—En medio de esta crisis, ¿qué rol cotidiano, con el que te sientas interpelado, tienen los periodistas en Estados Unidos?
—Durante el gobierno de Trump, yo no tenía reparos en decir que era necesario que nosotros fuéramos bastante abiertos en escoger nuestro bando. Lo vimos y yo mismo reconozco que no es una cosa que me gustó ver: por un lado, Fox y por el otro, CNN. Ya no había noticieros, sino opinión. No me gustaba eso y no me gusta, y me gusta mucho menos verlo en los periódicos, pero para alguien como Trump, que hizo la guerra con el periodismo, que nos llamó en nuestras caras “enemigos del pueblo”, éramos su enemigo declarado y había que declararle la guerra también a él. No fue una época normal. No era simplemente un mandatario que era menos amigable que otros, y había que fiscalizarlo hasta la médula.
Entonces, el papel del periodista es más importante que nunca, es obvio. Los populistas y los autoritarios nos quieren cerrar el paso donde sea y lo están haciendo, y empezó a suceder incluso aquí en Occidente con Trump. Hoy en día, el papel vuelve a ser, en Estados Unidos, el de antes; es decir: el periodista escucha al mandatario y mantiene el respeto, “pero te pillo en algo y te voy a fiscalizar; a mí no me vengas con huevadas”. Yo quiero recuperar la etiqueta y el tono de respeto… pero ¿obsecuencia? Jamás. Nosotros debemos saber que somos el último escudo de protección de la democracia y también del gran público y de sus derechos.
—¿Cuál creés que será la agenda de Joe Biden en América Latina?
—Volver a tener una relación menos transaccional de lo que fue la de Trump. Públicamente, a él le interesaban ciertas cosas y, bueno, entregó la política de América Latina a los cubanos americanos como Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone, que diseñaron las acciones hacia Venezuela y Cuba, y básicamente ignoraron el resto del continente. Yo creo que de ahora en adelante vamos a tener una política más comprensiva, menos bélica, con un verbo más respetuoso inclusive con los adversarios. Va a volver a dejar ir a los turistas a Cuba, incluso creo que va a abrir un puente de diálogo con Venezuela. Creo que va a haber negociaciones fuertes con antiguos aliados como Colombia, por ser un país en donde el Estado de Derecho está siendo violado constantemente con la anuencia de la Presidencia en cuanto al incumplimiento con el acuerdo de paz. Con los narcoestados del Caribe y de Centroamérica va a haber políticas aplicadas para exigir el respeto a las leyes y las formas, y si no, va a haber castigos, sobre todo fiscales, pero quizás también judiciales. Con México va a ser una relación un poco difícil. Van a intentar buscar mantener las formas, pero AMLO ha militarizado el país, y también aparentemente ha optado por una posición casi de respeto mutuo con el narco: eso no es nada bienvenido acá, entonces va a haber un forcejeo ahí.
Hoy en día, el papel vuelve a ser, en Estados Unidos, el de antes; es decir: el periodista escucha al mandatario y mantiene el respeto, “pero te pillo en algo y te voy a fiscalizar; a mí no me vengas con huevadas”.
—¿Estuviste por aquí, por Latinoamérica, en este año de pandemia?
—Sí. Hice un viaje desde el final de octubre hasta Navidad. Estuve en México, Chile y Brasil.
—¿Y cómo viste la situación?
—México es uno de los países con los resultados más mortíferos de la pandemia. Es un país en vilo. Es un país como en espera.
Chile estaba muy enfrascado en su preámbulo de su constituyente. Es un proceso interesante porque, de todos los países de América Latina, es el que más avances ha hecho para buscar una solución propia a sus problemas. Quizás solo sea idóneo para Chile, pero de todas maneras vale la pena mirarlo, considerando que tenía un estallido social y los manifestantes son los que han obligado al presidente y al gobierno conservador a oírles, aceptar el proceso e ir adelante.
En Brasil, el desastre. Estuve en Río y en Brasilia, un poco entre evangélicos y malandrines o evangélicos malandros, que, bueno, en realidad son la misma cosa, ¿no? En todo caso, constatando el grado de negligencia que tiene no solamente la gente en su pandemia, sino la sociedad como tal. El bolsonarismo es un descaro total: es una ofensa a la humanidad. Es un gobierno frívolo y gangsteril. Es como ver una ciudadanía a la intemperie con un gángster en la casa presidencial. Da pena y da rabia. Por eso mismo, por ser un país que quiero y que considero importante, voy a seguir cubriéndolo; de hecho, mi próxima crónica será de eso.
Yo aproveché porque no había estado en América Latina en todo el año, entonces para octubre inventé este viaje. No hice todos los periplos que hubiese querido. Tuve que tener un poco de cuidado, pero fui al menos a tres países. Quiero hacer otro periplo, ojalá antes de mitad de año, y ampliar un poco el abanico.
—Relacionado con eso, quería preguntarte sobre tu método de trabajo. ¿Cómo planeás tus crónicas? ¿Cómo es el paso a paso de tu trabajo?
—La mayoría de las piezas que publico en The New Yorker las planteo yo. A veces me las plantean ellos y me preguntan si tal o cual historia me interesa. Si les digo que sí, voy detrás de la historia. A esta altura conozco gente en muchos lugares, sobre todo en América Latina, que es donde me he enfocado más en los últimos años, y entonces comienzo por enterarme de la situación y me acerco y empiezo con las entrevistas.
En el caso de una que hice sobre Bolivia después del derrocamiento o la expulsión de Evo Morales, fui a México para verlo a él, que acababa de llegar. Le hice una entrevista a él y a [Álvaro] García Linera, su vice. Seguí hasta Bolivia y logré acceder a una entrevista con la presidenta sustituta y con el ministro de Interior, un tipo nefasto de apellido Murillo, y de ahí, pasé un par de semanas más poniéndome al día con lo que era la realidad boliviana. Es un país complejo, más allá del simple lío que había. Muchas cosas necesitaban ser entendidas: qué era verdad de lo que decía la oposición que ya estaba en el poder, qué era verdad de los abusos de poder que denunciaban los de Evo, y había que viajar geográficamente por el país, que es tan complejo y distinto en sus sitios. Hice muchos viajes entre La Paz y El Alto, hice uno a Cochabamba, otro a Santa Cruz, que es un poco la tierra de los opositores, fui hasta La Chiquitania, adonde había habido grandes incendios, y también, otra vez en el altiplano, fui a la tierra natal de Evo. Yo había estado antes y ya tenía noción de la historia, y volví a empaparme para estar seguro de que tenía una comprensión que era certera. Intenté hablar con gente de ambos lados en ese conflicto para determinar mis instintos en torno a la justicia de cada lado… Y luego me fui a casa y me puse a escribir.
Estuve en Río y en Brasilia, un poco entre evangélicos y malandrines o evangélicos malandros, que, bueno, en realidad son la misma cosa, ¿no?
—¿Siempre escribís en tu casa?
— No siempre, pero últimamente vuelvo a casa para escribir. Casi siempre me demoro unas tres semanas en lograr un primer borrador de 10.000, 11.000 o 12.000 palabras. Es un poco mi extensión. Yo intento establecer mi noción de la historia: recurro a libros y a datos durante la creación de la pieza. Hay una parte creativa, que es: ¿cómo comienzo? Por supuesto intento cierta creatividad en la estructura, pero también hay una parte fáctica y ahí recurro a Internet o a libros para estar seguro de que mis facts están bien; eventualmente hago llamadas a fuentes para asegurar ciertas cosas. Lo entrego a mi editor.
Luego él lo estudia y me manda de vuelta, me dice “genial” o no, o lo que sea. Me hace siempre lo que él dice que son algunas preguntas tontas… que casi siempre son las cosas que no he hecho. Y ahí tengo que trabajar un poquito más y busco gente que no había buscado. Casi siempre el editor recorta el texto porque escribo de más, y entramos en el proceso de edición que termina en el fact checking y su publicación. Todo demora como tres meses, a veces más, a veces menos.
—Muy interesante. Muchas gracias por abrirnos la puerta a tu cocina. Y pregunto más: ¿grabás todo? ¿Sacás fotos, hacés videos? ¿O preferís anotar en libretas?
—Sí, lo hago, pero casi nunca miro las fotos, casi nunca miro los videos… y detesto tener que transcribir las grabaciones, pero cuando son la fuente principal o, digamos, un mandatario, por supuesto que lo hago. Pero dependo mucho de mis notas: 90% de todo son mis anotaciones.
—¿Cómo fue el trabajo de hacer una biografía enorme y definitiva como la que hiciste del Che Guevara? ¿Cómo se organiza toda esa información?
—La primera parte fue acercarme a la figura y llegar a una comprensión íntima, en la que me confíe de mis instintos. Pero no empecé a entender quién era el Che hasta después de hacer un viaje a Argentina. Eso, después de dos años de vivir en Cuba. Pero inclusive con el acceso a la viuda y a algunos allegados, sentía que el Che estaba como muy cartonizado, muy fetiche y no me era real. Hasta que fui a Argentina y recorrí el país durante dos meses, en compañía de Alberto Granado, el antiguo amigo del Che. Todavía en esa época estaban vivos la mayoría de sus amigos de infancia, incluso parientes del Che y de Granado. Pude verlos, a veces con Granado, a veces sin él, recorrimos los mismos lugares de su juventud y ahí sí empecé a entender y a visualizar o simplemente a sentir el joven Guevara. No el Che, sino el joven Guevara. A partir de ahí fue que yo empecé a sentir que lo conocía.
Luego, al volver a Cuba, la viuda me dio el diario inédito de cuando se fue de Argentina hasta su llegada a Cuba. Cubría un período de tres años clave: su transformación de joven diletante vagabundo a revolucionario. Hubo una primera fase de acercamiento, luego una segunda fase de compenetración con la figura, de acceso a diarios inéditos y cartas, lo cual me hizo entender su psicología y su pensamiento privado. Teniendo ya otros diarios y otras memorias que ya eran públicas, como las de su padre o mejor amigo y cosas así, todo eso me ayudó a entender la vida interior del Che.
Luego era la parte de reportería. Lograr acceso a la gente en Cuba que me habló de él a veces no era fácil y eso fue un proceso largo, tanto dentro de Cuba como fuera, porque tuve que repetir viajes a Argentina, Bolivia, Paraguay, México, a Washington para archivos, a Miami para hablar con los opositores, a Rusia, a España, a Suecia para buscar a uno o a dos exguerrilleros que nunca habían hablado, pero que habían aceptado recibirme…
En fin, fue un total de unos cinco años, pero recién empecé a escribir un poquito sobre la juventud del Che en Cuba, pero la verdad es que era muy difícil por todo lo que sucedía en Cuba y porque yo no sentía que tuviera la neutralidad para escribir. Entonces empecé a escribir una vez que nos fuimos de Cuba, después de tres años, en España. Inclusive hice otros viajes, claves porque conocí fuentes que se abrieron de forma contundente y realmente me ayudaron a ver el panorama y las nebulosas que tenía en torno al Che en momentos cruciales.
Uno de los viajes a Bolivia fue más o menos largo porque era de cuando estaba buscando el cuerpo del Che, pero en cuanto a lo demás, eran viajes puntuales y escribí como loco. Fueron como dos años de escritura hasta que finalmente tuve un borrador. Y volví a Cuba a hacer un último esfuerzo para conseguir más fuentes, y algunas encontré. Finalmente, la editorial me lo sacó de la mano y me dijo: “Ya no más, lo vamos a publicar”.
—¿Sabías, mientras trabajabas en el libro, que ibas a encontrar el cuerpo, hasta entonces oculto, del Che?
—No, para nada. Fue una sorpresa que un militar me dijera a dónde estaba enterrado. Eso fue el baño de la torta. E hizo revivir todo.
Pero inclusive con el acceso a la viuda y a algunos allegados, sentía que el Che estaba como muy cartonizado, muy fetiche y no me era real.
—Me da curiosidad que un reportero global como vos viva en Bridport, que es un pueblo bastante tranquilo en el sur de Inglaterra. ¿Por qué elegiste ese lugar para tu casa?
—Después de Cuba, fuimos a Salobreña, España, donde mi madre tenía una casa y era como el hogar maternal. Ella falleció estando en Cuba y yo fui a ocupar la casa con mis chicos y nos quedamos por seis años. Mi mujer es inglesa y su mamá se había mudado a Bridport, que era muy cerca de un pueblo que nosotros habíamos conocido siendo colegiales, años antes. Y estando nosotros en Cuba y luego en Andalucía, Bridport era el lugar adonde íbamos a ver a la abuela. Hacíamos viajes casi cada año y eventualmente, ya después de unos seis años, yo estaba trabajando para The New Yorker, estaba un poco harto de vivir en una provincia española y la verdad es que las escuelas primarias locales de los chicos no eran tan buenas. Había que decidir a dónde ir. O era Nueva York, porque yo ya trabajaba para The New Yorker, o era Inglaterra porque estaba ahí la nana, y yo opté por ir a Bridport un año para experimentar porque quedaba cerca y manteníamos la conexión con España. Los chicos podían volver en semanas blancas, mantener su español y darle la chance de tener una relación con la tercera generación también.
Pero coincidió con el 11 de septiembre [de 2001], y yo me marché a Afganistán y no volví en seis meses. Y en lugar de un año experimental, yo me fui a la guerra y me quedé como cinco años entre Irak y Afganistán, pero sin pensar en otra cosa porque el mundo había cambiado. Y no pude pensar si después del año en Inglaterra debíamos ir a Nueva York o volver a España, no, ¡qué va! Entonces el lugar era Inglaterra… y nos fuimos quedando. Lógico, no es para mí. No es un lugar estratégico para mí, pero ni modo. Ahí estamos. Nos fuimos quedando y yo paso la mitad de la vida viajando, pero es un buen sitio a donde volver.
—Y así pasaron los años… Ahora vos sos un maestro y un referente para muchos periodistas. Desde un punto de vista constructivo, ¿de qué te arrepentís de tu carrera? ¿Qué hubieras hecho distinto?
—¡Quizás no me hubiera metido en Twitter… para no demostrar mis flaquezas impulsivas! Ahora, en serio, yo no completé la universidad. De vez en cuando lo echo de menos por tener más tiempo de lectura o cercanía con grandes mentes y profesores. No es algo que arrastro como un lamento, pero quizás me habría salvado de algún lío o incomprensión. Sin embargo, estudié un poco de todo: literatura irlandesa del siglo XIX, un seminario en Decadencia, otro en Futurismo, Filosofía, Ciencia Política, Humanidades. Hice lo que quise, pero no tuve una carrera. Solo hice un curso de periodismo de tres meses. Pero sí tuve dos mentores importantes: Stephen Spender, poeta, y Harry Crews, escritor de un género llamado gótico sureño o Southern-Gothic. A esas alturas yo no buscaba tanto ser periodista sino escritor, y estaba metiéndome en todo: poesía, ficción, lo que sea… y caí eventualmente en el periodismo. No reniego de mi vida o la forma en que viví. Más bien, de las cosas locas hubiera hecho más.
—Por último, tu nuevo libro, Los años de la espiral, muestra situaciones un poco dramáticas de nuestra región, pero a pesar de eso dijiste que te mantenés optimista. ¿Cuáles son las razones para ser optimista en 2021?
—La principal razón es la salida de Trump y la elección de Joe Biden. Eso va a trascender en políticas más humanas y cívicas con los países de la región. Las tensiones van a disminuir con algunas excepciones, pero inclusive donde aumenten, eso también será una forma de darnos esperanza. Por ejemplo, va a haber más tensiones con Brasil, pero es un país mal gobernado por un fascista. Yo no miro a la región y veo solo problemas. Es una región sincrética, con una mezcla de todas las razas y eso la hace un continente dinámico, renovador; complicado, pero variopinto. A veces asemeja más la volatilidad, pero también es el dinamismo del nuevo mundo. No es empantanado, ni tiene los sectarismos del pasado como en Europa o Medio Oriente. Las sociedades sincréticas ofrecen sus propias vías de solución y eso me parece que siempre trae optimismo, por más que el escenario o el presente luzca color de hormiga.