Relatto

La niña que padeció el «Bogotazo

por Avatar Relatto

Todo era confusión. Soledad. Después desconsuelo y otra vez confusión.

Lo que estaba sucediendo no tenía nada que ver con esas dos mujeres que iban a la tienda a comprar los víveres de la semana. Carmen tenía ocho años. Su mamá, María Fandiño, la tomaba de la mano. Ese día fue la última vez que estuvieron entrelazadas antes de que la pequeña Carmen le fuera arrebatada.

Era 9 de abril de 1948, y en el barrio Las Cruces, en la parte alta del centro de Bogotá, las calles no estaban igual que los otros días. El panorama que madre e hija acostumbraban a ver cuando salían de su casa: algunos árboles y unas diminutas vías para acceder a la zona baja del centro desde la montaña, esa lluviosa tarde de viernes tenían un ambiente inusualmente agitado. Se encontraron con gente gritando, llorando, corriendo por todos lados. Ellas se aferraron la una a la otra y trataron de evadir a las personas que, con miedo en sus rostros debido a los acontecimientos de ese día, las ignoraban. Sin embargo, no había tiempo para regresar, tenían que cumplir con su misión de llevar a casa la comida para alimentar a la familia.

La niña no sabía quién era Jorge Eliecer Gaitán, el político, el ídolo que acababan de asesinar a unas cuantas cuadras de su casa, en lo que el habla popular ha denominado el “Bogotazo”. Pero María sí había oído decir que era conocido por su carisma y su habilidad para conectar con las clases populares. De hecho, Gaitán había nacido en el mismo barrio donde vivía la familia Fandiño compuesta por María y sus hijas e hijos: Carmen, Blanca, Alberto, Elsa, Lucrecia, Mercedes, Carlos y Marcos, en una casa pequeña, con muros frágiles y piso de tierra que cuando llovía se convertía en un lodazal. Quedaba sobre la montaña y lo único que se veía desde una de las habitaciones del segundo piso era la avenida que pasaba frente a la casa.

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A Gaitán, sus miles de seguidores lo llamaban “El Caudillo del Pueblo” o “El Caudillo Liberal” y era considerado por adeptos y opositores como el político más influyente de finales de los años 40 en Colombia.

El Bogotazo

El político liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en Bogotá, el 9 de abril de 1948. Ilustración/Sara Romero.

Los radicales opositores de Gaitán, en general del partido conservador, afirmaban que era una amenaza para el establecimiento y temían sus propuestas de reforma y su retórica populista. Lo denunciaban como un agitador peligroso. Por esa razón, tras el magnicidio, los fieles de su partido, el liberal, aseguraban que lo habían matado los “godos”, como se les decía despectivamente a sus contradictores conservadores. Y específicamente que esos godos habían contratado a Juan Roa Sierra, el albañil que supuestamente ejecutó el plan. Miguel Torres en su novela El Crimen del Siglo (finalizando la página 383), narra ese momento de la siguiente manera: “Roa Sierra pensó que el blanco de esa amenaza era él y brincó al quicio del corredor para resguardarse afianzando su mano izquierda en el marco de la puerta mientras levantaba la pesada carga del revólver con la derecha. En ese momento un pitazo del cambio de vía en el cruce de la Jiménez con Séptima erizó el silencio de la cuadra, y fue entonces, sobre los vibrantes estertores del pitazo, cuando se oyó un disparo seguido muy de cerca por otro al que sobrevino un silencio de muerte que estalló con el tercer disparo. La gente que se encontraba alrededor se abrió en abanico, como barrida por el soplo arrasador de un huracán”.

Pero para llegar a ese día, Gaitán tuvo que hacer un recorrido profesional que lo llevó a postularse a la presidencia de Colombia enfrentándose a los conservadores y también al sector oficialista de su propio partido, a través del Movimiento Liberal Gaitanista que, según narra Arturo Alape en su libro El Bogotazo: memorias del olvido, “éste más que un socialismo estructurado, era de corte populista”.

A su vez, el investigador Mario Jursich, entrevistado por Alape en el mismo libro relataba que “Gaitán era un tipo con aspecto indígena y un tono de piel bastante oscuro. Él conscientemente usó esto para generar simpatía entre el electorado. Cuando se hicieron las fotos de la campaña para la presidencia, Gaitán le pidió a su fotógrafo que lo sacara lo más feo y más indio que pudiese”.

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Esa tarde, Bogotá era un crisol de emociones contenidas. Los ciudadanos, en su mayoría, eran conscientes de la tensión que se había acumulado en el país por la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. La multitud se congregó frente a la Casa del Florero (monumento histórico donde se dio el grito de independencia de España en el siglo XIX), clamando justicia y encarnando la frustración y el descontento que se había gestado durante décadas. En ese instante efímero, antes de que la tormenta se desatara, se hallaba la chispa que prendería la mecha. Cuando el ruido de sus voces alcanzó un punto de ebullición, las piedras volaron, las puertas golpeadas se cerraban como protección, nadie entraba y nadie salía de las casas y la ciudad se convirtió en un pandemonio.

La Plaza de Bolívar, el corazón político de Bogotá, se llenó de una multitud furiosa. En las imágenes que se guardan en los archivos de medios como RTVC (Televisión del Estado), se ven hombres y mujeres, muchos de ellos con lágrimas en sus ojos, histéricos por el violento suceso. Grupos de manifestantes enfurecidos prendieron fuego a varios edificios históricos y las llamas devoraron la arquitectura centenaria de la ciudad, creando un paisaje surrealista de destrucción y desesperación. El humo se elevaba sobre los cielos de Bogotá, un sombrío recordatorio de la violencia que se estaba desencadenando. Las tiendas fueron saqueadas, los vehículos volcados, quemaron el tranvía y la gente parecía haber adquirido permiso para acabar con la vida del que se le atravesara por delante.

Los hospitales se llenaron con una marea de heridos. La cifra de víctimas aumentaba rápidamente, mientras muchas familias buscaban desesperadamente a sus seres queridos entre el caos. ¿Qué pensaría la madre de Carmen al no encontrarla? Imposible saberlo pues María Fandiño murió en 1979.

El Bogotazo

El centro de Bogotá quedó destruido durante los desmanes del 9 de abril de 1948. Ilustración/Sara Romero.

Lo único cierto es que, entre el alboroto y la confusión, Carmen soltó la mano de su mamá, no gritaba, era ridículo hacerlo con el ruido ensordecedor de la ciudad, y se perdió entre la multitud. Lloraba en medio del caos. Nadie la veía. Era una sombra más. Hacía parte de la obra, pero no era un personaje importante para nadie, o eso pensó, hasta que, después de mucho caminar, llegó cerca de unos buses de la Flota Rionegro. Allí una señora le tomó la mano y la niña sintió alivió y protección. No le preguntó nada, sintió que sus pies se elevaban y un cálido abrazo la cobijó. Aquella señora, sin más miramientos, se llevó a la pequeña de ojos color miel, cabello negro liso y largo, manos suaves y frágiles, a Yacopí, un pequeño poblado que Carmen jamás hubiera conocido de no haber sido raptada.

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Yacopí queda a 177 km al noroccidente de Bogotá. En mí búsqueda de la historia de Carmen, tomé la salida norte de la ciudad, y cerca de 5 horas después, pude vislumbrar el comienzo del municipo, cuyo nombre en lengua indígena significa “árbol duro”, tal cual, como se ve escrito en la fachada de la alcaldía municipal.

Yacopí es el segundo municipio más extenso del departamento Cundinamarca. Tiene un clima agradable, cálido, con brisas suaves, 1.095 kilómetros cuadrados de extensión y está conformada por 186 veredas, una característica que le da el título de ser el municipio con mayor cantidad de subdivisiones veredales, del país. Dentro de la Inspección de la cabecera municipal se encuentra la vereda de San Luis, donde vivió Carmen toda su adolescencia. Jaime Enrique, su cuarto hijo, recuerda que cuando tenía como diez años, su mamá lo llevó a la casa donde había vivido desde su rapto. Cuando llegaron a la plaza central de Yacopí, esperaron a un señor que los llevó en un viejo jeep hasta la vereda de San Luis. Los dejó en un punto de un campo casi desolado, en donde solo se veían árboles y maleza. Desde allí caminaron durante mucho tiempo, hasta que a lo lejos vieron la casa de Rosalba Vega, la mujer que cuidaba a los dos primeros hijos de Carmen, José Orlando y Nelba Judith, mientras ella trabajaba en Bogotá. Jaime Enrique recuerda que solo pensaba en que debían hacer la misma travesía para regresar y decidió nunca más acompañar a su mamá a ese lugar. “No fue fácil, ni cómodo llegar y el lugar no me gusto para nada. Yo solo quería regresar a mi casa y no volver nunca más. El viaje fue demorado, muy pesado, mi mamá vivió al otro lado del mundo, pensaba yo a esa edad”.

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—No escuché nada. Todo estaba en calma. Los brazos de la señora me seguían sosteniendo. Miré por la ventana de un bus y me di cuenta de que ya no estaba en mi casa —dice Carmen.

75 años después de su rapto estoy frente a Carmen, en Villavicencio, capital del departamento del Meta, a unos 70 kilómetros al sureste de Bogotá, en donde vive actualmente por temas de salud. Conversamos en la cocina, mientras lavo el pocillo donde me sirvió un café. Le preguntó si recuerda por qué regresó de Yacopí y me dice casi susurrando:

—No recuerdo el nombre de la señora que me llevó allá. Yo regresé a Bogotá por trabajo. Me habían recomendado trabajar en una casa como interna y me tocó dejar a mis dos hijos: José Orlando y Nelba Judith, con Rosalba Vega, a quien ellos le decían “tía”, mientras yo lograba ubicarme en la ciudad y mandaba por ellos.

A Carmen, la señora, que se la había llevado aquel 9 de abril de 1948, la dejó en la casa de José y Rosalba Vega, en Yacopí, una de las familias pudientes de la vereda San Luis. Su casa era grande, con ganado y gallinas y tenían fama de ayudar mucho a la gente. Recibieron a Carmen sin problema, y la pusieron a trabajar. La trataban muy mal, ella tenía que hacer los oficios de la casa y labores del campo como recoger café, cargar leña y guiar a los burros que cargaban los bultos de plátano y yuca, una labor abrumadora para una niña de su edad.

El Bogotazo

Carmen Fandiño y su pequeño hijo José Orlando en Yacopí. Foto/ Archivo personal Carmen Fandiño.

Nelba Judith, la segunda hija de Carmen, recuerda que su mamá alguna vez le contó que le tocaba arriar las mulas, y que un día había llovido tanto que una mula se metió en el lodo, Carmen se cayó, con todo y carga, y tardó mucho para salir de allí. A veces, no le daban de comer y ella tenía que escaparse a las casas vecinas para pedir alimentos. En ocasiones le pegaban porque se le olvidaba darle de comer a los animales que tenían en la casa y ella salía corriendo y se quedaba dormida en el monte, para evitar las golpizas. En ocasiones pedía ayuda a algunas vecinas, pero ellas también la ponían a hacer limpieza y no le daban dinero o comida por su trabajo.

Ahora, al hablar con ella e intentar que retome su pasado, me dice que no recuerda mucho de esos primeros años porque, dice, “yo era muy pequeña”. Sin embargo, la memoria de sus hijos está un poco más fresca y recuerdan algunas anécdotas que ella les relataba cuando preguntaban por su pasado. Sandra Patricia, su tercera hija, recuerda que su mamá le contó que Rosalba Vega la encargó de terminar de criar a su hijo menor, Hermes, y poco a poco, comenzó a retribuirle el esfuerzo con dinero: “Aunque después de mucho tiempo le reconocieron el trabajo, me da mucha rabia saber que la trataron tan mal y cuando ellos iban a Bogotá, después de muchos años, buscaban a mi mamá para que los recibiera en nuestro rancho. El corazón de mi mamá era muy grande para cobrar las tristezas que le hicieron pasar y en ella solo había agradecimiento, porque tuvo una casa donde dormir durante su niñez”, me dice esta mujer de piel canela, cabello rizado y una sonrisa bondadosa que esboza a sus, ahora, cincuenta años de edad.

Golpeada por la vida, con las heridas que dejan algunos acontecimientos, Carmen se enamoró por primera vez en Yacopí. Conoció a un joven que la trató bonito, la hizo sentir querida, pero que cuando quedó embarazada, la abandonó. Rosalba Vega fue la madrina del niño al que llamó José Orlando. Carmen tenía que dejarlo encerrado en la habitación mientras regresaba de sus labores cotidianas. “Es que Orlando era muy inquieto y no me dejaban tenerlo conmigo en el trabajo”, me dice Carmen mientras mira las marcas que le dejaron los años en sus manos color canela. Después de un lustro, el hermano del papá de Orlando la enamoró y también, al dejarla embarazada, no quiso responsabilizarse y también la dejó. Nelba Judith, la niña fruto de ese segundo embarazo, le decía “tía” a Rosalba, porque fue quien la cuidó mientras su mamá trabajaba, incluso, se quedó por unos meses con ella mientras Carmen se estabilizaba en Bogotá.

Carmen Fandiño en los alrededores de Villavicencio, departamento del Meta, donde vive en la actualidad. Foto/ Diana Socha.

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Cuando estaba en Bogotá, en uno de los días de descanso, Carmen quiso buscar a su familia original, aquella de la que había sido separada ese tormentoso 9 de abril. Recordó. De a poco le llegaban imágenes fugaces de su niñez. Vio el letrero del bus que la podía dejar en el barrio donde se había perdido y logró dar con su antigua casa.

—Yo le pregunté a una señora que atendía en una tienda si conocía a la señora María Fandiño y ella me señaló la casa. Ahí recordé. Llegué y estaban mis dos hermanas, Blanca y Elsa. Me quedé esperando a que mi mamá llegara. Ella trabajaba arreglando unas oficinas y mis hermanas me dijeron que ella no se demoraba en llegar. Cuando ella me vio, me dijo: “se acordó que tenía mamá”. La verdad es que no fue nada cariñosa conmigo, como si yo no me hubiera ido nunca.

Carmen habla suave y poco. Sobre el mueble del comedor, casi como un adorno preciado, se ve una caja llena de medicamentos que debe tomar cumplida durante el día. Jaime Cortés, su compañero actual, tiene una alarma con el nombre de la pastilla que debe tomar. Veo caminar a Carmen, sus movimientos son tranquilos, aunque sus manos le tiemblan. Se ve frágil y silenciosa. Su hijo Jaime Enrique, me dice que ella era muy activa, siempre estuvo trabajando y supone que ahora, a sus 83 años, se debe sentir mal por no tener la misma vitalidad de antes.

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“La familia no la escogemos”, concluyó Carmen mientras charlamos en la casa donde ahora vive con su compañero Jaime y su tercera hija, Sandra Patricia, en un barrio calmado y húmedo, en la parte alta de Villavicencio, también conocida como la capital de los Llanos Orientales colombianos. Sí, Carmen tuvo dos familias: Fandiño y Vega, de título, pero la mayor parte de su vida estuvo sola, trabajando, sobreviviendo.

Carmen regresó de Yacopí a Bogotá con veinte años de edad , y después de laborar en casas de familia, consiguió trabajo en la cafetería de la Universidad Nacional de Colombia. Allí compartía su oficio con Clemencia, quien le presentó a su hermano, Jaime, con quien Carmen lleva viviendo más de cincuenta años.

Actualmente tiene once nietos, un yerno y dos nueras. Sé ve feliz cuando la familia se reúne alrededor de la mesa y conversa del pasado, como de aquella vez en la que fueron contratados para cuidar una obra en construcción en la calle 127 de Bogotá, y ella debía prepararles almuerzos a todos los obreros, mientras José Orlando y Nelba Judith jugaban en la arena frente a la improvisada habitación donde dormían o de la primera vez que llegaron a Bosa, una de las localidades más populosas y pobres al sur de la capital colombiana y donde ella pagó las cuotas de un lote y construyó un ranchito con sus propias manos y ayuda de sus pequeños hijos. Ahí la fueron a visitar muchas veces sus “padres” adoptivos José y Rosalba, quienes se quedaban semanas haciéndole compañía, mientras cumplían con diligencias en la capital. Luego, cuando crecieron sus hijos, Carmen logró construir una casa, donde vivieron muchos años. Sin embargo, cuando las cosas se pusieron difíciles en el barrio, Carmen, junto con su compañero y su hija Sandra Patricia, decidieron comprar una casa más pequeña en un conjunto residencial. Después se trasladaron a un apartamento más pequeño en el barrio Madelena, cerca de la autopista sur de Bogotá, hasta que se enfermó y la familia decidió que lo mejor era vivir en un lugar cálido, para evitar el frío capitalino que le hacía daño a sus articulaciones. Así que decidieron mudarse a Villavicencio, donde viven hace ya algunos años.

Carmen Fandiño con toda su familia en Tunja, departamento de Boyacá. Foto/Diana Socha.

Carmen no se reúne con sus hermanos biológicos. Habla de vez en cuando por teléfono con Blanca, Alberto, Elsa, Lucrecia y con la esposa de Carlos, porque éste solo le envía saludos. Mercedes murió el año pasado y Marcos murió muy joven, en el año 1980. De la familia de Yacopí solo queda vivo uno de los hijos de Rosalba y José, Hermes, y con él habla esporádicamente por teléfono.

Carmen cumplió 83 años el 7 de octubre de 2023. Se ve más pequeña que en las fotografías que me enseñó. Siempre usó el cabello corto y se lo tintura, pero hay una foto con su hijo José Orlando, en la que se la ve con el pelo más largo y usa un vestido que le tapa las rodillas, con un cuello bien planchado y hombros destapados, mientras dirige sus ojos a la cámara y sonríe con timidez al abrazar a su primer hijo.

Después de finalizar nuestra conversación y de desempolvar el recuerdo de ese aciago 9 de abril de 1948, en el que asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán y ella fue arrancada de su familia y explotada durante años por un plato de comida y un techo donde dormir, comprendo que Carmen Fandiño no guarda rencor alguno. Le tomo una fotografía junto a Jaime Cortés y los tres hijos que tuvo con él, Sandra Patricia, Jaime Enrique y Jeimy Consuelo. Carmen observa la cámara, intenta sonreír y su mirada se siente agotada, pero feliz. Me dice: “gracias mijita”, y vuelve a sentarse.