Son las 2 de la tarde del 25 de mayo de 2021 y Marcia Howard está de pie en la esquina de la Chicago Avenue y la E 38th Street, en South Minneapolis. Mira a su alrededor por algunos minutos y de repente decide caminar. Entonces se pierde entre los cientos de personas que han venido a homenajear a George Floyd. Porque hace exactamente un año, a pocos pasos de distancia de donde Marcia Howard estaba de pie, George Floyd, afroamericano de 46 años, fue asesinado por un policía blanco llamado Derek Chauvin, en ese momento agente del Departamento de Policía de Minneapolis. Desde entonces, la intersección está cerrada al transporte público y al tráfico vehicular.
Hoy, alrededor de la escultura del puño alzado que representa el poder negro y que ocupa el centro de la intersección, hay puestos de comida y gente regalando agua. Hay personas de todos los colores y de todas las edades. Hay mujeres rubias con lentes de aviador sacando fotos. Hay grupos de jóvenes bailando hip-hop, motown y funk en la calle. Hay vendedores de poleras negras y chapitas con estampados de Black Lives Matter y otras consignas antirracistas y antipoliciales. Hay parrillas encendidas con costillas y alitas de pollo. Grupos de hombres negros armados con subametralladoras y rifles semiautomáticos cuyas casacas dicen “Grupo Agape” se encargan de la seguridad del lugar. Una máquina de juguete arroja burbujas al aire. Periodistas de medios locales e internacionales, agencias de noticias, radio y televisión cubren lo que está pasando. Hay bandas tocando música y un gran escenario en el cual se presentarán distintos artistas locales hasta que se haga de noche.
Porque hace exactamente un año, a pocos pasos de distancia de donde Marcia Howard estaba de pie, George Floyd, afroamericano de 46 años, fue asesinado por un policía blanco llamado Derek Chauvin, en ese momento agente del Departamento de Policía de Minneapolis.
Marcia Howard va y viene, aparece y desaparece entre todos. Se mueve con confianza; este es su barrio. Ella se dedica exclusivamente a gestionar, coordinar y liderar la comunidad que ha mantenido en toma la intersección en el último año. Su objetivo es que el petitorio de 24 demandas que la comunidad acordó y estableció hace 10 meses, conocido como la Resolución 001, sea acogido por el alcalde Jacob Frey y puesto en práctica por el gobierno de la ciudad de Minneapolis. Eso, para ellos, significaría dar un paso más hacia un sistema más justo con la comunidad afroamericana y las minorías en general en la ciudad. “La liberación de la gente negra es la liberación de todos”, repite Howard cada vez que puede.
Pero antes de todo esto, hace un año, Marcia Howard era otra persona.
Grupos de hombres negros armados con subametralladoras y rifles semiautomáticos cuyas casacas dicen “Grupo Agape” se encargan de la seguridad del lugar.
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La vida de Marcia Howard antes del 25 de mayo de 2020, el día que Floyd fue asesinado, consistía principalmente en usar vestidos vintage, preparar tostadas con palta y preocuparse por la alfombra que iba a comprar para la pieza de invitados. Una pieza que nadie nunca ha usado.
“Había logrado el sueño americano”, dice. “Tengo dinero, soy propietaria de mi casa, tengo un Mercedes-Benz estacionado en mi cochera, tengo títulos académicos, tengo trabajo, soy exmarine, no le debo nada a nadie. Todo eso me permite vivir una vida de blancos”.
Una estufa a gas propano calienta la pequeña caseta de madera (“Esto salió de aquí”, dice mirando a su alrededor y golpeándose el bolsillo derecho) en la que Marcia Howard ha hecho guardia todos los días desde junio de 2020, cuando la ciudad cerró las calles con barreras de concreto. Su turno es el de madrugada, desde las 3 de la mañana hasta las 8. Son las 5 y media de la mañana y mientras habla, varios vecinos empiezan su día y la saludan al pasar en sus autos, algunos le regalan comida. Ella les abre la barrera improvisada que los ocupantes construyeron con una estructura para amarrar bicicletas.
Howard mira su Instagram, busca fotos, muestra vestidos color crema, o azul, o amarillos, y tacos altos. “Así mismo, vestida de esa forma, es que salía durante las primeras semanas después del asesinato”, dice. Luego muestra una fotografía de su matrimonio; su marido es un hombre blanco. “Hace 54 años mi matrimonio hubiese sido ilegal”.
Tengo dinero, soy propietaria de mi casa, tengo un Mercedes-Benz estacionado en mi cochera, tengo títulos académicos, tengo trabajo, soy exmarine, no le debo nada a nadie. Todo eso me permite vivir una vida de blancos”.
Fue el caso de Ahmad Arbery, un hombre afroamericano de 25 años que vivía al sur del estado de Georgia y que fue asesinado el 23 de febrero de 2020 por dos hombres blancos, padre e hijo, mientras trotaba por su propio barrio, el que primero remeció a Marcia Howard.
“Fue un recordatorio de que en Estados Unidos, por más que una persona de color intente blanquearse a través del camino que propone el sistema, que es el camino del éxito, al final esa persona siempre estará expuesta a que, porque un vecino sospecha de ti, pueda matarte. Solo por tu color de piel”.
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La primera semana después del asesinato de George Floyd fue una locura. Supremacistas blancos habían llegado a Minneapolis a hacer destrozos y a amenazar a los manifestantes. Mientras, todo ardía en las protestas más grandes de la historia de Estados Unidos, una explosión cuya mecha detonadora se encendió en la Chicago Avenue y la E 38th St, hoy George Floyd Square. Marcia Howard muestra un video en su celular. En él se puede ver cómo ella y un grupo de manifestantes expulsan de la intersección a otro grupo de supremacistas blancos armados. Es de noche y hay fogatas por todas partes. Luego muestra un video de los mismos tipos disparando ráfagas con armas semiautomáticas al Tercer Recinto de la Policía de Minneapolis.
“Ese momento fue muy poderoso, muy especial. Éramos un grupo de gente que no se conocía pero que junta expulsó a estos tipos. Eso me hizo sentir esperanzada”, dice Howard.
Mientras, todo ardía en las protestas más grandes de la historia de Estados Unidos, una explosión cuya mecha detonadora se encendió en la Chicago Avenue y la E 38th St, hoy George Floyd Square. Marcia Howard muestra un video en su celular.
Fue en una de esas noches en que todo ardía cuando Marcia Howard conoció a Felicia. Lo que vio: un grupo de manifestantes exaltados, enrabiados por lo que había pasado hacía pocos días. Una mujer delgada, con su pelo negro recogido en un moño sobre su cabeza, sus ojos saltones expresivos, su boca siempre apretada. Marcia pudo ver, a la distancia y por la manera en que se relacionaban, que esta mujer flaca y morena era la encargada de proteger, de vigilar y de cuidar.
Eso la hizo volver a su casa tranquila. Pero esa misma noche se despertó pensando que una sola persona no iba a ser suficiente. Al día siguiente le habló.
“Le ofrecí mi ayuda, le conté quién era y que quería colaborar. A través de ella, y con ella, fuimos conociendo a otras personas, a otras mujeres que también se fueron acercando para organizar una resistencia”.
Fue por esos días de agitación social que se acordó hacer reuniones comunitarias dos veces al día, a las 8 de la mañana y a las 7 de la tarde. Era tanta la gente que llegaba y tanta la conmoción, que las organizadoras vieron necesario generar un espacio seguro en el cual quien quisiera pudiera desahogarse, expresarse.
Ese momento fue muy poderoso, muy especial. Éramos un grupo de gente que no se conocía pero que junta expulsó a estos tipos. Eso me hizo sentir esperanzada”, dice Howard.
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Después del primer mes de ocupación, Marcia Howard se dio cuenta de que iba a ser para largo. Empezó a llegar gente decidida a involucrarse en la protesta y en la organización de una comunidad que mantuviera la intersección como una zona de resistencia en contra de la ciudad y del racismo sistémico. Por su trabajo como profesora, Marcía tenía vacaciones hasta septiembre. Los tiempos no le daban para participar en una ocupación permanente.
Pero quería hacerlo, así que negoció una suspensión de su contrato por ausencia. “No fue fácil, yo amo mi trabajo, lo he hecho por muchísimos años. Pero sentía que este era el momento de hacerlo. Era una buena razón para hacerlo. Cuando George Floyd llamaba a su mamá mientras era asesinado, ese llamado era a todas las madres. Me sentí interpelada”.
Ya sabiendo que tendría tiempo de sobra para comprometerse con la ocupación, participó en la confección de la Resolución 001, compuesta por 24 demandas que exigen, entre otras cosas, la remoción de jueces de altos cargos de la Corte del condado de Hennepin (donde está la ciudad de Minneapolis), una investigación por parte del Departamento de Justicia de Estados Unidos al Departamento de Policía de Minneapolis por racismo sistémico. También la inyección de capital en la comunidad que vive alrededor de George Floyd Square, un barrio estigmatizado debido a que muchos afroamericanos viven en el lugar, según explica Howard.
Pero la ciudad, a pesar de los gestos y los discursos, nunca estuvo cómoda con la ocupación.
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El primer anunció de desalojo fue para el 17 de agosto. Se suponía que ese día llegarían los bulldozers y los trabajadores de la ciudad a remover las barricadas. Pero no pasó. Después se dijo septiembre, octubre, noviembre, y las barricadas seguían ahí. “Vamos por buen camino, aguantando”, pensaba Marcia.
Para ese entonces, la comunidad ya estaba organizada en distintas secciones: había encargados de recolectar las donaciones que la gente hacía de comida y de ropa; había un equipo médico de voluntarios que atendían gratis a quienes lo necesitaran e, incluso, a veces podían hacer testeos de Covid. Había encargados de la calefacción a leña, del fogón que se ubica al centro del lugar de reuniones, justo debajo de la estación de servicios Speedway que por esos días pasó a llamarse People’s Way.
También la inyección de capital en la comunidad que vive alrededor de George Floyd Square, un barrio estigmatizado debido a que muchos afroamericanos viven en el lugar, según explica Howard.
Pasaron las elecciones presidenciales y nada cambió en George Floyd Square. “Vamos a encargarnos de que el nuevo presidente sepa que estamos aquí, y que hay que seguir trabajando para superar las injusticias de este sistema”, dice una Marcia mucho más empoderada.
Todo iba bien de cara al invierno. El área metropolitana de Minneapolis-Saint Paul, las Ciudades Gemelas, es la más fría del país, y las temperaturas pueden bajar dramáticamente por varias semanas durante enero y febrero. El desafío era aguantar ese periodo y llegar a marzo, para el inicio del juicio al policía que asesinó a George Floyd, consolidados como movimiento.
Hasta que empezaron los tiroteos.
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Fue una noche muy fría: -10 grados centígrados. En Minneapolis se vivían los peores momentos de la pandemia, el rebrote de otoño, con el sistema de salud cerca del colapso. La gente se fue agrupando en People’s Way, la antigua estación de servicios que ahora servía como centro de encuentro para la comunidad. La noche anterior, el domingo 27 de diciembre, dos personas fueron baleadas en un incidente que nadie tenía claro. Ambas resultaron heridas sin riesgo vital y los voluntarios de salud actuaron de buena forma, prestando primeros auxilios y derivando a los centros correspondientes.
Pero el hecho provocó una grieta en una comunidad hasta ahora cohesionada. Marcia Howard inauguró la sesión como siempre, diciendo los cuatro mandamientos de George Floyd Square:
1) Asume que todas las personas presentes tenemos Covid. Ponte la mascarilla o aléjate.
2) Asume que todas las personas presentes están armadas.
3) Asume que todo lo que haces o dices está siendo grabado.
4) Ten en cuenta que no todos los presentes tienen la misma idea de liberación que tú. Actúa acorde. Haz preguntas. Conversa.
Inmediatamente un muchacho joven, de ojos almendrados, tomó la palabra.
“¡Estoy cansado de que nos maten!”, gritó emocionado. “Tenemos derecho a protegernos, a defendernos. Dennos armas, tenemos que formar grupos de autodefensa”.
“¿Qué pretendes, que nos agarremos todos a balazos aquí? De eso no se trata la liberación ni la revolución. No se trata de eso”, le respondieron.
El joven de ojos almendrados, luego, miró a Marcia Howard y a Felicia, sentadas juntas. “¡Ustedes están usando sus posiciones de poder para sacar ventajas personales! ¡No es justo! ¿Quién las eligió?”.
“Es por cosas como esa que no me gusta que vengan los estudiantes de la universidad a los debates”, comentaría después Marcia. “Vienen y nos entregan panfletos, folletos, ideas socialistas, feministas, pura teoría. Creen que esto se trata de la lucha armada, de la lucha de clases, ¡y no se dan cuenta de que es un problema de castas!”.
¡Estoy cansado de que nos maten!”, gritó emocionado. “Tenemos derecho a protegernos, a defendernos. Dennos armas, tenemos que formar grupos de autodefensa”.
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Marcia Howard repite frases que, en cualquier otro contexto, sonarían hechas, panfletarias, sin fondo. Pero al rebotar en los edificios que componen George Floyd Square, a 30 grados bajo cero, adquieren un sentido único, potente, cálido, encantador. «La liberación de las personas negras es la liberación de todas las personas», dice esta mañana de febrero en la que el aire quema, en la que el sol está pintado en fondo celeste, en la que los ríos están quietos, las aves han huido y los animales se han escondido.
Su audiencia somos seis personas. Emeret, del Templo Baha’i cercano, está encargado de la leña, la que corta y mete al fogón que trata de calentarnos. Abigail, una voluntaria, de la organización de las donaciones. Empacan la comida en cajas y la entregan a quienes quieran. Neil, un señor mayor, también escucha atento. Está Stacy, quien organiza la ropa donada y el perchero gratuito. También está Felicia.
Marcia Howard está siempre pendiente, al borde de la paranoia, sobre posibles policías inflitrados que se acercan a cualquiera de los cuatro puntos de control de la zona autónoma. Incluso ha habido personas que han llegado solo para hacer disparos al aire e irse, según Howard, tratando de generar un conflicto o miedo entre los vecinos. También hay helicópteros que se pasean por toda la zona sur de Minneapolis durante la noche.
“Quizás sea porque soy un poco narcisa, pero siempre estoy pensando en que todas las cosas que pasan, suceden en torno a mí. Es por eso que soy suspicaz. Nada en George Floyd Square sucede por accidente o azar”, dice Howard, tratando de calentarse las manos.
La consigna es mantener encendida la llama de la revolución. Aunque el cielo se caiga a pedazos.
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—¿Quién viene?
—Fred Hampton Jr.
—¿A qué hora llega?
—Me dice que está estacionando. No me volvió a responder.
—¿Está aquí en Minneapolis?
—Está aquí mismo, llegando.
Marcia Howard está siempre pendiente, al borde de la paranoia, sobre posibles policías infiltrados que se acercan a cualquiera de los cuatro puntos de control de la zona autónoma.
Algunas personas se emocionan, otras miran serias, otras se ponen a la defensiva. La emoción se vuelve tedio; una hora después, un grupo de cuatro personas, una mujer y tres hombres, llegan a la plaza. Todos llevan chaquetas de cuero sin mangas con los distintivos del Black Panthers Party Cubs, algo así como los “cachorros”, los herederos de la organización política fundada en Oakland, California, en 1966. En sus espaldas se lee: “Los BPPC están viniendo. Los BPPC están aquí”. Fred Hampton Jr., el hijo del exlíder nacional de los Black Panthers del mismo nombre que fue asesinado por el FBI en Chicago en 1969, es el más grande del grupo y lleva una boina negra.
El tedio vuelve a ser emoción. Algunas de las pocas personas que quedan en la plaza se le acercan, lo rodean. Otros miran de lejos, desinteresados. Otros siguen jugando a los dados sobre una alfombra, apostando. La mujer que viene con él lo grabará todo el tiempo. Hay dos fotógrafos independientes que lo toman de frente y en contrapicado. Hampton Jr. habla rápido, a veces se le traba la lengua, tartamudea. Conversa con algunas personas jóvenes de la comunidad, dialoga, les enseña, abre y cierra los ojos. A veces alza la voz, se golpea el pecho, levanta el puño. Dice frases como: “A lo que sucedió aquí no lo llamamos brutalidad policial, lo llamamos terrorismo policial”, y “La lucha está llena de contradicciones, internos y grupales, y de distintos niveles de conciencia”. Arriba, nubes llenas de electricidad tapan el cielo.
Todos llevan chaquetas de cuero sin mangas con los distintivos del Black Panthers Party Cubs, algo así como los “cachorros”, los herederos de la organización política fundada en Oakland, California, en 1966.
—¿Este es el lugar donde lo mataron? —pregunta Hampton Jr.
—Aquí mismo. Esta es la zona cero. Aquí es donde empezó todo —dice Benjamin, un muchacho joven que lleva una gorra verde olivo con una estrella roja en el frente y la bandera de Cuba en un costado y que no se esfuerza por esconder su emoción.
—Wowo, espera un momento. Esta no es una zona cero ni es donde empezó todo. La lucha empezó hace varias décadas y lo que pasó aquí, el asesinato de Floyd, es un evento más de esa lucha — dice Hampton Jr.
Felicia lo ha estado mirando fijamente todo el tiempo con sus ojos grandes, su postura es desafiante porque así aprendió a mostrar su desconfianza. Lleva unos shorts de jeans blancos, una chaqueta negra marca The North Face y su cuerpo está en posición de ataque, su cara tensa. No le cree nada a Fred Hampton Jr., no le cree su discurso, su postura de macho dominante. Quiere hacerle una pregunta y está esperando su turno para cuando todo se calme.
Quiero saber qué está haciendo acá, si viene a ayudar a la comunidad o solo viene para la foto —le dice por lo bajo a una chica a su lado.
Hamtpon Jr. quiere rendirle homenaje a Floyd pero se da cuenta de que Felicia quiere hacerle una pregunta. Entonces se le acerca.
—Dime, hermana.
—No, tú haz lo tuyo y después te pregunto. No quiero que sea a la rápida, en dos minutos.
Hampton Jr., hace lo suyo: Se acerca al lugar exacto donde Floyd fue asesinado, se para en frente y alza su puño.
—Mira, ni siquiera respeta los espacios de los memoriales —le dice Felicia a la misma chica; Hampton Jr., está parado sobre unas frases pintadas en la calle en homenaje a Floyd.
Entonces Hampton Jr. se da vuelta y se acerca a Felicia. Y Felicia dispara:
—Este lugar es muy importante para nosotros. No es solo un lugar de protesta, sino que también de sanación. Tiene sus espacios y sus lugares que mucha gente no sabe lo que significan, y muchas veces tampoco les interesa saber qué significan, pero que para la comunidad son importantes. Quería preguntarte, considerando tu experiencia, cómo lo podemos hacer como comunidad para mantener esto que estás viendo. ¿Cómo podemos hacer que esto siga, que tome fuerza, que se mantenga en el tiempo?
Hampton Jr. se apasiona, saca pecho y responde, alzando la voz:
—A través de la organización…
—¡¡WOOW WOOW!! ¿¡Qué estás haciendo¡?
Este lugar es muy importante para nosotros. No es solo un lugar de protesta, sino que también de sanación. Tiene sus espacios y sus lugares que mucha gente no sabe lo que significan, y muchas veces tampoco les interesa saber qué significan, pero que para la comunidad son importantes.
En ese momento dos miembros de la comunidad se le acercan, le recriminan por haberle levantado la voz de forma irrespetuosa a Felicia y empieza una discusión de voces roncas, de pechazos, de gritos. Felicia está parada y rodeada de sus compañeras.
—Ni siquiera alcanzó a responderme —dice.
Mientras, Hampton Jr., se sigue peleando, sigue gritando consignas, se da vueltas como león enjaulado por el lugar, buscando algo o alguien en quien descargar su rabia. Se detiene frente al lugar donde Floyd fue asesinado y, de nuevo pero esta vez con violencia, alza su puño derecho.
Entonces aparece Marcia Howard y mira la escena.
—¿Y para esto me llamaron? Mejor me voy a dormir.
Más tarde se pondrá a llover.
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Fue al día siguiente del cierre de los argumentos en el juicio sobre este caso, el 20 de abril de 2021, que el jurado se puso de acuerdo para dar el veredicto. A las 2:45 se anunció que el juez lo leería entre las 3:30 y las 4 de la tarde, y la ciudad se volvió loca. Los negocios y restaurantes cerraron, el centro se vació de gente y las carreteras, ríos de autos. Pronto solo quedaron algunos manifestantes a la espera afuera del Hennepin County Government Center, blindado de tropas de la Guardia Nacional de Minnesota.
A las 3:15 ya había muchas personas reunidas en George Floyd Square esperando el veredicto. La transmisión radial salía de un Jeep Wrangler negro con las ventanas abajo y dos perros adentro que miraban aburridos. Las caras de la gente eran serias, los ojos tensos, las voces neutras, bajitas.
Los negocios y restaurantes cerraron, el centro se vació de gente y las carreteras, ríos de autos.
De repente, una voz se alzó sobre las demás. “¡Está empezando la lectura del veredicto!”
“¡No nos interesa esa mierda!”, gritó alguien. “¡Si confiamos en Dios, todo saldrá bien!”
Pero la atención de todos se fue hacia el Jeep Wrangler. Entre la multitud se escuchó un “guilty” y luego una explosión de euforia, y otra, y otra más.
Y luego los abrazos, los gritos, las lágrimas de los blancos y el consuelo de los negros. “No lo puedo creer, es el día más feliz de mi vida”, gritaba una señora. “Nunca pensé que esto pasaría, nunca había pasado en Minnesota”, comentaba un hombre con su grupo de amigos.
En medio de todos, Marcia Howard miraba, buscaba entre el gentío a alguien conocido a quien abrazar. Estuvo un rato así, vagando, sin encontrar a nadie, hasta que algunos miembros de la comunidad la encontraron a ella y bajo el cartel de la estación de servicios se abrazaron, rieron y celebraron.
Un reverendo daba un sermón a través de un amplificador: “Celebren, festejen, que nadie menosprecie este día. Pero vuelvan mañana con más ganas aún, porque esto no ha terminado. No señor, esto no ha terminado”.
***
De repente, Marcia Howard vuelve a aparecer entre el gentío que ha venido esta tarde a celebrar la vida de George Floyd un año después de su asesinato. Mira alrededor, saluda a quien la salude, busca algo que hacer. Carga cosas de un lado a otro, vigila, cuida, conversa, sonríe y su boca se ilumina. Ha estado en pie desde las 3 de la mañana, como casi todos los días desde hace un año, y ya llega la hora de la siesta.
Al día será largo y Marcia lo sabe. Pero también sabe que si han llegado hasta aquí no es para quedar a mitad de camino. “Hay mucha gente haciendo esfuerzos para que esta comunidad salga adelante, porque haya un proceso de sanación real y un cambio igual de real en la vida de estas personas”, dice apurada. La llaman, la necesitan de algún lado de la plaza, tras bambalinas. Los visitantes pasan a su alrededor. Entonces mira y dice:
“Yo no soy Fred Hampton, no soy Bunchi Carter. Soy una profesora de inglés de un colegio. A mí denme las 24 demandas y me iré tranquila a mi casa, a cocinar dulces y a ponerme mi ropa vintage. Hasta que eso no pase, seguiré aquí todas las mañanas, y si tiene que ser durante el invierno otra vez, no tengo problema en hacerlo”.
*El jueves 3 de junio de 2021, a las 4 de la madrugada, llegaron los bulldozers. Decenas de trabajadores vestidos con chalecos amarillos reflectantes estuvieron trabajando hasta casi mediodía. Quitaron las ofrendas, las velas, las flores, los dibujos. Solo quedó el puño alzado en señal de poder. Instalaron señaléticas de rotonda, indicadores de flujo de tráfico vehicular y unas barreras de concreto para proteger los cultivos y el lugar donde George Floyd fue asesinado. En una conferencia de prensa, el alcalde de la ciudad de Minneapolis, Jacob Frey, aseguró que el trabajo se hizo en conjunto con la comunidad local, dígase el Grupo Agape. Lo cierto es que la ciudad le pagó a los miembros del grupo 40 dólares la hora con un tope máximo de 25.000 dólares en total para hacer el trabajo. No hubo coordinación ni con los miembros de la comunidad, ni con los directores de la George Floyd Square Memorial Foundation. A unas cuadras de distancia, una docena de patrullas policiales del Minneapolis Police Department, con las balizas apagadas, hacían guardia. Ese mismo día, otro hombre afroamericano, Winston Smith, fue asesinado por la policía federal en Uptown, uno de los barrios de moda de la ciudad.
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