“Siéntate”, le dijo Eduardo Lemaitre señalándole una silla vacía, pero Fidias se excusó y los dejó en aquel reino de complicidades con la disculpa de que pasaría un momento por la oficina de su hermano Moisés Álvarez, en el Museo Histórico del antiguo Palacio de la Inquisición, donde se desempeñaba como director.
La sugestiva e increíble historia que Gabo había estado contando a su jefe alcanzó para que Fidias fuera al museo, saludara a su hermano, regresara a la camioneta y se recostara en su silla de chofer a escuchar a todo volumen sus habituales vallenatos de Aracataca, su tierra natal.
Así lo encontró Eduardo Lemaitre, luego de despedirse de Gabo, quien se marchó en un vehículo climatizado hacia la casa de sus sueños en el Centro Histórico. El semblante maravillado y feliz que llevaba Lemaitre cuando se subió al campero Nissan era tal que ni siquiera la imprevista estridencia musical que salió en sofocante raudal del interior del automóvil pudo desdibujarlo.
Fidias bajó el volumen avergonzado, mientras Eduardo Lemaitre intentaba recuperar el hilo y en la primera vuelta de esquina por el zoco de la ciudad antigua pudo compartir a su pupilo el asombro que lo embargaba con una exclamación que le salió del alma: “¡te perdiste el cuento más increíble del mundo, Fidias!”.
“Es la primera vez que le cuento a alguien esta historia”, afirma Fidias Álvarez, mientras examina, bajo el foco que domina la penumbra, los planos de su reciente restauración del Parque Bolívar. Han pasado treintaisiete años desde aquella tarde de agosto de 1987, pero el recuerdo vivo de su mentor, Eduardo Lemaitre, revelando los detalles de la conversación con Gabo, mientras salen de la ciudad amurallada en el reluciente campero, no deja de asombrarlo.
Recuerda Fidias que Eduardo Lemaitre, en tono confidencial, le reveló que aquella tarde cartagenera García Márquez le había contado que hacía poco estaba revisando en el estudio de su casa en Ciudad de México el manuscrito de una de sus obras cuando, bien entrada la noche, vio prendida la luz del cuarto de la empleada.
Intrigado, el escritor de Cien años de soledad, decidió tocar en la puerta de la empleada para preguntarle qué pasaba.
La humilde mujer de rasgos mayas abrió la puerta a su insigne patrón y le dijo que la disculpara por tener encendida la luz a tan altas horas de la noche, pero era que estaba intentando escribir una carta.
“Es que no logro encontrar las palabras para decir lo que quiero”, dijo, y para ilustrar su fallida tentativa le enseñó una pila de papeles arrugados y con una caligrafía desesperada; versiones manuscritas que intentaban levar anclas a una aventura amorosa, y que no la habían convencido porque aún no reflejaban a cabalidad sus sentimientos.
“No se preocupe que eso se puede arreglar ya mismo”, intentó tranquilizarla García Márquez. Seguramente lo dijo con la misma solvencia con la que había justificado públicamente una larga carrera literaria que un día lo llevó a declarar a la prensa que no había escrito una sola línea que no fuera sobre el poder, en particular “sobre el más poderoso, importante, grande y eterno de todos los poderes que es el poder del amor”.
La seguridad y generosa disposición a auxiliarle de su jefe que, ya sabía ella, había sido laureado por la Academia Sueca de la Lengua con el Premio Nobel de Literatura cinco años atrás, no le dejaron dudas de que aquella carta de amor sería un asunto menor para el creador literario que había concebido cientos de páginas sobre el amor y el desamor, sobre estirpes aventureras y solitarias, capaces de pasiones tardías y secretas, incluso más allá de la muerte.
“¿Para quién es la carta?”, quiso saber García Márquez, mientras se acomodaba en la pequeña mesa de la empleada y preparaba papel y lápiz. Ella le respondió que desde hacía semanas un mecánico, que tenía su taller varias manzanas más allá de la Calle del Fuego, venía arrastrándole el ala.
Que a ella le gustaba y quería responderle una carta que le había entregado furtivamente el día anterior. Insistió en que deseaba escribirle una esquela sincera y cortés, pero no quería dar la impresión de ser una mujer perdida o desesperada. “En quince minutos está lista”, dijo García Márquez con tono tranquilizador a la empleada, mientras leía con atención la misiva rústica que el mecánico le había dado.
El episodio no hubiese pasado de ser una simple anécdota doméstica sepultada por el olvido si la empleada no sorprende a García Márquez en la mañana siguiente con la franqueza que suelen ostentar las almas humildes ante preguntas inesperadas.
“Ajá, ¿qué pasó con la carta?”, quiso saber el escritor con la mayor naturalidad antes de comenzar el desayuno. La empleada, que estaba sirviendo el café, tomó aire para espantar la turbación que le causó la pregunta, pues dejaba en evidencia el ámbito privado de sus noches de amor que nada tenía que ver con los quehaceres del día.
“Usted me va a perdonar, don Gabo”, le dijo la empleada con un escrúpulo excesivo que llamó la atención de Mercedes Barcha, la esposa del escritor, quien ya sabía sobre el auxilio literario que Gabo le había prestado a la mujer la noche anterior.
“¿Mandaste la carta?”, volvió a preguntar García Márquez. La respuesta recibida enfrió hasta el café que segundos antes había estado humeando en la mesa del ilustre matrimonio: “la verdad es que la carta, por más que la releí, no me gustó; ay, don Gabo, la rompí y la boté a la basura”, dijo la mujer.
La carcajada de Eduardo Lemaitre, cuando terminó de contar a Fidias la historia, solo cesó cuando la camioneta se detuvo en el estacionamiento del edificio del historiador cartagenero. “¡Qué vaina que eso haya pasado!”, concluyó Lemaitre bajándose del vehículo abrumado por el calor, “pues confirma que Gabo no solo era malo para los diálogos de los personajes de sus novelas. También lo fue para el género epistolar, pero esa carta que no sirvió para el corazón era, de todos modos, para enmarcar”.
Sin duda, la carta despreciada y rota por aquella empleada cuyo nombre sigue en el olvido, habría sido un objeto de culto para todos los que admiran la obra de García Márquez y, tal vez, foco de hilarantes críticas y comentarios del mamagallismo caribe si hubiese sobrevivido al escrutinio sentimental de la empleada mexicana. Hoy estaría exhibida, sin duda, junto a las fotografías íntimas del creador de Macondo y sus manuscritos corregidos que se analizan como si fuesen arcanos de magia y que la familia vendió a la Universidad de Texas.
Lo último que recuerda Fidias Álvarez, quien hoy es un destacado arquitecto restaurador, es que cuando Eduardo Lemaitre se despidió no dejó pasar la ocasión para amonestarlo con severidad por la clase de música que estaba escuchando: “mira, mijo”, le dijo, “te voy a regalar con urgencia un curso de apreciación musical de Mozart o Chopin, porque vas por mal camino oyendo esos vallenatos destemplados”.
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