En mi infancia me di cuenta de que me gustaban los hombres, pero confesar en el campo que uno es puto no es tan fácil.
No pasó tanto tiempo, pero la fotografía ya está vieja. La guarda celosamente la tía de Marcelo y, aunque no cruzan palabra desde hace rato, él sabe que algún día recuperará esa imagen. Todavía la recuerda bien: luce el primer vestido que le regaló su madre. Es de una tela blanca con detalles celestes y rojo. Aquel Marcelo era hermoso como una muñeca. Y su madre, Alicia, le compraba vestidos, maquillajes y collares. A los 4 años Marcelo jugaba a juegos de niñas, solo y feliz. El tiempo pasó rápido: a los 11 miraba con admiración ingenua a los hombres que lo rodeaban. A los 12 llegó el debut sexual con un compañerito de escuela que terminó repitiendo de grado por la excitación y la confusión que le produjo el acontecimiento. Diez años más tarde, aquel compañerito está casado y guarda el secreto de su despertar sexual. Marcelo, en cambio, se sintió liberado cuando a los 15 años empezó a contarles acerca de su orientación a sus ami- gas. Siempre había temido que ellas se enamoraran de él: era mucho más sensible que los otros chicos de campo.
(La tarde de 2011 en la que tuvimos una larga conversación en el pabellón de Diversidad Sexual y de Género de la cárcel, se consideraba un varón gay y hablaba de sí en masculino. Su deseo era por otros varones y cuestionarse una identidad de género, sentir una extrañeza definitiva, vino después, aunque no mucho después. Por entonces ya asomaba. Se delineaba los ojos y se pintaba los labios, había algo que pulsaba en su intención de ser otra, y eso que se notaba en él afuera era lo que había sido rechazado antes en el campo. Hoy, cuando escribo este paréntesis, su transición está hecha: se ve a sí misma como una chica trans. Eligió el nombre con el que, cuando era un muchacho, lo reconocían en los corsos de carnaval, y que a veces le gritaban en la calle para señalarlo: Marilyn. En 2013 se casó en prisión con un violador serial a quien la prensa había bautizado como «el sátiro de la pollera roja». «No juzgo a la gente por su pasado», dijo Marilyn sobre él, y juntos protagonizaron el primer matrimonio igualitario en una cárcel argentina. Aunque una vez que las personas trans asumen su nueva identidad consideran que la anterior ya no las re- presenta, en lo que sigue de esta crónica Marilyn aparece muchas veces como Marcelo porque así se llamaba cuando la historia ocurrió, cuando la sociedad la conoció y cuando este texto fue escrito originalmente. Las identidades son complejas. Marcelo en pasado, Marilyn en presente: quizás sea una fórmula justa.)
Eligió el nombre con el que, cuando era un muchacho, lo reconocían en los corsos de carnaval, y que a veces le gritaban en la calle para señalarlo: Marilyn.
Un celular algo castigado conectaba a Marcelo con el mundo y con los otros gays que vivían en el triángulo comprendido entre las localidades de Oliden, Poblet y Bartolomé Bavio, en la zona de Magdalena, en plena pampa húmeda. Los números de teléfono circulaban entre todos y, en la noche del 24 de enero de 2009, un chico que tenía 19 años le escribió a Marcelo. Cualquier mensaje podía funcionar. Él puso: «Hola, me llamo Matías, soy de Bavio. Me pasó tu nro Edgardo». Fue suficiente para que al día siguiente, cuando Marcelo prendiera su teléfono a las ocho de la mañana, le respondiera con entusiasmo. Intercambiaron mensajes durante toda la semana. El fin de semana siguiente comenzaba el carnaval y Marcelo no se lo iba a perder. Fue al corso con su carroza, la de Los Locos de la Ruta, en busca de la felicidad: ahí se podía poner tacos, vestido, peluca y antifaz, y divertirse delante de todos y con todos.
En 2013 se casó en prisión con un violador serial a quien la prensa había bautizado como «el sátiro de la pollera roja».
En el corso del domingo 1o de febrero de 2009, a las ocho y media de la noche, Matías —que también estaba con ropas de mujer— le envió un nuevo mensaje: «Estoy en la Esso con dos chicas». Finalmente se iban a conocer. Disimulados entre la multitud disfrazada burlaron la moralina. Marcelo llegó al pequeño playón de dos surtidores donde lo esperaban tres chicas. Matías era una de ellas, pero ¿cuál? Cuando la más alta dio un paso adelante descubrió que era su hombre. Y que, vestido de mujer, no estaba mal.
Conversaron sentados en la vereda mientras los vecinos bailaban y se echaban espuma La charla era de palabras cortas y miradas largas. Después se sumaron a la fiesta y más tarde, aprovechando la distracción de la madre de Marcelo (que no lo dejaba juntarse con chicos), decidieron apartarse y caminar solos por la estación de tren abandonada. Los candidatos que aparecían por mensaje solían ser mediocres, pero Matías parecía diferente. Al final de la noche Marcelo echó los dados: «Me gustás, ¿no querés ser mi novio?». El otro se sorprendió: «¡Pero si recién nos estamos conociendo!». Marcelo pensó que había fracasado, hasta que dos días después se volvieron a ver y entonces Matías retomó el tema: «La respuesta a tu pregunta es sí». Marcelo ya se había olvidado del asunto. «Eh, sí… Que quiero ser tu novio», le dijo su chico.
Casi dos años después de aquella declaración de amor, la estación de servicio Esso está vacía. Son las dos de la tarde en el pueblo de Bartolomé Bavio y la mayoría de sus dos mil habitantes duermen la siesta para cobijarse del sol, que brilla con fuerza. Las calles son anchas y el olor a campo asalta en esta localidad de lo profundo de la provincia de Buenos Aires. Matías me ofrece un paseo: en nuestro itinerario rodeamos los vagones desmantelados y devenidos en hogares populares, el cementerio espontáneo de vacas —una colección de cráneos y costillares que yace al lado de la es-cuela agraria—, la iglesia prolija y vacía, y el bar abandona-do que aún exhibe la caricatura de un gaucho borracho. Aunque parezca poco, este es su pueblo y le gusta. Este era, también, el pueblo de Marcelo. Y el escenario de la historia de amor que los unió durante cuatro meses.
Marcelo y Matías se habían animado a confesar su homosexualidad ante su pequeña sociedad —incluso antes de engancharse— y tuvieron que soportar los comentarios por la espalda y las cargadas. A Marcelo le gritaban en la calle: «¡Marilyn!». Lo hacían con desprecio, y él tal vez juntaba rencor. Pero nunca explotaba. «El qué dirán existe», me dice Matías, que trabaja como peluquero a domicilio. «Te señalan y te juzgan sin conocerte, por eso los gays no quieren abrirse. Siempre es la misma mierda».
Marcelo no tenía demasiados amigos. Todavía guardaba algo de aquel niño solitario que había sido: en la escuela era tan callado que pocos de sus compañeros se dieron cuenta de sus evidentes modos afeminados. En los recreos se quedaba sentado. Y solo confiaba en sus amigas: a ellas les contaba que era muy enamoradizo y que en su vida aparecían nuevos chicos todo el tiempo.
Un celular algo castigado conectaba a Marcelo con el mundo y con los otros gays que vivían en el triángulo comprendido entre las localidades de Oliden, Poblet y Bartolomé Bavio, en la zona de Magdalena, en plena pampa húmeda.
«… Mi papá se había dado cuenta de lo que me pasaba y siempre me resguardó tratándome como a una nena y cuidándome. En 2007, antes de que se muriera de un cáncer, nos unimos más que nunca y le conté mi verdad. Mi mamá y mi hermano no sufrieron tanto la pérdida. A la semana mi hermano se fue a una fiesta y mi mamá hacía pantomimas delante de la gente. Cuatro días después del fallecimiento, yo estaba llorando en el cuarto y ella me preguntó qué me pasaba. Insistió hasta que empecé a contarle el secreto que había compartido con papá. «¡¿Qué?!», me retó. «Que soy gay y me gustan los hombres». ¡Ay, para qué! Ella estaba acostumbrada a mi personalidad de nena, pero creo que nunca abrió los ojos para decir: «Este es rarito». A mí también me sorprendió que ella se enojara. Al otro día le conté a mi hermano, buscando su apoyo, pero fue igual o peor. Me respondió: «Cuando eras chico te tendríamos que haber tirado al chiquero de los chanchos para que te comieran, ¡sos un enfermo!». Desde ese día siempre me retaban, me insultaban, me miraban de mala manera. Me controlaban la plata que gastaba, mi forma de vestir y las llamadas que hacía. No me dejaban salir solo. Pero yo muy pocas veces contestaba. Solamente agachaba la cabeza y salía al campo a llorar…»
El infierno familiar del que tanto hablaba Marcelo sorprendió a muchos en Bavio. «Cuando iba a la casa, yo veía que se querían mucho», cuenta una de sus amigas durante un recreo en la fábrica de lácteos donde trabaja. «Marcelo le vivía haciendo regalos a la mamá: ropa, anillos, cadenitas. Y ella lo mismo a él: si se le antojaba un celular nuevo, se lo regalaba. Tenían una relación muy especial. Pero no sé qué pasaba cuando nadie los veía.»
Cuando eras chico te tendríamos que haber tirado al chiquero de los chanchos para que te comieran, ¡sos un enfermo!»
Matías conoció la intimidad del hogar. Recuerda que a Marcelo nunca lo dejaban solo. Lo vigilaba. La madre había decidido que todos dormirían juntos, en camas separadas pero en la misma habitación, para controlarlo de noche.
Sin embargo, un domingo a la tarde, aprovechando que su hermano Carlitos estaba pescando y que Alicia se había quedado dormida, Marcelo los burló. Dejó de lado el mate y le propuso a Matías abandonar la cocina, donde les estaba permitido verse, para adentrarse más allá. En el cuarto vacío que alguna vez había ocupado con su hermano, Marcelo tomó conciencia de que el cerco volvería a cerrarse pronto y le dio a Matías un beso intenso. Pero el estrépito de la puerta los interrumpió. Ahí estaba su madre: los había descubierto. Su rostro cargaba una expresión de piedra y óxido. Regañó a su hijo brevemente. Podría haber sido peor, pero Marcelo ya estaba malherido y le dijo a su novio que debía irse. Desandaron el camino de tierra hasta la tranquera y pasaron el cartel de madera roída donde se leía «El Rosario». Ahí, al borde de la ruta, se despidieron con otro beso, teloneado por la marcha veloz de los autos.
La noche del 25 de mayo de 2009 fue la peor. Alicia, la madre, y Carlitos, el hermano, no le creyeron a Marcelo que había salido con su amiga Marta, la de la fábrica de lácteos.
Creían que se había ido con uno de sus chongos y querían que lo admitiera. Pero él se mantenía firme: «¡Me fui con Marta!». Su madre y su hermano lo asfixiaban. Puto de mierda. Enfermo. Mentiroso. Marcelo se fue a la cama. Después, cuando su madre y su hermano llegaron al cuarto, él se hizo el dormido. Finalmente cayó en el sueño, pero a las tres de la mañana se despertó y ya no pudo pegar un ojo.
Al día siguiente, martes 26 de mayo de 2009, las cosas empeoraron. A las seis menos cuarto los tres estaban de pie. La tortura continuaba. Puto de mierda. Enfermo. Mentiroso. Su hermano seguía insultándolo cuando Marcelo terminó de ordeñar sus tres vacas. Luego contaría que en ese momento sintió un calor muy fuerte en su cara. Y que entonces su mente se eclipsó.
«… Hay una nube en mi memoria. Y cuando vuelvo en mí estoy lejos de casa, corriendo por el campo, transpirado, con un arma en las manos, preguntándome qué es lo que acabo de hacer y sin animarme a volver. No tengo casi ningún otro recuerdo. Apenas alguno de mi hermano. Y de mi mamá nada, aunque me dijeron que la maté primero a ella. De mi hermano puedo decir que estaba a una distancia de unos tres metros, de espaldas, en el corral de ordeñe. Recuerdo el sonido del tiro y el instante en el que los pájaros salieron volando con su retumbe de alas…»
«4.- Autopsias de fs. 42/47 y fs. 64/68 y fotografías complementarias de fs. 48/60 y fs. 69/75. La primera de las piezas
citadas informa el deceso de Carlos Martín Bernasconi: “[…] La víctima sufre una herida por proyectil de arma de fuego en cráneo, con orificio de entrada en región cervical posterior, ingresando el proyectil (luego de lesionar plano muscular y cuerpo del atlas) a la cavidad craneana a través del agujero magno, para, una vez en el interior de ella, causar destrucción de masa encefálica y del tronco encefálico, quedando por último alojado en el espesor del parénquima cerebral (aunque cercano a la superficie), lóbulo parietal derecho”.
»[…] Por su parte, la pieza de fs. 193/198 antes citada, da cuenta que la muerte de Juana Alicia Pérez: “[…] La víctima sufre una herida por proyectil de arma de fuego en cráneo, con orificio de entrada en región cervical posterior, ingresando el proyectil (luego de lesionar plano muscular) a la cavidad craneana a través del hueso occipital, para, una vez en el interior de ella causar destrucción de cerebelo y del tronco encefálico, quedando por último alojado en el espesor del peñasco derecho”.
»[…] Las personas fallecidas fueron sorprendidas en sus quehaceres, el masculino, ordeñando en el corral, ya que se constató que en sus manos tenía crema de ordeñe y restos de pelos de animal, mientras que la femenina se encontraba dentro de la vivienda, lavando unas mamaderas para cordero en la pileta de la cocina comedor; [el perito] manifestó también que a su juicio ambas personas no advirtieron la presencia del atacante, quien los sorprendió por la espalda […]. Las dos víctimas no presentaban signos de lucha y/o defensa.»
(En «Cuestión Primera, 4» del Veredicto del Tribunal Oral en lo Criminal Número 4 de La Plata, 16 de marzo de 2010.)
«… La finca de González, donde estaría Marcelo Berlusconi [sic], donde una vez constituidos, nos entrevistamos con el mismo, quien consultado sobre sus circunstancias personales, refiere llamarse Marcelo Berlusconi, argentino, de dieciocho años de edad, instruido, domiciliado en la estancia El Rosario situada en ruta treinta y seis, quien a preguntas que se le formulan en cuanto al ilícito ocurrido, refiere que en la fecha y siendo alrededor de las siete horas con diez minutos, se encontraba ordeñando las vacas junta mente con su hermano Carlos, momento en que se dirigió hacia la finca a efectos de ingresar unos baldes de leche ordeñada, pudiendo observar por un ventanal de la vivienda que da al interior de la cocina que su madre se hallaba cercada por tres personas de sexo masculino, pudiendo ver a solo uno de ellos, el cual vestía prendas oscuras, poseía gran cantidad de barba y tendría alrededor de cuarenta años de edad, los cuales apuntaban a la humanidad de su progenitora con un arma larga, y un arma corta, tipo revólver o pistola, por lo que inmediatamente emprendió una veloz huida en dirección hacia donde se encuentra un molino de agua, a una considerable distancia de la casa, observando a su vez hacia el corral donde estaba su hermano, que también se hallaba cercado por otros dos sujetos más […]. Que emprendió la huida luego hacia el campo vecino, donde metros antes de llegar a este destino, oyó un disparo de arma de fuego proveniente de donde se hallaban los sujetos atacando a su madre y/o hermano…».
Hay una nube en mi memoria. Y cuando vuelvo en mí estoy lejos de casa, corriendo por el campo, transpirado, con un arma en las manos, preguntándome qué es lo que acabo de hacer y sin animarme a volver. No tengo casi ningún otro recuerdo. Apenas alguno de mi hermano. Y de mi mamá nada, aunque me dijeron que la maté primero a ella…
(En el acta del procedimiento que se llevó a cabo el 26 de mayo de 2009 a las ocho de la mañana.)
Con grandes zancadas que sacuden el rocío de la mañana, Marcelo Bernasconi corre sin parar. Todavía lleva en sus manos la carabina de su padre, una semiautomática Mahely M-11, calibre.22 largo, y sospecha de que con ella ha desatado una masacre. Sin aminorar el paso, la tira entre los yuyos y se dirige al campo de un vecino. En la carrera, sin aliento, piensa qué va a decir. La coartada es la de un asalto: unos tipos encañonaron a su madre y otros a su hermano, y él alcanzó a huir. Eso le dice Marcelo, tembloroso, al paisano que lo recibe. Pero comete un error: no solo le pide que llame a la policía, sino también a una ambulancia. Un patrullero de la policía bonaerense aparece primero. Los agentes descubren el doble homicidio, pero cuando Marcelo les pregunta por el asunto, ellos le responden que su madre y su hermano están a salvo. Él decide seguir con su mentira. «Quedate tranquilo, que tu mamá y tu hermano están en la cocina tomando mate», le mienten. Marcelo se calma y describe a los ladrones. Los inventa mientras declara, en base a las películas de acción que vio.
El casco de la estancia El Rosario, donde vivía la familia Bernasconi, fue ocupado de nuevo poco tiempo después del doble homicidio. Ahora un peón regordete —mate de lata y alpargatas con medias— es quien se encarga de decirles a los curiosos que ya no hay nada que ver en la casa, que la mandaron a pintar. Alrededor del escenario de los hechos crecen ombúes. Si le preguntan, el peón dice que Marcelo no trabajaba. Que en verdad no hacía nada. Que todo lo que cuenta está exagerado. Y que en el pueblo ya anduvieron unos tipos de lentes de sol, sonrisas blancas y autos caros recolectando información. Son los productores. Vienen a hacer la película.
Pero comete un error: no solo le pide que llame a la policía, sino también a una ambulancia.
De nuevo en el pasado, Marcelo miente cuando declara frente a los policías, pero no sabe que en su habitación encuentran una carta en la que él mismo escribió que la relación con su familia ya no daba para más y que tenía dos opciones: irse o quitarse la vida. Una tercera opción estaba ahora a la vista: deshacerse del resto. En la casa también se hallan cartuchos.22 largo, intactos. Coinciden con los casquillos disparados. Las pruebas contra Marcelo son sufi-cientes para trasladarlo a la Delegación Departamental de Investigaciones de La Plata el mismo día en que todo ocurre. Ahí le juegan al policía malo y al policía bueno.
—¡Vos, puto de mierda, vos los mataste! —le grita uno.
—Si sabés algo, decilo que te vamos a ayudar —lo consuela otro.
Cansado y acorralado, Marcelo rompe en llanto y pide hablar a solas con el fiscal de instrucción. Con él se quiebra. A él le cuenta sobre el calvario que es su vida.
—Quedate tranquilo, no te va a pasar nada —lo serena el funcionario, después de escuchar el largo relato—. La vida es así…
«DOBLE CRIMEN: LA DEFENSA QUIERE UN TRIBUNAL ORAL CON UN JUEZ HOMOSEXUAL
» La defensa de Marcelo Cristian Bernasconi, el joven de 19 años que argumentó haber matado a su madre y a su hermano porque no aceptaban su condición gay, pedirá que se conforme un tribunal oral especial para el juicio, entre cuyos integrantes haya un magistrado homosexual “para que pueda entender la problemática” del imputado.»
(Diario Hoy, La Plata, 16 de agosto de 2009).
«QUERÍA UN JUEZ HOMOSEXUAL Y YA TIENE QUIEN LO JUZGUE
»Marcelo Bernasconi, el joven de 18 años detenido por asesinar a su madre y a su hermano el 26 de mayo último y que a través de su abogado pidió que lo juzgue un juez o un tribunal homosexual que entienda el rechazo familiar y homofóbico que venía padeciendo en su círculo íntimo, ya tiene un órgano jurisdiccional que lo lleve a juicio, aunque no se tomó en cuenta el pedido de su abogado. Se trata del Tribunal Oral Número 4 de La Plata que ayer fijó fe- cha de debate: el 10 de marzo de 2010.»
(Diario Hoy, La Plata, 8 de octubre de 2009.)
El juicio dura cinco días. Marcelo llega asustado: tiene delante de él a tres jueces bien conocidos por la severidad de sus penas (al «Perverso» Adán, que violó y mató a una niña, lo condenaron en 2008 a 49 años de prisión). Él teme que su homosexualidad sea juzgada, pero con el correr de las sesiones descubrirá que su orientación no es vista por ellos como un agravante.
El fiscal Rubén Sarlo es el encargado de formular la acusación. El abogado defensor Nicolás Malpeli, que fue a la cárcel a ofrecerle a Marcelo sus servicios a cambio de nada (o quizás de un poco de lugar en los medios: así es su negocio), es su máxima esperanza. Como en un sueño,Marcelo ve pasar por delante pericias balísticas, dermotests, informes médicos y planimétricos. Los testigos aparecen de a uno y cuentan la historia de su vida: el trato de su familia, la ligera discapacidad de su hermano Carlitos, la posibilidad de que a su madre le disgustara su orientación sexual, el acoso de los pibes de Bavio que se bajaban los pantalones delante de él en joda, la certeza de que los disparos se efectuaron desde más de cincuenta centímetros, la polémica posibilidad del desgobierno en su conciencia. Él mismo también declara. Mira fijo a los jueces y les dice que tendría que haberse ido de su casa para evitar ese final.
De nuevo en el pasado, Marcelo miente cuando declara frente a los policías, pero no sabe que en su habitación encuentran una carta en la que él mismo escribió que la relación con su familia ya no daba para más y que tenía dos opciones: irse o quitarse la vida.
Pero el fiscal no cree en su justificación. Se basa en lo que dijeron los peritos psiquiatras y descarta la posibilidad de un estallido emocional que hubiera borrado la conciencia de Marcelo en el momento del crimen. Agrega que en su declaración se contradijo más de una vez. Por ejemplo, cuando admitió que su hermano Carlitos lo acercaba en auto a ver a su novio, Matías, porque el propio Carlitos iba a Bavio a ver a su amante, una mujer mayor. Los hermanos habían establecido una suerte de pacto de silencio para ocultarle sus aventuras a la madre. El fiscal tampoco cree que la familia fuera un infierno: la tía de Marcelo lo desmiente. «Creo que si existió un móvil para este doble crimen fue por otro motivo», dice el acusador Sarlo en su alegato. «Y estoy plenamente convencido de que el imputado planeó el hecho, tomó la escopeta y ejecutó por la espalda a las víctimas. Obró sobre seguro y sin ningún riesgo. Luego pergeñó la discusión con Carlos en el corral, la amnesia parcial y ese miedo que lo llevó, según su coartada, a inventar un robo.»
Al abogado defensor Malpeli le toca responder. Admite que hay escasez de testigos en cuanto al maltrato familiar, pero señala que todo quedaba puertas adentro. El defensor dice que Bernasconi no ha mentido. Y que, aislado en el campo, no pudo, no supo o no quiso pedir ayuda. «El fiscal dice que no encontró móvil, que no existe», sigue. «Yo creo que sí. Diría que más que un móvil es una historia de vida.»
A Marcelo le corresponden las palabras finales. Habla de «una familia que para afuera era todas sonrisas y para adentro era un infierno». Dice que el campo es un lugar muy cerrado para los homosexuales. Y que él quería lo mejor para sus víctimas: «Por eso no me fui de casa, porque si no me hubiesen importado, me hubiese ido y los hubiese dejado tirados en la calle». Y entonces recuerda la estrofa de una canción que siempre le gustó, que tenía en su casa grabada por Miguel Ángel Robles. Y la recita para los jueces: «Resis- tiré/ aunque los vientos de la vida soplen fuertes/ soy como el junco que se dobla pero siempre sigue en pie/ y aunque los sueños se me rompan en pedazos/ resistiré».
«… El tribunal por unanimidad resuelve en la Causa nro. 3399 de su registro: condenar a Marcelo Bernasconi, argentino, soltero, instruido, nacido en Magdalena (Pcia. de Buenos Aires), hijo de Carlos Héctor Bernasconi y de Juana Alicia Pérez, con domicilio en ruta 36, Estancia El Rosario (partido de La Plata, Pcia. de Buenos Aires), por los hechos cometidos el día 26 de Mayo de 2009, a la pena de prisión perpetua, accesorias legales y costas en orden a los delitos de homicidio calificado por el vínculo y por alevosía (co- metido con el uso de arma de fuego) en concurso ideal entre sí —víctima Juana Alicia Pérez—; y homicidio califica- do por alevosía (cometido con el uso de arma de fuego), víctima Carlos Martín Bernasconi; en concurso material entre sí.
»Cúmplase.
»Firme y consentida, permanezca el imputado a disposición del Sr. Juez de Ejecución por el lapso de duración de la pena, a los fines de su control y cumplimiento.
»Regístrese. Notifíquese.-»
(En la sentencia del Tribunal Oral en lo Criminal Número 4 de La Plata, 16 de marzo de 2010.)
Dice que el campo es un lugar muy cerrado para los homosexuales. Y que él quería lo mejor para sus víctimas: «Por eso no me fui de casa, porque si no me hubiesen importado, me hubiese ido y los hubiese dejado tirados en la calle».
«Todos los crímenes son melodramas. Algunos más, otros menos», me dice el fiscal Rubén Sarlo. A sus espaldas, un ventanal espejado. La torre del Poder Judicial de la provincia de Buenos Aires mira a una plaza del centro de La Plata y es una rara excepción de esos edificios anticuados y sobrecargados de expedientes. Entonces el fiscal se lamenta por no haber visto durante el juicio el arrepentimiento de Marcelo. «Después de la atrocidad que cometió, no tomó conciencia de lo bueno que hubiera sido el simple hecho, pero no tan simple, de mirar para arriba y pedirles perdón a ese hermano y a esa madre a los que mató como perros», dice.
El fiscal Sarlo nunca se convenció de la versión de Bernasconi. Cuando la tía del acusado habló en el estrado y dijo que la madre estaba orgullosa porque el chico limpiaba y cocinaba, el fiscal pensó que había gato encerrado. Desde entonces le queda la duda de un móvil diferente: ¿cabía la posibilidad de que todo hubiera estado relacionado con el dinero del seguro de vida del padre? ¿Podría Marcelo haber calculado con frialdad el crimen para cobrar e irse a vivir con su novio a otro lugar?
El gatito recién nacido pasa sus días lejos de los perros, porque la dueña de casa, Irma, teme que se lo coman. Parece una metáfora fácil para ilustrar la amenaza constante que representaban para Marcelo los vecinos bravucones del pueblo de Bavio. Irma era su amiga y lo recuerda con cariño. Para ella no hay razones para pensar que el crimen fue por codicia: «No lo trataban bien y un día el chabón se cansó». En su casa, Irma me invita con un mate y trae a la mesa algunas de las cartas que Marcelo le escribió desde la cárcel. En la del 27 de agosto de 2009, con letra prolija y redondeada, anotaba: «Cometí un gravísimo error, exploté sin darme cuenta de lo que hacía y ahora estoy acá enfrentando al futuro».
Después de la atrocidad que cometió, no tomó conciencia de lo bueno que hubiera sido el simple hecho, pero no tan simple, de mirar para arriba y pedirles perdón a ese hermano y a esa madre a los que mató como perros», dice.
«Mucha gente piensa que Marcelo hizo lo que hizo por su novio», me cuenta ella. «Obviamente no fue así. En una época todos hablaban del asunto y cuando aparecía Matías se callaban». Otros vecinos, en cambio, se quedaron con la sensación de que Marcelo no era la persona con la que habían compartido su vida cotidiana. Todos coinciden en que no era un chico violento. Matías también se asombró y hasta hoy no cae, incluso habiéndolo visitado en la comisaría 9a de La Plata y en un penal del Servicio Penitenciario Bonaerense. Marcelo quería ser una persona libre. Por eso era tan raro verlo tras las rejas.
«… Si yo hubiera conocido alguna historia como esta, tal vez las cosas hubieran sido distintas. Ahora espero que la mía le sirva a alguien más. Yo exploté para afuera, matando a los que no quería matar, y hay otros que explotan para adentro, matándose a sí mismos.
»Después del hecho sentí mucha paz. Ya nunca más tuve esas vocecitas atrás que me recriminaban todo. Sé que voy a perder mi juventud acá adentro. Y lo primero que haga cuando salga va a ser ir al cementerio para comprobar con mis ojos que los maté. Ahora lo único que me queda son los sueños. Hay uno que siempre recuerdo: estoy con mi abogado en la sala del juicio, él llora porque no me puede salvar y veo en un pasillo a mi mamá y a mi hermano Me sorprendo, pero ella me ignora y va derecho al abogado y le dice: “Salvalo a Marcelo, que por algo te puse”.
»Ya no vivo en el campo, sino en el pabellón de Diversidad Sexual y de Género de la Unidad 32 de Florencio Varela. Mi rutina acá es muy diferente: a las ocho me desengoman y voy a la escuela, limpio la entrada del penal y trabajo en una huerta. A la tarde ponemos música y bailamos. Trato de estar alegre para no pensar. Si te ponés a pensar, la cabeza te mata. Si fuera por mí, pondría solamente a Thalía y a Shakira. Y vería muchas películas de homosexuales, como Más que un hombre, la de Dady Brieva. Me recomendaron que lea a Manuel Puig, pero todavía no lo hice. Me dijeron que escribía historias parecidas a la mía… Al final del día cocino para mi rancho con otras chicas. Ah, sí, acá hay chicas y chongos. Y yo estoy entre las chicas. A ve ces me maquillo. A veces me pinto las uñas. O uso tacos. Y me gusta: vuelvo a mi niñez.»