiquiatría y que ahora directamente está prohibido. A grandes rasgos, consistía en provocar el sueño del paciente con una finalidad terapéutica mediante la administración de un hipnótico durante varios días. La persona debía permanecer en un estado de sueño durante veinte horas al día, dos semanas consecutivas, varias veces al año, de manera que mi abuela pasaba semanas en un estado de semiinconsciencia, sin salir de la cama y con un pañuelo anudado en la cabeza –no sé bien cuál era la finalidad del pañuelo, pero esa es la imagen que me transmitieron. Cuando estaba despierta, enceraba.
A los golpes, al encerado maniático de los pisos, la hipocondría y el tratamiento psiquiátrico ominoso se sumaba un esoterismo ecléctico que articulaba prácticas como la astrología, la consulta a brujos o adivinos, la lucha contra el mal de ojo y el encendido de velas de shabat los viernes por la noche. Desconozco qué rol ocupaba mi abuelo en toda esta situación. Intuyo que ninguno. Es decir, se pasaba el día trabajando, un poco por necesidad porque se trataba de una familia bastante humilde y un poco para escapar de esa mujer incontrolable. Sé, no obstante, que a veces se desataban peleas feroces entre ellos, que incluían gritos, insultos y reconciliaciones con encuentros sexuales de los cuales no se preocupaban demasiado por preservar –ni de las peleas ni de las reconciliaciones– a los niños.
Como fuera, mi madre y mi tío tenían muy buenos motivos para intentar permanecer en esa casa la menor cantidad de tiempo posible. Entiendo, por lo tanto, que puedan afirmar con toda justicia que tuvieron una madre salvaje. No obstante, yo debo transmitir mi visión: mi abuela es y siempre ha sido dulce y cariñosa conmigo y con mis hermanos y primos. Siempre recordó las fechas en que rendía exámenes y me llamaba para desearme suerte y aún hoy, con más de noventa años, amasa especialmente para mí unos fideos caseros que sabe que me encantan. En algún momento logró deshacerse de ese psiquiatra terrorífico y, de todas las historias que me han contado, lo único que permanece es una hipocondría casi graciosa que se aplaca sin mayores dificultades con chequeos médicos periódicos en los que alguna eminencia le asegura que se encuentra razonablemente sana y que va a vivir muchos años más. También persisten, a veces, las peleas con mi abuelo, incluso a los gritos, pero qué pareja no discute y, por lo demás, mi abuela suele decir que su marido es el amor de su vida y que si un día él se muere ella no va a tener motivos para seguir viviendo. Por todas esas razones, a pesar de que se ha ido encogiendo como un fruto seco y de que le cuesta muchísimo caminar, siempre creí que la vejez le hizo bien a mi abuela: los años le atemperaron la locura y la convirtieron en una mujer razonable, cariñosa y considerada con los demás.
Sin embargo, hace algunos meses ocurrió algo que me dejó desconcertado. Estaba tomando unos mates con mis abuelos en su casa cuando mi abuelo me contó, muy preocupado, que le estaban apareciendo cosas. Así dijo: me están apareciendo cosas. ¿Cómo que te están apareciendo cosas?, le pregunté. Aparece ropa de hombre en mi placard y no es mía, me dijo. A mí me pareció un ligero desvarío propio de la vejez, nada grave para su edad, y no le di mayor importancia. Pero él insistió, me dijo que primero le habían aparecido tres gabanes –uno, dos, tres, enumeró consecutivamente con el pulgar, el índice y el dedo medio–, después unas remeras y una bufanda. Me llevó hasta el placard y me mostró las corbatas: son diecisiete, me dijo, y yo a lo sumo tenía ocho. Efectivamente había ahí ropa que no era de él, lo cual me pareció más gracioso aún. No sé qué decirte, zeide, le contesté, habrás sufrido un robo invertido: en vez de que te sacaran cosas a vos te las pusieron. Me reí de mi propio comentario, que me pareció ingenioso, pero él estaba muy serio. Si a vos te aparecieran cosas de repente en tu placard, me dijo, cosas que no son tuyas y tampoco sabés de quién son ni por qué están ahí, ¿no sentirías que te estás volviendo loco?
Sin embargo, no menos de dos veces por mes el hombre come algo que no debe –fiambres, aceitunas, incluso llegó a probar con anchoas– y luego se sienta a esperar que llegue el ataque.
Mi abuelo estuvo preocupado por ese tema durante semanas. Cualquier conversación con él se volvió monotemática con respecto a la ropa que le aparecía en el placard. Yo conté en un asado familiar la anécdota del robo invertido y todos nos reímos hasta que el asunto dejó de ser gracioso porque entendimos que mi abuelo estaba realmente afectado. Y la ropa continuaba apareciendo.
Un par de meses antes de este episodio se había muerto el marido de la hermana de mi abuela, a quien nadie de la familia veía hacía años, y su hijo, es decir, el sobrino de mi abuela, había ido a visitarla para darle la noticia en un momento en el que mi abuelo no estaba. La hipótesis de algunos miembros de la familia acerca de la aparición de la ropa en el placard de mi abuelo es que este sobrino le había dejado pertenencias de su padre muerto a mi abuela en aquella visita y que ella las fue colocando de a poco en el placard de mi abuelo. Creo que es la única hipótesis lógica pero, aunque fuera cierta, nadie logra explicar cuál sería la motivación de esa conducta. De todas formas, ella lo negó mil veces. Muchos le creen: a mí también me resulta difícil concebir que mi abuela sea capaz de una clase de maldad tan insidiosa.
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No todo envejece igual, pero todo envejece. Desde aquella vez, cuando vi a mi abuelo en la habitación del hospital, no puedo dejar de pensar que todo está envejeciendo todo el tiempo: mi padre, mi madre, mis abuelos que aún viven, mi primita de siete años, los autos, los cepillos de dientes, las licuadoras, yo mismo. Esa bruma que vi es muy ligera, no pesa nada, pero también es implacable porque es una consecuencia del tiempo.
Veo a la vejez en todos lados todo el tiempo pero sobre todo creo que se esconde –es decir, se muestra– en los detalles más anodinos: en la falta de aliento durante un partido de fútbol que recién empieza, en las articulaciones que se inflaman ligeramente un día de humedad, en un nuevo pliegue de la piel casi imperceptible que nadie más nota.
Sin embargo, a veces veo que se manifiesta de repente, sin previo aviso. A veces no es una bruma suave que muerde la costa y enrarece el aire de a poco sino una ola que sepulta una ciudad entera, una ciudad en la que sus habitantes ya no tienen fuerzas para nadar.
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En 2013, cuando se estrenó en Argentina Amour, una película del director austríaco Michael Haneke, yo tenía veintiuno y fui a verla solo y en un horario ridículo: un día de semana, creo que lunes o martes, alrededor de las 3 de la tarde. La edad promedio de los pocos espectadores oscilaba entre ochenta años y la muerte. De hecho, dos filas detrás de mí estaban sentados Mónica Cahen D’Anvers y César Mascetti, los históricos conductores de Telenoche ya jubilados hacía casi una década, para confirmar todos mis prejuicios: era una película sobre viejos y para viejos.
Cuando la película terminó los viejos que me rodeaban, para quienes el peligro de la senilidad y la decadencia retratado en la película era mucho más inminente que para mí, salieron del cine caminando con esa marcha trabajosa propia de la vejez, siempre al borde de la catástrofe, pero dignos e imperturbables. Yo, en cambio, salí devastado, incapaz siquiera de ocultar el oprobio de las lágrimas (que se sumaba al oprobio de tener veintiún años y estar un lunes o martes a las tres de la tarde sin compañía y rodeado de ancianos; era una especie de oprobio al cuadrado). No sé por qué los demás estaban así de enteros. Tal vez estaban más habituados que yo a asomarse a esa tragedia inevitable que es el deterioro físico y mental, o quizás la vejez no fuera ese retrato desolador pintado por Haneke. No tengo una respuesta, pero sí puedo contar una escena de la película que me quedó grabada para siempre:
Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) son una pareja de burgueses octogenarios. No está dicho, pero es claro que han tenido una vida agradable, al menos en el aspecto material: viven en un departamento amplio para los estándares parisinos, con pisos de roble, boiseries en las paredes de la sala, un piano de cola, libros e incluso algunos cuadros. Son cultos, escuchan música clásica, no tienen televisión. Cuando salen, se visten de negro. Son, además, activos: no activos sexys del tipo Clint Eastwood sosteniendo una escopeta en el porche de su casa mientras fuma un cigarrillo a los ochenta y cinco años ni activos hiperquinéticos del tipo ancianos de publicidad de complejo vitamínico, sino que tienen cierta vida social, todavía asisten a algunos eventos culturales.
Una mañana, al día siguiente de haber concurrido a un concierto de un pianista joven que interpreta una pieza de Schubert, mientras desayunan en su departamento huevos duros y hablan sobre un episodio doméstico banal –un inodoro roto o un plomero que los dejó plantados por tercera vez–, Anne se queda catatónica con los ojos vacíos como de vaca desorientada en un prado interminable. Transcurren diez, veinte, treinta segundos que son eternos y la mujer no se mueve. Georges le pasa las manos por delante de la cara, le dice qué te pasa, soy yo, tu marido, estoy acá, le acaricia el pelo, pero Anne no reacciona. Anne, mi amor, por favor, qué te pasa, insiste Georges, y después moja un repasador y se lo pasa por la frente y por la nuca pero no hay caso. Anne sigue completamente perdida y el rostro de Georges atraviesa todos los estados –al estupor inicial le sigue una especie de sonrisa amargada, como si Anne le estuviera haciendo una broma de mal gusto; luego hay lástima, ternura, una mueca de desesperación– mientras ve cómo esa mujer, su mujer amada, hasta hace segundos sagaz, atractiva para su edad y autosuficiente, se ve reducida a un estado de imbecilidad bovina.
Tengo entendido que mi abuela materna se volvió razonable de vieja, o al menos eso es lo que yo creía hasta hace poco. Aunque reconocen que es una abuela dulce y tierna, mi madre y mi tío dicen que fue una madre salvaje.
Lo que hace Georges después es lo que haría cualquiera: sale de la cocina, se pone el primer pantalón que encuentra y se prepara para llevar a Anne al hospital. En el apuro, se olvida de cerrar la canilla que abrió para humedecer el repasador. Mientras se cambia en su habitación, escucha el chorro de agua que golpea, lejano e insidioso, contra la bacha de la cocina. Hasta que el ruido se detiene de repente y ese silencio es bastante parecido a la esperanza: en la casa no hay nadie más, de manera que la única explicación lógica es que Anne hubiese logrado salir de su letargo y cerrar la canilla. ¿Anne? ¿Anne, sos vos?, pregunta Georges mientras camina nuevamente hacia la cocina. Cuando llega, encuentra a su mujer untando una tostada con dulce.
–Dejaste la canilla abierta –dice ella con el tono de ligero reproche con el que cualquiera le diría a su pareja que dejó la canilla abierta.
Georges no lo puede creer. Le pregunta si es una broma y Anne le contesta qué broma y Georges le dice por qué no reaccionabas, me asusté mucho, y Anne le dice de qué estás hablando, y Georges le dice estabas ahí sentada mirando el vacío, y Anne le dice no puede ser, y todo resulta insoportable porque ambos tienen razón. Es decir, en el nuevo mundo de Anne, un mundo regido por una realidad claudicante en el que pasará cada vez más horas, nada de todo eso ocurrió.
Hasta que Georges la confronta con un argumento que no puede ser más contundente:
–Tocá tu cuello, todavía está húmedo porque te pasé un repasador mojado para despertarte.
Y Anne, ya un poco más espabilada, se toca el cuello y nota que efectivamente está húmedo. Uno puede ver cómo su vida entera vacila en ese preciso momento: nunca volverá a ser la misma después de no entender cómo ni cuándo llegaron esas gotas de agua a su propio cuello.
Anne ha comenzado un proceso degenerativo inexorable, pero también atraviesa intervalos de una lucidez escalofriante. En uno de esos intervalos le dice a Georges que le prometa una cosa. Qué cosa, le dice Georges. Que nunca más me vas a llevar a un hospital. ¿Qué?, le pregunta Georges aunque escuchó perfectamente. Sabe que para una mujer tan enferma no pisar más un hospital puede significar una sola cosa. Anne no le responde a esa pregunta, no le repite el pedido. Sólo le dice que se lo prometa: prometémelo. Después también le dice que no tiene razón para seguir viviendo. Sé que sólo voy a empeorar, dice. ¿Por qué voy a causarnos esto?, dice. No hay dramatismo en sus palabras. Es seca y racional.
Al final, en un último gesto de amor, Georges la ahoga con una almohada en la cama y Anne sacude los pies hasta que se queda quieta, como reposando.
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Mi abuela paterna es una mujer muy dócil que hace todo lo que le dicen. Vive en un departamento muy amplio en Recoleta, con pisos de roble y boiseries en las paredes y una biblioteca grande y varios cuadros. Durante mucho tiempo tuvo abono en el Colón. Pero ahora tiene noventa y un años y un Alzheimer bastante avanzado y casi no sale de ese departamento tan grande en el que vive con un caniche que se llama Yuyito y una mujer que la cuida y hace las tareas del hogar. La mujer es paraguaya y se llama Carolina pero nadie le dice Carolina sino Caroli. Siempre me intrigó ese apodo: nunca conocí una Carolina a la que llamaran Caroli.
Mi abuela no tiene ningún recurso para defenderse y si algo pasara en esa casa, algo malo, un abuso de cualquier tipo, nadie se enteraría. Pero Caroli la trata con muchísimo amor, más amor que sus propios nietos. Hay algo magnífico de Caroli y es que no es condescendiente con ella ni le habla como si fuera un bebé. Además Caroli conoce como nadie el cuerpo de mi abuela y sabe que tiene que tomarla con suavidad porque su piel y sus huesos son muy frágiles. Pero también sabe que a veces es mejor usar un poquito de fuerza: para ayudarla a levantarse de la silla, por ejemplo, es mejor tomarle el brazo con firmeza que ir de a poco. Si alguien intenta ayudar a mi abuela a levantarse de la silla con suavidad, probablemente la lastime más y la obligue a hacer un esfuerzo demasiado grande. Caroli también la cambia y la baña y la peina y le pone los ruleros. Mi abuela siempre fue una mujer muy elegante. Hace poco me preguntó algo acerca de Sophia Loren y yo le mostré en el celular fotos actuales y me dijo que la estaba cargando, que esa mujer llena de arrugas no podía ser de ninguna manera Sophia Loren y que le dejara de hacer bromas porque no le gustaban.
Mi abuela es dócil pero a veces desconfía y se enoja mucho. Una vez le dijo a mi padre que él no era su hijo, que era un impostor que se estaba haciendo pasar por su hijo. Ese día lloré, creo que más por mi padre que por ella. Otro día dijo que no sabía si su vida era real o si era todo un sueño, que no sabía cómo hacer para distinguirlo.
Ahora ya no tiene intervalos de lucidez. No recuerda prácticamente nada de su pasado, no espera absolutamente nada del futuro: la vida de mi abuela es un puro presente. Pensé en esto hace poco, cuando intentaron venderme un cuadrito que decía “Vive el momento. Sólo este momento es la vida”. Me anoté la frase y después la releí muchas veces y pensé varias cosas. Pensé en ese uso imperativo de la segunda persona. Pensé: no voy a permitir que un cuadrito me diga cómo vivir. Y pensé: ¿por qué me habla de tú? Pensé en los artificios del lenguaje: pensé que debe ser porque la misma frase tuteada suena más introspectiva y profunda que voseada. Y pensé en mi abuela y en todos esos discursos new age que mandan a vivir en presente. Pensé: pobres, no tienen idea de lo que dicen.
Imagino a veces a mi abuela como una habitante de Alphaville, la ciudad de la película de Godard que lleva ese nombre, en la que el tiempo se ha detenido y solamente existe el presente. A los habitantes de Alphaville les ha sido borrado de sus mentes todo rastro de pasado o proyección de futuro, son seres que viven sin recuerdos ni anhelos: un abismo difícil de imaginar para quienes gozamos del privilegio de la memoria.
Mi abuela es dócil pero a veces desconfía y se enoja mucho. Una vez le dijo a mi padre que él no era su hijo, que era un impostor que se estaba haciendo pasar por su hijo. Ese día lloré, creo que más por mi padre que por ella.
Mi abuela habita ese presente eterno e insondable: su vida se reduce al acto puro, a la fugacidad del instante: cortar una naranja, cepillarse los dientes, mirar un pájaro que levanta vuelo del otro lado de la ventana. Una vez concluido, el acto deja de existir y queda perdido para siempre.
Eso no quiere decir que todo dé lo mismo, que sea igual tratar bien a mi abuela que tratarla mal. No es lo mismo visitarla que no visitarla, hablarle que ignorarla, mirarla a los ojos que estar contando los minutos para irse. Mi abuela incluso puede disfrutar de algunas cosas, y cuando eso ocurre se le nota en la cara. Disfruta de verlo a mi padre, por ejemplo. Cada vez que él atraviesa la puerta, a ella se le dibuja una sonrisa. También disfruta de ver a sus nietos. Aunque con frecuencia no nos reconozca, nos saluda con alegría, nos dice qué bueno que viniste. Todavía puede distinguir si la persona que tiene enfrente es una persona a la que alguna vez quiso.
Entiendo que son características muy comunes a todas las personas que sufren Alzheimer. No creo que en ninguna otra enfermedad los enfermos se parezcan tanto: sería absurdo decir que todos los diabéticos o todos los asmáticos comparten algo en común más allá de los síntomas que padecen. Pero el Alzheimer transforma la subjetividad de las personas, las convierte en algo muy diferente de lo que eran antes de sufrirlo, y eso en lo que quedan convertidas siempre se parece.
Es una enfermedad crónica, que admite grados y que avanza caprichosamente. Por momentos la persona está, por momentos no está. Anne, la protagonista de la película de Haneke, por caso, toma una decisión cuando todavía está pero sabe que pronto dejará de estar. Mi abuela a veces está, pero cada vez menos.
Recuerdo que hace varios años, cuando estaba un poco más, cuando su memoria recién empezaba a flaquear y mi abuelo aún vivía, mi padre solía hacer un chiste que nos causaba bastante gracia a todos, pero especialmente a ella. Cada vez que mi abuela se peleaba con mi abuelo, mi padre le decía no te angusties, mamá, total en un rato te olvidás. Y ella decía ay, nene, y se reía, y sacudía la mano como alejando un humo invisible.
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Minutos después de que envié este texto para su publicación, recibí un mensaje de mi padre en el que me avisaba que mi abuelo materno estaba internado en terapia intensiva producto de una descompensación mucho más grave que las habituales. Los médicos tardaron en encontrar la causa, pero descartaron que fuera debido a un aumento de la presión arterial. De todas formas, el pronóstico era muy delicado y, en efecto, mi abuelo murió a los pocos días. No lo mataron las anchoas sino una falla en los pulmones y el corazón que no pudo ser detectada. Me consuela saber que hasta el último momento hizo lo que le dio la gana.