Entre esos vecinos desconcertados, estamos mi familia y yo.
El asesino al que se refieren los manifestantes es el hombre que riega nuestro antejardín cuando nos vamos de vacaciones. Es el señor moreno y menudo que atiende la panadería de la esquina y nos regala dulces junto al vuelto. El abuelo de Isidora, mi amiga de la infancia, la única que he tenido en el barrio. El mismo que nos daba jugo en caja y galletas cuando, de niñas, pasábamos la tarde jugando en su casa.
“Hermon Helec Alfaro Mundaca”, dicen los carteles.
Hoy nos enteramos de su nombre. Antes, solo era el vechino. Así le decíamos con mi familia. Ahora también sabemos que fue comisario de la Policía de Investigaciones e integró la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) durante la dictadura que Augusto Pinochet encabezó durante 17 años.
Después, vinieron otros detalles.
Después, el barrio se dividió.
Después, la confianza entre vecinos se perdió para siempre.
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Hermon Helec Alfaro Mundaca, hoy de 88 años, participó en el secuestro, la tortura y la desaparición forzada de decenas de personas tras el golpe de Estado de 1973 en Chile. Integró la Brigada Caupolicán, una de las más sangrientas de la dictadura, que operó en lugares de detención y tortura como Villa Grimaldi, Londres 38 y La Venda Sexy. Fue jefe de un equipo de recepción y “ablandamiento”, como se denominaba la tortura orientada a la obtención de información por parte de los prisioneros. Generalmente, actuaba bajo las órdenes del teniente de Carabineros Ricardo Lawrence Mires, muerto en 2022.
En 2015, fue condenado a 10 años de presidio junto a otros 27 exagentes de la DINA que, como él, participaron en el secuestro de la universitaria María Cristina López Stewart en la “Operación Colombo”, conocida como el “Caso de los 119” por el número de personas detenidas y asesinadas en varios países de América Latina. Ese año recibió una condena equivalente por el secuestro y la desaparición de Miguel Ángel Acuña Castillo, quien al momento de su detención cursaba tercero medio, y otro tanto por el secuestro calificado de Héctor Garay Hermosilla.
Cinco años después, en abril de 2020, la Corte Suprema revocó las sentencias a las que había sido condenado en primera instancia.
En 2022, sin embargo, fue condenado a otros 10 años como coautor del secuestro calificado del militante del MIR Zacarías Machuca, y a la misma pena por el secuestro de Jorge Fuentes Alarcón. Hace apenas dos meses, recibió otros 12 años. El motivo: su complicidad en 15 secuestros y un homicidio.
—Él es un exfuncionario de la PDI que se especializó en tortura, en interrogatorios —resume Juan Saravia, de la Comisión Funa, la organización encargada de individualizar a violadores de derechos humanos que encabezó la manifestación de 2017—. Iba de centro en centro torturando.
Junto a otros funcionarios de la DINA, Alfaro formaba uno de los grupos de torturadores de mayor edad. Por ese motivo, se los conocía como “Los papis”.
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El expolicía Hermon Alfaro Mundaca tiene dos hijos y una hija. Tras vivir un tiempo en Las Condes, en 1995 se instaló junto a su esposa en la villa Las Mercedes de La Florida.
Su hija Liliana, junto a su expareja, Juan Francisco, vivían a una calle de distancia, en la esquina de Santa Patricia con Santa Elvira, donde también estaba su negocio: ambos eran dueños de la panadería “Pancitos”, donde Juan Francisco hacía el pan y se encargaba de la pastelería, mientras que Liliana se dedicaba a la administración.
Alfaro Mundaca solía atender la caja de la panadería, donde aprovechaba para entablar conversación con los vecinos. A eso de las cinco de la tarde, cuando el pan estaba recién horneado y se formaba una fila para comprar, él se encargaba de apaciguar los ánimos y sacarles una sonrisa a los clientes. Cuando entregaba el vuelto, a menudo agregaba un caramelo de yapa.
“Tome, para endulzar la tarde”, decía. Era su frase típica.
Antes de la funa (acto público de repudio contra una persona o grupo que cometió una mala acción o un crimen) , Hermon Alfaro Mundaca era para mí una persona afable y generosa. Recuerdo que, cuando era niña y tenía antojos de helado o de dulces, caminaba a la esquina de mi casa, donde estaba “Pancitos”. Él me hacía preguntas: “¿Cómo está su familia? ¿Cómo le ha ido en el colegio?”.
Yo le respondía con confianza. Conversábamos un par de minutos. Antes de irme, me regalaba un dulce.
Después de la funa, nunca más fui a comprar a “Pancitos”.
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Es una mañana de octubre de 2022. Mariana (el nombre fue cambiado a petición de la entrevistada), vecina de Hermon Alfaro, está sentada en el patio de mi casa, ante un vaso de agua que le servirá para aliviar la garganta durante la conversación. Dice que recuerda bien el día de la funa.
Esta mujer —50 años, tez blanca, pelo corto, dueña del minimarket más grande del barrio— cuenta que el 30 de diciembre de 2017 estaba enfrascada en los preparativos para recibir el año nuevo. El calor del mediodía, recuerda, la tenía un poco mareada. Cuando le quedaba poco para terminar de barrer el frontis de su casa, vio que al final de la calle, a la altura de Santa Mónica, se acercaba a ella un grupo de personas con un gran lienzo. Los oyó cantar. “Mira, viejo, parece que viene una batucada para despedir el año”, le dijo a Rodrigo, su marido, con quien maneja el minimarket.
El hombre no le respondió. No pudo. Y, si lo hizo, Mariana ahora no lo recuerda. El shock la dejó inmóvil. Leyó el lienzo: “Hermon Alfaro Mundaca, exdina, asesino”. No podía creerlo. Se trataba de su vecino durante más de 20 años. Luego, siguieron los gritos: “¡Alerta, vecino! ¡Cerca de tu casa vive un asesino!”.
—Casi me morí. Venía tanta gente: familiares de las personas que él había… —evoca Mariana, cinco años después, en alusión al Colectivo 119, conformado por familiares y compañeros de los desaparecidos de la “Operación Colombo”.
No termina las palabras. A ratos toma largos sorbos del vaso de agua. No lo dice, pero es su manera de darse un respiro. De juntar fuerzas para seguir con el relato.
A Mariana, a su marido y a sus tres hijas los conozco desde siempre. Ellos llegaron al sector en 1996, al igual que mi familia. Tres años antes de mi nacimiento. Vivimos a menos de una cuadra. Cuando iba al colegio y olvidaba mis materiales, siempre encontraba lo necesario en su negocio. Con tono de broma, al verme llegar angustiada Mariana me decía: “Antonia, ¿qué se te olvidó ahora? ¿En qué te puedo ayudar?”.
Mariana y su familia vivían a pocos metros de distancia de Hermon Alfaro Mundaca. Sus casas estaban separadas por el pasaje La Zarcilla.
En 1996, el año en que coincidieron en el barrio, hicieron buenas migas. Él se acercó de forma amable a Mariana y a Rodrigo para darles la bienvenida. Entonces, comenzaron lo que ella llama una amistad. Se reunían de vez en cuando para hacer asados o tomar onces los fines de semana. Durante las conversaciones de sobremesa, él les contó que había trabajado en la Policía de Investigaciones.
Mariana pasa la mano con delicadeza sobre sus ojos cerrados. Los vuelve a abrir y, mirando el suelo, reanuda el relato sobre el día en que se enteró de todo:
—Me quedé parada con el escobillón. Sentí el dolor de toda la gente que estaba reunida ahí (frente a su casa y la de Alfaro). Escuché a una señora contar que su hija desapareció a manos de él.
—¿Qué pasó después de la funa?
—Estuve un mes sin dormir. Después se fueron (Alfaro y su familia), pero creo que hay un antes y un después, porque nunca más he podido barrer el pasaje. Antes salía a barrer y conversábamos. Ahora me da miedo, a pesar de que ya no vive ahí. Y pensar que entró a mi casa.
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Hermon Alfaro Mundaca está recluido en el penal Punta Peuco, ubicado en Tiltil, una comuna al norte de la Región Metropolitana.
Teresa, vecina y amiga de Alfaro, asegura que este último está bien, pues su hijo mayor, también llamado Hermon, le ha llevado electrodomésticos para asegurarle una estadía cómoda. Francisco, el marido de Teresa, da fe del buen estado de su antiguo vecino.
En 1998, Teresa y Francisco llegaron a vivir a una casa azul con rejas naranja, al lado de “Pancitos”, que no pasa inadvertida: tiene un jardín con una gran variedad de flores, adornos y una gruta con una figura de Jesús. Cuando su hijo Mauricio tenía cuatro años, la misma edad que mi hermano Gianpiero entonces, ambos fueron compañeros de jardín infantil y de partidos de fútbol. Éramos unas de las primeras familias en habitar el sector recién construido.
En esa época, la villa Las Mercedes estaba rodeada de parcelas, de las cuales actualmente solo quedan dos. Las casas, entonces todas iguales, hoy exhiben múltiples ampliaciones. A Teresa y Francisco les embargaba la emoción por convivir en una casa propia, en un barrio nuevo conformado por familias. El ambiente les pareció grato y seguro. Él era carabinero. Ella, enfermera del hospital de la institución.
Cae la tarde de un jueves de octubre. Mientras Francisco mira la televisión en su dormitorio, Teresa vigila cada tanto que un tanque de oxígeno funcione correctamente: él tiene deficiencia pulmonar.
Cuando le pedí conversar sobre Hermon Alfaro, ella no puso reparos. Por el contrario, quiere hablar para defenderlo. Lo describe como “muy cariñoso y atento”.
—El viejo (Francisco) con don Hermon siempre fueron buenos amigos, hasta el día de hoy —dice Teresa, sentada a la mesa del comedor de su casa—. Como don Hermon era de la PDI y Pancho de Carabineros, tenían una línea política parecida, harto en común y de lo que conversar. A veces Hermon venía a almorzar a la casa y después se quedaban en la sobremesa con una copita de vino… Yo igual lo respeto mucho.
Teresa guarda silencio un instante. Luego dice con seguridad:
—Cuando supimos todo lo que le pasó, nos lamentamos por él y no lo dejamos solo.
Francisco es el único de la comunidad que lo ha visitado. Desde la pieza donde está, cuenta con voz grave y rasposa que la última vez que lo vio fue antes de la pandemia.
Mientras habla, Teresa juega con sus manos. Encima de la mesa hay un pedazo de papel higiénico que usa para taparse la boca al toser.
—¿Cómo recuerda a Alfaro?
—Él es un hombre muy generoso. Ayudaba acá, en el negocio de su hija y su yerno, sin costo. ¿Ves que siempre estaba dando dulces? Esos los pagaba él al final del día. Era de preguntarle a los vecinos sobre sus familias, sobre su salud. Era muy acogedor cuando le iban a comprar a la panadería.
A continuación, se levanta de la silla, se acerca a Francisco y chequea, una vez más, el funcionamiento del tanque de oxígeno. Poco después dirá que le cuesta creer que exista gente malintencionada en el barrio dispuesta a inventar que Hermon Alfaro era responsable de “actos tan terribles”. Aunque ella sabe que Alfaro estuvo en centros de detención durante la dictadura, dice que solo se desempeñaba como secretario.
Que no sabía lo que ocurría en esos lugares.
Que no es un asesino.
Que todo es falso.
Teresa solía conversar con la mayoría de sus vecinos, pero al darse cuenta de que no todos apoyaban a Alfaro, empezó a evitar ciertos saludos. Se quedó con los que creía justos.
Para ella, la funa también marcó un antes y un después.
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Ese 30 de diciembre de 2017, la Comisión Funa y el Colectivo 119 convocaron a los manifestantes en la estación de metro Bellavista de La Florida, desde donde se desplazaron hasta la casa de Alfaro.
Entre los asistentes, había un equipo del medio alternativo OPAL, encargado de dejar un registro audiovisual de la actividad. En el video, disponible en YouTube, se oye a la multitud leer al unísono los volantes con la información del hombre al que interpelaba: “El sádico torturador se disfraza como un buen vecino y atiende una amasandería familiar en la villa Las Mercedes de La Florida. Si no hay justicia, hay funa”.
Hermon Alfaro Mundaca, el vechino, permaneció oculto en su casa de paredes rojas.
Después de la funa, nunca más volvió a atender el local.
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Comienza septiembre de 2023.
Ahora se cumple medio siglo del golpe Militar, y en cuatro meses más habrán pasado seis años desde que en el barrio nos enteramos de la verdadera identidad y la historia que escondía el vechino.
La casa donde funcionaba “Pancitos” la vendieron a mediados de 2022, pero nadie ha llegado a habitarla. Su antejardín está lleno de hojas secas y malezas. Aún cuelgan carteles de helados en las rejas del local.
Entre los vecinos no se habla del asunto, mucho menos de los 50 años del golpe. En la villa tampoco hay rastros de la funa: los carteles con el rostro de Alfaro que entonces pegaron en murallas y árboles se fueron desgastando con el tiempo y terminaron en la basura.
Incluso para mí, es difícil recordar la última vez que vi a Hermon Alfaro. Me lo encontré en la calle, mientras me dirigía a la micro. Habían pasado un par de semanas desde la funa. Alfaro parecía ajeno a todo lo había ocurrido y caminaba con tranquilidad, como si nada le importara.
Sé que me vio, pero no me saludó. Para mí fue un alivio. No habría sabido qué responder.
Sentí, como muchos en la villa, una mezcla de miedo y rechazo.
Este artículo fue publicado por la revista Doble Espacio perteneciente a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.