¿Hay algo peor para un periodista que faltar a la verdad? Como si la pregunta brincara en su cabeza, Vlado Taneski se comportaba de un modo bastante extraño, y llegó a boicotearse a sí mismo con tal de responderla de un modo decoroso. Al mismo tiempo, hay un comentario tóxico que se escucha en los pasillos de las redacciones argentinas cuando alguien se ofende con un compañero que trabaja demasiado: “Aquel es periodista antes que persona”, dicen, en voz baja. Probablemente, Taneski nunca haya escuchado este comentario. Pero con su decisión de no faltar a la verdad fue, acaso, periodista antes que persona.
“El cadáver de Ljubica Lichoska, una mujer de cincuenta años de edad desaparecida hace tres meses, fue encontrado tres días atrás en una bolsa de plástico en un basural. La realización de la autopsia demostró que se trató de una muerte violenta”, anotaba Taneski en la edición del 5 de febrero de 2008 del Utrinski Vesnik. La señora Lichoska había trabajado como empleada de limpieza y de seguridad para sostener a sus hijos y a un hermano internado en un psiquiátrico. Sus ojos negros redondos y tristes –ciertamente moldeados por el sacrificio cotidiano- sólo miraban ahora desde las páginas de un diario, al lado de las líneas de Taneski, que anotaba que una persona así no podía tener enemigos. Y sin embargo, la señora Lichoska había terminado estrangulada con un cable de teléfono, en una bolsa de nylon negro, arrojada a un abismo de unos 15 metros a la vera de un camino suburbano, donde fue hallada por un recolector de basura. Los forenses, sorprendidos, señalaron que el homicidio se había cometido una semana antes, de modo que durante más de dos meses el asesino había mantenido cautiva a la señora Lichoska. En palabras de Vlado Taneski: una atrocidad.
Ella no era la primera víctima. En enero de 2005 otro chatarrero había encontrado, entre las columnas de un pabellón de deportes abandonado, el cuerpo sin vida de otra mujer mayor, Mitra Siljanovska, que también era empleada de vigilancia. A Siljanovska la habían mantenido cautiva durante dos meses, como a la otra mujer, para luego ahorcarla con un cable. Su crimen había sido idéntico al de la señora Lichoska y eso a Taneski no se le escapaba: “Mientras la policía trabaja en el caso, la mayoría de los ciudadanos piensa que el caso está relacionado con otros dos crímenes”.
Se refería, además del asunto de Lichoska, al homicidio de Radoslav Bozhinovski, un viejo que en diciembre de 2004 fue asaltado, torturado y asesinado en su casa. Los criminales, que eran dos, sólo se llevaron algunos billetes. Cuando por fin fueron condenados por los dos crímenes –el del viejo Bozhinovski y el de la señora Lichoska- sólo confesaron el del hombre.
Eran dos jóvenes de menos de 30 años sobre los que Taneski redactó, habiendo concurrido al juicio, que “miraban al techo con ojos inexpresivos y de rato en rato susurraban, como para sí mismos: ‘Todo terminó, ahora pagaremos por nuestros crímenes’”. Pero si estaban presos, ¿cómo podía ser que el crimen de la señora Siljanovska tuviera algo que ver con ellos? El hecho era que el ADN del asesino de Lichoska –tomado de los rastros de semen de la violación- no coincidía con el de ninguno de los dos condenados. A eso había que agregar el caso de Gorica Pavlevska, otra mujer mayor que había desaparecido y que nunca había vuelto a verse en las calles de Kičevo.
Envuelto en ese remolino, Vlado Taneski buscaba información en los pasillos policiales y en los hogares de las víctimas, y despachaba sin parar sus crónicas de sangre. Su ciudad estaba finalmente en el centro de la nación y él era el único –o, al menos, el mejor- que podía contar los hechos de primera mano. De alguna manera, los crímenes le habían dado una revancha a un hombre que había sido un líder juvenil en los años del comunismo en la vieja Yugoeslavia, un incipiente poeta, un editor de Radio Kičevo y un empleado del diario de mayor tirada antes de ser despedido en una reducción de personal, acusado de plagio por sus colegas, señalado como un ermitaño por los vecinos y relegado por dos padres intolerantes que poco lo habían ayudado y que murieron de modo indigno: papá, ahorcado por su propia mano; mamá, pasada de pastillas.
Sólo entonces, cuando Taneski parecía volver a vivir, comenzó su ruina. Un nuevo cuerpo, un cuarto cadáver, había aparecido cerca del estadio del FC Vlazrimi Kičevo. Era el cadáver de Zivana Temelkoska, de 65 años, que respondía el mismo patrón de violación, estrangulación y bolsa, y el tiempo de Taneski de repente se acabó: el 20 de junio de 2008, la policía golpeó su puerta. Los detectives tenían razones para creer que los rastros de sangre hallados en varias de las víctimas pertenecían a él. Por otro lado, el periodista debía explicarles por qué sus artículos incluían informaciones que sólo podían ser conocidas por el asesino y por la policía, y que la policía nunca había develado. A la vez que lo condenaban, esos mismos artículos sobrevolaban, como aves victoriosas, la opinión pública de una pequeña nación que no estaba preparada para tanto.
Y si Vlado Taneski las había matado y luego lo había escrito todo, ¿qué juicio merecía? ¿El de un criminal o el de un periodista polémico? Y luego, ¿hay algo peor para un periodista que faltar a la verdad?
Para los criminalistas, el caso Taneski es, apenas, algo más que una anécdota. Su poca originalidad le causa bostezos a los teóricos: Vlado era un asesino serial clásico, un tipo de inteligencia superior a la media, conflictuado con su madre, insistente en sus sacrificios esquemáticos, regodeado en el dolor ajeno y acechado por una falta de ideas que Hannibal Lecter consideraría escandalosa. El nudo de los homicidios, en cambio, pasa por el affaire periodístico.
La ética de un periodista y su buen nombre caminan en terreno gris cuando él mismo es noticia. Cada cual tiene su límite y el de Taneski parece haber sido la mentira, como si hubiera estado dispuesto a cualquier cosa, menos a engañar a su público… No lo hizo cuando informó que la última víctima, Zivana Temelkoska, había sido estrangulada con el mismo cable con el que luego sería maniatada. En este oficio, un pequeño dato puede ser la llave que abra la puerta de una gran verdad.
Sin embargo, del caso Taneski se puede decir más.“Un periodista debe ser veraz, debe desasirse de prevenciones, debe ser amplio en cuanto a no tomar partido y, sobre todo, debe mantenerse ajeno en todo lo posible a lo que sucede, para poder transmitir datos que existen fuera de sí y que serían de importancia para los demás”, considera Fernando Sánchez Zinny, un miembro de la Academia Nacional de Periodismo de la Argentina, que le impugna al macedonio su protagonismo. “Lejos de pecar de voyeur”, sigue, “Taneski es un perverso en acción que suministra él, de manera directa, material para esa suma de novelitas macabras espantaburgueses que constituye la razón de ser de las secciones policiales”.
Para Javier Darío Restrepo, el experto en ética de la Fundación Gabo, “si el periodista es noticia puede asumir la información en primera persona con todos los riesgos de credibilidad que le generan o informar en tercera persona con el aplomo y la autoridad moral de un testigo fehaciente. Pero no debe haber cabida para el uso de la información en provecho propio: sus intereses y sentimientos personales deben subordinarse al interés común”.
Las primeras formas del periodismo eran doctrinarias, pero Sánchez Zinny también niega que lo de Taneski tenga que ver con aquello. “¿Y si no es periodismo, qué es en realidad lo que ha escrito?”, se pregunta el hombre de la Academia. “Podría tratarse de literatura, quizá como un esbozo del género de ‘memorias’: Taneski, así visto, andaría tras los pasos de Raskolnikoff”.
Luego, si la verdad siempre está en juego, también vale la pena preguntarse de qué verdad se debería hablar. En ese sentido, Restrepo apunta que “al periodista no le basta decir la verdad de los hechos, que tiene un impacto social del que él es responsable. Por eso no la dice sólo por decirla, sino con una intencionalidad de beneficio a la sociedad, de ahí que las verdades de Taneski, al revelar en tercera persona sus propios crímenes, carecen de ese peso y se convierten en trucos truculentos para acceder a la verdad de los hechos”.
Pero ni siquiera Raskolnikoff –el desafortunado protagonista de “Crimen y castigo”, de Dostoyevsky- terminó tan mal como Vlado Taneski, que fue hallado sin vida en su celda tres días después de ser detenido. Lo encontraron al lado de un balde de agua con el que se había ahogado. ¿Fue un suicidio? ¿O un nuevo crimen? El misterio nunca se aclaró. La policía mostró una carta de despedida. Dijo que no había señales de lucha y que, en fin, el periodista-monstruo se había sentido humillado ante su comunidad, por lo que había decidido acabar para siempre con sus crímenes… y con sus crónicas.
“Más que un gran periodista, Vlado Taneski es un gran personaje novelesco”, propone ahora Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción del diario La Nación y autor de varias novelas exitosas. “Tal vez era tan buen periodista que no pudo resistir usar sus conocimientos como asesino para darle más fuerza a las crónicas que publicaba. De ser así, su vanidad de periodista lo traicionó. Es interesante pensar entonces que el periodista le ganó al asesino. Y que resolvió los crímenes que él mismo había cometido. Pero si podemos bromear sobre el asunto es porque Macedonia nos parece un lugar mítico y lejano. Aquí en la Argentina es asesinada una mujer cada treinta horas. Si los asesinatos hubiesen ocurrido en el Tigre o en Lomas de Zamora no nos parecería una historia tan fascinante y cómica. Si Vlado fuera mi compañero de redacción no me parecería tan glamoroso. Me parecería simplemente un monstruo y alguien que le hace un daño catastrófico a mi castigado oficio. Dejémoslo lejos, en el terreno resbaloso entre la realidad y la ficción”.
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