Poco después de salir pasando bajo el letrero en neón verde y rojo de la entrada, las conquistas de Xu aguardaban junto a su Nissan plomo del 97 mientras éste se arreglaba con el cobrador de parqueos. Fue entonces cuando de la nada cinco muchachos a bordo de una camioneta 4×4 les silbaron a las mujeres, e incluso se detuvieron un momento al recibir coquetas sonrisas en respuesta al fugaz galanteo. Ebrio, Xu sacó un arma e hizo dos disparos: uno de ellos acertó al vehículo. No hubo víctimas. Sin embargo, tras una escena violenta y muy breve, el cuerpo de seguridad municipal conocido como serenazgo lo detuvo y lo entregó a la policía.
En la comisaría miraflorina, Xu aguardó el momento de ser puesto en libertad sin inmutarse un segundo. Superado el papeleo y cruzando oportunas llamadas se retiró airoso. Todo porque la policía ignoraba quién era el explosivo asiático que tenía entre manos.
La prensa local tampoco lo sabía. Nada raro: las crónicas rojas que se escriben en el Perú van sobre accidentes automovilísticos con decenas de muertos diarios, secuestros, crímenes de amor y suicidios donde la espectacularidad de una foto decide el despliegue noticioso. De manera que para el redactor del diario El Popular, el asunto no revestía mayor sorpresa. Vio en el caso que tenía en manos algo más de rutina y tituló: Chinito dispara a ebrios faltosos.
En la reseña se describe a Xu como “un empresario dueño de una cadena de restaurantes y casinos” que disparó convencido de que “un grupo de jóvenes intentó plagiar a su novia”. Se menciona sólo a una chica, aunque el parte policial habla de dos, y que ésta ya se encontraba dentro del vehículo al momento de los disparos, pero lo que más sorprende de la página 2 de aquella edición de El Popular es que justo arriba de la foto de Xu aparecen –en el contexto de otra breve noticia–, las fotos de tres tipos asiáticos, sin establecerse nexo alguno con la historia de los disparos, bajo el título: Caen tres sicarios del “Dragón Rojo”. De haberse tenido los datos completos, en realidad la cifra debió haber sido cuatro.
Xu Lu, jefe de la banda El dragón rojo.
Sucede que la tarde anterior al arrebato pistolero de Xu, otros tres chinos –Ye Yaochi (26), Huan Lindong (26) y Shen Yongshiao (24)– habían caído en un operativo montado gracias a una denuncia de Pan Jin Hong (48). Pan es dueño de un restaurante de comida cantonesa, que en todo el Perú se conocen como “chifas”, ubicado también en Miraflores. El trío le había exigido pagar un cupo de dos mil dólares por la “protección” de su negocio. Pero en un giro excepcional, Pan había decidido presentar una denuncia formal ante la policía, puesto que había emigrado al Perú solo, sin familia ni hijos, y al no poder ser amenazado con daños a alguno de estos, sentía que no tenía nada que perder. Cuatro agentes encubiertos simularon ser comensales y aguardaron la hora pactada en que Pan entregaría el dinero. Una vez que se comprobó el delito, los matones fueron intervenidos. Sólo el chofer que aguardaba por ellos, Santiago Sun –nombre castellano de Sun Zhuyong–, logró escapar.
En uno de los chifas en la calle posterior al tradicional Convento de las Nazarenas, hoy una de las zonas más turbias del Centro de Lima, los padres de un niño que fuera secuestrado y liberado pasadas tres horas por el Dragón Rojo se niegan a responderme sobre aquella abducción. El Dragón Rojo es la principal mafia proveniente de la República Popular China en el Perú. El secuestro que vengo a investigar ocurrió en enero de 2002 y me llama la atención la reticencia al diálogo de los padres ahora, pues el caso recibió en su momento una extensa cobertura. O quizá se deba precisamente a ello. Sonríen cuando me reciben como un nuevo comensal y se tornan pétreos y agresivos cuando me identifico como periodista. “No, no hay, no hay. Nada… no”, van espetando en castellano austero mientras me retroceden hasta la entrada y me desalojan de su local.
Lo mismo sucede en otros casos. Por ejemplo, con Xustieng Chen (58). Su familia prefiere no hablar: en los primeros días de abril de 2004 tuvo que pagar 20 mil dólares para liberar a Xustieng, casi una semana después de su secuestro. “Ni su hijo, que es amigo mío, quiere hablar del tema”, me comenta apagando cigarrillo tras cigarrillo un periodista hijo de inmigrantes chinos nacido en el Perú, un tusan. El término –muy difundido en la comunidad– está mal empleado. Dicho tal cual, tusan quiere decir “natural de”. Con esa lógica cualquiera es un tusan en su país: peruano, brasilero, etc. Las palabras adecuadas deberían ser wah yoi o wha-yoi en chino cantonés o hua quiao en chino mandarín, las cuales aluden con corrección al descendiente oriental.
Volviendo al tema, sentados en una cafetería repleta de ejecutivos que cerraban su día, este tusan cuyo directorio incluye los teléfonos de la gente más influyente de la colonia me explica que como nunca su comunidad tiene miedo. “Pero el chino es muy cobarde, mira que te lo digo yo que soy chino. Tiene una mentalidad comercial; lo que más le importa es la seguridad de sus negocios, el dinero. Si llega una mafia con la amenaza de cupos, no le tiene tanto pavor a la muerte como a perderlo todo en vida. Por eso prefieren pagar. Muchos son ilegales que si son deportados al volver a China se quedarían sin nada”.
Stickers incautados de la banda El dragón rojo.
El 15 de octubre de 1849, el primer contingente de jóvenes chinos, casi todos varones, arribó al puerto peruano del Callao procedente de Macao y de Hong Kong. Por ese entonces, la eventual abolición de la esclavitud negra ocasionaba un descalabro en la pirámide socioeconómica peruana. La mayoría de los negros que trabajaba los extensos latifundios no sabía bien qué hacer con su libertad. Unos prefirieron seguir trabajando, otros se dedicaron a oficios menores. El resto pasó a la delincuencia.
Por entonces el Perú vivía la bonanza que daba la venta del guano isleño como fertilizante y faltaban manos para la labranza en los campos. Siendo el Perú un país agrícola, el gobierno decidió incentivar la colonización europea, pero las condiciones eran tan poco atractivas que hubo nula respuesta. Entretanto, China había sido desangrada por la Guerra del Opio. La concentración económica en las grandes ciudades durante el conflicto dejó olvidadas a las provincias, y del cantón sureño empobrecido surgieron miles de chinos dispuestos a trabajar en los campos peruanos.
Estos culíes –nombre dado por aquel tiempo a los chinos contratados en semiesclavitud para el trabajo duro– firmaban un contrato que era ridículo por lo abusivo. Se comprometían a trabajar durante cuatro años, pero al llegar a su destino estos cuatro años podían convertir fácilmente en ocho. Además se les entregaba ocho pesos en el embarque, los cuales debían devolver sacándolos de una remuneración de cuatro pesos mensuales. Encerrados como ganado en las bodegas de grandes barcos, la duración del viaje sería tres meses. Ya en tierra, sus empleadores les facilitaban ropas, frazadas, medicinas, comida y tres días de descanso al año. ¿Y cómo volver al otro lado del mundo?
La extensión de los contratos se lograba con las deudas adquiridas por comidas complementarias en las haciendas; reembolsos por días de enfermedad y jornadas adicionales por malos entendidos con el capataz o rotura de herramientas durante las labores. Ya que muchos estaban tentados a escapar, se implantó la norma de que por cada culí fugado el resto se quedaba un año más.
Con el paso del tiempo, los contratos vencieron y el Imperio Chino mismo se preocupó por hacer respetar a sus emigrantes. Empezaron a llegar mujeres chinas, cuando la gran mayoría ya había desposado a mujeres peruanas. Se fundaron las primeras sociedades –que les permitía agruparse según el lugar de procedencia–, entre ellas la Sociedad Colonial de Beneficencia China, en 1882. Así, los chinos llamados “de ultramar” se hicieron comerciantes y se diseminaron por la costa peruana. Por todo el país. El matrimonio entre ambas culturas es tal que de los 24 millones de peruanos actuales, se estima que 3 millones tienen ascendencia china. El lomo saltado, uno de los platillos criollos más famosos de la culinaria peruana, es un hijo más de esta unión.
Restaurante Chifa, en Miraflores.
Xu Lu ha caído de nuevo. La policía sospecha ahora que el chino se trae algo; él mismo luce menos seguro de sí. Fue capturado junto a Sun Zhuyong, el extorsionador fugitivo del chifa “Jin”, en un hotel a espaldas de un terminal de buses. Xu estaba armado y tenía cocaína. Han pasado sólo dos noches desde los disparos en Tequila Rock y acudimos con algún material de archivo en la mano. El nombre de Xu suena a historia familiar.
– Comandante, ¿este Xu no tiene antecedentes? –pregunto cuando veo al comisario desocuparse un instante.
– Negativo, ya lo vamos a soltar.
– ¿Han probado buscar en vez de “Xu Lu” a “Lu Xu”? En chino, el apellido va delante.
– Espera un momento.
Vestido de negro y con lentes de marco fino, Xu descansa su metro ochenta y nueve de estatura sentado, con esposas en las muñecas. A su lado se encuentra Sun, con quien sostiene breves monólogos. El comandante José “Pocho” Butrón, comisario encargado, cuelga el celular y enciende un cigarro para contener la emoción:
–Xu Lu registra antecedentes desde hace diez años. Es el jefe de los otros tres. ¡Es el jefe del Dragón Rojo! –dice pero no está contento, sino que su voz refleja una extraña angustia –. Y me dicen que ha mandado a gente para que negocie por él.
Intercambio miradas con Luis Julián, el fotógrafo que asiste conmigo. Teníamos pensado permanecer máximo una hora registrando la captura y cerrar las diez horas de jornada de aquel día. Sin embargo, la noche recién había empezado. Antes de salir, el comandante Butrón –un carismático oficial de amplia sonrisa y cabellera en retirada que gusta remodelar sus oficinas con diplomas y medallas– vio nuestros rostros necesitados de reposo.
–Voy a pedirles algo de comer.
En los últimos quince años los chinos del Perú han cambiado de rostro. Y no es broma. No son más los “bodegueros de la esquina” ni viven obsesionados con el eterno “sueño del retorno”, esa ansia de los primeros inmigrantes que consistía en juntar todo el capital posible fuera de las fronteras y volver a la patria para disfrutarlo. Para sorpresa de las primeras generaciones de culíes, China se volvió comunista. La inmigración que le tocó al Perú fue costera, tradicional y conservadora. Como tal, también muy trabajadora. Los sén-hák (inmigrantes nuevos) laboraron años después contratados por inmigrantes ya afincados y recelosos de los kuei (literalmente “demonios”), es decir, de los occidentales, nosotros.
Sin embargo, con el paso de los años, en la China continental la ciudad de Shangai conservó su influjo occidental y hoy es –siempre lo fue– la ciudad más cosmopolita en la tierra de Mao. Como un faro centelleando arribismo en trescientos sesenta grados, Shangai ha logrado demostrar que es posible la opulencia en el país de la ropa uniforme, y la nueva juventud china que emigra al resto del mundo es individualista, cosmopolita, quiere ser global. “De lo chino tradicional se conservan las ganas de trabajar y hacer dinero”, explica mi amigo tusan. “Las motivaciones y el uso de ese dinero es lo que ha cambiado”.
Este terreno ha resultado perfecto para la explosión del negocio de las tríadas, nombre generalizado de la mafia china mundial que, además de aprovechar sus tradicionales rubros de prostitución, juegos y opio, también se dedican con singular facilidad al tráfico de inmigrantes hacia Estados Unidos. Estudios fechados en el año 2000 (y publicados en algunos medios de comunicación) estiman que las tríadas mueven en el mundo unos 200 mil millones de dólares, 40% anual del PIB de China.
Shangai ha demostrado que es posible la opulencia en el país de la ropa de uniforme. / Pexels.
Lam Kam Hoi quería algo más de la tajada que le tocaba como integrante de Los Mandarines, uno de los tantos nombres con que la policía nombra al Dragón Rojo. El negocio es simple: usando fachadas de agencias de viaje, chifas y discotecas, hace pasar ilegales chinos a Estados Unidos utilizando como rutas principales Bolivia-Panamá-Cuba o Perú-Ecuador-Panamá, dependiendo de la suma pagada por el emigrante. Por ejemplo, Cuba resulta un trayecto menos complejo por la fuerte presencia china en la isla.
Isabelle Lausent-Herrera, una insistente estudiosa del tema (de padres franceses, pero nacida en China), me cuenta que tanto Perú como Bolivia son puntos fáciles por la elevada corrupción de sus funcionarios. En alguna ocasión, un funcionario de aduanas me aseguró que el problema más común al intervenir chinos sospechosos es que llegan con pasaportes diplomáticos. Si así fuera el caso, no sería difícil de creer. Imagínese al alcalde de una provincia perdida en un país de 56 naciones, multitud de dialectos y mil 200 millones de habitantes, dándole a un compatriota una credencial de “representante” de su distrito. Puesto que hasta una secretaria puede ser considerada “representante”, es demasiado sencillo obtener un visado diplomático y salir así del país. Demasiado sencillo.
Y Lam Kam Hoi quería más de eso.
Por ello se presentó ante el importante diario El Comercio y contó cómo el Dragón Rojo quería matarlo. Todo por los 300 dólares que un amigo le prometía si le ayudaba a trasladar a seis personas al Ecuador. Lam soltó todo: que el Dragón Rojo cobraba hasta 8 mil 200 dólares a cada chino por meterlo en Estados Unidos –a Europa es más caro, se pueden cobrar hasta 20.000–, y que los dragones rojos estaban implicados en la muerte de Wang Gang, un empresario chino abaleado en un karaoke en 1996. Lam también solicitó protección a su embajada y le fue negada, porque como señalaban los reportes policiales disponibles, tanto él como Wang Gang eran dragones rojos.
La historia data de comienzos de los años noventa, precisamente con el arribo de una nueva camada de ambiciosos jóvenes chinos, entre ellos Xu Lu, Lam Kam Hoi y Wang Gang. Un intrincado diagrama de inteligencia policial fechado en ese entonces da cuenta de su organización: el centro de operaciones y contactos era el chifa Kam Mey Mi, en la cuadra 14 de la avenida Benavides, en el mismo Miraflores. Lucio Cam, llamado también Cam Hong Huang, habría servido como nexo. Los varones: Lam Kam Hoi –dueño en ese entonces de Baños Turcos Vel Vet–, Javier Cam Fupuy, Chen Feng Hua Fong –propietario del chifa Kin Min– y Manuel Koo Chu. Las mujeres: Consuelo Cam, Catherine Cam Chang o Cam Chiang Ping y Zully García Cam. Xu Lu ocupaba una jerarquía menor, al lado de Wang Gang, César Lee, Ho Choy Lai, Gang Cheng (alias “David”), Hilda Reyes Piaggio –secretaria de Lam Kam Hoi– y Hu Siu Min –padrino de Xu Lu.
Los negocios para los chinos en el Perú de fines del siglo XX eran los de siempre, cualquiera relacionado con la simple compraventa, aunque el neoliberalismo del presidente Alberto Fujimori abrió posibilidades inexploradas. Mientras la Beneficencia China conservaba su proverbial parsimonia ante los conflictos de la comunidad y se alistaba cada año con entusiasmo autómata para cada nueva Fiesta del Doble Diez –el 10 de octubre (décimo mes), la fiesta nacional china–, promoviendo clisés como el desfile del dragón chino y los pasacalles de acróbatas dando saltos de artes marciales, los impetuosos contactos de las triadas mundiales en Lima se percataron de la voracidad del peruano promedio por cuanta oferta de menú chifa se le ofreciera. Y por cinco soles en promedio (o casi dos dólares por una sopa, un segundo y una bebida gaseosa), esa era la pantalla perfecta.
La figura era bien simple: Ya que son los chinos de Cantón los más desesperados por huir de su eterna miseria, he aquí un trato dorado. Hay un país en Sudamérica donde la comunidad china es fuerte. Se llama Perú. Te prestamos 10 mil dólares para que abras un chifa, te prestamos para los pasajes de tu familia y de ti mismo, pero nosotros ponemos al cocinero. De este modo, buena parte de los chinos que se quedan en Perú abren chifas con facilidad en gran parte hipotecándose a las tríadas, y ven desfilar por sus cocinas infinidad de cocineros ni siquiera contratados por ellos.
Esta es una de las explicaciones de cómo chifas de míseros locales se convierten en ostentosos palacetes de antojadísimo diseño en un par de años. Con el dinero obtenido se paga el préstamo, y al cancelar la deuda comienzan a pagar el cupo, es decir, el derecho a seguir viviendo de la gula peruana. Para el año 2003 se calcula en 7.000 el número de chifas sólo en Lima.
Xu Lu se abrió camino a paso lento. Compañero en labores de sicariato con Wang Gang –hay expedientes que involucran a ambos en la Fiscalía Penal 42 de Lima y que detallan denuncias por delitos contra la vida, el cuerpo y la salud; delitos contra la libertad que involucran armas de fuego; delitos contra el patrimonio y también contra la administración de justicia–, logró minimizar a Gang Cheng cuando éste empezó a prosperar con su agencia de viajes Disney Tours. Gang usaba Disney Tours como una fachada para comercializar pasaportes falsificados, actividad también monitorizada por la policía, como señala un informe confidencial fechado en mayo de 1997. Su poder fue tal que a partir de ese mismo año, él mismo organizó el negocio de extorsiones y se dio el lujo de invitar a alcaldes limeños a la China. Los viajes no se concretaron debido a denuncias periodísticas al respecto.
La policía también sospecha de Gang Cheng como autor intelectual del asesinato de Lin Zhiang Rong (44) y su cuñada Yuan Ljuan Xia por el aparente móvil de simples deudas. El motivo real habría sido la relación que Lin sostuvo con una mujer sólo conocida como “Kety”, que también había sido pareja de Gang. El 27 de abril de ese año, Gang Cheng cometió una presunta estafa por 290 mil dólares y fue capturado y liberado al día siguiente por causas no del todo claras.
El prontuario de Xu es más nutrido, si se revisa el parte rotulado con el jeroglífico título de 2003-VII-DIRTEPOL-DIVMET1/CMF-DEINPOL: desde 1994 se ha venido especializando en extorsiones, agresiones y secuestros (el de Xustieng Shen ha sido el más reciente), hasta el punto culminante de matar el 28 de septiembre de 1996 a su ex compañero, Wang Chang, en el interior del Vídeo Pub-Karaoke Lok Sen, en la avenida De La Rosa Toro, famosa en Lima por su larga oferta de cevicherías para todo gusto. La comida marina rivaliza con la china y la criolla en popularidad en esto del culto al apetito que padecen los peruanos.
Las múltiples agresiones de Xu a la comunidad china sólo salpican en la prensa cuando son espectaculares, como cuando en 2001 un cocinero ligado al Dragón Rojo mató a la familia con que vivía con el cuchillo de cocina. Se presumió que se trataba de la mafia, sin demostrarse nada fehaciente y el caso quedó desechado. Pero ya la comunidad estaba alterada.
En 1996, 24 ciudadanos chinos al tanto de las actividades de Xu, denunciaron a éste y a Wang Gang ante el embajador mediante un oficio redactado en chino con sello de la Beneficencia China. Mal traducido al castellano, el texto expone los padecimientos de las víctimas de este clan y termina en un exhorto que literalmente dice: “remitiendo al gobierno de Pekín solicitando ayuda”.
Luego de la cena improvisada que nos ofrece el comandante Butrón –mucho más de las atenciones regulares de la policía peruana–, nos damos cuenta de que tres tipos han acudido en un coche negro a responder por Xu. El chofer permanece dentro del coche, y los otros pasan a la antesala del despacho del comisario. Un oficial nos aconseja evitar ser vistos. Con cordialidad nos invita a tomar asiento en un sofá junto a la puerta, sin opción a negarnos. A pesar de eso estiramos los cuellos y logramos verlos.
Ambos tienen rasgos orientales, por supuesto. El más alto no llega al metro ochenta, y viste un terno azulino gastado. Su expresión es aburrida y enojosa como la del vigilante cuyo patrón sorprende en una siesta. Se nota que preferiría estar haciendo cualquier otra cosa, por ejemplo, dormir. Lleva un maletín estilo médico de cuero oscuro.
El segundo es cómico. Tiene gorrita de pintor de plaza y una casaca negra con refilones rojos extraída de cualquier película B de kung fu. Sonríe, no podría decirse bien por qué. No podemos ver más, pues la conversación con Butrón es rápida y privada. El resultado: se marchan apresurados, y Xu se queda en la comisaría. Butrón, a quien sus amigos conocen como “Pocho”, suda frío: “Estos chinos son de temer”.
Integrantes de la banda detenidos.
La palabra “tríada” tiene su origen en un legendario juramento de honor. Y el número tres se repite al contar la historia: en el siglo III de nuestra era, durante la “Época de los Tres Reinos” (conocida en chino como Sanguozhi Yanyi), tres generales juraron defender hasta la muerte al soberano Liu Bei de la amenaza de Chang Chiueh y sus rebeldes, los Turbantes Amarillos. Estos generales fueron Guanyu, Zhang Fei y Zhao Yun. Los dos primeros murieron con heroísmo. Zhao Yun se convirtió en tutor del hijo del emperador.
Pero Guanyu llegó a ser el más célebre y la historia lo convirtió en el dios Guangong (o Kwan Ti, depende del dialecto), dios de la guerra, la justicia y la valentía. El culto a Guangong está presente en casi todos los templos chinos del Perú y el “Juramento del Huerto de Melocotones” es el modelo para los ritos de iniciación en gran número de sociedades secretas.
Por otro lado, las sociedades secretas chinas aparecen documentadas sólo a partir del siglo IX de nuestra era. Los Cejas Rojas son los primeros de los que se tienen noticia. China ya contaba con dos mil siglos precedentes de historia. La moral del confucianismo regía la vida de los monarcas, quienes no obstante eran proclives al despilfarro y la ostentación. Los Cejas Rojas concentraron el descontento popular y dieron pie a multitud de réplicas que desde entonces operaron así, subversivas, secretas. Los Lanzas Rojas, Los Grandes Espadas, Los Dagas Pequeñas, Los Principios Celestiales de un Solo Corazón y Las Religiones Sagradas de la Flor del Dragón fueron herederas de otras más legendarias, como la sociedad secreta “Loto Blanco”, que a lo largo del tiempo tuvo muchas encarnaciones y decidió episodios históricos que afectaron a toda China.
Las sociedades secretas chinas aparecen documentadas sólo a partir del siglo IX de nuestra era. / Aleksadar Pasaría / Pexels.
Entre las actuaciones memorables de las sociedades secretas no delincuenciales, fue muy célebre la Rebelión de los Bóxers (conocidos en chino como los I Cho Chuan, o “Puños de la Justa Armonía”), que en junio de 1900 fue apoyada por el Imperio en su lucha contra los ejércitos de Occidente. El propio Sun Yat Sen, quien fundó la República China en 1911, se valió del apoyo y logística de estas sociedades para hacerse del poder. Con el tiempo, al ver disminuida su influencia y antiguo poderío se hicieron criminales.
En un artículo de Barbara Ward recopilado por Norman MacKenzie en su libro Sociedades Secretas, se afirma que casi todos estos grupos funcionaron originalmente como gremios, asociaciones benéficas o clubes deportivos. Cita como ejemplo que en Estados Unidos, tras la fachada de la Asociación General Industrial y Comercial Fuk Yee, con registro oficial, funcionaba la Sociedad de la Terna Fuk Yee Hing.
Una investigación sobre la mafia china en el Perú, en la cual participé hace un tiempo, fue publicada por la revista Somos en septiembre de 2002. En ella se afirma que las triadas más conocidas en el ámbito mundial son la 14K, con 30 mil miembros activos; la Sun Yee On, con 28 mil, y la Wo Shing Wo, con 25 mil. En total suman unos 300 mil miembros repartidos en más de cincuenta países. Sus actividades principales son la extorsión y el chantaje, el secuestro, el narcotráfico, la prostitución, el tráfico de armas, el tráfico ilegal de seres humanos y otros que siguen sirviendo de fachada.
Xu Lu es flaco, sisea cuando amenaza y vocifera cuando podría hablar. Su verdadera edad es una adivinanza. Según el sistema crediticio y su carné de extranjería, nació el 30 de mayo de 1970. En los registros públicos peruanos se señala como su fecha de nacimiento el 31 de mayo de 1974, si bien la oficina de migraciones consigna la fecha real como 10 de mayo de 1976. Para fines prácticos, en los partes policiales se ha sacado un promedio y se dice que tiene 29 años. Maneja tres pasaportes peruanos de números 1380444, 1606353 y 2309673. Nada de esto se sabía la noche de su primera detención. Se le dejó ir, pero puesto a seguimiento por las dudas.
Xu dirige sus negocios desde el chifa familiar Árbol Grande, en la calle Risso 177, un bullicioso reducto de vida nocturna en el distrito de Lince. Declaró en algunos documentos oficiales que posee la policía haber trabajado como cocinero en ese local. Según testimonios reservados es propietario de otros tres chifas, además de algunas discotecas y otros tantos restaurantes. Se moviliza en un BMW de placa BON-203 y otro de placa AIX-552, y testigos policiales afirman que con ellos recoge los cupos.
La prueba de su relación en anteriores delitos viene al canto: suele advertirles a todos que de no cumplir con el pago, “les puede pasar lo mismo que a Li Liao Yinkin”. Li era propietaria del chifa Sam Fung. Murió asesinada el 15 de febrero de 2001 de seis balazos por un motociclista que la interceptó camino a casa, de acuerdo con lo expresado en el informe N14.N.A6 de la Policía Nacional peruana. Li había cometido la torpeza de iniciar su propio negocio hacia Estados Unidos.
Un amigo cercano a la familia Li me citó en una heladería llena de jóvenes ejecutivos que alargaban sus almuerzos. Me confirmó algo que ya había oído antes: la familia Xu no forma parte de las celebraciones y reuniones en las cuales suelen participar otros chinos. A nadie en la comunidad le hace gracia que se les asocie con ellos. Dirigirles la palabra es un gesto excesivo que debe ser evitado. “Todos saben qué tipo de gente son. No los vas a ver interactuando en fiestas de la embajada”, reiteró el amigo tusan de los cigarrillos sucesivos. Una amiga cercana, que ha oído la historia de Xu, confirma la cerrazón en bloque de la colonia frente a ellos. “No los verás en actividades de los colegios chinos o ejercitándose en los complejos deportivos. Imposible”.
Organizado a manera de una gran empresa, Árbol Grande conforma su directorio de esta forma: 87 mil acciones en poder de Cang Zhang Xiu Zhi – madre de Xu Lu y gerente general–; 78 mil acciones para Xu Lu (gerente) y 8 mil acciones para Xu Yang, su hermano y presidente del directorio. Yang es un capitán retirado del ejército chino que en 1996 participó en la muerte de Wang Gang, según documentos reservados. Ambos, Xu Lu y Xu Yang, son tan temidos que incluso hay empresarios que prefieren pagar cupos arriba de los 50 mil dólares antes que denunciarlos.
Pero hay alguien a quien Xu respeta: a su madre, Cang Zhang Xiu Zhi, gerente general de Árbol Grande, y quien maneja dos identidades. En un documento dice ser Cang Zhang Xiuzhi (N° 42889560) y en otro Xiu Zhi Olórtiga Medina (N° 07635186). Xu Lu es dueño también de la discoteca Reflejos, en la ciudad norteña de Tumbes, en el límite con Ecuador –y presumible destino de enlace con sus actividades de tráfico de ilegales– y porta un arma porque, según su manifestación la noche del tiroteo en Tequila Rock, “viajo constantemente a ver mis negocios y hay muchos ladrones”. ¿Cocinero? Su registro migratorio arrojaba en noviembre cinco viajes a Panamá, cinco a Estados Unidos, seis a Ecuador y uno a Cuba, entre otros destinos.
Todo esto venía a la memoria el día en que lo vi frente a mí. Xu Lu, libre.
Hace pocas semanas me di una vuelta por el chifa Árbol Grande para poder escribir que, en efecto, hay un árbol adentro del local, y que veintinueve mesas eran atendidas no por chinos, sino por peruanos que ni siquiera saben saludar en chino y que tampoco les debe interesar saberlo.
Xu Lu estaba libre, según mis cálculos, por cuarta vez. A pesar del trabajo de la inteligencia policial, de las condecoraciones que recibió el comandante Butrón por su buen trabajo y su rechazo al jugoso soborno, y de toda la evidencia en su contra, estaba libre. En el chifa observé que Xu tenía el brazo izquierdo fracturado y sacaba cuentas con alguien más. Pedí algo de comer y entonces, mientras miraba el afiche de un dragón dorado sobre fondo rojo, colgado a un costado del mostrador, salió doña Xiu, sonriente, saludando a la clientela desde el altillo de su metro sesenta. Igualita a las dos fotos distintas que he visto de ella. Igualita a sus dos identidades conocidas por la policía. Igualita a todas las injusticias que se cometen detrás de las zarpas del Dragón Rojo.
(Texto aparecido originalmente en la revista Gatopardo en junio de 2004.)
Nota del Autor, diciembre de 2021: Xu Lu murió a sus 32 años el viernes 26 de enero de 2007 junto a su lugarteniente, Lei Lun Kim Lu, de 41. Ambos fueron asesinados de nueve balazos cada uno tras acudir a recoger dinero, en lo que resultó ser una emboscada por la madrugada. La prensa reportó por entonces que Xu Lu “ni siquiera tuvo tiempo para disparar una sola bala”.
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