Sin embargo, ahí nacieron sus primeros dos hijos y vivían sus primeras dos esposas (las dos norteamericanas) y sus primeros dos marchantes y algunos de sus mejores amigos. En Nueva York dejó el dibujo y empezó a pintar con los ojos vendados, con un solo ojo, con los dos. Matta odiaba a Nueva York como el lugar en que fue tentado por el éxito, la fama y la soledad. Le dio vistosamente la espalda a Manhattan, pero los nueve años que vivió ahí (de 1939 a 1948) son para todos los coleccionistas y teóricos del arte los más importantes de su obra. Estos años, los de la Segunda Guerra Mundial, son los mismos que convirtieron a Nueva York, un puerto vagamente perdido en una Norteamérica provinciana, en el nuevo centro del arte y la intelectualidad mundial.
En Nueva York, como en ninguna parte, fue influyente, esencial incluso para una generación de pintores, la llamada escuela de Nueva York a la que se esforzó siempre en despreciar lo más que podía. “Ellos pintaban cosas como Picasso, y a partir de cierto momento empezaron a liberarse y llegaron a un punto en que había como manchas, en las cuales la alucinación podría haber comenzado a interpretar realidades. Pero ellos se quedaron en las manchas”, dice en una serie de diálogos que quedaron registrados en el libro Conversaciones con Matta, de Roberto Carrasco.
Son las 8:48 en el Waverly Diners de la Sexta Avenida y la calle Waverly. Acabo de dejar a mi hija en su colegio en la calle Mortón y Hudson Avenue. Camino por las calles nubladas del Village en febrero de 2020. Como hipnotizados, ejecutivos y ejecutivas, señoras y señoritas salen a borbotones de la iglesia con una cruz negra dibujada en la frente. Sonríen como un ejército de muertos vivientes, o de vivientes muertos que van a contagiarles sus cruces en la frente a todos los paseantes de la calle. Es miércoles de cenizas, recuerdo de pronto, y pienso que quizás era mejor no saber, que era mejor suponer lo improbable, un rito nuevo que va como el coronavirus a contagiar la ciudad, es decir, al mundo.
No saber lo que ya se sabe, ¿no es eso el surrealismo también? Escapar de las explicaciones explicables para intentar otra explicación. Odio Nueva York yo también, pienso caminando por las mismas calles del Village por donde caminó por primera vez Roberto Matta Echaurren en el otoño de 1939, con siete dólares en los bolsillos como único patrimonio. Como Matta en los años 40, en Manhattan está mi familia y de alguna forma mi destino. Y es también la ciudad donde se puede triunfar: un poco Latinoamérica, un poco París, mis dos identidades, que son también las de Matta.
Sigo a los comulgantes del miércoles de ceniza por la calle Waverly Place o Christopher y el 9 de Gay Street, en donde Roberto Matta se instaló a esperar que le dieran una beca para salvar el fin del mes (sus cartas de recomendación eran de Le Corbusier y André Breton) que no le dieron, sin embargo, porque en Nueva York aún nadie sabía quién era Le Corbusier ni André Breton. Yo también pedí una beca, la de la biblioteca de Nueva York, para escribir sobre Matta en Nueva York, pero ahora sé que tampoco me la dieron (mis referencias eran Diamela Eltit, Frank Goldman y Alejandro Zambra).
Sigo a los comulgantes del miércoles de ceniza por la calle Waverly Place o Christopher y el 9 de Gay Street, en donde Roberto Matta se instaló a esperar que le dieran una beca para salvar el fin del mes (sus cartas de recomendación eran de Le Corbusier y André Breton) que no le dieron, sin embargo, porque en Nueva York aún nadie sabía quién era Le Corbusier ni André Breton.
Xpace and the Ego
Tengo 50 años. Mi vida de alguna forma ya está hecha en Santiago de Chile. De alguna manera hice el viaje contrario al de Matta. Vine de París donde no era nadie toda mi infancia, a ser lo que mis ancestros querían que fuera en Santiago. Invertí el viaje de Matta hacia la no identidad, o hacia las múltiples identidades, para convertirme en mi país en un escritor chileno obeso pero insatisfecho que no sabe qué hacer con el anonimato de su vida en Nueva York.
“Allí, tú, cuando sales a la calle, —decía Matta de Nueva York—, desde el momento en que abres la puerta de la calle, no eres nadie, cuando en el resto del mundo tú sales a la calle y sigue siendo tú”. El horror de ser nadie “que, en cierto sentido, es lo que impide que una cultura aparezca seriamente, porque una cultura es para ser juntos”. Hambre, es eso lo que tengo en común con Matta. El miedo a no ser nadie: Matta al que la dictadura chilena le retiró la nacionalidad chilena. Matta que repartía a quien quisiera pasaporte argelino, cubano, nicaragüense y hasta italiano.
No ser lo que se es. No ser lo que se espera ser, esa es la esencia del viaje de Matta, que empezó recién titulado a los 23 años cuando en Valparaíso tomó un barco hacia “Europa”. Su viaje no era, en apariencia, más que el típico de iniciación que solían ofrecerse a sí mismos los jóvenes herederos de las familias patricias sudamericanas. Solo Matta sabía que el viaje no tenía boleto de regreso.
Después de pasar por Portugal (donde le ofreció infructuosamente matrimonio a la poetisa Gabriela Mistral), y vivir otro tiempo en Londres, se instaló en París. Ahí llamó por teléfono al arquitecto más vanguardista de la época, Charles Le Corbusier.
“A mí me da lo mismo, pero va a ser muy importante para usted conocerme”, le aclaró el totalmente desconocido Matta a quien ya era un mito de la arquitectura moderna. Intrigado por esta desafiante invitación, Le Corbusier contrató a Matta, aunque su vanguardista idea de construir “máquinas de habitar” no ayudaban a que se multiplicaran los encargos. El ayudante y el propio Le Corbusier se dedicaban a dibujar proyectos de casas, edificios e iglesias que nadie les había pedido aun construir.
En una de sus visitas a Madrid conoció a Federico García Lorca a quien le entregó una carta para Salvador Dalí y la orden de mostrarle sus dibujos: planos sin edificios, vegetación creada de toda pieza, formas informes que Matta llamaba “Morfología psicológica”. Dalí los vio y llamó a Breton por teléfono que vino a inspeccionar el milagro. Matta quedó ungido como el más joven de los reclutas del grupo surrealista después de preguntarle con toda ingenuidad a Breton “¿Qué es eso del surrealismo?”, un chiste que este íltimo celebró como completamente surrealista.
“Fue el encuentro con el rigor —cuenta Matta—. Con el rigor hacia mí mismo también. Para mí el surrealismo es lo contrario de la facilidad”.
Matta, que huía de Chile y de la arquitectura, sus identidades más seguras hasta entonces, aceptó adherir completamente a esta secta, hasta el punto de emigrar con ella a Estados Unidos cuando los alemanes se acercaron a la frontera francesa y los surrealistas que practicaban lo que los nazis llamaban “arte degenerado” vieron en peligro sus vidas.
Matta quedó ungido como el más joven de los reclutas del grupo surrealista después de preguntarle con toda ingenuidad a Breton “¿Qué es eso del surrealismo?”, un chiste que este último celebró como completamente surrealista.
¿Por qué Estados Unidos? ¿Por qué Nueva York? Me pregunto mirando el Hudson desde el piso 16 en que vivo. Matta, que era chileno, pariente de toda suerte de millonarios, presidentes, rectores de universidades, podría con toda sensatez haber vuelto a Chile a esperar que la guerra terminara, pero prefirió encerrarse en un castillo de Chemillieu, cerca de la ciudad de Lyon, que arrendó al exmarino inglés Gordon Onslow Ford, quien lo invitó con el pintor y dipsómano Yves Tanguy y su esposa, la también pintora Kay Sage, además del pintor español Esteban Francés y André Breton, el líder del grupo. Al final de ese interminable verano en que la guerra no hacía otra cosa que anunciarse, la norteamericana Kay Sage apuró los trámites de la expatriación de todos los refugiados en el castillo, menos de André Breton, quien se demoró unos meses más en abandonar Francia y llegar, después de una larga pausa por las Antillas, al puerto de Nueva York.
Here, Sir Fire, Eat!
Matta tenía 27 años cuando llegó a Nueva York en noviembre de 1939.
“Kay e Yves fueron un poco mis «mecenas» —explica Matta—, fue ella quien organizó mi exilio en Nueva York. Yo venía de empezar a pintar y llegué allá sin trabajo ni plata, y sin conocer a nadie”.
Matta todo lo cuenta siempre como una serie de azares debido justamente a su ingenuidad de niño chileno. Lleva dos años sin dibujar planos y maquetas de arquitectos, pero ya expone con Miró, con Dalí, Tanguy y Sage que pintan, como él, paisajes interiores, formas informes, pedazos de memoria sin rostros que son y no son del todo paisajes. Aunque los cuadros de Matta, a diferencia de los de Tanguy o Sage, están llenos de color y barbarie, llenos de tensión y nervios.
“Se nota que viene del campo y no de la gran ciudad”, observa el crítico de arte neoyorquino Meyer Schapiro cuando ve por primera vez en la galería Julien Levy los cuadros de Matta. Y era cierto, Matta venía de Chile, es decir, de ninguna parte. Su francés era por lo demás impecable, tan bueno como su inglés, que aprendió con una gobernanta de niño y hablando con sus primos. Los demás surrealistas no salían del francés, su única orgullosa lengua. Así, mientras iban desembarcando los otros miembros del grupo, Matta hizo de traductor de cada uno de los recién llegados.
Matta fue así en ese año 1939 y en el 40 y el 41. A los ojos de los coleccionistas y los amateurs, el surrealismo hecho carne. El hombre que se iba a comer al mundo, como de alguna manera lo advierte el juego de palabras en inglés con que intitula su cuadro de 1942: “Here, Sir Fire, Eat!” Que se podría traducir como: “Aquí, señor Fuego, come!”.
“Matta hizo irrupción en la escena neoyorquina –cuenta el galerista Julien Levy— como si se tratara de un continente negro, del África, donde él se pudiera lanzar en negocios dudosos, seducir a los indígenas y mantener centelleantes desilusiones. Lo desbordaba un optimismo prematuro y una impaciente decepción; creyente ardoroso de todo y sin creer absolutamente en nada”.
The Apples we Know
Los neoyorquinos con los que se encontró Matta primero y el resto de los surrealistas después, querían ser europeos, pero la Francia que admiraban había muerto con la Primera Guerra Mundial.
“Pintaban cosas que veían en las revistas —recuerda Matta—. Pintaban distintas versiones de Picasso. ¿Es Rothko o Picasso? ¿Es Pollock o Picasso? Uno se preguntaba. Era algo muy provinciano”.
Los coleccionistas de arte, los aspirantes de Estados Unidos los recibían en sus casas. Vivían en parejas más que aparentemente monogámicas, con perro y sirvientes. Unas costumbres que a los surrealistas no podían más que parecerles bárbaras. “En Estados Unidos hay artistas —decía el surrealista alemán Max Ernst—, pero no hay arte. El arte se hace en los cafés” .
Así que lo primero que hicieron los recién llegados fue buscar un bar en donde reunirse, como lo hacían los surrealistas al menos una vez a la semana en el café Cyrano cerca de la Place Blanche o el Café Flore de Saint Germaine des Prés. No había nada parecido a eso en Nueva York. Estaban los dineros abiertos las 24 horas y los pubs y algunos restaurantes más o menos elegantes en la parte alta de la ciudad.
Camino entre las galerías de Chelsea cerca de mi casa en la calle 24, entre la Novena y la Octava Avenida. Lo que eran hangares del puerto con marineros borrachos cuidándolos cuando Matta vivió aquí, hoy por hoy son espaciosos muros blancos donde consagrados y no tanto prueban suerte con los coleccionistas locales y mundiales.
Los coleccionistas de arte, los aspirantes de Estados Unidos los recibían en sus casas. Vivían en parejas más que aparentemente monogámicas, con perro y sirvientes. Unas costumbres que a los surrealistas no podían más que parecerles bárbaras
En primavera de 2005 me encontré en la Octava Avenida con Sebastián Errázuriz, un joven diseñador que cuando cumplía 28 años me juró en una entrevista en radio que llegaría al MoMA antes de los 40. Lo que consiguió de mí fueron gritos de horror. El horror de un viejo que no quiere que un joven consiga lo que ya sabe que no quiere conseguir. Me hizo ver eso, que mi fracaso no sería el suyo y sin más que su hambre se fue a Nueva York. Llegó a una de las mejores galerías de Chelsea en la primera década de los 2000 exhibiendo en grande las portadas del tabloide New York Post y un video en que el desnudo accidental de Paris Hilton es interrumpido por la ejecución de Saddam Hussein, los dos videos más vistos ese año en YouTube. Todo bien hecho, todo bien pensado, pero no puedo dejar de recordar el genial árbol de magnolio que Errázuriz plantó en la mitad de una cancha de fútbol y la vaca que puso en el techo de un edificio de Santiago. Seguro que consigue la apuesta y expone en el MoMA (ya no antes de los cuarenta); tarde o temprano todos los consiguen, más si tienen talento y ganas. Pero ¿y después? ¿Qué hay después del éxito en Nueva York? Scott Fitzgerald decía que las vidas en Estados Unidos no tienen segundo acto.
El artista chileno más famoso de la ciudad, Iván Navarro, instala luces de neón en forma de silla eléctrica, carros de supermercados y túneles. Su arte es un comentario sobre la dictadura neoliberal chilena, perfectamente pensado y construido, visualmente inapelable, como el que enseñan todos los teóricos y profesores de artes chilenos en las poscoloniales universidades norteamericanas. Pero ¿qué más? o ¿qué menos? Matta decía que la pintura se quedaba en la forma de huevo cuando él quería entrar en el huevo y ver en este al pájaro que se está formando.
El arte en Nueva York se explica, se mueve por la corriente de especulación que convierte todo en esta ciudad en una moda urgente, una sorpresa, un imperdible. Las modas guían el gusto: ahora le toca al arte cubano, el chino, el mexicano, el trans, el feminista radical, o no. Todos son liberales de izquierda en el mundo del arte, pero sin embargo todo gira en torno a los millonarios y sus esposas o hijas (que son quienes se preocupan de la filantropía), las salas que llegan a los museos, los hangares donde se guardan las obras mientras muere el artista y su obra sube de valor.
Pero ¿cómo hay arte sin aristocracia, cómo hay corte sin reyes, cómo hay gusto sin mal gusto? Pregunta inútil. Como sabía Ernst, en Nueva York, la capital del mundo del arte, hay artistas, muchos artistas en sus estudios de Williamsburg, pero todavía no hay arte.
Endless nude
“Matta —sigue describiéndolo el galerista Julien Levy— no podía dejar de hacerme pensar en un pequeño Rimbaud un poco relleno, si al verlo creyera que Rimbaud realmente se parecía a sus fotografías. Su pequeña risa nerviosa evocaba una versión maliciosa del cacareo de Peter Pan”.
El dramaturgo y pensador Lionel Abel también se enamoró de la risa de Matta: “Al escuchar la risa de Matta, lo único que querías era decir algo para verlo reír de nuevo, pero él no te lo permitía, era siempre Matta el que te decía algo para hacerte reír más, y reír él también”.
Y relata una tarde en que Matta pasó de una imitación al recién asumido presidente Harry Truman a imaginar dos segundos después una orquesta compuesta solo por perros callejeros reproduciendo al mismo tiempo los movimientos del jefe de orquesta y los distintos ladridos de cada uno de los integrantes de la orquesta.
André Breton le recomendó a Matta que riera más despacio. Breton, que en esos días acababa de publicar su Antología del humor negro (uno de los libros menos risibles que existen), le advirtió del peligro de la risa impenitente. El propio Matta, en una entrevista de los años setenta recuerda la risa de Breton como el reverso exacto de la suya:
“Era una risa del otro lado del embudo. Una risa no sonora. Un risa que te hacía reír a ti más que a él. (…) La risa en general es un paréntesis o una huida, cuando en Breton la risa era una guillotina”.
Matta —sigue describiéndolo el galerista Julien Levy— no podía dejar de hacerme pensar en un pequeño Rimbaud un poco relleno, si al verlo creyera que Rimbaud realmente se parecía a sus fotografías. Su pequeña risa nerviosa evocaba una versión maliciosa del cacareo de Peter Pan”.
Fue también la risa lo que unió a Matta con Arshile Gorky, que será quizás el contrapeso de esta historia, o más bien el peso del que carecía justamente el recién llegado Matta, volando como un colibrí de galerista en galerista, en una perfecta e inimitable libertad.
Después de su primera exposición donde Julien Levy, en la primavera de 1940, Gorky le dijo a Matta: “Sabes que yo creo que tú pintas demasiado ligero» —cuenta el pintor norteamericano Peter Busa—. Matta respondió: “Yo no creo que pinte tan ligero. Es que tú pintas demasiado pesado”. Se provocaron uno al otro hasta que Gorky impuso su metro noventa y le dijo con toda la negrura de sus cejas armenias: “Ya, dejémoslo así, tú no pintas tan delgado y yo no pinto tan pesado”. Y la risa los invadió a los dos.
“Fue un intercambio sin reserva —resumirá Matta su amistad con el que sería llamado el padre de la escuela de Nueva York— pero basado en un malentendido de base”.
Antes de conocer a Matta, Arshile Gorky era, como la mayor parte de los artistas del Nueva York, un pintor medianamente realista y sentimental que no terminaba nunca de descubrir el cubismo al tiempo que soñaba con ser uno más de los muralistas mexicanos. El toque social de su pintura no era del todo inocente, la mayoría de sus cuadros los financiaba el Federal Project de la Work Progress Administration, la agencia gubernamental encargada de inventarle trabajo a los miles de desempleados que dejó la crisis bursátil del 29.
Con Matta lo unió el humor primordial de sus orígenes, el gusto por los tótem y los dioses primitivos de sus respectivas tierras, tan lejanas de esa cuidad en perpetua construcción donde habían terminado por vivir.
“Eres solo un niño y has recibido mucha atención —le decía con poca disimulada envidia Gorky a Matta caminando desde Unión Square, donde Gorky tenía su taller, hasta el Village donde tenían taller el resto de sus amigos— ¿Qué va a pasar cuando no te presten más atención por tus pinturas?”.
“Voy a cambiar a otra cosa”, respondía Matta sin la menor muestra de preocupación. Porque fuera de ese humor campesino subterráneo que los unía, Matta era el exacto contrario de Gorky: joven, de clase alta, un salvaje de corbata que pintaba con la mano, sin dibujo previo alguno, usando pintura fosforescente o colores recién salidos del tubo directo a la tela. Porque en Nueva York Roberto Matta abandonó el puro dibujo para pintar por primera vez en tela. Seguía en ella el método de Leonardo da Vinci y cercaba las manchas previas en la tela hasta que algo que no había pensado ni recordado previamente aparecía.
Pintaba a veces con los ojos vendados, simplemente dejaba correr la pintura muy líquida por la tela y no dejaba de hablar mientras pintaba por lo que no sólo no rechazaba, sino que buscaba compañía mientras trabajaba.
Porque fuera de ese humor campesino subterráneo que los unía, Matta era el exacto contrario de Gorky: joven, de clase alta, un salvaje de corbata que pintaba con la mano, sin dibujo previo alguno, usando pintura fosforescente o colores recién salidos del tubo directo a la tela.
La terre est un Homme
No tuvo Matta, en el sentido clásico, alumnos en Nueva York, pero llama la atención cómo convertía en pintores a todos los que se le acercaban mucho. Decía, a quien quisiera escucharlo, que pintar era muy fácil, que cualquiera podía hacerlo. Y es cierto que al oficial de marina inglesa Gordon Onslow Ford lo convirtió en pintor solo por el placer de seguir a Matta en sus especulaciones verbales siempre al borde del estallido de risa.
Lo mismo, con la misma impaciencia, con el mismo entusiasmo, le sucedió al prestigioso teórico del arte Robert Motherwell, que viajando por México con Matta empezó a pintar -él también sin plan preconcebido-, manchas sobre espacios blancos que iba repitiendo en series infinitas. Símbolos sin sombra a los que les agregaba arena, papel.
“Estuve con Matta lo más cerca que se puede estar —recordaba Motherwell— es un Don Juan intelectual. Te seduce y después se va”. Seducido y abandonado, pero convertido en artista irremediablemente.
“Pasamos todo el verano en Taxco —recuerda Matta— (que entonces era) una auténtica colonia de escritores norteamericanos (…). Por azar (…) empecé a emplear formas de volcanes. A ello me llevó la manera en que dibujaba las llamas. Veía todo envuelto en llamas, pero desde un punto de vista metafísico yo hablaba más allá del volcán (…) Curiosamente, unos cuantos meses más tarde asistí al nacimiento de un volcán”.
Se trata del volcán Paricutín, que, de la nada, Matta y Motherwell vieron levantarse en humareda del suelo y se convirtió en una obsesión para Matta que sentía que él era el volcán y el volcán era él. Fuego germinal, amarillo que se vuelve violeta, cráteres en el cielo y en el suelo, formas que se desforman en su “La terre est un homme”, cuadro que iba pintando en vivo y en directo delante de una serie de jóvenes pintores que lo miraban especular mientras dejaba la pintura caer por todos lados. Le había pedido a William Baziaote, otro crítico de arte convertido por Matta en pintor, que lo trajera a su estudio de la calle McDouglas para verlo pintar con las manos, mientras discutía con las manchas y los colores. El casi siempre borracho Jackson Pollock, y el tímido Mark Rothko aprendieron a tomar la materia con la mano y seguirla sin esquema previo hasta que el cuadro hablara por él solo sin la menor intervención del pintor
Una facilidad que, sin embargo, era solo aparente. Matta pintaba sin saber qué pintaba, pero tenía al mismo tiempo una idea muy clara de qué perseguía con la pintura. Nueva York fue para Matta, más que el encuentro con todos esos jóvenes pintores que se llamarían luego la “escuela de Nueva York”, la oportunidad de almorzar o desayunar una vez por semana con Marcel Duchamp, residente neoyorquino desde los años veinte, o con Breton, su único y definitivo maestro.
A Duchamp lo conoció en Londres cuando era todavía un joven arquitecto y cayó en sus manos la revista Cahier d´art. Se fijó en el cuadro representado. Se llamaba “El paso de la virgen a la casada”. A Matta, educado en el más estricto catolicismo chileno, le llamó la atención el tránsito místico que el cuadro intentaba describir. Sobre todas las cosas le interesó que intentara pintar la metamorfosis de un sujeto, una mujer, de un estado físico, síquico y moral, a otro completamente distinto. Era el centro de su propio esfuerzo. Matta pintaba a ciegas, siguiendo la atracción de las manchas, juntando colores alarmantes, incendiando, y perspectivas rotas hasta el infinito, pero le obsesionaba, más que los colores o las formas de sus cuadros, el título, fruto de una larga e infinita especulación en que iba anotando ideas y más ideas a la pasada en una mezcla de francés e inglés con un español de huaso chileno como secreto patrón:
The Red Sun, Space Travel (Star Travel), Crucifiction (Croix Fiction), Invasion of the Night, Ecouter Vivre, Théorie de l’Arbre, The Initiation (Origine d’un Extrême), Foeu, The Hanged Man, The End of Everything, The Disasters of Mysticism.
Listas y más listas de títulos posibles cubren el cuaderno de notas de 1943 que Matta le regaló a su hijo Ramuntcho cuando este cumplió 40 años. Ninguna dirección, nombre, horario o cita, solo títulos, nombres, cálculos alquímicos.
New School
Sentado en la sección de archivos del MoMA, busco en los microfilmes huellas de Matta en el archivo del museo de arte moderno más importante de la ciudad. Exposiciones colectivas, fotos de las cenas posteriores sentado siempre al lado de una mujer nueva. Abro un archivador donde encuentro una larga nota de Alfred H. Barr, el creador del museo. Ahí cuenta cómo fue al estudio de Matta a buscar un cuadro para comprar, pero Matta le respondió que no estaba ahí, que Matta se había ido, aunque era evidentemente él quien se negaba a estar ahí.
Afred H. Barr era uno de los hombres más importantes en el arte de Nueva York de entonces. La otra personalidad era Peggy Guggenheim que recién casada con el surrealista alemán Max Ernst, quería más y más surrealismo en su vida de heredera de toda la fortuna del cobre chileno. Matta frecuentaba, por cierto, los círculos del tambaleante surrealismo local que vivía y moría por seducir a la que Matta llamaba “Peguita Guggenheim”, juego de palabras que solo puede entender un chileno, ya que en la jerga local “pega” significa trabajo. O sea, la mujer que les conseguía a los surrealistas “peguitas” (trabajitos) que les permitían sobrevivir.
Matta estaba ahí, pero también estaba en otra parte.
“A Matta —cuenta el galerista Julien Levy— le fascinaban las intelectualizaciones, preferentemente las irracionales, y generalmente perversas. Sentía verdadero placer por leer a Karl Marx, sobre todo, porque Marx ponía a Hegel al revés y al derecho. Si lo contrario había sido verdad, él habría preferido a Hegel. Recopilaba ávidamente fragmentos de las investigaciones neocientíficas que le servían para sus propias exploraciones en el dominio de la ciencia ficción”.
Muchos de los amigos de Matta pertenecían a la esfera de los críticos, los pensadores, los intelectuales recién llegados de Europa, como el casi adolescente y entonces antropólogo Claude Levis Strauss, pero también ese nuevo contingente de pensadores locales que iban a convertir este puerto de mala muerte en una de las capitales culturales del mundo.
Uno de ellos era Lionel Abel, descendiente de judíos centroeuropeos como la mayoría de esa nueva intelectualidad, pero que se sentía también plenamente norteamericano. Era traductor de Sartre y especialista en teatro del absurdo. Troskystas, como la mayoría de la elite intelectual neoyorquina, conocedores de muchos y contradictorios conocimientos, Lionel Abel y sus amigos (Delmore Schawrtz, Saul Bellow, Robert Lowell, Lionel Trilling) huían sin poder arrancar del todo de la Europa de los pogromos. Vivían entonces pendientes de un París que habían tenido que inventar de todas piezas hasta que los azares de la guerra trajeron Europa a Nueva York. También llegaron los líderes de la escuela de Frankfurt, que mezclando sicoanálisis y marxismo se dedicaban a desconstruir la sociedad de consumo. Adorno desembarcó en Nueva York en la primavera de 1938. Horkheimer llevaba ahí desde 1934. Lo mismo hizo la pensadora judía alemana Hannah Arendt en mayo de 1941. Las universidades tradicionales los miraron con natural desconfianza y no les quedó más que fundar la propia, la New School for social studies, que sigue ahora en la Calle 14 con la Quinta Avenida.
Muchos de los amigos de Matta pertenecían a la esfera de los críticos, los pensadores, los intelectuales recién llegados de Europa, como el casi adolescente y entonces antropólogo Claude Levis Strauss, pero también ese nuevo contingente de pensadores locales que iban a convertir este puerto de mala muerte en una de las capitales culturales del mundo.
New School se llama también esa serie de grabados que Roberto Matta empezó en los talleres de grabado de la nueva universidad. Cunnilingues, aninlingues, fellationes varias, cuerpos tendidos como arcos penetrados y vueltos a penetrar por todos los ángulos y agujeros imaginables o por imaginar.
“Previamente había manifestado su interés —cuenta el crítico de arte James Thrall Soby— en explorar estados clímax de la emoción, y concebido el inverosímil proyecto de convencer a las autoridades militares de volar con ellos sobre las áreas de batallas para poder grabar el paroxismo del miedo. Él cambió eso en sus grabados por escenas orgiásticas, retratando figuras que estaban combatiendo obscenamente, pero poderosas, convencidas y obsesivas”.
El paroxismo del miedo que es el sexo desatado, todo entre los intelectuales judíos de la New School que no saben aún qué hacer con las noticias cada vez más alarmantes e inescapables de los campos de concentración. Noticias que no logran absorber del todo porque están ocupados en crear una nueva manera de ser norteamericana. A esta nueva categoría de intelectuales americanos pertenecían también Harold Rosenberg y Clement Greenberg. Los dos se empeñaron en definir a la joven pintura que había empezado con Matta y sus amigos surrealistas sin formas preconcebidas, salpicando directo el cuadro con restos de pintura, buscando a brochazos agrandar manchas que hablaban por sí solas. Eso que Rosenberg llamó “action painting” y Greenberg “expresionismo abstracto”. Los dos críticos estaban en desacuerdo en todo, menos en una sola cosa: quitarle a Matta y a Max Ernst y a Andrés Masson y a Andrés Breton, el peso de la influencia, el poder sobre ese continente nuevo que pensaban haber creado ellos de toda pieza. Rosenberg y Greenberg estaban decididos a ser los teóricos de una nueva forma puramente norteamericana de pensar que Europa no pudiera reclamar como suya.
The Vertigo of Eros
La revista que mejor sintetiza el encuentro entre los exiliados europeos y la intelectualidad local se llamó “V.V.V.” Título enigmático en que André Breton escondía la V de la victoria que esperaban próxima en el frente europeo (1942). La portada del primer número de la revista V.V.V. la diseñó Matta. En ella, el pintor chileno abdica de cualquier abstracción y dibuja en trazos gruesos una vagina dentada con ojos hambrientos rodeada por todas partes de rojo sangre.
La vagina, pero también la vulva es una de las obsesiones más recurrentes de su cuaderno de notas de 1943, ese que le regaló Matta a su hijo Ramuntcho. Abiertas y crucificadas, penetrada o salpicando otras vulvas hasta convertirse en dos estrellas que chocan en el espacio del vientre de las mujeres. Dos estrellas que crecen y se combaten, se hacen incendio, galaxias, monstruos informes.
Anne Clark, alias “el Pajarito” (porque tiene “pajaritos en la cabeza”, decía Matta a quien quisiera escucharlo), está embarazada. En los hechos, la pareja está separada. Como último pacto para que la separación sea completa Anne Clark pide un hijo.
“Ella quiso tenerlos —se disculpa apenas Matta—. Nacieron en el cuarenta y tres y nosotros ya estábamos separados desde fines del cuarenta y dos”.
Pero Matta ya vive con la que sería su segunda mujer Patricia Kane, que usaría el segundo apellido de su nuevo marido y se haría llamar Patrica Echaurren (antes de casarse con el marchante de Matta, Pierre Matisse y pasar a llamarse Patricia Matisse). Y no había dinero para gemelos. Anne Clark se enamora del escultor japonés americano Isamu Noguchi. Pero este, que se convertirá en unos de los escultores y diseñadores más importante del siglo XX, tampoco tenía los suficientes dólares para alimentar a su nueva familia. Es el hermano de Matta, Sergio, quien al ver el estado calamitoso en que están sus sobrinos los lleva a Chile. De ahí las míticas fotos de Gordon Matta Clark, uno de los gemelos y el más neoyorquino de los pintores chilenos, vestido de huaso.
Los Matta Clark vuelven finalmente a Nueva York. Visitan de vez en cuando a su padre en Italia o París, que es cariñoso el tiempo en que sus hijos lo entretienen. Hasta que de pronto desaparece, reaparece, se olvida, recuerda, vuelve y se va. Batán (Juan Sebastián Matta) carga con una salud frágil. Gordon se hace arquitecto o anarquitecto, arquitecto anárquico como prefiere definirse. Matta padre mira con distancia el intento del hijo que viaja a Chile en plena Unidad Popular a tratar de conectar con algo de su pasado. Nadie entiende mucho qué hace. Su hermano Batán se suicida. A los pocos años, Gordon muere de cáncer al páncreas. Roberto Matta, el padre, según su propia confesión, no asiste a ninguno de los dos entierros.
Visito en el museo Whitney la exposición Vida Americana: Mexican Muralists Remake American Art, 1925–1945. Es una exposición retrospectiva que intenta mostrar la influencia del muralismo mexicanos sobre la infaltable “escuela de Nueva York”. Matta y los surrealistas son una vez más pasados por alto. Bajo al primer piso y me encuentro en la mitad de una exposición consagrada a “Day’s End” de 1975, una intervención urbana de Gordon Matta-Clark. Una enorme medialuna que recortó en la fachada de unos hangares metálicos abandonados del puerto, donde a oscuras los gays hacían el amor y los heroinómanos se pinchaban. El intento le costó una querella de la ciudad por millones de dólares que lo obligó a huir a París, donde siguió haciendo redondelas en edificios por demoler. Una obra que no es una obra porque Matta-Clark, arquitecto como su padre, arquitecto contra su padre, no quiso dejar nada material detrás suyo. Solo fotos, testimonios gráficos de sus edificios partidos por la mitad. Círculos en medio de los muros de otro edificio de Ámsterdam o más efímero aún el menú de FOOD, el restaurante que fundó con Carol Goodden, su novia de entonces, en donde los artistas comían y cocinaban con entera libertad.
Matta-Clark es hoy por hoy el Matta del que se habla cuando se habla de Matta en Nueva York (es decir en el mundo). Un Rimbaud de verdad, quemado en su propio altar antes de llegar a ser plenamente adulto, completamente abocado a llevar al extremo lo que su padre escondía en pinturas y esculturas, dedicado a hacer, en el patrimonio en demolición, agujeros, roturas, espacios dentro del espacio como quien le hace hijos al muro, el metal, la madera y el concreto intervenido con rabia, con paciencia, con fervor de quien escribe una carta que nunca le contestarán.
Matta padre mira con distancia el intento del hijo que viaja a Chile en plena Unidad Popular a tratar de conectar con algo de su pasado. Nadie entiende mucho qué hace. Su hermano Batán se suicida. A los pocos años, Gordon muere de cáncer al páncreas. Roberto Matta, el padre, según su propia confesión, no asiste a ninguno de los dos entierros.
My Blind
Nacidos los gemelos, Matta quiere concentrarse en su arte. Su nueva esposa cree en él y lo instala en una granja de Connecticut a pintar solo, cerca, muy cerca, de su amigo Yves Tanguy.
“A menudo –cuenta—pasábamos los fines de semana allí con Calder, Masson, Lee Ault, David Hare, Philip Johnson, Gorky, etc. Todos ellos vivían separados por pocos kilómetros entre sí y yo terminé por ir todos los días a beber un vaso donde los Tanguy…con Kay bromeábamos todos los días, y yo decía que ella había llegado con una mina de diamantes que todos los días y todas las noches había puesto a nuestra disposición(….) Kay era una persona encantadora, algunos veían que la vida de ella era una farsa muy divertida. Yo consideraba eso como una broma cruel…Yo amaba a Kay, lo que provocó celos en Yves, y esto hizo que me fuera alejando de esa pareja”.
¿No somos surrealistas, piensa Matta? El amor loco, el marqués de Sade, el teatro de la crueldad. Los límites burgueses que se le imponen le resultan de alguna manera hipócritas. Separado con dos hijos gemelos semi abandonados, la risa de Matta resulta doblemente inquietante en el ambiente puritano norteamericano, como en el medio estrecho y vigilado de los exiliados que no consiguen nunca del todo sus green cards.
Matta aparece después de unos meses en Manhattan con un ojo de menos y alardeando que el otro se está infectando y que luego, muy luego, va a ser un pintor ciego. Como muchas de sus bromas o frases al pasar, el chiste tiene un sentido profundo. El no pintor puede muy bien ser un pintor ciego ya que lo que buscaba en la pintura no era visible. Sus cuadros no son pintura, sino una invitación a jugar el juego, nunca inmóviles, nunca quietos, poblados cada vez más por personajes que parecen robots o tótemes. Mientras, el crítico por excelencia de la nueva pintura neoyorquina, el obsesivo Clement Greenberg insiste en que la nueva pintura de Nueva York será abstracta o no será y muestra su predilección por lo que él llamaba la “abstracción plana”, es decir, la abstracción que ha renunciado totalmente con la ilusión de la perspectiva con la que Matta solía jugar cada vez más.
“Matta era, —diagnostica Greenberg— y quizás sigue siendo, un inventivo dibujante y un audaz pintor, pero también un pintor invertebrado, efectista y superficial”.
Esta nueva distancia con la escuela Nueva York se suma a la traición personal que le infringe al santo guardían de ella, su amigo Arshile Gorky. Sin saber cómo ni dónde Matta se enamora de su mujer, la perfectamente anglosajona hija de un almirante Agnes Ethel Magruder, a quien Gorky llama “Mougousch” (cariño en armenio).
“Era guapa y tenía algo inquietante —explica Matta— quería algo, estaba encerrada en esto, ella quería salirse, y la prueba es que cuando murió Gorky, no se fue conmigo. Se fue con Jack Phillips, que era un pintor de Wall Street. De manera que lo que ella quería era irse. Y yo, en el fondo, también me quería ir de todo eso. Lo que yo quería era, probablemente, dejar esa especie de necesidad de éxito, y concentrarme y profundizar más mi trabajo. Además, yo no estaba en condiciones para aventuras, porque yo estaba bien con mi mujer”.
Matta aparece después de unos meses en Manhattan con un ojo de menos y alardeando que el otro se está infectando y que luego, muy luego, va a ser un pintor ciego. Como muchas de sus bromas o frases al pasar, el chiste tiene un sentido profundo.
Gorky, enfermo de cáncer de colón, y recuperándose de un reciente accidente en automóvil, decidió enfrentar a Matta en el centro del Central Park. O eso le contó el propio Matta a Lionel Abel.
“Gorky, que era alto, más de seis pies, llevaba un pesado bastón en su mano izquierda y un collar ortopédico en el cuello (…) Le dijo a Matta, levantando su bastón, ‘voy a darte una paliza. Eres muy encantador, pero interferiste en mi vida familiar’. Levantó su bastón más alto y agregó: “Además cualquiera sean tus talentos tú no entiendes nada de trabajo duro. Como la Unión Soviética, tú no la entiendes a la Unión Soviética”.
Y le dio Gorky un largo sermón sobre la fuerza del campesino ruso y el poder de Stalin que estaba derrotando a Hitler con la pura fuerza de su trabajo duro y el esfuerzo de sus obreros colectivizados. Mientras, Matta trataba de convencerlo de que aunque seguía enamorado de Mougouch no tenía interés de vivir con ella y estaba seguro de que volvería con él tarde o temprano.
“Ese domingo en Central Park —sigue relatando Lionel Abel— Gorky estaba amenazando con castigar a Matta por no entender la Unión Soviética y el trabajo duro. Levantó su bastón y Matta corrió. Gorky lo persiguió. Matta me dijo que tenía miedo a una sola cosa, a que Gorky se cayera y su cabeza se separara de su cuello. Así que Matta corrió hasta dejar el parque atrás y en algún momento Gorky paró de perseguirlo y se metió en un taxi y se fue a su granja en Connecticut y se colgó”.
Years of Fear
Lo hizo el 21 de julio de 1948, en Barn, Connecticut. El suicida logra lo que ningún asesinato logra nunca, multiplicar los culpables quitando de la lista siempre al único y último culpable, el suicida mismo.
Así, Matta cargó con esa culpa que se agravó ante su total negativa a sentirse compungido por la muerte de su amigo.
“Una vez conocido el suicidio de Gorky —escribe Claudia Salaris en su libro Un surrealista en Roma—, durante el verano estadounidense, Pierre Matisse excluyó a Matta del grupo de pintores que periódicamente exponían sus trabajos en esa galería. El mundo del arte también lo rechazó y, en medio de esa tempestad, la relación con Mougouch terminó”.
De vuelta en París, André Breton reunió a los surrealistas para preocuparse de la muerte del único artista norteamericano (aparte del ya veterano Man Ray) en ser admitido en el grupo.
“En esa reunión que se hizo —cuenta Matta—, que fue como una especie de juicio, yo no estaba, pues aún estaba en USA. Yo me vine dos meses después de que se instituyó un tribunal (…) Marcel Duchamp no estuvo de acuerdo, Tanguy tampoco, Brauner tampoco y muchos jóvenes tampoco estuvieron de acuerdo. Entonces el grupo se dividió en dos: se quedó Breton y Peret con los más jóvenes y por el otro lado, los otros”.
Algunos años después, el surrealista Jean Schuster entregó una versión más complicada del mismo juicio: Breton había asegurado escuchar que Matta, desde Nueva York, había estado planeando editar una revista, y antes de informar al grupo surrealista, se lo había revelado a Jean Paul Sartre y Jacques Prevert. Quizás se refería a la revista Instead, que Lionel Abel editaba y para la que Matta inventó un diseño completamente revolucionario, un laberinto de textos repartidos de modo aleatorio de tal manera que el lector tenía que reconstruir su continuidad. Una revista que introducía también el existencialismo al mundo anglosajón.
“Yo creo que fue una ‘crisis de crecimiento’ –explicará el propio Matta—. El surrealismo como siempre es la poesía o la denominación de la historia de un grupo de hombres que a fines de la Primera Guerra Mundial y de la revolución soviética tenían veinte años, y creyeron que iban a cambiar el mundo y se autodenominaban los poetas de la revolución internacional. Pero en el año 1948, todos esos hombres tenían cincuenta años y lo que había sucedido en el mundo invalidaba algunos de sus postulados”.
Una nueva generación de escritores y pensadores, los existencialistas, partían del dolor de los campos de concentración para su filosofía de la libertad trágica. Breton, su humor negro, su culto a la crueldad y el sadismo parecían una broma terrible a la luz de la crueldad y el sadismo de los nazis. En medio de eso que Matta llamó “los años del miedo”, habían vivido de alguna manera de espalda a los hechos, tratando de seguir sus juegos y sus amores de café. Nueva York había sido una trampa, decidieron los surrealistas franceses. También decidieron que Matta, que hablaba demasiado de ciencia, que estaba demasiado interesado en las matemáticas, era quien los había llevado a esta confusión. En un acto de purificación inútil se libraron de él, del recuerdo incómodo de su fracaso al otro lado del Atlántico.
Para Matta fue un golpe fulminante. Roto su segundo matrimonio, que lo lleva a cortar con el mundo de los comerciantes de arte (su esposa se casó con su marchante Pierre Matisse), Matta deambuló como un fantasma tuerto por la cuidad que se vaciaba de exiliados europeos. Pollock ya se internó en East Hampton a dejar gotear su pintura sobre lienzos cada vez más gigantescos que los coleccionistas compran antes de que se hayan terminado. A diferencia de los cuadros de Matta de elaborado y complejos nombres mitad en inglés, español y francés, los cuadros de Pollock se llaman “Composición 1 2 , 3”.
Nueva York tiene su propia escuela, no necesita ya de los maestros. Matta siente que él tampoco tiene nada que aprender ahí donde “todo se volvió demasiada pintura para mí. Yo tenía lo que se puede llamar ‘éxito’ para un tipo de mi edad, y con el trabajo que había hecho, no hay duda que me iba bien, pero era malsano y por eso me fui. Y eso es lo que no me perdonaron, porque era una crítica irse, era una manera de decir esto no tiene vida. Y el galerista que se ocupaba de mis obras fue muy claro, escondió todo mi trabajo no mostró nada durante 30 años, no dijo la palabra ‘Matta’ en su galería, escondió todo, y decía que todo lo que yo hacía ahora era malo, y no solo él, todos, fue un complot”.
Hasta el día de hoy, todo lo que pintó Matta entre 1938 y 1948 vale el doble o el triple de lo que pintó después de sus años en Nueva York.
Nueva York había sido una trampa, decidieron los surrealistas franceses. También decidieron que Matta, que hablaba demasiado de ciencia, que estaba demasiado interesado en las matemáticas, era quien los había llevado a esta confusión. En un acto de purificación inútil se libraron de él, del recuerdo incómodo de su fracaso al otro lado del Atlántico.
Wound Interrogation
La historia de amor entre Matta y Nueva York terminó en un malentendido en el que ambas partes se comprendían perfectamente. Matta es para la escuela de Nueva York un testigo incómodo: el que les enseñó la libertad de la mancha, pero del que no pudieron aguantar el rigor del verbo. Nueva York es para Matta el testigo también incómodo de sus dos matrimonios destrozados y su amistad con Gorky terminada en tragedia. Memoria viva de una época de exceso donde la droga mayor fue su propio ego, liberado por primera vez de cualquier traba, desatado y carnívoro, sin más frontera que los hijos y la muerte, que experimentó en su toda su extensión en esta ciudad. Frontera que, como casi todo, no quiso aceptar como suya.
Terminada la guerra, sus matrimonios, su carrera en serio peligro, Matta no vuelve a Chile, país en donde lo esperaba la vida cómoda y ligeramente frívola que vivían sus hermanos Sergio y Mario entre Santiago y el balneario de Zapallar. Tampoco vuelve a París, donde se sabe expulsado por el grupo surrealista. Necesita una nueva vida, un nuevo lugar que no interrogue sus heridas, como se llama su cuadro de 1948: un par de tótemes funcionarios inspeccionando heridas que son indudables vulvas que se abren en dos sin la menor piedad. Matta elige, para sorpresa de todos, desembarcar en Roma, donde el surrealismo no significaba casi nada.
Roberto Matta, que había sido hasta ahora vagamente troskysta como lo eran todos los seguidores del último Breton, empezó en Italia un largo viaje de compañero de ruta de la revolución mundial. En Cuba, en Argelia, en Vietnam y en el Chile de Allende. Nueva York se convirtió en el lugar donde comprendió lo que él llamaba la blanquitud, el reverso de la negritud, el concepto con el que el poeta Aimé César quiso denominar la nueva conciencia de ser negro.
“Si la negritud es una forma de comprender la opresión en que vive el hombre negro, la blanquitud es ese destino de ser esta especie de egoísta, este machista tirano que es el hombre blanco”.
Lo descubrió una tarde en Nueva York: “Una vez pedí una dirección a un negro en la calle. Él no me respondió y me miró con todo el odio racial”.
Estados Unidos se convirtió entonces en el paraíso de la opresión capitalista. Discurso que armonizaba a la perfección con el todopoderoso Partido Comunista italiano, que bajo el influjo de Gramsci le daba al arte cultura una importancia trascendental.
Roberto Matta vivió y pintó por sesenta y tres años más, a pesar de que los coleccionistas decretaron su muerte. Viajó por todo el mundo, evitando siempre con cuidado la ciudad de todas las metamorfosis, esa Nueva York que de alguna manera había contribuido a inventar de la nada y de la que salió espantado y más solo que nunca.
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