narcotraficantes
Fotografías: Gabriel Linares

«Me abro el corazón a mí mismo como una especie de vitrina».

Marcel Proust, Por el Camino de Swann

Ómar Peñaloza gatea sobre el piso de la bodega y agarra con los dedos índice y pulgar el vinilo The Autobiography of Supertramp. Es su álbum favorito desde que lo adquirió —junto con otros cuatrocientos títulos entre acetatos y video láser— en una subasta pública de la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) ocho años atrás, en la ciudad de Yumbo, departamento del Valle del Cauca.

«Tal vez los consideraron basura ya difícil de rescatar y por eso los vendieron barato», dijo, después de incorporarse con el vinilo de la mítica banda inglesa de los ochenta en su mano derecha.

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Ómar Peñaloza y su tremenda colección de acetatos de bandas de rock.

Estamos reunidos en esta bodega nostálgica, un espacio abarrotado de radiolas Philips, victrolas ennoblecidas por capas de polvo y gramófonos marca Ricatech que su amigo Ernesto Beltrán organizó para esta conversación. Ambos comparten la manía de acumular objetos que consideran irrepetibles. Ómar ha comprado miles de bienes que pertenecieron a algunos de los narcotraficantes más conocidos y caprichosos de Colombia, como este tesoro musical que adquirió por algo más de un millón de pesos y empacó en tres tulas de lona. Lo sorprendente, sobre todo por los antecedentes de otros coleccionistas incorregibles, es que no es un tipo compulsivo. Aun quienes lo conocen menos se sorprenden cuando Ómar les cuenta el destino singular de esta colección. Como la pasión y el poderío económico de los capos colombianos, esta antología musical es a un tiempo resumen y elaboración de sus gustos y apetencias culturales. Rodríguez Gacha disfrutaba de los corridos y la música ranchera, Pablo Escobar se derretía por las baladas de Camilo Sesto o El Puma, los hermanos Rodríguez Orejuela eran amantes de la salsa brava. La excepción del gusto por la música popular fue Carlos Lehder, un amante de rock que creció en la Nueva York de la contracultura hippie y la guerra de Vietnam y se hizo fanático de Jimi Hendrix, los Rolling Stones, y sobre todo de John Lennon, a quien intentó contactar para que cantara en una fiesta privada en Cayo Román, una pequeña isla de las Bahamas de unos cientos de acres de tierra ubicada a noventa millas de la Florida que compró en 1978. Desde allí, Lehder llevó toneladas de cocaína a Estados Unidos e invitó a estrellas como Ringo Starr y Ronnie Wood, de los Stones, amante del juego, la rumba y la droga, que terminó tocando durante tres semanas en el estudio de Lehder en la isla.

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La colección está compuesta por varias torres de discos, video láser y acetatos.

El hecho de que estos cuatrocientos álbumes no correspondan con la imagen de un narcotraficante como los que vemos en Netflix o escuchamos en los llamados corridos prohibidos, sino que sean una antología bien lograda de un roquero consumado, me suscitó toda clase de preguntas.

La inquietud me persiguió durante toda la jornada. Era una mañana de noviembre en Bogotá, cenicienta y con viento frío, y en las calles del centro había más pacientes y médicos que transeúntes. A la entrada del edificio de fachada pálida y envejecida, un hombre delgado me cerró el paso y me escrutó con una mirada de tasador. Al fin, derrotado por su mala memoria me preguntó: «¿Usted es el escritor ese de crímenes?». «La verdad, sí», le contesté. En ese momento apareció Ómar con una chaqueta de cuero tipo aviador y bluyín oscuro. Nos invitó a seguir.

Esta sugestiva subasta recibió una denominación acorde con su magnitud: “El Gran Narcobodegazo”.

Durante una hora repasé las radiolas viejas y los cientos de objetos antiguos, mientras Ómar y su amigo organizaban los vinilos y video láser en varias torres. Un amigo fotógrafo que decidí invitar para registrar esta historia, me avisó que todo estaba listo para conversar. Encontré a Ómar sentado en su silla de acero, con el acetato de Supertramp en su mano, cuando empezamos a hablar de su vida. Admite que no sabe muy bien cómo se fue encadenando la serie de sutiles pero irrevocables casualidades que lo llevaron hasta este punto. Recuerda con certeza que después de casarse, en 1995, no se perdía ni uno solo de los remates que se organizaban en la Superintendencia de Sociedades, en los juzgados, en el Fondo Rotatorio de la Policía y en las subastas de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales. En los primeros años de matrimonio, la fiebre de rock se enfrió con tranquilidad, y cuando tenía treinta años de edad pasó a terrenos más sosegados. Escuchaba a Cat Stevens, Joe Cocker, Madonna, Elton John y, en especial, los títulos de Toto, los trabajos en solitario de John Lennon y los de Paul McCartney con su banda Wings.

Mientras entrecruza las piernas y se acomoda el primer botón de su camisa, Ómar confiesa que de todas las cosas que ha comprado, siempre conserva aquellas que le parecen irrepetibles. Dos acetatos de Depeche Mode sobre una tornamesa de tono mostaza son el colofón de su selección: en uno de los vértices de cada disco brilla una etiqueta adhesiva con las inscripciones de la DNE (Dirección Nacional de Estupefacientes) en letras negras sobre el código de barras del video láser. Esta etiqueta me recuerda la famosa ‘Parental Advisory’, que marcaba los álbumes de estudio en Estados Unidos que presentaban contenido o lenguaje explícito (léase letras sobre drogas, sexo, satanismo, suicidio) y que hizo del metal y del rock y el punk el blanco preferido de sus mojigatos señalamientos. Una etiqueta que, según el criterio de melómanos y amantes del rock como Ómar Peñaloza, era el señuelo para comprar música de calidad o, al menos, rebelde. De vuelta con los dos álbumes de Depeche Mode y su etiqueta que indica un pasado tormentoso, Ómar dice, jactancioso, que no hay en el mundo dos álbumes del grupo británico con esa marquilla.

Para Óscar lo más importante es guardar aquellas cosas que considera irrepetibles.

Después de mostrar estos video láser, Peñaloza nos invita a revisar las tres pilas de álbumes. Saca vinilos como quien baraja cartas. Destacan el Unplugged de Eric Clapton de 1992; el Unchain the night de Dokken; el Live World Tour 1992 de Elton John; el Grace under tour de Rush; The greatest hits Collection de Bananarama; The Concert in Central Park de Simon and Garfunkel; Back to Front de Lionel Richie; Stand up y Benefit de Jethro Tull; Tommy y Live at Leeds de The Who; Don´t look Back de Bob Dylan; Level Best de Level 42; Live 1987 de Eurythmics, Hold on to the nights de Richard Marx. Hay un álbum recopilatorio de Paul Simon con el sobre raído, tiene una dedicatoria en la contraportada y una separata pequeña con las letras de las canciones. La mayoría de estos títulos fueron comprados en el exterior o en tiendas especializadas de Bogotá, dice Ómar, que recuerda las discretas ediciones nacionales de los discos que coleccionó en su juventud y de los que evoca la ocurrente traducción libre de los nombres de las canciones en la carátula. En una de las columnas de discos hay películas de Oliver Stone, clásicos del cine negro, vinilos de Michael Jackson gastados, portadas raídas y videos inéditos y otros en sobre sellado que no piensa abrir.

—¡Mierda! —gritó el fotógrafo que estaba a mis espaldas. Había caído en cuenta que el vinilo de Supertramp se había extraviado en alguna de las torres de discos.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Qué?

—El objeto de su vida —bromeó el fotógrafo.

Omar se puso un dedo en el corazón.

—Aquí —dijo.

En ese momento tomé consciencia de que quien hablaba era un coleccionista para quien sus objetos son una recompensa material y espiritual, ambos (coleccionista y objeto) están entrelazados en una dialéctica con el otro, una lógica provechosa alimentada por la experiencia vital. Son objetos dignos de ser amados para siempre. Peñaloza admite que necesita tener cerca esta colección para sentirse vivo.

Fue un proceso tan inesperado que no es fácil contarlo. Lo primero que coleccionó en su vida fue una hilera de cajas de fósforos El Rey que solía armar en el borde de la ventana de su habitación, en la casa donde vivió con su familia desde que nació en 1965, en el barrio Venecia de Bogotá, hasta que un día su madre la recogió por error porque creyó que se trataba de los desechos de una tarea de colegio. En su adolescencia compraba vinilos y los primeros casetes que llegaron al país. Su hermana mayor y sus primos lo sacaban de la casa para que los acompañara a comprar álbumes de Santana, The Who, Black Sabbath, y rarezas locales como The Silver Thunders, agrupación pionera del rock bogotano en los años sesenta.

Estas novedades y descubrimientos se conocían en las vitrinas de tiendas musicales como el Pasaje de la Calle 60, Discoclub (un pequeño establecimiento atendido por una anciana), Zodíaco, y los locales de la Calle 19 en Bogotá. Eran tiempos en los que aún las bandas capitalinas tocaban en muchos escenarios, de lo más doméstico a lo más sórdido, pasando por el escenario al aire libre de nombre la Media Torta y el gran Teatro Colón, donde los pioneros Daro Boys habían registrado la primera grabación en vivo del rock colombiano a mediados de los sesenta.

Su afición por coleccionar discos de rock y punk, incluso de bandas colombianas, nació durante su adolescencia.

Ómar prefería La Caverna, en Chapinero, barrio que se había consolidado como el enclave contracultural más grande y recordado de Colombia. Sin embargo, ese muchacho que se hacía pasar por rudo sucumbió a los encantos del chucuchucu (música tropical) y se convirtió en un diligente bailarín. Con su novia decidieron alejarse del mundillo sin futuro del trasnocho y el trago, tomaron tierra en la zona de baile del restaurante Pizza Nostra, que estaba adornada con una muñeca rosada de estilo ochentero, en el local pionero de la zona del barrio de Unicentro. Fueron muy pocos los jóvenes de la ciudad que no pasaron por aquellas mesas, y ellos no se perdían ningún fin de semana ese plan. En aquel tiempo, Ómar entró a estudiar psicología en la Universidad Nacional, alternaba las clases con un trabajo de medio tiempo en una oficina del banco Davivienda, pero su vocación por los negocios lo llevó a admitir que lo suyo no eran el diván ni las estadísticas de personas que padecen depresión. Una tarde de trabajo, sin vísperas de novedad, consultó por casualidad los diarios La República y El Nuevo Siglo y se encontró con las páginas que anunciaban con grandes letras rojas los remates de los juzgados. Sintió curiosidad. Las subastas y los remates comenzaron a parecerle una buena opción de vida. En vísperas de terminar la carrera, Ómar le pidió a su hermano abogado que le explicara cómo funcionaban estas ventas al mayor postor. Escuchó con atención la explicación sobre la fórmula judicial que permitía comprar una casa y otros bienes por la mitad de su valor comercial. No lo pensó mucho y como no tenía tiempo para ir a los juzgados, le entregó el sueldo de un mes a su hermano para que lo hiciera rendir en uno de los remates de ‘El Martillo del Banco Popular’. La pericia de su enviado le alcanzó para comprar un televisor, dos lámparas, una mesa, y un equipo de sonido que permanece en el altar musical en su casa.

***

Un jueves de noviembre de 2012, Ómar hizo las gestiones para adquirir una bodega de bienes incautados por la que pagó algo más de un millón de pesos (US$280). En una veintena de hojas tamaño oficio están ordenados las 4.608 propiedades ofertadas y vendidas aquella noche. Allí aparecen «Lote de 1.400 jeans (9 en mal estado) imitación Levis 1391», «Lote de cajas plásticas rojas de 60 cms de largo por 40 cms de ancho» y en la mitad del archivo impreso que Ómar llevó, en una casilla estrecha horizontal está «Lote de 400 discos y álbumes musicales». No hay más información sobre los bienes y su procedencia, por los cuales Ómar desembolsó una mínima parte de su precio original. De hecho, fue el único oferente en la puja por una bodega que contenía un tesoro musical que por capricho de la vida y los meandros burocráticos llegó hasta sus manos.

Nos conocimos un año después en otra subasta organizada por Estupefacientes (DNE) en Bogotá, a finales de 2013, cuando salieron a la venta miles de bienes incautados a los carteles de la mafia y yo estaba en la cacería de temas interesantes para un especial de final de año en la revista Kienyke. Esta sugestiva subasta recibió una denominación acorde con su magnitud: “El Gran Narcobodegazo”. En aquella ocasión se adecuó la bodega del edificio de la DNE en Bogotá como oficina de ventas, en donde los asesores y oficinistas mostraban los catálogos, explicaban y persuadían a los posibles clientes.

La primera puja se dedicó a las obras de arte, joyas preciosas y objetos decorativos. Ómar estaba allí, apretujado en la sala de ventas junto con otros postores asombrados e inquietos por el primer cuadro que salió a puja: el retrato de una mujer blanca y desnuda reclinada contra la pared. Una gorda voluminosa pintada al óleo por Arcadio González —le decían “el Botero de los pobres”—, cuyo valor base se fijó en quinientos mil pesos.

… se encontró con las páginas que anunciaban con grandes letras rojas los remates de los juzgados. Sintió curiosidad. Las subastas y los remates comenzaron a parecerle una buena opción de vida.

Ahora no está apretujado ni expectante. Se reclina un poco y cruza los brazos por detrás de su cabeza, está cómodo. Ómar recuerda que días antes de la gran subasta, se acercó hasta el edificio improvisado de agencia de venta de bienes para medir el pulso de la gente. Los curiosos centraban su atención en la Harley-Davidson Softail que perteneció a Juan Carlos Ramírez Abadía, alias ‘Chupeta’, capo del cartel del Norte del Valle. Uno de los asesores afirmaba que Alejandro Obregón era el artista más preguntado y auguraba una puja dura por un cóndor azul, apiñado en medio de dos cuadros gigantescos en los muros de la oficina. En el catálogo estaba un presunto autorretrato de Rubens, junto con tres fotografías del marco: en su parte posterior se leía una pequeña placa con la inscripción «Peter P. Rubens (1577-1640)». También había en la carpeta A-Z obras de Salvador Dalí, Guayasamín, Picasso y decenas de artistas colombianos con un precio base inferior al de las casas de subastas como Sotheby’s o Christie’s en Estados Unidos y sus filiales latinoamericanas. El arte, no lo olvidemos, siempre persigue al dinero.

Con las joyas sucedió lo contrario. El precio base de un reloj Piaget original que tenía el tablero de oro y cuatro diamantes en cada esquina fue once millones de pesos; una pulsera Esclava italiana con veintidós diamantes de diez puntos cada uno comenzó su puja por siete millones de pesos. Ómar recuerda que las personas interesadas en comprar joyas debieron examinarlas en fotografías, pues las reliquias estaban bajo custodia del Banco de la República. A pesar de esta advertencia, Alberto Lozano, coleccionista de relojes, adquirió el Rólex que llevaba puesto Raúl Reyes, uno de los máximos dirigentes de la guerrilla de las Farc, cuando fue abatido en marzo de 2008.

Hasta hoy no conocíamos mucho de la relación de los capos con sus objetos más preciados. Es una puerta abierta: los mafiosos también eran acumuladores patológicos, tenían una moral consustancial a su poder que les permitía navegar con buena cara por los tiempos peores. Cuando los camiones repletos de cocaína salían de la Posada Alemana, propiedad del narcotraficante Carlos Lehder, con destino a Estados Unidos, se cerraban las puertas de la hacienda, y un reguero de velones encendidos se ordenaba bajo la sombra de la estatua de John Lennon, de bronce y tres metros de altura. En ese momento, Lehder ordenaba a su corte que le rogaran de rodillas al espíritu del ex-Beatle por el éxito de la peligrosa empresa. Nunca les falló.

Cat Stevens, Madonna, Elton John o The Beatles forman parte de su colección.

Sin embargo, ese es el estado más propicio para saber cuánto les va quedando de humano en la devastación del poder. La ocasión nos llegó en la mitad de la charla, cuando me pareció que tanto nosotros como Ómar estábamos dando vueltas alrededor del tema central sin decidirnos a puntualizar, y di un paso adelante.

—Una vez usted me contó que tenía una inclinación marcada por los objetos kitsch —le dije—. ¿Dónde están esas cosas?

—Así es —me dijo de buen talante—. Siempre he tenido una fijación por los objetos únicos. Lo que he comprado está en varias bodegas en Bogotá, en el apartamento de mi hermana y, una pequeña parte, en mi casa.

—¿Qué dice su familia de esto?

—Mi esposa no quiere que la casa se convierta en un museo lleno de trapos viejos.

—Lo dice por la colección de ropa de Elizabeth Montoya de Sarria, ‘la Monita Retrechera’ (mujer vinculada a los narcotraficantes dentro del escándalo político denominado el proceso 8.000 en Colombia en la década de los noventa), supongo.

—Así es —dijo—, me tiene prohibido llevarla al apartamento.

Yo finjo sorpresa y turbación, pero se me hace difícil disimular la sorna.

—Tengo una duda: ¿dónde compró su anillo de matrimonio?

Ómar sonríe socarronamente.

—No lo compré en ningún remate —dice—. Era nuevo, de verdad.

Roto el hielo, le pregunté por el pasado oscuro de los mafiosos como ‘la Monita Retrechera’ o mandos medios de los carteles de Bogotá y Medellín, de quienes se decía practicaban magia negra y ritos oscuros para poner a buen resguardo sus caletas y sus millones y sus joyas preciadas. Él asegura que no es un tipo supersticioso. De hecho, el reloj Citizen dorado, modelo 1985, que compró en una subasta lo lleva en su muñeca derecha sin preocupaciones mientras posa para nuestro fotógrafo, y el bluyín marca Levis que lleva puesto lo encontró en una caja de pantalones que resultaron ser de su talla. Su esposa, Elizabeth, es más desconfiada y prefiere alejar cualquier vestigio de magia negra, por eso no ha permitido que Ómar guarde toda esta ropa en su propia casa.

—¿Cuál ha sido la mejor adquisición en las subastas de Estupefacientes?

—Es un libro sin refilar —dice—. Una edición limitada de Cien Años de Soledad firmada del puño y letra de García Márquez…. y ante notario.

—¿Cuánto pagó por esa joya?

—Nada —sonríe vanidoso.

—¿Ah sí?

—En alguna subasta compré una caja con desechos de papelería —dijo—. Yo planeaba venderla por kilos, pero antes me dio por ponerme a mirar qué había adentro y encontré este libro.

Cuando le pregunté por su pieza favorita de la colección de ‘la Monita Retrechera’, él contestó, sin inmutarse y con una sonrisa perspicaz, que eran unos “taxitacones”, unos tacones cerrados sobre el empeine y recubiertos por dentro con cuero dorado. «Y recuerdo el número de la placa que hace parte del diseño del zapato: —dijo Peñaloza orgulloso—: es MI 028 021952».

—Este álbum de Toto es único —dijo, señalando con su dedo índice las características del video láser—: fue fabricado en Alemania Occidental en 1982. Es una edición limitada.

Me sorprendió la respuesta, pero recordé una frase que él mismo pronunció en su casa, en el barrio de Suba, cuando conversamos sobre su manía coleccionista acompañados de una banda sonora sobrecogedora que brotaba desde dos tocadiscos y cuyo sonido parecía atravesarnos. «Las cosas son nuestra salvación», dijo. Aquella vez escuchamos varios acetatos en uno de sus reproductores de video láser que perteneció a los hermanos Rodríguez Orejuela. Ómar escogió algunos títulos y evocó los pasos de su vida ligados a esta o aquella canción que le llegaban a su memoria y, estoy seguro, a su lugar más íntimo.

Ahora, mientras escarba en una de las torres de discos, le pido que haga cuentas y me diga cuánto pagó por cada uno de los cuatrocientos álbumes de esta colección. Se pone de pie, levanta otro vinilo y lo muestra con altivez.

—Este álbum de Toto es único —dijo, señalando con su dedo índice las características del video láser—: fue fabricado en Alemania Occidental en 1982. Es una edición limitada.

Luego, escrutó una de las paredes atiborradas de radiolas y sonrió de muy buen talante:

—En una tienda de discos no te lo muestran por menos de doscientos dólares —dijo—. A mí me costó un peso.

Quedan algunas preguntas abiertas, en especial sobre la procedencia de esta colección. La única respuesta que logré encontrar en mis pesquisas es que su anterior propietario, un mafioso melómano del departamento del Valle del Cauca, paga todavía su condena en una cárcel de los Estados Unidos. Cuando lo interrogo sobre este tema, Ómar Peñaloza responde que la DNE se reserva el derecho de revelar el nombre de los capos que entregaron sus bienes al Estado.

Lo primero que coleccionó en su vida fue una hilera de cajas de fósforos El Rey que solía armar en el borde de la ventana de su habitación.

***

Hay una arquitectura aleatoria a través de la cual algunos objetos que llegan a manos de una persona definen los rasgos de su personalidad. Ómar Peñaloza confiesa que le gusta comprar cosas sin haberlas visto antes y que esta colección de rock clásico le hizo corroborar su propensión a la nostalgia.

Poco después del mediodía, cuando Ómar y su amigo nos acompañaron hacia el automóvil, un sol intenso había triunfado sobre el viento helado y la ciudad se preparaba para un viernes radiante. «A mí me gusta tener cosas que hayan sido importantes para alguien en algún momento —dijo Ómar mirando al cielo—. No me importa que no sirvan para nada». Fue un comentario tan sincero, que no se dio cuenta de su trasfondo filosófico. En cambio, no fue tan especulativo cuando nos despidió en la calle con una frase suya espontánea: «Para ser coleccionista hay que tener olfato, mucho olfato».

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