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Los mundos de Ingrid Sarchman

Entrevista con Ingrid Sarchman sobre su novela "Respiración ovárica o el fin de los intentos", y sus reflexiones sobre el amor, el desamor y los discursos políticamente correctos del feminismo
Por Relatto
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Ingrid Sarchman se pregunta sobre el amor y el misterio de cómo dos personas se eligen. Una vez, cuando era adolescente, caminaba por la calle y vio a una chica con una alianza y pensó que eso a ella nunca le sucedería: ¿quién podría elegirla? Sarchman es Licenciada en Comunicación, docente e investigadora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en la carrera de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y en la Universidad Torcuato Di Tella; además, escribe libros de ficción y de no ficción.

En la literatura de Sarchman están todos sus mundos: el psicoanálisis, Freud, Foucault, Illouz, los policiales nórdicos, luces sobre el amor y la nostalgia, la certeza de que la vida era mejor en otros tiempos. Hay una crítica a los discursos según los cuales todo es posible, al feminismo que dicta prescripciones porque le parece ridículo que haya que pedir perdón o permiso si alguien nos atrae. También hay en su obra una observación sutil del espionaje en las redes sociales, donde todos parecen tener vidas mucho mejores que la propia.

¿Cuándo empezó tu interés por el psicoanálisis?

Soy una chica judía de Colegiales (se trata de un barrio de clase media de Buenos Aires), así que el psicoanálisis siempre estuvo dando vueltas, pero no me había analizado hasta que tuve un novio psicoanalista. A partir de mi inseguridad, dudé sobre por qué mi pareja me había elegido a mí y me angustiaba la idea de que me dejara porque yo no sentía que valiera mucho. Hablando con él, me recomendó a un colega suyo. Me acuerdo que, en la primera sesión, este analista me pregunta por qué voy a consultarlo. Le respondí: “Yo sé por qué estoy con él, pero no sé por qué él está conmigo”. Hice ocho años de terapia lacaniana, en torno al reconocimiento, al menosprecio de uno mismo. Quizá, tenga que ver con mi experiencia con la escritura, ya que nunca me consideré más merecedora de atención que otro. Esos años de análisis me sirvieron para algunas cosas; en cuanto a otras, me dejaron una aversión terrible por ese analista. Era el típico lacaniano que, a veces, te atiende diez minutos.

Durante los ocho años en que hizo terapia, tuvo miedo de ser abandonada. Reconoció que le preocupaba la mirada ajena, sintió impotencia, bronca, sufrió insomnio, leyó a Freud, resistió, peleó, se escondió, se escapó, dejó de tenerle miedo a los fracasos del pasado y pasó de decir: “Yo sé por qué estoy con mi novio, pero no sé por qué él está conmigo” a decir: “Sí, quiero” en su boda con quien se convirtió en el padre de sus dos hijos.

La terapia le sirvió para aceptar que podía construir algo: se casó, se convirtió en madre, es licenciada en Comunicación, es profesora universitaria, da clases sobre marxismo, psicoanálisis, comunicación y análisis del discurso, donde explica: “Freud destaca que el dolor es la prueba de que existimos. Cuando no te duele nada es porque estás muerto. En nuestras sociedades modernas, se busca eliminar el dolor en cualquiera de sus formas con fármacos o con lo que sea, y ahí es cuando aparecen los discursos prescriptivos con respecto al amor”.

Sarchman escribe para Revista Ñ, publicó su primer libro de ficción en el 2020, Respiración ovárica o el fin de los intentos (Milena Caserola), y acaba de terminar su segunda novela, Milagros en red, que publicará este año. También escribió el libro de no ficción La imprevisibilidad de la técnica (UNR Editora) junto con una de sus mejores amigas, Margarita Martínez, que es Doctora en Ciencias Sociales, docente e investigadora.

Ingrid Sarchman

Ingrid Sarchman / Archivo particular.

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—En Respiración ovárica o el fin de los intentos, escribís sobre los amores imposibles. ¿Qué pasa por nuestra cabeza y nuestro cuerpo cuando nos enamoramos? ¿Y cuando nos desenamoramos?

El amor es una construcción ilusoria. Incluso, muchas veces, cuando estás enamorado, un amigo te dice: “Pero, ¿qué le ves?”, y eso no se puede explicar. El desamor tampoco, porque una persona linda, inteligente y con los atributos que buscarías en alguien para enamorarte puede morirse de amor por vos sin que a vos te pase nada. Y eso no se puede explicar. Enamorarse es una construcción imaginaria basada en los propios sentimientos y en lo que la otra persona representa para uno. Si te preguntara cómo te enamoraste de alguien, todo lo que contestes va a ser una intelectualización de lo que te pasaba, pero, en realidad, es imposible explicarlo. Después armás una pareja, te comprás una casa, tenés hijos y un perro. Todo ese lazo tiene la forma de algo tangible, pero el sentimiento no se puede explicar. Mientras estás enamorada, aunque no te presten atención, estás agarrada a ese sentimiento, ves señales donde, tal vez, no las haya y a todo le encontrás una explicación imaginaria; pero cuando eso se cayó, se cayó. El desamor también es un estado de amor. Que el otro no te considere es una manera de estar enamorado, porque implica también estar buscando señales, sufrir. Lo mismo pasa cuando se cae el velo; uno puede estar muy enamorado de alguien y verlo todo con el cristal de ese amor, pero pasa algo y uno se desenamora. Me ha pasado muchas veces. Eso que veías con esa luz especial, de repente tiene una luz horrible: “¿Cómo es que estaba enamorada de esta persona?”. Cuando cae el velo, molesta hasta el ruido que hace mientras come galletitas. Cuando alguien no te gusta más, te molesta todo, todo. En especial, si estuviste muy enamorada: la caída del velo es directamente proporcional: te da bronca y lo odiás. Ese es el desamor. Y la buena noticia es que no sé si hay mucha explicación para el desamor, así como tampoco hay mucha explicación para el amor, pero está bien que sea así porque, cuando se descubra la fórmula de esas cosas, cuando aparezca la píldora para enamorarte o desenamorarte, va a ser muy aburrida la vida. Ahí sí espero estar muerta.

El amor es una construcción ilusoria. Incluso, muchas veces, cuando estás enamorado, un amigo te dice: “Pero, ¿qué le ves?”, y eso no se puede explicar.

—¿Va a aparecer esa píldora?

La ciencia ficción trabaja con esta idea. Hay una serie, Soulmates, que trabaja con la idea de los tests para encontrar a tu alma gemela. También está Black Mirror. Y la ficción se adelanta a los deseos. Supongo que si hubiera que llenar un casillero para la pareja y los hijos, que todo eso se resuelva con una píldora en nuestra época posthumanista, sería mucho más fácil. Aunque no sé cuánto tiempo podríamos soportar la idea de que no elegimos al que tenemos al lado. Ahí entraríamos en algo más relacionado con la filosofía de la técnica y con la posibilidad de construir humanos en un sentido más maquinal. Tiene que ver con el diseño de las subjetividades y con cómo podemos o no controlar lo viviente: con quién te vas a aparear, qué tipo de hijos vas a tener. En el afán de mis curiosidades, sigo a muchas mamás influencers (de ahí salió la segunda novela, Milagros en red), y una de ellas me llamó la atención cuando contó cómo descubrió que su hijo tenía autismo. El mensaje que se leía en su discurso era “eso que yo había diseñado, pensado y querido para él no se cumple”.

—Eva Illouz escribió Por qué duele el amor. ¿Por qué duele?

Lo que duele es el desencuentro constitutivo entre dos personas. Illouz hace una historización entre las diferentes maneras de pensar el desencuentro, y creo que el mayor dolor se produce, paradójicamente, en una época donde tenemos todo a nuestra disposición. Esa idea del dolor se relaciona con el malestar del que escribía Freud: la idea de que siempre hay un desajuste entre un ideal de amor y lo que sucede en la realidad. Pero sin ese desajuste, no existiría el amor, esa es la paradoja. Que el otro esté incompleto, que no termine de mostrarse del todo frente a uno es lo que nos enamora.

Portada del libro «Respiración ovárica o el fin de los intentos» / Ana Corrrea.

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En Respiración ovárica o el fin de los intentos, la autora crea una protagonista que se siente condenada al fracaso, toma antidepresivos y se aterra por un destino que supone fatal porque está sola. Es madre de dos hijos y está prisionera de su angustia por el rechazo de R, un hombre del que está rabiosamente enamorada, pero no ve un futuro con ella, le suelta la mano por la calle con disimulo, le manda mensajes erráticos y le dedica silencios e imposibilidades.

Sarchman narra la historia liberada de todo dogma bienpensante, y eso le permite ser ironista y una observadora aguda que escribe con seguridad una novela de amor, sensible y dolorosa, melancólica y dura. Así, la protagonista del libro y su historia despiertan un interés extraordinario.

El desamor también es un estado de amor. Que el otro no te considere es una manera de estar enamorado, porque implica también estar buscando señales, sufrir.

—El personaje principal reflexiona sobre Freud: “Si decís que descubrís algo es porque crees que siempre estuvo ahí. En la Edad Media, no había inconsciente, porque no existía la represión sexual. La represión sexual viene de la mano de la mujer que quiere gozar, a mediados del siglo XIX y restringida a un grupo social. Todas las pacientes de Freud eran chicas adineradas, ninguna campesina que apenas pudiera comer estaría afectada por el amor al padre, ¿no?”. ¿Cómo llegaste a la conclusión de que Freud no descubrió el psicoanálisis, sino que lo inventó?

—En mis clases de la UBA, en la cátedra de Comunicación de Sergio Caletti, intentaba pensar las relaciones entre marxismo y psicoanálisis. Así empecé a leer mucho psicoanálisis impulsada por el debate intelectual que surgía de la mirada de colegas, que decían que el psicoanálisis es solo para la clínica, pero no para pensar los fenómenos sociales. Para mí, el inconsciente no fue un descubrimiento, sino una invención. Esa es justamente la genialidad que tuvo Freud: inventar un concepto. Como médico positivista, busca un concepto que explique síntomas sin necesidad de ir a la fisiología, porque la fisiología no le alcanza. Tuvo una gran valentía, es Galileo Galilei, para decirlo de otra manera. Por eso, la palabra no es “descubrir”, porque eso significaría que siempre estuvo ahí, y el psicoanálisis en la Edad Media no existía. Es un fenómeno bien burgués.

—En la novela, hay una mirada, una ironía, cierta malicia a la hora de evaluar cuestiones de la realidad cotidiana que se vuelven sentido común, como el coaching, determinadas formas de ensalzamiento de lo femenino por lo femenino mismo. El arte es poder articular esa observación en un relato donde observamos una protagonista a la que le suceden hechos traumáticos, y poder cruzar esas situaciones trágicas con una mirada aguda, maliciosa, con humor: tiene equilibrio. Había partes de la novela con las que me reía: eso es el arte. Todos los ojos de Ingrid, toda esa capacidad de ver está puesta en la novela —dice Margarita Martínez, una de sus mejores amigas y doctora en Ciencias Sociales, docente e investigadora.

Con su mejor amiga, Margarita Martínez / Archivo particular.

—Hay algo muy precioso en la risa que causa la novela y hay una posición ética de parte de Ingrid, quien demuestra que se puede producir una perspectiva crítica invitando al humor, a reírnos de nosotros mismos, con otros, a no tenerle miedo del ridículo, al fracaso. Hoy, en las redes, mostramos siempre el éxito permanente, estamos siempre de vacaciones, somos siempre felices, nuestros hijos son siempre hermosos y nuestra casa es una maravilla. La novela tiene gestos contraculturales en relación con eso —dice Natalia Romé, doctora en Ciencias Sociales y amiga de la autora, con quien trabaja en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA hace más de quince años.

—La ficción sirve para construir fantasmas, para describir nuestros propios fantasmas. Entonces, pensaríamos que el personaje es una especie de monstruo al cual le cargué todos mis fantasmas. También pienso que construí una especie de negativo de lo que soy, aunque además con parte de mis propios prejuicios sobre cómo supongo que me ven los demás. Porque si hay algo que no voy a negar es que me preocupa la mirada ajena. De hecho, en este mismo momento, no me gusta la luz que me da la ventana porque marca mis imperfecciones. Necesito una luz blanca que me tape todo —dice Sarchman.

Para mí, el inconsciente no fue un descubrimiento, sino una invención. Esa es justamente la genialidad que tuvo Freud: inventar un concepto.

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La segunda novela de Sarchman, Milagros en red, es la historia de Mili, la influencer más famosa de la Argentina, a quien le secuestran su mejor producto: su hija de tres años. El caso es investigado por la detective Ana Paula Gómez Álves, dueña de un estilo frío, nórdico, una mirada que no deja escapar la tristeza, que consume cocaína, tiene traumas no resueltos con su padre y se enamora del hacker de la policía.

En la historia, hay seguidoras fanáticas y trastornadas, psicólogas que ofrecen planes terapéuticos a medida por Instagram: “Ante cada patología nueva, aparece una batería de terapeutas y pastillas”, escribe Sarchman. Hay olvido, exfamosos, algoritmos, droga, locura, violencia, testigos, amores de una vida, el paso del tiempo y el dolor de la muerte de nuestros padres.

“En las redes, hay un modelo de felicidad. Me exhibo, luego existo. Se ha corrido un telón y se muestra lo que antes no fue escenario sino backstage. Instagram es la comercialización de la vida íntima”, escribe Beatriz Sarlo en La intimidad pública (Seix Barral), y eso es lo que vemos potenciado en la influencer que humilla a su esposo hasta el hartazgo, y tiene una compulsión a mostrarlo todo: la casa, el auto, el parque, los amigos, los embarazos, los baños y las sábanas. Y cuando la hija deja los pañales, sube una foto de ella sentada en el inodoro, porque el precio de ser influencer se paga con su intimidad y su vida privada. Lo que hace Mili es lo que critica la escritora Milena Busquets sobre quienes mercadean y venden sus emociones, sus lágrimas y su indignación sin pudor alguno porque “la única pornografía verdaderamente nociva y obscena es la pornografía emocional”, y cuando el personaje publica videos en su cuenta de Instagram en los que llora por el secuestro de su hija, lo hace con patrocinadores y marcas de pañales, protectores solares y ollas: Ceba el mate y chupa la bombilla—. Gracias a los amigos de @yerbabuena que me mandaron esta yerba. Tiene —lee la etiqueta del envase verde que tiene a un costado— pasiflora, hierbaluisa y valeriana; todo ayuda a los nervios, a la espera. Síganlos, van a ver que tiene un montón de cosas buenas para el cuerpo y la mente, todo natural, sin agregados, sin químicos.

En las redes, hay un modelo de felicidad. Me exhibo, luego existo. Se ha corrido un telón y se muestra lo que antes no fue escenario sino backstage. Instagram es la comercialización de la vida íntima”.

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Ingrid Sarchman y Margarita Martínez se conocen desde que ambas cursaban Comunicación en la UBA y son amigas íntimas desde principios de los 2000. Tienen la misma edad, estudian campos parecidos, comparten las mismas cátedras, colaboran con los mismos medios y siempre se tienen en cuenta cuando escriben un ensayo o una nota: son interlocutoras imprescindibles.

Sandra Valdettaro, doctora en Comunicación de la Universidad Nacional de Rosario, les encargó, en 2020, un libro sobre un curso que Sarchman y Martínez habían dado acerca de la alianza cuerpo-máquina, nuevas formas de subjetividades, redes sociales, emociones, afectos, formas de vigilancia y nuevos protocolos de conducta. El libro se llama La imprevisibilidad de la técnica.

Y cuando la hija deja los pañales, sube una foto de ella sentada en el inodoro, porque el precio de ser influencer se paga con su intimidad y su vida privada.

—Fue una colaboración muy virtuosa porque entre las dos conseguimos la dosis justa de diferencia y de identificación. Hay otros proyectos para trabajar juntas que todavía no están en curso, tenemos alguna idea para escribir otro libro entre las dos. Pensábamos seguir con esta cuestión de la tecnología y de la subjetividad, pero apelando a las políticas de nostalgia del vintage, siempre pensando en el presente y en las cosas que observamos. Tenemos una división espontánea porque Ingrid usa mucho Twitter, es muy observadora, le gusta, y yo hago eso en Instagram. Así, las dos observamos y vamos haciendo un diagnóstico de lo que pasa en ambas redes. No es que nos dividimos, nos salió naturalmente así —explica Margarita.

En la Imprevisibilidad de la técnica, Sarchman alerta sobre la importancia de que el feminismo evite a toda costa dictar normas de comportamiento, alerta sobre los nuevos protocolos de conducta y critica la “deconstrucción” como un conjunto de instrucciones para dejar de ser lo que somos. Cita una conversación entre Illouz y algunas mujeres solteras a punto de concretar citas, en la que se detalla la culpa que genera no seguir los nuevos manuales de conducta:

—Conocer a los hombres israelíes no fue fácil para mí, porque es raro, no sé, aunque son machos, no hacen todas las cosas que hacen los hombres más machos en Europa, esas cosas que te hacen sentir bien.

—¿Cómo qué?

—Como arrodillarse a tus pies o abrirte la puerta o comprarte flores. Aunque creo que me sentiría estúpida de disfrutar de esas cosas, pero igualmente tengo que decir que son agradables, y que, sin embargo, no debería disfrutarlas.

—¿No deberías disfrutarlas? ¿Por qué?

—Porque no es políticamente correcto.

—La imprevisibilidad tiene relación con la idea de que da vergüenza que el varón tenga gestos de caballerosidad. ¿Por qué no podemos disfrutar que alguien nos abra la puerta? Pensar sobre la imprevisibilidad también sirve para hacerlo sobre la angustia que genera esa incomodidad —dice Sarchman.

Ingrid durante la presentación de su novela, junto a Margarita Martínez. / Archivo particular.

—¿Cómo evitar un protocolo de conductas y aun así defender la posición de la mujer en una sociedad patriarcal?

Planteado así, es como si la mujer tuviera que hacer cosas en oposición al hombre; en realidad, se trata de pensar que vivimos en una sociedad patriarcal que nos cruza a hombres y mujeres. No solo las mujeres tenemos que cuestionar la sociedad en la que vivimos. Si hablamos de dos chicas caminando solas en la madrugada y de que eso es más peligroso que si se tratara de dos chicos, diría que sí y que no. Sí, es verdad que la mujer puede ser atacada más fácilmente, anatómicamente, no podemos negar eso: el hombre tiene más fuerza y puede abusar de la mujer. Sin embargo, al hijo de Valeria Mazza lo golpearon por su condición social, una locura. Así vemos que no tiene que ver con ser hombre o mujer, sino con la violencia en cierto tipo de sociedades.

—En Respiración ovárica o el fin de los intentos, escribís algunas líneas que están conectadas con lo que trabajás en La imprevisibilidad de la técnica: “Estos hechos tienen que ser denunciados, porque si nos callamos, lo único que hacemos es alimentar al monstruo, a la bestia que anida en ellos; tenemos que acompañarnos entre todas, ser sororas; si estamos unidas, los machitos van a retroceder, seamos solidarias y charlemos entre amigas, entre todas podemos detectar la microviolencia, el micromachismo; una palabra fuera de lugar, un abrazo demasiado fuerte, un chiste cosificador frente a sus amigos, igual de machitos, que no causa gracia, todo eso son signos de que él está ejerciendo violencia sobre vos o sobre una amiga tuya, estemos atentas”. ¿Qué pensás de estos discursos?

Los critico, y en la novela se nota. No porque no me interesa el feminismo. No niego que todavía vivimos en una sociedad heteropatriarcal donde las mujeres y los hombres también tenemos que cumplir determinados roles y donde está mal visto no cumplirlos. Pero estos discursos son muy del 2015 y del 2016, y me di cuenta de que el único lugar donde podía criticarlos era en la ficción. No me sentía identificada con ese “nosotros” inclusivo: “nos están matando a todas”. Es un discurso que solo le habla a nosotras mujeres de clase media white people problem. No estoy diciendo que porque tengas cubiertas tus necesidades básicas no sufras por amor o no sufras porque el tipo te trata mal. El discurso del 2015 pasa por alto que los hombres también son víctimas de este sistema. Incluso, le enseñaron al varón ser desinteresado, a que parezca que no le importa alguien, a tener que tomar la iniciativa. Lo que le reprocho al discurso del 2015, cuestión que ahora bajaron un poco, es que está relacionado con normas sobre cómo comportarse: hay que pedir permiso para tocar una teta o para que te llamen un taxi.

—¿Qué producen estos discursos?

Que nadie se anime a hacer nada porque no se sabe qué puede pasar. O caer en la ridiculez. Pienso que el feminismo vino a mostrar ciertas desigualdades estructurales, pero que un sector tomó esa lógica y la volvió un discurso imposible que solo existe en la imaginación, como cuando se dicen sentencias del tipo de “nos están matando a todas”, “dejen de matarnos” o “nos quieren muertas”. Lo único que hacen es crear un monstruo personificado y, en realidad, se trata de pensar cuestiones mucho más estructurales que tienen que ver con la pobreza. Ese es un feminismo lavado que se vuelve individualista y es solidario con los discursos de autoayuda según los cuales una es su propia gestora y hace lo posible por estar bien sin que le importe el otro. Son absolutamente anticomunitarios. La vida amorosa trae muchas decepciones. Como dice la psicoanalista Alexandra Kohan, el otro, tal vez, no esté tan comprometido para decirte: “Siento que no podemos seguir la relación” y, entonces, desaparece. ¿Cuántas veces hemos desaparecido todos? “El otro tiene que darse cuenta: ¿es necesario explicarle que no me gusta?”. De eso se trata el amor, es una construcción imaginaria. Si el otro no te contesta los mensajes o te destrata, es que no te quiere, no está siendo malo. Es ridículo que haya un manual de normas y procedimientos en términos de amor y de comportamiento de género. Kohan logró decirlo en un momento donde era mucho más difícil: “Acostarse con un boludo no es violencia”. Es así, el deseo no tiene prescripción, y lo que hace que nos guste alguien es no saber, que sea oscuro. Si el otro va a decir: “Bueno, mirá, ahora te voy a tocar una teta, ahora te voy a dar un beso”, me voy. De eso se trata, de que el otro sea oscuro para uno. Entiendo que eso no tiene nada que ver con que alguien te pegue, pero hay cierto discurso de feminismo que mezcla ambivalencias, silencios, modos de tratarte con violencia. De hecho, hay un libro de Luciana Peker que tiene un capítulo llamado “Por qué clavar el visto (ghostear, cuando una persona mira el mensaje y no lo responde) es una manera de ser violento con el otro”. Decir que clavar el visto es violencia es mezclar todo. Cuando todo es violencia de género, nada es violencia de género: es como la fábula en que se anuncia una y otra vez que viene el lobo hasta que, cuando efectivamente llega, nadie se lo toma en serio. Y eso pasa, porque cuando alguien va a hacer la denuncia, esa denuncia no se toma. Leí hace poco que no bajan los feminicidios desde el 2015, o sea que esa campaña no da resultado para bajar la violencia. Sirve para alimentar las arcas de ciertas personas y para instalar un tema, pero personalmente, creo que ha hecho más daño que bien. La buena noticia es que los discursos prescriptivos no sirven para nada, la gente no es más feliz. Claro que vivimos en una sociedad capitalista donde la gente tiene que inventarse salidas laborales: “Soy especialista en hablar de feminicidios, entonces me pagan por hablar al respecto”. Eso es robar. Poner etiquetas sirve para ser descriptivo, siempre existió lo que hoy llaman ghosting, por ejemplo. Siempre pasa que alguien no contesta, no están descubriendo nada. Lo único que hacen es ponerle un nombre para que haya especialistas en eso: “Soy psicóloga especialista en tratamiento de ghosting”.

Con la psicoanalista Alexandra Kohan / archivo particular.

—En el libro, escribís que las consecuencias de los discursos prescriptivos retornan al clásico freudiano para advertir que el malestar sigue intacto. “Resta pensar si su permanencia [la del malestar en la cultura] constituye una condena o el escudo de resistencia ante la tendencia de la algoritmización del mundo”. Si el malestar en la cultura es ineliminable, ¿no hay fin a nuestros padecimientos? Y si vamos a seguir sintiendo malestar, ¿para qué vamos a terapia?

El malestar en la cultura es propio de nuestras sociedades modernas. Es una hipótesis de Freud a la cual adhiero, y es la razón por la que existen todos estos discursos prescriptivos. El psicoanálisis sostiene que vivimos con el inconveniente de existir. La incompletitud es la característica constitutiva que hace que cada día sea distinto, que no seamos autómatas. El hecho de que seamos desconocidos para nosotros mismos e imprevisibles frente a los demás hace que no haya un día igual a otro. Los psicoanalistas dicen que el psicoanálisis no cura, sino que, en términos de Freud, logra que donde hubo ello advenga el yo. Por ejemplo, imaginemos a una chica de 25 años que quiere casarse y tener hijos, pero que solo tiene relaciones con hombres casados. Y piensa: “Qué mala suerte tengo. Quiero formar una familia, pero no tengo suerte, se me aparecen en el camino hombres casados”. Un buen trabajo analítico le va a permitir darse cuenta de que, en realidad, no es mala suerte, que el problema no es externo. La va a ayudar a asumir que, tal vez, el modo en el que se relaciona con la gente implica que le atraigan determinado tipo de personas. Visto de esta forma, quizá, no se quiere casar y tener hijos, sino relacionarse con hombres casados que le garanticen que no se va a casar ni va a tener hijos. Eso quiere decir que donde hubo ello, un elemento absolutamente externo, adviene el yo, es decir, la aceptación de que uno es el responsable. El problema es que no es tan fácil asumir la responsabilidad de esa supuesta mala suerte y que la pasa bien saliendo con tipos que no se van a casar ni van a tener hijos con ella. Se termina el sufrimiento. Por eso, Žižek dice: “Goza tu síntoma”. Es eso, es gozar el síntoma, dejar de padecerlo o desarmarlo y buscarte otro síntoma. No podemos vivir sin síntomas, pero sí buscar uno que nos haga menos infelices.

Lo que le reprocho al discurso del 2015, cuestión que ahora bajaron un poco, es que está relacionado con normas sobre cómo comportarse: hay que pedir permiso para tocar una teta o para que te llamen un taxi.

—Si ella asume que, quizá, no se quiere casar ni tener hijos y goza su síntoma, el malestar, que según Freud es ineliminable, ¿se elimina?

El malestar es el resultado de que el sujeto no sea dueño de su voluntad. Freud, en El malestar en la cultura se pregunta cómo puede ser que, en un momento de grandes avances tecnológicos en distintas áreas, las personas no se sientan felices del todo. Su teoría es que a mayor confort, mayor malestar. Cada avance crea una nueva necesidad. El malestar es el desajuste entre un estado de bienestar absoluto, un sentimiento de plenitud propio de la religión al que Freud llama «sentimiento oceánico», y un agujero, pero ese agujero es constitutivo de la existencia. Es cierto que convivimos con una serie de discursos que buscan que desaparezca el agujero; la buena noticia es que cerrar esa brecha es imposible, porque cerrarla conduciría a una muerte psíquica.

—¿Te sentís defensora de la imprevisibilidad?

No sé si soy defensora, pero me interesa mostrar su existencia. No me gusta que le pongan etiquetas del tipo ghosting a lo que pasa. En todo caso, soy defensora del antihashtag; me causa gracia cuando dicen: “Esto es tal cosa”. Esa necesidad de decir consignas, como “nos están matando a todas”, “no nos maten más”, “ni una menos” y “vivas nos queremos”, tiene que ver con lo mismo. No soy defensora de la imprevisibilidad, soy antietiquetas porque, incluso, si me preguntás qué soy, no sé qué soy. Si me preguntás, diría que soy curiosa de los fenómenos que aparecen en las redes, pero eso no quiere decir que me especialice en eso. Me gusta la idea de evidenciar el agujero, frente al estado de bienestar absoluto que proponen algunos discursos prescriptivos.

Es eso, es gozar el síntoma, dejar de padecerlo o desarmarlo y buscarte otro síntoma. No podemos vivir sin síntomas, pero sí buscar uno que nos haga menos infelices.

—Cuando escribís sobre La corrosión del carácter, de Richard Sennett, te referís al nuevo capitalismo y relacionás la flexibilidad con la inestabilidad. Si el nuevo carácter del capitalismo es que es incierto, ¿hay ahí algo para celebrar?

—La corrosión del carácter es un libro que muestra dos modelos de existencia: uno propio del siglo XX y otro que muestra las crisis del siglo XX en los albores del siglo XXI. Estoy de acuerdo con que aceptar la existencia de la imprevisibilidad es digno de celebración; pasa que la flexibilidad en el mundo, en términos laborales, quedó ligada al neoliberalismo y a la incertidumbre. Pero no podés trasladar el misterio del amor y de la vida social a lo laboral y aceptar que tu jefe te diga: “No te puedo prometer trabajo el mes que viene” o “Tenés que aprender a vivir con que, tal vez, el mes que viene no cobres”. Ahí hay una diferencia. No es que vale todo lo mismo. En términos laborales, necesitamos cierta estabilidad. Los discursos de los emprendedores tienden a eso: como nadie te puede asegurar nada, sé tu jefe, asegurate eso. Sin embargo, Sennett marca que esa inestabilidad laboral tiene que ver con las condiciones materiales de la existencia, con el dinero que vas a ganar el mes que viene. Queda pensado como algo bueno, y en realidad, no puede haber nada bueno cuando no sabés si vas a contar con tus medios de subsistencia el mes que viene. Una cosa es pensar en las estructuras más duras de la sociedad, lo que tiene que ver con las estructuras económicas y con las condiciones materiales de existencia, y otra es pensar en las relaciones amorosas. Qué paradoja: mientras los discursos prescriptivos apuntan a que firmes contratos de responsabilidad afectiva con tus partenaires, en el ámbito laboral, hay un discurso que dice: “Sé tu propio jefe, no llores aguinaldo, no seas peronista”.

Esa necesidad de decir consignas, como “nos están matando a todas”, “no nos maten más”, “ni una menos” y “vivas nos queremos”, tiene que ver con lo mismo. No soy defensora de la imprevisibilidad, soy antietiquetas porque, incluso, si me preguntás qué soy, no sé qué soy.

—Escribís que siempre nos asustó la colonización de las mentes por parte de las máquinas. Después hablás sobre la novela de Mary Shelley, Frankenstein, y te preguntás si la técnica va a mejorar nuestras condiciones de existencia. ¿Sos optimista o pesimista sobre el futuro?

No sé si pensarlo en términos de presente y futuro. El futuro es la suma de los días, no hay una clara diferencia para marcar hasta dónde es el presente y dónde empieza el futuro. Sí es cierto que los entornos tecnológicos encapsulantes e individualizantes avanzan, eso no lo podemos negar. Sí creo que podemos pensar el avance del entorno tecnológico propio de nuestra época como un encapsulamiento porque nos aislamos en una especie de cápsula personal donde tenemos nuestras aplicaciones, donde nuestro teléfono personal es nuestra cápsula. Aun así, y acá, tal vez, volvemos a esta idea del malestar en la cultura, todavía somos humanos y, por más que hablemos de entornos tecnológicos, esos entornos no dejan de ser acoplamientos a lo humano; no podemos soslayar que las relaciones con las máquinas son relaciones cercanas, pero de ninguna manera son relaciones de dominación. Si me preguntás qué tipo de relación establecemos con las máquinas, se trata de la persona con la máquina, no de la persona subordinada a la máquina. Es cierto que antes hacíamos muchas cosas sin las máquinas. Pero las máquinas no nos van a invadir porque seguimos siendo imprevisibles; uno puede saber cuántos pasos dio, a dónde fue, pero por ahora la vida seguirá siendo imprevisible.

***

“Querer una cosa, desearla con el cuerpo, como una sed, y hacer otra es un buen comienzo. El deseo es brillante y aceitoso como un pez vivo. Cuanto más genuino, más escurridizo”, escribe Nicolás Baintrub, y así fue —así es— la vida de Ingrid.

Empezó a escribir en el taller literario de la Escuela del Sol cuando tenía 16 años, y esa fue la primera experiencia en que vio un texto suyo publicado en una revista, Metafrasta. Sarchman vio la nota con su firma y deseó que eso fuera un anticipo de lo que vendría: quería más y lo quería ya. Leyó la saga Dos amigas, de Elena Ferrante, en trenes, subtes e incluso colectivos, aunque le diera náuseas, y le hizo pensar en la posibilidad de contar una historia de largo aliento. Dio clases de hebreo en una escuela de Lanús y se dio cuenta de que no le gustaba la docencia con niños de diez años. Se anotó en otro taller a finales de los noventa. Allí desempolvó algunos relatos y escritos previos con un autor llamado Hugo Correa Luna, y trabajó muy bien: escribió cuentos y una novela que nunca terminó. Después empezó a trabajar full time y está convencida de que no fue una buena decisión, pero de alguna manera, ese era el lugar que Ingrid le daba a la escritura, una manera de decir que no se la tomaba muy en serio, o que el pez —el deseo por la escritura— se le escapaba de las manos, como diría Baintrub. Hizo manuales de normas y procedimientos de todo un banco; endosó cheques; cargó datos; leyó El corazón helado, de Almudena Grandes, y no pudo parar de leerlo; trabajó como analista de organización y métodos para el área de Recursos Humanos de Goodyear en Hurlingham; y tuvo como gerente a un tipo que era igual a Macri, con el mismo tono de voz, gestos y pinta, que le pidió que fuera su secretaria. Ingrid pensó: “No voy a ser la secretaria del falso Macri”, y se quedó sin trabajo. Era el año 1998, no tenía trabajo, no le alcanzaba para alquilar, y dio vueltas en la casa de sus padres. Leyó Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, y le hizo mal: un libro sucio con unos personajes terribles, pero no pudo hacer otra cosa que leerlo. A medida que avanzaba con las lecturas, cultivó su mirada y su voz: uno tiene algo para decir porque leyó.

De a poco, dejó de sacarse de encima sus deseos y se la jugó un poco más por su escritura, sin excusas, sin echarle culpas al pasado ni a sus padres ni a la mala suerte. Escribió su tesis de grado con Christian Ferrer como mentor, quien luego la llamó para que diera clases en su cátedra de Informática y Sociedad, y descubrió que el ámbito académico le gustaba muchísimo más, que disfrutaba del ida y vuelta de dar clases a adultos, quienes la escuchaban y la entendían cuando les hablaba, y eso pudo hacer en la cátedra de Ferrer.

Mientras daba clases, leyó El cuerpo es quien recuerda, de Paula Puebla, y le interesó para su propia escritura, porque es una historia narrada desde tres puntos de vista y registros diferentes donde Paula construye tres personajes que no tienen nada que ver entre sí, y le pareció una genialidad.

De a poco, dejó de sacarse de encima sus deseos y se la jugó un poco más por su escritura, sin excusas, sin echarle culpas al pasado ni a sus padres ni a la mala suerte.

—Sarchman escribe: “Nos conocíamos de aquella época en que nos hacíamos menos preguntas y estábamos seguros de que la vida nos iba a traer cosas buenas”. ¿Creés que a Ingrid la vida le trajo cosas buenas?

Sí, ha tenido una trayectoria hermosa, fue buscando su deseo, su tono y su voz, y eso es lo mejor que te puede dar la vida más allá del azar, de las idas y vueltas. Como dicen los filósofos materialistas, esa práctica de vida, que es una vida filosófica. Ingrid fue buscando una voz propia, algo para decir, y para eso tuvo que pensar, trabajar y tomar decisiones que no son nada fáciles. Hizo un hermoso camino y tiene una hermosa vida —dice Natalia Romé, amiga de Ingrid.

“No hay escritor sin ese lector que se vuelve loco por ser como el autor de lo que ha leído”, escribe Beatriz Sarlo en Ficciones argentinas: 33 ensayos (Mardulce). Y es probable que Sarchman haya decidido ser escritora porque El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, le dio madrugadas de gran felicidad, aunque también la asustó, la preocupó, le hizo preguntarse si uno puede escribir una novela así, con ese nivel de locura, con personajes que están totalmente locos, deformes. Sarchman volvió a estar segura de su deseo por leer y escribir, y se anotó en el taller de un escritor reconocido (mantiene su nombre en el anonimato). Sin embargo, define esa experiencia como nefasta:

—En la primera clase, ya hubo algo que no me gustó, no solo porque éramos muchos (si mal no recuerdo, más de veinte), sino por algo que me hizo sentir un poco fuera de lugar. Lo cierto es que nos pidió a “los nuevos” que hiciéramos un ejercicio con La dama del perrito, de Chejov. Había que pensar una continuación en el presente. A mí me entusiasmó la idea, y la hice escapándose en subte del marido hasta Retiro con el perrito escondido. Lo escribí muy entusiasmada, pero cuando lo leyó frente a todos, no solo lo destruyó, sino que hizo que los demás se burlaran. Lo hizo conmigo y con el otro “nuevo”. Lo que más me molestó no fue el escarnio público, sino que me sonó a ritual de iniciación, y no me gustó. Objetivamente, el texto estaba bien. Por otro lado, después me di cuenta de que de ese taller salen todos escribiendo más o menos igual (ese estilo lacónico de frases cortas y en presente).

Ese día Sarchman se fue a su casa pensando que, si quería escribir, tenía que prescindir de la lectura pedagógica, valerse por sí misma. “El camino del artista y del guerrero nunca es suave. Te cagan a palos. El artista tiene que tolerar los ataques, sobrellevar la frustración, el desprecio y las burlas”, escribe Juan Sklar en Ideologías animadas (Galerna). Y Sarchman sabía lo que quería escribir, y quería hacerlo, a pesar de que en el camino la cagaran a palos. Cuidar el deseo, asumir su deseo. Pasaron unos cuantos años hasta que se tomó en serio la escritura. «La infancia es uno de los nombres de lo que aún insiste, de lo que no se resigna, no renuncia al deseo y no se entrega a la depresión. Ser adulto es no resignarse, es recuperar la infancia», escribe José Luis Juresa en su serie La infancia que existe (revista POLVO), e Ingrid recordó que cuando era chica jugaba con la máquina de escribir de su mamá y que le gustaba el formato oficina, su vocación de oficinista, de sentarse y escribir. Eso hizo cuando publicó Respiración ovárica o el fin de los intentos, y recuperó ese paraíso perdido que, como dice Dufourmantelle, en En caso de amor (Nocturna Editora), no tiene otro nombre más que la infancia.

Además de escribir, Sarchman fue una novia locamente feliz, se casó, tuvo hijos, pensó que el amor era para siempre y se equivocó. Cuando su hija cumplió quince años, viajaron juntas a Nueva York, y dejó que ese momento se convirtiera en una fotografía que puso sobre la mesa porque esa imagen es más potente que cualquier psicofármaco. Y después de separarse y vivir desilusiones amorosas, Ingrid redescubrió la amistad jurada hasta la muerte porque, como escribe Florencia Angilletta, “el mundo se derrumba y nos hacemos amigos/as. Dame refugio, dame amistad”.

—Estos días revalorizo la amistad, y si bien hoy estoy otra vez en pareja, vivimos juntos y tengo otra vez una familia feliz, el año pasado fui con unas amigas al Tigre. Uno crece suponiendo que el fin de los días los va a pasar con alguien, y me pregunté si el futuro no será con mis amigas más que con una pareja. Escribí la novela en un momento de mucho descubrimiento de la amistad, donde nos sentábamos a tomar vino con Mercedes Dellatorre, Paula Puebla y Leticia Martin, y la pasábamos bien. Cuando uno va envejeciendo, achica el círculo de amistades y elige; hoy siento que todas mis amigas fueron elegidas una por una, como si dijera: “Son estas y están en primera liga” —dice Ingrid.

Con sus amigas Mercedes Dellatorre, Paula Puebla y Leticia Martin. / Archivo particular.

—Escribís: “Nadie quería dejar en evidencia que la vida no fue lo que habíamos planificado”. La vida que tenés, ¿es según lo planeado?

Sí, bastante. Recién ahora lo puedo decir, pero sí, creo que tiene mucho que ver con la vocación, con estar haciendo lo que me gusta, con aceptar el deseo de sentarme y jugar a la oficinista, pero, en este caso, a la oficinista que cuenta historias. Soy bastante feliz. Estoy en un buen momento, donde las cosas más o menos funcionan, donde hago lo que me gusta, donde puedo pensar sin estar tan pendiente de lo que los demás van a pensar.

Alexandra Kohan escribe en Y sin embargo, el amor: Elogio de lo incierto (Paidós): “Alguna vez Lacan dijo que, cuando un analizante piensa que él es feliz de vivir, es suficiente. Y ese feliz de vivir no es vivir feliz, sino vivir un poco más consecuentemente con lo que uno cree que desea; es vivir sin melancolizarse con la idea de que la felicidad es una fiesta de los otros a la que nunca estamos invitados, esa fiesta que siempre nos deja afuera”. El saber vivir, la fiesta del saber vivir, se construye y no se recita como un manual porque es intransferible, es el modo que cada uno encuentra para dirigirse hacia sus sueños y deseos. Sarchman cultivó su propio modo de entregarse a sus proyectos, a sus pasiones y a las cosas que le gustan. Y con esa generosidad hacia su vida, su infancia, su fiesta, hoy está atenta, escucha, redacta notas mentales y disfruta de contar e inventar historias.

No sabe hacia dónde va, pero qué bien que avance.

 

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