En un lugar de Chimalhuacán de cuyo nombre sí quiero acordarme ha mucho tiempo que vive un cronista de los de fusil en astillero, red antigua, canoa flaca y átlatl corredor. Una olla de más ahuautle que carnero, arroz las más noches, mole los sábados, tamales los viernes y algún mixmole de añadidura los domingos. Es de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Su nombre es Tomás González y durante 35 años trabajó en el Lago de Texcoco, al oriente de la Ciudad de México. “Captura de mosco” se lee en su permiso de 1963. Por él y sus amigos me entero de que un átlatl es una lanza o dardo muy desarrollado para cazar aves lacustres, el ahuautle un platillo exquisito que se obtiene a partir los huevos de un mosco y el mixmole un guiso de pescado también de origen prehispánico, lo mismo que los tamales.
Tomás me invita este tres de mayo a su reunión anual con “los últimos sobrevivientes del Lago de Texcoco”, así dice el mensaje. El programa es tan sencillo como entrañable: una misa por el día de la Santa Cruz y al terminar una comida en su casa, en Xochitenco, barrio del municipio de Chimalhuacán, a treinta y tantos kilómetros del Palacio Nacional.
Se trata principalmente de hombres septua y octogenarios de la región que pudieron navegar por el lago hasta su desecación casi total en la década de los setenta. Antiguos recolectores de pescado, insectos y otros insumos y cazadores de aves lacustres que no han dejado de frecuentarse. Pescadores, según se llaman ellos mismos en un sentido amplio. Depositarios, en fin, de una añosa tradición que va acercándose a su fin.
Conviene recordar que la cuenca donde se asientan la Ciudad de México y sus municipios aledaños estuvo originalmente compuesta por seis lagos: Texcoco, Chalco, Xochimilco, Xaltocan, San Cristóbal y Zumpango. Quien haya visitado los canales de Xochimilco al sur de la ciudad será capaz de hacerse una idea.
El de Texcoco era el más grande y el de menor altitud. Allí a mediados del siglo XV el rey Nezahualcóyotl levantó un dique de piedra y madera con un doble propósito: separar las aguas dulces de las saladas y evitar inundaciones en la isla de Tenochtitlan, capital azteca que devino en novohispana y actualmente es el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Este 2022 cuesta trabajo imaginar el aspecto de aquel entorno lacustre de ricas poblaciones ribereñas, ríos, canales, islas y cuantiosas embarcaciones previo al desastre ambiental y social que comenzó con el establecimiento de los españoles en 1521 (https://app.relatto.com/cronica/despues-de-tenochtitlan-la-ciudad-de-mexico-se-invento-en-coyoacan) y fue enfatizándose a lo largo de los siglos XIX y XX por razones inmobiliarias e industriales. Ya sólo permanecen como testigos los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en lontananza, lástima que los altos edificios y sobre todo el esmog no permitan apreciarlos como en antaño.
Y, claro, los pescadores que estoy a punto de conocer.
El de Texcoco era el más grande y el de menor altitud. Allí a mediados del siglo XV el rey Nezahualcóyotl levantó un dique de piedra y madera con un doble propósito: separar las aguas dulces de las saladas y evitar inundaciones en la isla de Tenochtitlan, capital azteca que devino en novohispana y actualmente es el Centro Histórico de la Ciudad de México.
“¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?”, se lamentaba el escritor Alfonso Reyes hacia 1940. “¡Oh, desecadores de lagos, taladores de bosques!”
“Todo nos venía de la laguna”, escribió Elena Poniatowska en una crónica de 1982. El Lago de Texcoco ofrecía –entre otros beneficios– verdor, hortalizas, jabón, lejía (capa gelatinosa que se obtiene de las zanjas de agua estancada, colándose en forma de pastillas y que se usa para lavar pisos y ropa engrasada) y tequesquite (una especie de salitre que sirve como levadura), así como pescados, aves e insectos que aún se cocinan en ciertos pueblos originarios.
Durante un caudal de siglos tales fueron las actividades primordiales de esta cuenca originada hace cerca de 700 mil años. La vocación y razón de ser de muchas de sus ciudades y pueblos, incluyendo Tenochtitlan y luego la Ciudad de México. No extraña que en la mitología azteca hubiera un paraíso de agua, el Tlalocan, ni que en 1984 se publicara un libro titulado Historia de la navegación en la Ciudad de México. Tampoco que hace unos años un buen número de mexicanos se lanzara a las calles para protestar por las obras del nuevo aeropuerto en el lecho seco del Lago de Texcoco, proyecto cancelado en diciembre de 2018 por el actual presidente de la República.
En marzo de este año lo que queda del enorme cuerpo de agua fue declarado Área Natural Protegida: 10 mil hectáreas que reciben anualmente a más de 150 mil aves migratorias, entre ellas a pelícanos blancos que vuelan desde Canadá en invierno. “Este es uno de los mejores lugares para observar aves en la Ciudad de México”, escribió el cronista Édgar Anaya en 2011.
–La laguna daba a manos llenas –dice Juan Montaño, de ojos zarcos, frente a la iglesia de Xochitenco. Tiene 78 años, pero su sonrisa es de infante.
–¿Y por qué se secó, entonces?
–No se secó, nos lo secaron.
II
El tres de mayo la Ciudad de México amanece con contingencia ambiental por la intensa emisión de ozono, las temperaturas superiores a los 24ºC y el escaso viento sin dirección fija. ¿Qué hemos hecho, en verdad, de nuestro alto valle metafísico? Pica la garganta al salir de la casa. Pero hay que intentarlo si uno desea abordar el metro en la estación Allende. Eso hago para tomar un tren en Pino Suárez con destino a Pantitlán.
Todos en este andén son morenos. Enfrente hay más variedad, su tren pasa por la Zona Rosa y las colonias Roma y Condesa y el Bosque de Chapultepec, áreas aburguesadas y corazón turístico de la ciudad. Nada que ver con el oriente, longevamente olvidado por los sucesivos gobiernos. En el vagón noto a albañiles, es fácil reconocerlos por su herramienta de trabajo y la modesta alegría con la que celebran su día, el de la Santa Cruz: muchos colocan una cruz adornada en la construcción donde trabajan.
El verde de los asientos, el rosa en el diseño gráfico y el anaranjado en los muros no parecen entusiasmar a nadie, hay daltonismo en el alma, exceso de cotidianeidad, desasosiego y smartphones.
El pictograma y la etimología de la estación Pantitlán hacen alusión a un antiguo sumidero en el Lago de Texcoco señalado con banderas para advertir a los navegantes del peligro de remolinos. Escribió el fraile Bernardino de Sahagún en el siglo XVI que los aztecas compraban niños de teta a sus madres para sacrificarlos en ese maelstrom chiquito.
En marzo de este año lo que queda del enorme cuerpo de agua fue declarado Área Natural Protegida: 10 mil hectáreas que reciben anualmente a más de 150 mil aves migratorias, entre ellas a pelícanos blancos que vuelan desde Canadá en invierno.
Salgo a la calle, la aridez y el ardor en los ojos, son casi las dos, pido un Uber para llegar más pronto a Xochitenco. Cierro la ventanilla, hay millones de personas respirando sin cesar y al mismo tiempo. ¿Cómo es posible que hayan cambiado un paisaje lacustre por estas calles con aspecto de ruina mesopotámica? Hablo en tercera persona porque no siento que mi generación haya sido la responsable. Todas sienten lo mismo. El camino de Pantitlán a Chimalhuacán es un muestrario de la desigualdad.
Toca atravesar Nezahualcóyotl, municipio creado hace casi 60 años para acoger a migrantes de la capital y otras partes de México, sin embargo su historia puede rastrearse dos décadas antes. Una historia gradual, paralela al desecamiento del lago. Nezahualcóyotl: “coyote que ayuna” en náhuatl, lengua atemporal y expresiva como un molcajete (mortero) viejo, de esos de piedra, tres patas y un muñón para moler. Muchos hemos visto el encharcamiento y la marginación de Neza en la película Roma (Alfonso Cuarón, 2018), ambientada aquí a principios de los setenta. ¿Qué tanto ha cambiado eso en pleno siglo XXI? Desde la avenida Bordo de Xochiaca se percibe un olor a basura añejada. Del otro lado, los resabios del lago: un parque ecológico con medianos cuerpos de agua (el más conspicuo, el artificial Nabor Carrillo). Un buen tramo del camellón del Bordo ha sido embellecido hace poco. Hasta una escultura de Sebastián le pusieron, el Guerrero Chimalli, de 60 metros de altura.
Pero a Neza y Chimalhuacán le hacen falta medidas más perentorias. El chofer de Uber insiste en la palabra “feminicidio” mientras charlamos sin ganas, no así en la punzante “machismo”. Conforme nos acercamos a nuestro destino, veo tiendas de trajes de charro. Por el carnaval de 12 semanas, el de mayor duración en el mundo.
Por fin llego a Xochitenco, una hora de viaje en total. El topónimo significa “en la orilla de las flores”, pero aquí ya no hay flores. Si acaso árboles de los que no dan sombra ni olor ni frutos. El barrio está en las faldas de un cerro, a cinco minutos del Centro de Chimalhuacán. Las calles presentan nombres como Cosamaloc (“donde sale el arcoíris”) y Acalote (“donde pasan las canoas”).
–Esto era un paraíso –continúa Juan, el de los ojos zarcos y cuerpo fuerte de peregrino: cada verano camina al santuario de Chalma durante tres días y en mayo toma su bicicleta hasta San Juan de los Lagos a 450 kilómetros.
III
En Xochitenco el cielo es de un color vítreo que nadie alcanza a ver hace tiempo. En el atrio huele a animal muerto. La iglesia es una construcción de piedra y ladrillo próxima a cumplir sus primeros 100 años. “Vayan a verla, se van a quedar sorprendidos de tanta hermosura”, dice un comentario en Google Maps. Antes era una choza con techo de carrizo. A unos metros de aquí empezaba el lago. De agua amarillenta o “tepachuda” por semejarse su color al del tepache, bebida fermentada de sabor dulzón que muchos mexicanos conocen, sobre todo los viejos.
El Lago de Texcoco ofrecía –entre otros beneficios– verdor, hortalizas, jabón, lejía (capa gelatinosa que se obtiene de las zanjas de agua estancada, colándose en forma de pastillas y que se usa para lavar pisos y ropa engrasada) y tequesquite (una especie de salitre que sirve como levadura), así como pescados, aves e insectos que aún se cocinan en ciertos pueblos originarios.
Los viejos. ¿Por qué hablar con ellos y entrevistarlos?, ¿qué hago yo en Xochitenco?, ¿para qué escribir al respecto?, ¿de qué sirve ser periodista en México si uno no vive obsesionado con el gobierno? En esto pienso mientras veo bajarse al sacerdote de una camioneta. Repican las campanas llamando a misa. Yo prefiero quedarme afuera, llamo mucho la atención, parezco un espía, de esos malos que hacen notar su presencia.
Pero un grupo de señores me rodea de buen grado. El más respetado, mi amigo Tomás, elegante en su trato y con casi 90 años sobre la faz de la Tierra. La comunidad lo quiere de veras. Todos ellos, monumentos vivientes que anhelan ser escuchados. Juan Montaño y Tomás, pero también Baltazar González, Tomás Jiménez y otro cuyo nombre no consigo anotar. Llamadle Ismael. Yo tengo un buen de preguntas y entre todos me guían sin tropiezos.
El lago se secó –acusan– por la Sosa Texcoco, la fábrica donde se hacía jabón, sal, carbonato y otros ingredientes. No era una empresa de Chimalhuacán, sino de gente de fuera. Desapareció en los años ochenta. Estaba donde querían poner el nuevo aeropuerto. Para allá se llevaron el agua, entubándola y bombeando. “Antes era de todos.” También me hablan de la desaparecida Secretaría de Recursos Hidráulicos y los presidentes Fulano y Mengano. Igual habría que considerar el Drenaje Profundo de 1975 y otros factores.
Los viejos. ¿Por qué hablar con ellos y entrevistarlos?, ¿qué hago yo en Xochitenco?, ¿para qué escribir al respecto?, ¿de qué sirve ser periodista en México si uno no vive obsesionado con el gobierno?
Añoran la comida especialmente. Antes todos se alimentaban de lo que proveía el lago. “El requesón era lo más sabroso”, un platillo típico de Xochitenco que sale de una mosca negra, la poxi, que quiere decir “blando” o “esponjoso”. Antes de ser mosca es un gusano. Ese insecto iban a recogerlo las mujeres a la orilla del lago para molerlo y hacer una masa, que tras enjuagarla se ponía a hervir. Al final la masa se exprimía con una manta de fibra de maguey y de ahí escurría una especie de leche cuajada que caía en la cazuela formando bolitas. Ese requesón lo comían en tacos o tamales.
También el ahuautle era una opción favorita, pero ese proviene de los huevos de un mosco, que por cierto no hay que confundir con el “chipirín”, el cual se transportaba hasta Taiwán, Japón, Alemania, China, Francia y Estados Unidos, pues servía para elaborar alimento para las aves, aceite de mosco y otros productos valiosos.
Por lo demás, había carpas y charales y acociles, que son como camaroncitos, y desde luego ajolotes, un anfibio endémico que está en peligro de extinción y “sabe como a lagartija”. El ajolote se consumía en flor de calabaza y nopalitos, pero antes había que limpiarlo con ceniza. Hace como 25 años que no prueban uno.
También había patos (más de una docena de tipos), garzas y un ave denominada alcatraz, así como chichicuilotes, que son como palomas, pero con las piernas y el pico más largos. Aves lacustres que se cazaban con el átlatl y el fusil y en las cocinas se preparaban con mole o en caldo.
También se cosechaba en Xochitenco. Sobre todo zanahoria y maíz. Y llovía más que ahora. El cerro estaba lleno de magueyes, y ahora son puras casas.
No paran de hablar. De fondo los cánticos de la misa. Y el estallido de cohetes. Dice alguien que aún sueña que pesca en el lago. Con todo y que la última vez habrá sido hace unos 40 años. Se madrugaba como a las tres para salir en canoa con la red y pescar y cazar y recolectar hasta las ocho o nueve cuando el sol ya quemaba. Las aguas no eran tan profundas y resultaba sencillo seguir el “manchón” de peces.
Dichas canoas no eran tan distintas, tal vez, a la que se exhibe en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología, localizada en 1959 por arqueólogos en la Ciudad de México: de tronco de ahuehuete, seis metros de largo y 61 centímetros de ancho.
–Antes no había maldad, amarraba uno su canoa con un lazo en la orilla y nadie se la robaba –dice Juan, la voz sorda y mucho afán por contar.
Su sonrisa infantil capaz que esconde un llanto secreto. Nostalgia por sus padres, tíos, abuelos y bisabuelos, la parentela en pleno, y los vecinos y amistades, todo el barrio dedicado a lo mismo. A sus abuelos aún les tocó viajar en canoa hasta el Centro de la capital para ofrecer mercancías. Hoy sólo puede irse en coche o transporte público. Por ejemplo a pedir trabajo, mayormente de albañil:
–A mí no me gusta el Centro, me da dolor de cabeza.
IV
Los últimos sobrevivientes del Lago de Texcoco se reúnen cada día de la Cruz porque varios de ellos son albañiles. También por la Cruz de la Medianía, reliquia del barrio. Durante años ésta estuvo en el lago como a medio kilómetro de aquí. Delante de ella se persignaban los pescadores en sus canoas al iniciar y terminar la jornada.
Tomás la rescató a finales de los setenta y desde entonces los de Xochitenco la veneran con esmero. Esta tarde se toman fotos con ella. La tradición exige bendecirla en una misa cada tres de mayo para pasarla a una nueva familia que la resguarde a lo largo de un año. Muchos concurren con sus crucecitas caseras.
Cuatro fortachones la llevan a cuestas –de madera y unos tres metros de altura, embellecida con una larga y blanca red de pesca de punto grueso– a casa de Tomás, a unos pocos pasos del templo, en la calle de San Juan, donde nació el cronista en los años treinta, y también sus padres y abuelos. Una casa que parece museo por la presencia de tanto cuadro y esculturas y hasta representaciones de códices en paredes. Aquí ha vivido su vida entera. Hasta un pato disecado veo encima de un mueble.
“A aquel que ha narrado mucho le será referido más”, escribió Stefan Zweig. Yo prendo mi grabadora con impaciencia en el corazón. Una bocina ameniza con danzones mientras alguien sirve la comida en platos de unicel. En el patio de Tomás la algarabía quieta del ahuautle, el mixmole, mucho arroz, tamales sin relleno, mole y el indefectible pulque, que para quien no sepa es una bebida prehispánica que se produce a través de fermentar el aguamiel del maguey. En cada mesa caben unas ocho personas. Los manteles son morados y a veces se escucha el lastimero aullido de un perro como haciendo eco de los silbidos del viento.
Yo me callo y los escucho:
Mi nombre es Pedro Gutiérrez, soy nativo de Xochitenco igual que mis padres y abuelos. Mi abuelo fue Nicolás Galicia. Tengo 78 años. A mí me tocó ver cómo secaron el lago, todo se hundió, las zanjas se estancaron, por ahí nadaban los peces. Yo recogía tequesquite. Toda la gente andaba descalza y el talón se partía. Me gustaba el requesón con chile. Lo comíamos en platos de barro y hoja de maíz, sabía riquísimo. También se daba el membrillo, la zarzamora y las peras. Pero se dejó de sembrar por lo mismo de la resequedad.
Yo soy José Guadalupe Gutiérrez, tengo 69 años. Entrábamos al lago descalzos, como quien dice de pata rajada, pero los talones lo curábamos con grasa de cerdos y reses porque no había medicamentos. Por la mañana regresábamos con el mosco mojado en un talego de manta y ese lo subíamos a la casa para poder secarlo, pero no mucho porque luego se rompían las patitas y las alas del mosco. Ese mosco era para la gente rica del Centro, para que comieran sus aves, el ‘chipirín’ sirve para darle de comer a los patos, guajolotes y gallinas. Nunca pasábamos hambre, éramos ricos porque no nos faltaba comida. Cada canoa tenía un nombre: La Barquita de Madera, El Venadito… Las amarrábamos a los sauces. A los tres años me quedé huérfano de padre, pero mis hermanos me ayudaron a levantarme, me dieron la vida, por eso yo recuerdo ese lago que nos daba de comer. Los que eran ricos se acostaban en una cama de madera y los que no sobre un petate o costales a la intemperie. Pero siempre había comida. Lo que más me gusta son los charales tostados con cilantro. Atizábamos el fuego con excremento de vaca o de caballo o con varas secas de sauce. Nuestros antepasados, que en paz descansen, vestían de calzón blanco, con huaraches de correa y suela de llanta. Yo me vestía de lo que la gente me regalaba. Andábamos remendados, mugrositos, nos limpiábamos la nariz con la pura manga porque no había pañuelos. Me gustaría que volviera el lago, pero a la vez ya no porque hay mucha gente que vive ahí. Gente pobre que el gobierno no apoya.
Mi nombre es Juan Peralta, tengo 72 años, desde los 17 ya andaba recogiendo el mosco en el lago, pero a los 45 años yo dejé de ver, o sea que perdí la vista. Para pescar se necesitaba fuerza para remar. Yo soy de familia de atletas, mi tío representó a México en las Olimpiadas de Tokio de 1964, era maratonista, pero esa vez no ganó. Lo más bonito de Xochitenco era el lago. A mí me daban miedo los aviones porque volaban muy bajo y pasaban cerca de uno. Ahora me gusta el carnaval, pero yo no puedo bailar por lo mismo de mi enfermedad. Se oye la música y a uno le entran ganas de bailar. Si recuperara la vista lo primero que haría sería ver a las mujeres. Y también a mi esposa [risas]. También quisiera ver el lago, ojalá se pudiera.
Antes no había maldad, amarraba uno su canoa con un lazo en la orilla y nadie se la robaba –dice Juan, la voz sorda y mucho afán por contar.
V
Apenas termino mis entrevistas, un científico me aclara que el mosco con el que hacen el ahuautle es realmente el adulto de una chinche, la Corisella texcocana, que los pescadores llaman axayácatl en náhuatl. El “mosco cafecito de alas largas” del que escribió Elena Poniatowska en su referida crónica. Alguien más, una antropóloga, sostiene que los viejos con los que he tenido el gusto de conversar no son propiamente los últimos sobrevivientes del lago. Ahí están los de Santa Isabel Ixtapan, en el municipio de Atenco. Ellos pescan en charcos, pero aún son capaces de surtir de ahuautle a un público decreciente. Su sabor es potente, atenuado por la salsa verde. La textura es curiosa y delicada, como de carne molida. También me entero de que aún cazan patos en Atenco, habrá que ir, no es muy lejos de aquí.
Al final Tomás me enseña su casa-museo y me cuenta de los caballos que también se aprovechaban para trabajar en el lago, el pescador José Ocelotzin que entrevistó Gutierre Tibón, las ranas que se comían y las tolvaneras que surgieron cuando se desecó el lago y que afectaban el Centro mismo de la Ciudad de México: el cielo parduzco y la tierra de un mismo color confundiendo a sus habitantes. También me enseña instrumentos de pesca en desuso.
Son casi las seis, es momento de despedirse. Ningún pescador se ha quitado su gorra o sombrero en el transcurso de la comida, casi todos vienen acompañados de sus esposas, que sonríen cansadas.
Pido mi Uber, soy el último en irme. Vengo locuaz en el asiento trasero. De buenas a primeras el conductor se emociona:
–A Chimalhuacán yo llegué en los años ochenta, cuando acababan de poner luz eléctrica, todavía se podía pescar y hasta cazar patos canadienses, de esos que traen una franja blanca en el cuello. Yo creía que era por diversión, pero ahora sé que mi papá nos llevaba porque no había dinero para comer.
Eureka, para eso sirve el periodismo. Para aprender a escuchar. De ahí la importancia de recoger testimonios. Pesca valiosa que apreciará el porvenir. Como escribió el cronista Josep Pla en 1942: “Espero que esto sea leído dentro de cien años cuando algún curioso trate de resucitar la vida que estamos arrastrando”.
¿Qué vida estamos arrastrando actualmente? Habrá que preguntarle a los viejos.
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