Con los ojos dormidos, en pijama y puestas aún las pantuflas, Ángela García salió bostezando a la calle para comprar el desayuno, sin imaginar que ya no volvería a su casa. Antes de llegar a la tienda y pedir algo de leche, una patrulla la detuvo junto a otras cinco personas que pasaban por la esquina de un barrio antiguo de San Diego, California. Era una redada.
Ángela García no tenía papeles. Nunca se los dieron, a pesar de que vivía en Estados Unidos desde los seis años, cuando emigró junto a su hermano mayor. Su vida estaba hecha allí: creció, estudió, se enamoró y tuvo un hijo con un panameño, también indocumentado. En Los Ángeles, trabajaba como manager de control de calidad de Hewlett Packard y ganaba lo suficiente para vivir en un apartamento, con mascota incluida y sin problemas de dinero. De hecho, recordaba casi nada de su país natal: quizá la letra de alguna ranchera o el sabor de los tacos de frijol que había probado de niña. Pero Ángela García –nacida en Guanajuato, veintinueve años, delgada, rubia artificial, la sonrisa grande y el inglés perfecto– era una ilegal. Esa mañana, dentro de la patrulla de policía, lo supo: Nathan, su hijo de seis años, no iba a desayunar con ella. La iban a echar sin poder despedirse de él.
Deportada. A México. A su país.
Un país que no conocía. Y sin su hijo.
Antes de llegar a la tienda y pedir algo de leche, una patrulla la detuvo junto a otras cinco personas que pasaban por la esquina de un barrio antiguo de San Diego, California. Era una redada.
Esta tarde calurosa de junio, Ángela García recuerda aquella escena al pisar suelo mexicano por segunda vez en su vida. Más de dos años han pasado desde aquel primer arresto, en febrero de 2010. Esta es la segunda vez que la deportan.
Con solo una sudadera ploma, los jeans gastados y una botella de agua en la mano, Ángela García acaba de ingresar a Tijuana por la estrecha puerta metálica de la garita de San Ysidro, el paso fronterizo más transitado del mundo: cincuenta millones de personas al año cruzan legalmente de un país a otro por aquí, dice el Instituto Nacional de Migración. Pero también es cierto que Tijuana sigue siendo uno de los cruces obligados de miles de mexicanos que, sin documentos, intentan pasar hacia el otro lado. Surcando el mar en una lancha, caminando el desierto, en la maletera de un auto, brincando el muro, por debajo de la tierra. Son modalidades del escape clandestino.
Esta mañana, sentada dentro de un módulo de ayuda para mexicanos deportados, Ángela García come un burrito con un vaso de Coca-Cola que le dieron como almuerzo. La border patrol la arrestó hace dos días intentando cruzar a pie un cerro cercano a la frontera, en Tecate, a cuarenta y cinco kilómetros al este de Tijuana, con seis personas más. La migra había seguido sus huellas.
Pasamos el bordo subiendo por una escalera de soga y corrimos el cerro en calcetines para no dejar huellas. Desde el lado mexicano, el coyote nos hablaba por walkie talkie: «bríncate, agáchate, tírate al piso para que no te vean». Caminamos nueve horas y cuando subíamos a la van que nos llevaría a Los Ángeles, ellos aparecieron.
Mientras come sin ganas, Ángela García recuerda que tres oficiales estadounidenses los llevaron a un centro de detención cerca de San Diego. El cuarto donde los tenían parecía un congelador por el frío del aire acondicionado. «Para matar los gérmenes», les dijeron. Esa noche, bajo una cobija delgada, Ángela García durmió sobre el piso desnudo de cemento, abrazada a una señora para calentarse.
—Esos oficiales tiraban nuestras cosas y se burlaban de nosotros en inglés. Como yo les entendía, les reclamé, les dije que éramos personas como ellos. «Tú no eres nadie para darnos órdenes», me decían. Eran policías con apellidos mexicanos: Ramos, Villaseñor, García. No entendía por qué nos trataban así.
A la mañana siguiente, ella y un par de indocumentados fueron deportados a México. Al resto los metieron presos porque tenían varias detenciones en su récord. Ahora ella está preocupada porque no tiene dinero y no sabe dónde pasar la noche. Tiene familia en Michoacán, donde vivió un tiempo hasta que su hermano pudo juntar cinco mil dólares y conseguir un coyote que la cruzara, pero como todo salió mal, ahora prefiere quedarse en Tijuana.
—Mi hijo es americano y está allá, por eso tengo que volver a mi casa. Estando aquí es más fácil buscar a alguien y volver a intentarlo. Lo haré las veces que sea…
Tú no eres nadie para darnos órdenes», me decían. Eran policías con apellidos mexicanos: Ramos, Villaseñor, García. No entendía por qué nos trataban así.
Ángela García se quiebra. Llora. Pero respira hondo y de inmediato se seca las mejillas con la manga de su sudadera. Son las cinco de la tarde. Han llegado más deportados al módulo. Cinco hombres, un par de mujeres, un niño.
—Ya no me puedo echar para atrás. Tengo miedo, pero qué hago —me dice—. ¿Si tuvieras un hijo chiquito no harías lo mismo?
***
Hasta Tijuana, la última esquina de Latinoamérica, llegan cerca de diez mil mujeres deportadas de Estados Unidos cada año. La mayoría son madres que, después de quince o veinte años de vivir allá sin papeles, son separadas de sus familias. Las mujeres de la casa Madre Assunta también son parte de esa estadística. El hogar es un centro especializado en ayuda para mujeres y niños migrantes creado por las misioneras Scalabrinianas en la Colonia Postal, una de las zonas más antiguas y pobres de Tijuana. Ángela García ha llegado aquí esta tarde, gracias a la insistencia de los voluntarios del módulo de ayuda que tiene la Coalición Pro Defensa del Migrante. Aquí le han dado comida caliente, unas pastillas para la jaqueca, una cama donde dormir y una estampita de Santo Toribio Romo, el santo de los migrantes. También ha conseguido llamar a su hermano y a su hijo por Skype para avisarles que no cruzó pero que está bien. La asistenta social le ha prometido ayudarle a solucionar el tema de sus papeles con un abogado. Más de dieciocho mil mujeres han recibido la misma atención durante los veinte años que lleva funcionando esta casa. Aunque muchas de ellas, como Ángela García, siguen pensando en volver a cruzar.
Ahora todas las migrantes de la casa están en la sala —paredes celestes, un librero, flores de plástico en una mesita— viendo la televisión antes de la cena. Son las seis de la tarde en Tijuana y Amorcito Corazón es la telenovela más sintonizada. Sentadas en sillones marrones limpios pero desteñidos por el uso, diez mujeres pasan la tarde viendo el programa. Conversan entre ellas, algunas tejen y otras cuidan a sus hijos pequeños mientras juegan. Todas tienen historias parecidas. Comparten la tragedia del azar.
Una, por ejemplo, fue deportada de Estados Unidos porque se pasó la luz roja del semáforo y no pagó la multa. A otra la arrestaron mientras esperaba el bus. Otra fue detenida en la garita de San Ysidro por intentar pasar con documentos falsos. Otra por defenderse de su marido estadounidense que le pegaba, pero como ella era ilegal, en vez de defenderla la deportaron. Todas tenían quince, veinte, treinta años viviendo en Estados Unidos. Todas dejaron hijos al otro lado.
Hasta Tijuana, la última esquina de Latinoamérica, llegan cerca de diez mil mujeres deportadas de Estados Unidos cada año. La mayoría son madres que, después de quince o veinte años de vivir allá sin papeles, son separadas de sus familias.
Ese es el caso de Rosa Mejía, una mujer de pelo castaño, un poco gorda y con jeans ajustados, que sostiene una bolsa de plástico amarilla donde guarda los documentos que el abogado está viendo sobre su caso. Todas las chicas hablan entre sí, pero Rosa hace que mira atenta la telenovela, cuando en realidad solo intenta no pensar en todo lo que le está pasando. Ella vivió más de veinte años en Long Beach, California, con su mamá y sus hermanos. Hasta que un día de noviembre de 2011, se peleó con sus sobrinas por dinero y, como ellas eran menores y estadounidenses, la denunciaron por maltrato y la deportaron por ilegal. Hace poco, una asistenta social de Los Ángeles le dijo por teléfono que su hija de once años está viviendo con otra familia que el gobierno de Estados Unidos le ha asignado.
—La asistenta me dijo que mi caso está cerrado, que ya no puede hacer nada. Desde ese día, paso varias noches sin dormir. Pero ahora he venido acá para que el abogado me ayude a recuperar a mi niña.
Según datos del Pew Hispanic Center, más de tres millones de menores de edad ciudadanos de Estados Unidos viven en familias con padres mexicanos indocumentados. Se trata de una situación que puede dejarlos desamparados en cualquier momento si sus padres son deportados. Por eso ahora Rosa, que se ha cansado de llorar, ha conseguido el teléfono de alguien de Telemundo, de la producción del talk show de Laura Bozzo, la famosa abogada de los pobres, para ver si pueden ayudarla.
—Ella es muy famosa en Perú, ¿verdad? —me pregunta—. Dicen que ayuda a los pobres.
—Sí, pero también dicen que les paga a las personas para que finjan en su programa que tienen problemas —comenta otra, sin quitar los ojos de la telenovela.
—No importa, lo que necesito es que alguien me ayude —dice Rosa Mejía, estrujando la bolsa amarilla con documentos que tiene en las manos— Por ejemplo, ahora vengo aquí y no está el abogado. Me dicen que espere, que espere, pero no hay ninguna respuesta. ¿Hasta cuando voy a estar así? ¿Hasta cuándo, dígame usted?
La misma pregunta se hacía Marisela Barrientos, que ha pasado los últimos cuatro meses de su vida huyendo. De su país, de los secuestradores, de un asesino. Tiene veinticinco años, el cabello negro y la cara ancha donde laten sus ojos pardos y desconfiados. Es del norte de Guatemala, de un pueblo llamado Nueva Santa Rosa. Por debajo de su blusa celeste, Marisela amamanta a su hijo recién nacido.
Dice que sucedió una tarde de enero en su casa. El sicario entró a la habitación tirando la puerta y disparó a quemarropa contra su madre que charlaba con ella en la cama. El asesino, supo después, había sido contratado por un primo suyo para liquidar a su madre, dueña de una casa de dos pisos que no quería vender. Luego de cinco días, su padre, que vive en Los Ángeles vendiendo hamburguesas, le envió dinero para que huyera de allí. Entonces, con una mochila pequeña y una panza de ocho meses de embarazo, Marisela Barrientos cruzó a pie la frontera de Guatemala a México, por Chiapas, y trepó a ese famoso Tren de la Muerte que cada día transporta a cientos de centroamericanos ilegales sobre sus vagones de carga, hasta el norte de México. Allí viajó diecisiete días, colgándose de un vagón a otro, comiendo galletas y agua, hasta que llegó a Sonora.
—Lo terrible fue que cuando llegué, la señora que me iba a ayudar a cruzar la frontera le dijo a mi papá que yo ya estaba en Phoenix y le cobró los cuatro mil dólares que pedía por el trabajo. Yo no sabía nada. La tipa me abandonó en un hotel.
Hasta que un día de noviembre de 2011, se peleó con sus sobrinas por dinero y, como ellas eran menores y estadounidenses, la denunciaron por maltrato y la deportaron por ilegal. Hace poco, una asistenta social de Los Ángeles le dijo por teléfono que su hija de once años está viviendo con otra familia que el gobierno de Estados Unidos le ha asignado.
Marisela no tenía dinero y solo atinó a irse con una mujer que le ofreció hospedarla por unos días. Pero Marisela no tuvo suerte: esa vieja la secuestró tres semanas en un cuarto donde solo le daba agua. Solo la soltaría, le dijo, si su papá pagaba un rescate por ella. Por suerte, en un momento que la vieja salió a comprar, Marisela pudo escapar por la ventana del baño.
La telenovela ha terminado. Son las siete de la noche y según las reglas de la casa es hora de tomar una ducha y luego a dormir. Antes de despedirse, Marisela Barrientos dice que, aunque a veces siente ganas de irse a Los Ángeles donde está su papá, ya no intentará cruzar el muro. Tampoco regresará a su país. La cónsul de Guatemala le ha dado un permiso especial para quedarse en Tijuana a trabajar. Felipe, su hijo, nació hace diez días dentro de la casa, con ayuda de las monjas. Ellas le pusieron el nombre.
—Felipe es mexicano y voy a intentar sacarlo adelante aquí. Dios sabrá por qué no pude cruzar. Quizá quiere que comience algo nuevo acá.
***
El amor no lo divide una barda / un muro / el amor está aquí, entre tú y yo / más fuerte que nunca / Gracias por mantenerme viva / porque hay noches en que ya no puedo más.
Esther Morales escribió estos versos un año después de que la deportaran a Tijuana. Recuerda que leyó el poema en un almuerzo de la Casa Madre Assunta por el Día de las Madres y no pudo evitar llorar mientras lo recitaba. Luisa, su hija de diecinueve años nacida en Estados Unidos, no estaba con ella. Entonces Esther la extrañó como nunca. Como todos los días. Como la extraña ahora.
Le dicen La Poeta. Es bajita, tiene cincuenta años, gafas redondas, la voz amable y el cabello lacio amarrado en una coleta. Durante el día, dirige una fonda de tamales en la calle Negrete, en la Zona Centro, un barrio de avenidas y negocios tristes donde transcurre gran parte de la vida comercial de la ciudad. Pero es en la noche, antes de dormir, cuando Esther puede hacer lo que más le gusta: sentarse en su cama, tomar un lapicero y escribir versos en hojas de colores, mientras piensa en su hija, como cuando vivía en Los Ángeles, antes de que la deportaran.
Son las cuatro de la tarde y Esther Morales recién puede sacarse el mandil azul de cocina y sentarse en una de las mesas a descansar. Con una vieja canción de José José sonando en la radio, Esther recuerda la primera vez que cruzó al otro lado hace veinte años, con su prima, cuando era mucho más fácil emigrar sin papeles.
—Yo llegaba a Tijuana, conseguía un coyote y cruzaba por el monte. Pero antes el cruce era algo respetuoso, los coyotes eran gente responsable que sabía que llevaba vidas. Ahora son delincuentes, lo secuestran a uno, antes no era así.
El sicario entró a la habitación tirando la puerta y disparó a quemarropa contra su madre que charlaba con ella en la cama. El asesino, supo después, había sido contratado por un primo suyo para liquidar a su madre, dueña de una casa de dos pisos que no quería vender.
Cuando llegó a Los Ángeles, Esther Morales consiguió trabajo empacando verduras y vendiendo productos de limpieza. Luego tuvo a Luisa con un hombre que la dejó y que prefiere no recordar. En esa época también empezó a escribir poemas sobre su calvario como ilegal. Sus poemas gustaban tanto, que una amiga suya los traducía al inglés para publicarlas en algunas revistas de San Diego. Incluso una casa editora americana le pagaba ciento cincuenta dólares por cada trabajo entregado.
Durante ese tiempo, ella también regresaba seguido a México para visitar a su familia en Oaxaca, el estado mexicano con el mayor porcentaje de mujeres que han emigrado hacia Estados Unidos. Allí se quedaba dos, tres días y luego regresaba a Los Ángeles como siempre: de noche, cruzando los cerros de Tijuana.
—Varias veces me agarró la migra. Cuando eso pasaba, solo me tomaban las huellas y una foto, y me sacaban a México. Pero luego lo intentaba otra vez, y ahí sí ya pasaba sin que me agarren. Así me deportaron como nueve veces. Hasta que allá me encontraron.
Pasó un jueves de marzo de 2010, cuando iba manejando a recoger a su hija de la escuela. Dos oficiales la arrestaron por no tener papeles. Desde el centro de detención, Esther llamó a su hija diciéndole que se quedara con su tío, que todo iba a estar bien, que no llorara. Esther no pudo decirle la verdad: por su récord de deportaciones, la justicia estadounidense la enviaba a la prisión federal de mujeres en Dublin, California, antes una cárcel para criminales construida en la época de Al Capone. Con un poema escrito allí, y que ganó un premio de la editorial Pensando Fuera de la Celda, Esther Morales cuenta lo duro de su encierro:
Rejas, celdas frías / ahí llegué después del accidente / que casi me cuesta la vida / Al intentar cruzar la frontera / entre la gente y los ruidos / busqué mi espacio / y encontré este manicomio.
Luego de seis meses en prisión, la echaron a Tijuana solo con la ropa que tenía puesta.
Ese lugar es bien gacho. Allí hay mujeres que solo por cruzar la frontera de ilegales les dan setenta días en prisión. Todo eso les digo a las chicas de la casa Madre Assunta para que sepan del peligro que corren. «¡No, yo paso porque paso!», me dicen. «Estoy conectándome con un coyote». Pero bueno, sobre aviso no hay engaño, ¿no?
Por eso Esther Morales no deja de escribir. Quiere que a través de su historia, de sus poemas, muchas mujeres puedan encontrar otra forma de enfrentar su drama. Por eso sigue visitando a las migrantes de Madre Assunta, les lleva tamales, ve telenovelas con ellas y se siente mejor. También participa de las vigilias en el muro de la colonia Libertad. Allí, cuando llega Navidad, Esther se une a cientos de activistas para entonar canciones de protesta, recitar sus poemas y rezar frente a las cuatro mil cruces que representan a quienes han muerto intentando cruzar la frontera hasta ahora.
Rejas, celdas frías / ahí llegué después del accidente / que casi me cuesta la vida / Al intentar cruzar la frontera / entre la gente y los ruidos / busqué mi espacio / y encontré este manicomio.
—Los medios siempre sacan al emigrante jodido, el emigrante que no la hizo, la mujer triste que dejó todo y que regresó sin nada. ¿Por qué no sacar la otra parte de la moneda? La del emigrante que no pudo pero dijo: «Este es mi país, ahora le voy a echar ganas». La gente debe saber que en México también se puede, que no vale la pena arriesgar la vida. El sueño americano ya pasó hace tiempo y hay que buscar otros horizontes.
Esther Morales sigue buscándolos. Por eso está ahorrando para tener una computadora donde pueda editar todos sus poemas. Sueña con publicar todo en un libro. Es un proyecto que la mantiene activa y en el que piensa cada noche cuando llega al cuartito que renta en una vecindad de la Zona Centro. Allí escribe, ve la televisión o lee la Biblia. Pero a veces eso no le funciona y se pone triste y se siente muy sola. Entonces sale de noche y se va a la playa donde acaba la frontera de metal o camina por las calles sucias, llenas de gente. Así ha conocido a muchas mujeres deportadas que están en la prostitución, como las de la Coahuila, la famosa zona rosa de Tijuana.
—Son mujeres que se perdieron por ese maldito muro. Yo también me he sentido así. A veces siento que tengo una adicción, una necesidad de volver a lo de antes, a la borrachera. He sido bastante fuerte, pero a veces me llega la soledad, y ver tanta gente que…
Esther Morales calla dos segundos y se corrige como si evitara contarme algo que no debe.
—Pero no, no, mi vida es otra, ahora tengo a mi hija. Ella es lo único que me da fuerzas ahora. Aunque sea muy duro vivir como yo vivo.
Ella sabe que no puede volver a Estados Unidos. El juez de la corte federal se lo advirtió: si vuelve a cruzar de ilegal va presa cinco años. Por eso ha decidido quedarse en Tijuana. Aquí, al menos, se siente más cerca de su hija. Las distancias son más cortas, las llamadas son más baratas.
—Hace unos días mi Elisa vino a visitarme, después de dieciocho meses de no vernos. Pronto se graduará como profesora de inglés y será una excelente ciudadana americana. También me presentó a su novio, un chico de padres mexicanos, que también nació allá. Son una parejita tan bonita. Me ha prometido venir a verme el 4 de julio. Desde ahora estoy soñando con ella, mi América perdida.
Esther Morales acomoda una sonrisa grande bajo sus gafas.
Así la llama ella: su América perdida.
La que recuerda cada noche en sus versos.
*Crónica realizada durante el Taller de Reportería e Investigación en Periodismo Cultural con Alberto Salcedo Ramos, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Junio, 2012.
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