Sus últimos 45 años los vivió en la zona rural de la cordillera patagónica, rodeado de caballos, arriándolos en busca de verandas e invernadas, trasladándolos a zonas mejores, compartiendo con ellos las nevadas, los amaneceres, acaso alguna fuga.
Le dicen, y se hace llamar, Juan de las yeguas.
Nació en Espinazo del Zorro, un poblado cordillerano en la provincia argentina de Neuquén.
Cara afilada a rebencazos, oscura con arrugas. El ojo izquierdo casi cerrado, un solo diente con el que no mastica. Un rostro de película del neorrealismo italiano ennegrecido y trasladado a la cordillera inhóspita.
Juan de las yeguas calcula que su padre murió a los 118 años. Exagera, pero cabalga sobre el privilegio del olvido que le trajo los años. Es de poco hablar. Provoca con un silencio que puede llenarse de historias fantásticas, de pueblos como polvaredas, de bandidos y policías rurales. Nada dice de su madre. En ese silencio también se esconde el mito de hombres paridos por yeguas.
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—¡Eh, viejo loco! —dice cuando ve llegar a Fran. Van ya varios encuentros que le franquean al documentalista una cercanía privilegio de pocos. Juan de las yeguas, 96 años o más, le dice viejo loco a Fran, apenas de 46, y cámara en mano.
Francisco Ramos Mejía es fotógrafo, nacido y criado en Bariloche, en una familia reconocida de la ciudad, modesta aristocracia lugareña, hijo de un juez y una muy prestigiosa y querida docente y trabajadora social.
Sin privilegios heredados, en plena pandemia Fran se las rebuscó haciendo relevamientos geodésicos de pastura. Un trabajo de campo que le sumó unos pocos ingresos en momentos de crisis.
En enero de 2021 tras una lluvia fuera de época, los caminos rurales le jugaron una mala pasada: vadeando un arroyo desencauzado cerca de Chenqueniyen se quedó con el auto y fue rescatado por la Policía Rural y la Gendarmería.
Al Jefe de la Policía Rural le comentó que era fotógrafo, documentalista, y el uniformado no dudó: lo llevaría a conocer a un personaje “muy interesante”, según le dijo. Llegaron a la casa de Juan de las yeguas, pero Obreque lo trató con distancia. “Fui con la policía y al viejo mucho no le gustaba”. Un par de palabras, y nada más.
Un mes después Fran volvió solo. Llovía intensamente, Obreque salió con su caballo sin abrir la boca. Paso lento entre los árboles y el corral, Fran caminando a su lado, la boca cerrada, mojándose, una, dos horas. “Fue una especie de prueba y como no me achiqué habrá dicho ‘mirá este gringo se la banca’”.
A partir de ese momento la relación se encauzó, como aquel arroyo que, de vuelta a la sequía, generó el encuentro.
Juan de las yeguas sabe que protagonizará un documental en el que Fran trabaja desde hace más de un año. Fue de a poco permitiéndole ingresar a su mundo de caballos y escaseces.
Juan Balsamino Obreque dice que tiene más de los 96 años que registra el DNI. Cree que son más de cien, pero no lo sabe con precisión. No mide el tiempo en años. Sabe con exactitud, en cambio, cuántos caballos tiene: 88.
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Habla bajo, mirando el suelo. Dice que los caballos son “su vida”. Pero no lo fueron siempre. Antes, de joven, digamos 18 o 30 o 45 años, Juan no era de las yeguas, sino del Ejército y las petroleras, y por ellos recorrió la Patagonia cumpliendo órdenes militares o buscando agua como perforista, acampando con nada con otros como él, desde Bahía Blanca hasta Punta Arenas, en Chile, y Tierra del Fuego, semanas enteras a la intemperie y haciendo pozos.
Fran busca precisiones: cuánto tiempo, para qué empresa, cuántas yeguas. Juan atisba respuestas vagas: “Después de los 22 años que cumplí la milicia, estuve seis años más en custodia de la línea, Chile y Argentina. Si veo un cuartel o algo presento mi credencial”. Dice que fue Teniente Primero.
Cuando el cuerpo ya no le permitió continuar como militar ni perforista, compró un par de caballos, le regalaron otros, dice, erró durante años por la cordillera y donde encontró buen pasto para los animales armó su tapera, con cuatro palos y un nylon.
Hoy vive en el paraje Chenqueniyen, donde unas diez o veinte casas desparramadas entre la estepa y las montañas conforman la Comisión de Fomento Río Chico, en la Provincia de Río Negro, Patagonia argentina. Ubicado a unos 120 kilómetros de Bariloche, a Chenqueniyen solo se puede llegar por un estrecho camino de tierra, una huella por tramos, accesible para intrépidos o camionetas cuatro por cuatro. O caballos, claro.
Juan de las yeguas llegó con dos, pero sin muchas explicaciones logró reunir más de 300 caballos, y hoy tiene 88. Ni uno más ni uno menos. Las reglas del mercado y el comercio no rigen su estar en esta tierra. Otro espacio y otros tiempos marcan su cotidianidad. Si hay se come, si no, no. El clima, las nevadas, imponen el ritmo.
A pesar de sus años, en el poblado sospechan que algún día frío podría arriar caballos hacia la cordillera, pasarlos a Chile, marcarlos y volver, instalarse en otro pueblo y agrandar su leyenda. Juan de las yeguas hace silencio cuando se le pregunta por esa fama, y calla aún más —como si hubiera categorías de silencios posible— si se le menciona la aparición en su tropilla de caballos marcados por el Ejército.
Hacia el norte, en Espinazo del Zorro lo espera un campo que su padre le dejó. A él y a sus dos hermanos, a quienes no ve hace décadas. Juan de las yeguas, 96 años o 100 o 110, dice que ya llegará el momento de arriar los animales y volver al lugar donde nació.
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Juan de las yeguas vivió sus últimos 45 años en la zona rural de la cordillera patagónica, rodeado de caballos, arriándolos en busca de verandas e invernadas, trasladándolos a zonas mejores, compartiendo con ellos las nevadas, los amaneceres, acaso alguna fuga.
Fran va y vuelve desde Bariloche hasta la casa de Juan. Duerme algunas noches en su auto, otras en casa de los vecinos más cercanos, a 10, 15 kilómetros. Lleva desde la ciudad algunas donaciones para los pobladores de la zona. Filma, saca fotos.
Fran sabe de las sospechas sobre la procedencia de los caballos de Obreque. Un hilo narrativo y dramático para el documental que, sin embargo, prefiere evitar. Siente un compromiso personal con el protagonista. Cree, de un modo romántico, en la fidelidad y la traición. Dice: “no es necesario”. Dice que Obreque, así lo llama, le mostró lo más preciado: cómo vivir feliz sin necesidad de dinero, de consumo.
Su involucramiento trasciende al del documentalista. Es mi amigo, dice, aunque lo vio una decena de veces, aunque Juan de las yeguas quiere menos a la humanidad que a sus caballos: de sus vecinos afirma que son envidiosos, que les gusta mucho la joda —aunque comparte con ellos tareas de campo, algunos mates, chistes cruzados—, de los indios onas que son como animales a los que en sus incursiones a Tierra del Fuego tiraba galletas, y de sus escasas propiedades dice que las protege porque “después viene un judío de estos y fiuuuu, me lleva lo que me costó años de trabajo”. Y que “pregúnteme si le debo algo alguien, a nadie”.
A nadie le debe, dice, como una declaración de principios, como una viga rectora de su vida.
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Juan de las yeguas tiene una pequeña jubilación que cobra y pierde puntual. A los billetes se los comen las ratas, dice, y una media sonrisa pícara hace flotar esa explicación en una bruma parecida a la que durante las mañanas lo acompaña hasta el corral.
Recorre ese camino matinal de Patagonia helada después de tomar los primeros mates del día, al lado de una salamandra vieja. Duerme vestido con un pantalón de friza marrón, y una camisa abrigada a cuadros, sobre la que luego se pone un sweater gastado, una campera que no cierra y un sombrero de ala ancha. Sale al barro, tantas mañanas con escarcha, para llegar al corral, el lugar donde, como si obrara un encantamiento principesco de los pobres, la cara agrietada se le ilumina.
Algunas mañanas Fran lo acompaña y lo fotografía. 88 caballos, la mayoría hembras, parecen esperarlo. Una sesión de caricias, preguntas susurradas, ensillamientos, estrechan diariamente el vínculo entre Juan y sus yeguas. Petisa, zaino, les cuchichea. Un cortejo.
Participa de las pariciones de las yeguas. Quienes lo conocen dicen que es medio brujo y que calma los animales apoyándoles su mano en el lomo. Cuando vende un caballo, pone una condición: que se lo lleven lejos, ya no lo quiere ver. Y si se le muere un animal lo entierra como a un cristiano, por no dejar sus huesos al sol.
Con el tiempo su cuerpo se va encorvando, la espalda va tomando la forma del anca de los caballos. Se mimetiza entre el polvo marrón levantado por los cascos. Juan y las yeguas son uno, una forma, un remolino de tierra oscura, sin tiempo.
Juan de las yeguas tiene una pequeña jubilación que cobra y pierde puntual. A los billetes se los comen las ratas, dice, y una media sonrisa pícara hace flotar esa explicación en una bruma parecida a la que durante las mañanas lo acompaña hasta el corral.
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Cuando vuelve a su casa levantada con retazos de madera y techo de chapa —hundido por la nevada de 2020—, con piso de tierra y sin baño, Juan se sienta y escucha los Mensajes al Poblador de Radio Nacional, la única conexión con el otro mundo que corre paralelo al suyo, ajenos uno de otro. Prende un fuego escamoteando leña, lo necesario para calentar la pava. Se sienta sobre un tacho o un tronco y ensilla la pequeña calabaza para tomar unos mates.
Vive con lo que hay, al margen de la sociedad, pero, dice, por elección. Vida nómade sin más garantías ni expectativas que las de despertar cada día para llevar y traer los caballos en busca de pastos frescos. Juan Balsamino Obreque nunca tuvo mujer. “Son un peso”, dice, y enumera con los dedos como si sumara problemas.
Fran teme llegar algún día a la casa y encontrarla vacía. Buscar alrededor, tal vez el cuerpo, tal vez las huellas de la tropilla enfiladas hacia la cordillera, y entonces imagina una nube de polvo marrón que se aleja, las yeguas, la estampa encorvada de Obreque como ancas de caballos, yéndose, caminando o al trote.
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