No era, tampoco, la primera vez que recibían de Juan Pablo II y del cardenal Joseph Ratzinger la denegación del acceso a la justicia. El grupo de ocho ex legionarios, conformado por José Barba, Arturo Jurado, Alejandro Espinosa, Juan José Vaca, Saúl Barrales, Fernando Pérez Olvera, José Antonio Pérez Olvera y Félix Alarcón, había hecho pública su denuncia desde el 23 de febrero de 1997, a través del periódico de Connecticut Hartford Courant.
El 17 de octubre de 1998, Barba y Jurado habían presentado ante la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, a cargo de Ratzinger, una denuncia canónica que basaba su argumentación legal no en los crímenes de abuso sexual, pues éstos prescribían a los cinco años en el derecho de la Iglesia católica. El caso se basaba en la “absolución del cómplice”: el delito que perpetra el sacerdote al absolver a las víctimas o cómplices con los que ha cometido algún pecado, delito hasta entonces imprescriptible y que ameritaba la excomunión ipso-facto. Los ex legionarios relataban en sus testimonios que Maciel los absolvía del pecado carnal después de haber tenido relaciones sexuales con ellos.
Pero durante años sólo les habían respondido con el silencio y el desdén. Cuando mucho, les mandaban decir que pro-nunc (por ahora) el caso estaba detenido y que no debían acudir a la prensa.
Una rendija se había abierto unas semanas antes de que me encontrara con Barba y Barrales en el Sanbonrs. El 2 de diciembre de 2004, su abogada ante el Vaticano, la canonista austriaca Martha Wegan les había dirigido una carta con una sola pregunta: ¿están dispuestos a seguir con el caso? Barba y Jurado, los comandatarios legales del grupo, respondieron que sí. A los pocos días se enterarían de que Ratzinger había nombrado un fiscal ad-hoc para investigar el caso Maciel, al cura maltés Charles Scicluna. La señal definitiva llegó el 8 de diciembre. La abogada Wegan acudió a la reunión de la comunidad de habla alemana en Roma, en donde se encontró con Ratzinger.
—Ahora sí, doctora Wegan, vamos a ir a fondo con el caso del padre Maciel —le dijo el cardenal.
Unas semanas después, el domingo 23 de enero de 2005 los Legionarios de Cristo informaban que Maciel dejaba el cargo de superior general vitalicio de su congregación, y en su lugar nombraban al joven mexicano Álvaro Corcuera.
Al día siguiente, el lunes 24 de enero acudí como reportero de la fuente religiosa a un acto en la Universidad Pontificia de México, en donde el presidente del Episcopado mexicano, Guadalupe Martín Rábago, y el obispo Onésimo Cepeda se apresuraron a elogiar al fundador legionario y a reivindicar su legado. Esa tarde llamé por primera vez al teléfono celular de José Barba. “Han querido adelantarse para suavizar el impacto de la noticia de la sujeción de Maciel a un juicio en el Vaticano”, me dijo y me invitó al otro día a tomar café.
A partir de entonces aproveché cualquier pretexto para reunirme con Barba. A veces le caía de sorpresa en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), donde era profesor, para saludarlo y, de ser posible, comer con él. Desayunábamos en la Plaza Loreto, en donde las charlas se prolongaban hasta el mediodía. Nunca lo tuve como profesor en un aula, pero lo compensé con conversaciones largas sobre literatura, filosofía, historia del cristianismo y la Iglesia católica mexicana. Tras el desayuno, tomábamos un taxi a las librerías de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, en donde continuaban las charlas y recomendaciones de libros. En una ocasión nos topamos un clásico de Lope de Vega.
—Eso es lo que nosotros queremos: Castigo sin venganza —me dijo, señalando el título.
José Barba no sólo ejercía una poderosa atracción intelectual. Me impresionaba la serenidad y el estupendo sentido del humor con el que encaraba su batalla. A pesar de sus gruesos lentes, sus ojos azules nunca perdían la vivacidad del filósofo que se preguntaba el mundo. De baja estatura y nariz de D’artagnan, José Barba mantuvo siempre una elegancia sobria: corbatas de cashmir, abrigos largos, una boina para cubrir la calvicie. La suya era una tenacidad alegre, de un hombre que a los sesenta años ha elegido una batalla para el resto de su vida.
La noche del 30 de enero de 2008 lo llamé para darle una noticia: Marcial Maciel había muerto. Le entristeció saber que su victimario se marchaba sin ser sujeto a proceso. Un par de meses después lo busqué para contarle que dejaba el periodismo diario y que recobraría mi vida de estudiante de literatura. Él me recomendó leer La vida intelectual, del padre Sertillanges, un libro que le sugería al pensador en ciernes que nunca perdiera de vista que el pensamiento no era una actividad solitaria sino que se desarrollaba mejor en comunidad.
Cuando le dije que escribiría un amplio perfil sobre su vida me envió más de 150 cuartillas de textos suyos en inglés y en español sobre el caso Maciel, desde ponencias ante la Organización de las Naciones Unidas hasta prólogos de libros, conferencias, artículos y reseñas. Nos encontramos la tarde del martes 23 de enero de 2012, en un café en el perímetro de la Universidad Nacional Autónoma de México. A su figura elegante añadía un bastón: una dolencia había invadido su pierna derecha y el malestar le exprimía la carne. A pesar de los dolores, nos tomamos un café de tres horas.
Me habló de un “espíritu de continuidad” que había guiado su vida desde joven, ya como legionario que consignaba sus vivencias en cuadernos, ya como investigador de la vida literaria hispanoamericana, ya como profesor. “Esta conversación es parte de esa continuidad. Y no sabemos a dónde vaya a parar esto”, dijo.
Personalidades divergentes
Vestido de sotana negra, José Barba participó del culto a Marcial Maciel durante trece años. Fue su víctima y su cómplice y en su favor cometió perjurio, en la inmejorable oportunidad que en 1957 le dio el Vaticano para denunciar al hombre que era, al mismo tiempo, el abusador de su cuerpo y el modelo de su alma.
Habrían de transcurrir cuatro décadas para que Barba se decidiera a incriminarlo y 53 años para que su acusación se admitiera como la verdad histórica. Pero acaso la confrontación era inevitable porque difícilmente dos personalidades han sido tan divergentes: Maciel fue el maestro y amo de las sombras, mientras que José Barba ha sido, en nuestros días, un digno representante del Siglo de las Luces.
Dueño de una biblioteca de 20 mil volúmenes, Barba convierte cualquier charla de café en un banquete platónico: sus referencias van de San Agustín a las novelas de Cortázar, de la historia de Atenas al epistolario de Alfonso Reyes; filólogo de formación y maestro de profesión, explica con claridad la gramática latina y habla y escribe con elocuencia inglés, francés e italiano. La riqueza intelectual, sin embargo, no fue el único rasgo que lo situó en las antípodas de Maciel, sino un sentido de responsabilidad moral que lo impelió, en las vísperas de sus sesenta años, a revelar los crímenes de quien fuera el favorito de Juan Pablo II y, de paso, demostrar el encubrimiento a favor del líder legionario que llevó a cabo el entonces prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI.
Barba afirma que Ratzinger dispuso de información sólida para iniciar un proceso a Maciel desde 1998, cuando un grupo de ex legionarios presentó una denuncia canónica en su contra. Si eso no hubiera sido suficiente, en el archivo secreto vaticano obraban 212 documentos con denuncias sobre graves conductas del fundador legionario desde la década de 1950. Pero la prueba más palmaria que ofrece Barba para demostrar el encubrimiento de Ratzinger, es el hecho de que el entonces prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe modificara, el 18 de mayo de 2001, el Código de Derecho Canónico: los delitos imprescriptibles de los que se acusaba a Maciel fueron cambiados a prescriptibles y se le dio efecto retroactivo a la reforma, por lo que jurídicamente se blindó a Maciel y se le dio una categoría de inatacable.
La mano trémula
Con su piscina, lago y caballerizas, la Quinta Pacelli semejaba el paraíso. El pequeño José de Jesús Barba Martín (Jalisco, 16 de abril de 1937) había mostrado una voraz curiosidad intelectual, pero era deseo familiar que uno de los dos hijos varones, de una prole de ocho, sirviera a Dios como sacerdote. Tocaron las puertas de los jesuitas, pero éstos no recibían niños de once años. Los Misioneros del Sagrado Corazón —el nombre original de la Legión de Cristo— por el contrario, preferían formar la vocación desde la pubertad. El 3 de diciembre de 1948 José Barba ingresó al seminario menor de la Legión de Cristo.
Tras un año en la Quinta Pacelli, ubicada en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, José Barba continuó sus estudios en Cóbreces, España y después en el Colegio Massimo de Roma. Ahí fue donde, un domingo de marzo de 1955, Nuestro Padre, como se hacía llamar Marcial Maciel, lo llamó a la enfermería y le dijo que tenía permiso especial del papa Pío XII para que unas religiosas le masajearan el pene por un bloqueo que padecía entre las vías urinarias y seminales. Entre penumbras, Maciel le pidió que lo ayudara a aliviar el dolor. El hermano José, entonces sin mayor vivencia sexual, se puso muy nervioso. Marcial condujo la mano trémula del joven a su miembro erecto, pero él mismo la rechazó con un “¡no sabes hacerlo!”. Entonces le bajó la bragueta y masturbó hasta el orgasmo al joven de 17 años. Era su primera eyaculación y, tras el semen, brotó sangre del frenillo. La escena la había atestiguado otro jovencito legionario, el español Félix Alarcón, que mantuvo su puesto vigilante junto a las persianas. “Por un tiempo tuve la sensación de que mi cuerpo olía mal a pesar de bañarme con frecuencia”, contó Barba en un testimonio notariado que se publicó en el Hartford Courant, el diario de Connecticut, Estados Unidos, que publicó por primera vez los testimonios de los ex legionarios abusados por el fundador legionario.
En comparación con Arturo Jurado, que fue abusado unas cuarenta veces, o con Juan José Vaca, que fue esclavo sexual de Maciel durante trece años, Barba fue relativamente afortunado: “por sus revelaciones, conozco las experiencias que tuvieron mis compañeros: son mucho más numerosas, graves y dolorosas que las mías”, escribió en 2002. Barba tuvo sólo tres episodios de violencia sexual. El segundo de ellos ocurrió apenas una semana después, cuando Maciel lo llamó de nuevo a la enfermería y lo besó en la boca de manera atrabancada, incrustando la lengua entre sus dientes y sujetándolo de la nuca. En el tercero sólo fue testigo de cómo Jesús Martínez Penilla masturbaba a Maciel en una playa italiana. En torno de Maciel se formó una corte de efebos a quienes hizo participar en numerosos encuentros sexuales, a veces en grupo. A ese círculo no fue introducido Barba.
Al igual que el resto de los seminaristas legionarios, el hermano José había perdido todo contacto con su familia. Se hallaba en un país lejano, a miles de kilómetros de casa, en una organización religiosa que veneraba a Maciel como a un santo, y violaba la correspondencia. Nuestro Padre era todo: el superior general, confesor, director espiritual; a él le debían su manutención y, lo más importante, su futuro como sacerdotes. “Vocación perdida, condenación segura”, era la fórmula que Maciel usaba para sujetar a los jóvenes. El ex legionario Francisco González Parga le diría al historiador Fernando M. González que aceptó las relaciones sexuales con Maciel “por el temor de perder el privilegio de estar cerca del fundador… temía más al hombre y a su rechazo que a Dios”.
Marcial Maciel
Proveniente de Cotija, un pueblo pequeño del occidente de México, con una educación religiosa de apenas 18 meses, expulsado de tres seminarios y, desde joven, investigado por abuso sexual y morfinomanía, Marcial Maciel Degollado fue capaz de construir un emporio religioso, educativo y empresarial valuado en 25 mil millones de euros (según el periodista español Jesús Rodríguez, autor de La confesión: las extrañas andanzas de los Legionarios de Cristo); de formar un ejército de 65 mil laicos, 700 sacerdotes y mil mujeres consagradas a su servicio, además de una red de unos 100 colegios y universidades en 20 países. Pero lo asombroso de su biografía fue su capacidad de crear cómplices para su doble vida de pederasta (en privado) y de santo (en público), de sibarita millonario al que sus seguidores exaltaron al nivel de Jesús y encubrieron una historia de mentiras y crímenes que se extendió por sesenta años: “La consigna era ver a Cristo en la figura omnímoda de Marcial Maciel”, ha explicado Barba.
Su red de protección e influencia se extendió a los más ricos empresarios del país, presidentes de México, los cardenales de la curia vaticana, y llegó a su culmen con Juan Pablo II. A sus víctimas de abuso sexual, Maciel las convirtió también en cómplices: algunos de ellos no sólo negaron haber sido violentados sino que le llevaron más ovejas a su lecho de lobo y, hubo quienes se convirtieron en abusadores sexuales ellos mismos, encubiertos a su vez por el fundador legionario.
Marcial Maciel fundó la orden de los Misioneros del Sagrado Corazón y la Virgen de los Dolores (el nombre original de la Legión de Cristo) el 3 de enero de 1941, a los 20 años de edad, con 13 niños púberes que él mismo había reclutado en pueblos del occidente de México.
El historiador Fernando M. González, que tuvo acceso al voluminoso expediente de Maciel en el archivo secreto del Vaticano, y recogió decenas de testimonios presentados en el libro Marcial Maciel. Los legionarios de Cristo: testimonios y documentos inéditos (Tusquets, 2006), reconstruyó los primeros años de la vida en la congregación: Entre los niños de su seminario Maciel fomentó la leyenda de que dormía en un ataúd a donde iba el demonio a perturbar su sueño; que multiplicaba las hostias durante la eucaristía mientras lo invadía un éxtasis místico, y que era capaz de leer la mente de sus seminaristas con sólo mirarlos a los ojos. Maciel también los educó en un discurso antisemita, filonazi y franquista, que abandonó cuando pasó de moda.
Marcial tuvo cuatro tíos obispos y uno de sus tíos maternos, Jesús Degollado Guízar, fue el general en jefe de los cristeros. A sus hagiógrafos, Maciel contó su vida en clave de santidad, como un niño que arriesgaba el pellejo para llevar la eucaristía a los pobres durante la persecución religiosa callista. En la década de los noventa, la Legión de Cristo inició los trámites para canonizar a la madre del fundador, Maura Degollado. Maura Degollado subió el primer escalón hacia los altares cuando fue nombrada Sierva de Dios. Pero tras el escándalo de su hijo los trámites se cancelaron. Hubieran tratado de canonizar a Maciel de no haberse topado con la tenacidad de José Barba y el grupo de denunciantes.
De acuerdo con los documentos que recabó González, la Iglesia católica supo que Maciel había abusado de un seminarista de 13 años desde el lejano 1944. Los obispos Sergio Méndez Arceo y Miguel Darío Miranda, desde la década de 1950, reclamaron a la Santa Sede una investigación por las acusaciones de pedofilia y adicción a la Dolantina que denunciaron los dos hombres más cercanos a Maciel en aquel entonces, el vicario general Luis Ferreira Correa y su secretario particular Federico Domínguez.
Para comprender la primera seducción de Maciel al Vaticano el lector debe ubicarse en Roma en 1946, entre las ruinas de una ciudad devastada por la Segunda Guerra Mundial. Un joven de 26 años, ordenado por uno de sus tíos obispos sin haber concluido (y quizá ni siquiera empezado) los estudios sacerdotales, llegó a esa ciudad a instalar la sede de su naciente congregación religiosa. Jason Berry, el periodista estadounidense que destapó el escándalo de los abusos sexuales en 1997, escribió en un artículo reciente que Maciel accedió a los cardenales Clemente Micara y Nicola Canali gracias a la recomendación del presidente mexicano Miguel Alemán Valdés. Micara era el encargado pontificio de la reconstrucción de Roma, mientras que Canali se desempeñaba como gobernador del Vaticano. Maciel, afirma Berry, le entregó a Micara 10 mil dólares en efectivo, una fortuna entonces. José Barba asegura que Maciel construyó una red de complicidades en el Vaticano a fuerza de sobornos, artes sexuales y regalos que iban desde coches Mercedes Benz hasta departamentos, como el que le regaló al cardenal argentino Eduardo Pironio.
Desde joven, Maciel hizo de la Legión de Cristo y de su propia persona una industria de recaudación de dinero. Al estilo medieval de la venta de bulas, ofreció a los empresarios la salvación a cambio de generosos donativos. Flora Garza afirma que su madre, la viuda Flora Barragán de Garza, le dio a Maciel unos 50 millones de dólares a lo largo de los años y si se salvó de la ruina fue porque sus hijos no la dejaron comprar su último peldaño al Cielo: “fue una especie de enamoramiento; mi madre tuvo la certeza de que se trataba de un santo”, ha declarado Garza Barragán.
El dinero fue la seña de identidad de Marcial Maciel y su congregación. Federico Domínguez, su primer secretario particular, y Juan José Vaca, quien fuera su esclavo sexual y emocional durante once años, contaron —en documentos obtenidos por González— que Maciel sólo volaba en primera clase; con el argumento de que la pobreza debía ser digna, comía en los mejores restaurantes y se hospedaba, bajo identidades falsas, en los hoteles más caros del mundo. Cargaba con miles de dólares en efectivo que gastaba, en parte, en cajas de Dolantina, un derivado de la morfina a la que fue adicto cuando menos hasta la década del setenta. Jason Berry y Gerald Renner escribieron en Vows of Silence. The Abuse of Power in the Papacy of John Paul II que Maciel cruzaba el Atlántico en los carísimos vuelos del Concorde y acudía a sus citas en helicóptero.
Flora Barragán fue la primera de una lista de ricos que le prodigaron donativos, protección política y favores. Uno de los casos más notorios fue el de los hermanos Lorenzo y Roberto Servitje, que amenazaron con retirar su publicidad del Canal 40 si éste difundía los testimonios de los denunciantes de abuso sexual a Maciel, y lo cumplieron (Lorenzo se disculpó públicamente en 2010). El manto protector a Maciel consiguió, entre 1997 y 2002, que el tema estuviera vedado a los medios de comunicación. Incluso, el 17 de abril de 1997, apenas tres días después de que el diario mexicano La Jornada publicara los testimonios de abuso sexual, Maciel celebró la misa funeraria de Emilio Azcárraga Milmo en las instalaciones de Televisa.
La acumulación de denuncias no impidió que, en 2004, Carlos Slim —a quien casó con Soumaya Domit en 1966— lo arropara en el Hotel Plaza de Nueva York. Maciel recaudó aquella noche 750 mil dólares entre los ricos de México, y el propio Slim le ofreció financiar 50 colegios legionarios para niños pobres.
“Casi todos los clanes prominentes de Monterrey tienen un hijo que es sacerdote de la Legión o una hija que es señorita consagrada del Regnum Christi (el brazo laico de los legionarios)”, escribió el periodista José de Córdoba en The Wall Street Journal en su reseña de la cena con Slim.
Maciel fue artífice de la primera visita del papa Juan Pablo II a México en 1979. Un sacerdote legionario, Carlos Mora, era el capellán de Los Pinos y confesor de la madre y la hermana del presidente José López Portillo, una valiosa llave de negociación cuando todavía no había relaciones diplomáticas con el Vaticano. El fundador legionario viajó en el avión papal a México.
La familiaridad entre Maciel y Juan Pablo II la ilustra una anécdota que me contó un sacerdote, que viajó al Vaticano en el séquito de un arzobispo mexicano a principios de la década pasada. Al calor de los limoncellos —un licor italiano—, el arzobispo invitó a sus acompañantes a la audiencia privada con el Papa, programada al otro día. Mientras el arzobispo y los curas esperaban al pontífice en su biblioteca personal, vieron pasar a Marcial Maciel, quien se paseaba por las habitaciones privadas de Karol Wojtyla como Pedro por su casa (nunca mejor aplicado este lugar común). Los saludó cortésmente y se metió a una de las recámaras.
La investigación
El imperio de Maciel estuvo a punto de ser arrancado de raíz entre 1956 y 1959, cuando el Vaticano ordenó una investigación a la congregación de los Legionarios de Cristo por las denuncias de abusos sexuales y drogadicción de Maciel, entonces de 37 años, y lo separó de la orden durante casi tres años. El fundador legionario eludió la extinción de su organización y de su carrera gracias a la conformación sectaria —como la llama el historiador González— de la Legión de Cristo y a sus contactos de más alto nivel en el Vaticano.
José Barba y el resto de los ex legionarios que lo denunciarían cuarenta años después tuvieron su oportunidad de decirle al Vaticano que Maciel los hacía cómplices y víctimas de sus abusos sexuales y que los enviaba a conseguir Dolantina. Pero todos ellos mintieron en apego al voto privado de la Legión, de no criticar a sus superiores y denunciar a quien lo hiciera; porque lo creían santo y porque Maciel les dijo que el demonio había infiltrado al Vaticano y a los representantes de la Sagrada Congregación de Religiosos (SCR), que pretendían destruir a la Iglesia.
Como Teseo entraron los fallidos ‘visitadores apostólicos’ a aprehender al depredador Minotauro y fuimos nosotros, sus propias víctimas, extrañamente, los muros mismos de su laberinto protector”, escribió Barba en 2002 en un texto llamado “Las razones de mi silencio”.
Aun así, Anastasio Ballestrero, superior general de los Carmelitas Descalzos y jefe de la inspección pontificia, se dio cuenta de que estaba siendo engañado por seminaristas que consideró fanatizados y, amparado sólo en el desorden administrativo, doctrinal y de gobierno, recomendó la extinción paulatina de la Legión de Cristo y la absoluta separación de Maciel de sus correligionarios.
Pero ocurrió lo contrario. Una nota adjunta a la investigación resumió el resultado: “es de notar que la SCR no pudo proceder más allá en relación con el padre Maciel por motivo de recomendaciones e intervenciones de altas personalidades”. Clemente Micara, el cardenal que habría recibido los 10 mil dólares once años atrás, lo restituyó en sus funciones de superior general en 1959, en los días de sede vacante tras la muerte de Pío XII y antes de la elección de Juan XXIII.
Liberación
Tras sus estudios de filosofía en el Colegio Massimo de Roma, el fraile José Barba fue enviado de regreso a la Quinta Pacelli, a dar clases en el seminario de la Legión de Cristo.
Al igual que a otras señoras maduras, Maciel cultivaba a la británica Janet Collin-Smith, para sacarle dinero para la Legión. Janet era la viuda de un filósofo de las religiones, Rodney Collin-Smith, que había mudado su residencia a México. El fraile José Barba, de entonces 22 años, le escribía cartas a la mujer, y procuraba su cercanía. Aún tiene presente que recibió de Janet libros que lo marcarían: la poesía de Rilke y, sobre todo, El signo de Jonás, el diario espiritual de Thomas Merton en el monasterio de Getsemaní. A través de la poesía y de su propio testimonio, Janet le abrió un mundo nuevo al religioso legionario: “A través de Janet vi que había una forma de cristianismo auténtico distinto al de la Legión”, recuerda ahora José Barba.
Marcial Maciel se dio cuenta de que Janet se había encariñado con su joven discípulo y vio manera de exprimir ese afecto. En una ocasión, de camino a la carretera antigua a Cuernavaca, Maciel llamó aparte a Barba y le mostró los terrenos que se extendían hasta Xochimilco.
—¿Ves todo esto? Aquí vamos a construir un centro de ejercicios espirituales para empresarios mexicanos. Y adivina quién va a ser el director… —le dijo.
Barba: “Eran propiedades de unos ingleses amigos de Janet. Yo no le creí, pero él se valía de estas triquiñuelas: a ver si yo influía para que Janet influyese sobre la señora tal, para que él pudiera llevarse todo aquello. Pero Janet hizo todo lo contrario: le dijo a su amiga que nunca le diera los terrenos a Maciel”.
Influido por el ejemplo de Janet Collin-Smith, Barba se dio cuenta de que ya no quería ser sacerdote. El 24 de octubre de 1964 colgó la sotana y dejó la Legión de Cristo.
“Maciel quiso recapturarme y me mandó una carta que todavía guardo por ahí. Me decía que, haciendo una excepción a las constituciones, me readmitiría y me mandaría a España a hacer un año de noviciado. Fui con la señora Janet, que ella sí era mi directora espiritual. Se sentó con unos rosales en su cottage y leyó la carta con mucha calma. Me dijo: ‘No, José, porque los defectos que tú tengas, los vas a aprender, pero ellos nunca van a cambiar”.
“Yo tendría unos 24 años. Y no me arrepiento de haberle hecho caso. Le tengo devoción a su memoria porque, con su ejemplo espiritual e intelectual, le facilitó una nueva vida a mi alma”, me cuenta ahora.
Janet le ofreció a José Barba ayudarlo a ingresar al convento trapense de Getsemaní, en Kentucky, para que fuera discípulo de Thomas Merton. Barba declinó la invitación e inició una vida como estudiante y maestro de literatura.
Recaída
José Barba dedicó las dos décadas posteriores a los estudios de filología en Estados Unidos. Obtuvo una maestría en lenguas romances en Tufts University; un doctorado en lenguas romances en Boston College y, finalmente, un doctorado más en Harvard University en literatura hispanoamericana. En la tesis que le valió el PhD por Harvard, Barba reconstruyó el paso del escritor argentino Faustino Domingo Sarmiento como embajador en Washington en la década de 1860.
Casado con una canadiense, Barba se instaló en Puebla, en donde lo contrataron en la Facultad de la Letras de la Universidad de Las Américas. Un domingo de 1983, Barba llegó a su casa con dos paquetes grandes con las obras completas de San Agustín en francés y en latín, en una edición de mediados del XIX. En su jardín encontró a dos antiguos compañeros de la Legión: Fernando Martínez y Juan Manuel Fernández Amenábar (los dos, por cierto, abusados sexualmente por Maciel, de acuerdo con el testimonio de otra víctima, Juan José Vaca). Le ofrecieron empleo en la Universidad Anáhuac del Norte, en la Ciudad de México, de la Legión de Cristo, a donde llegó como bibliotecario.
La triste experiencia en la Universidad Anáhuac casi llevó a Barba a romper con la vida académica. Además de que presenció una mediocre vida intelectual y tuvo los peores alumnos de su vida, se encontró con una institución que le demandaba sumisión incondicional, no admitía la menor crítica y estimulaba el espionaje. Le pidieron que le escribiera una carta mensual a Marcial Maciel informándole de la marcha de la escuela. Se negó.
“En la Legión, quien no agacha la cabeza incondicionalmente, es desechado”, me dice. Sin darle explicaciones, el rector Salvador Sada Derby le pidió su renuncia el último día de clases de 1987.
Le mandaron un mensajero a casa a decirle que ni se presentara porque le habían cambiado la chapa. Barba se fue a los tribunales y ganó la demanda laboral. Para su mala suerte, recibió su indemnización la misma semana que el peso mexicano sufrió la primera devaluación de la historia reciente. Decepcionado, estuvo a punto de convertirse en agente de bienes raíces en Cancún, pero un huracán deprimió el mercado inmobiliario y ahuyentó esa posibilidad. A invitación de Carlos de la Isla, Barba llegó al ITAM, en donde fue profesor durante 22 años y se retiró en 2011.
La denuncia
“No soy el único”, pensó Barba cuando Alejandro Espinosa le contó que había sido abusado sexualmente por Maciel. Era la década de 1960 y el grupo de nueve víctimas se tomaría todavía treinta años en conformarse y denunciar. Finalmente el vaso lo colmó una carta del papa Juan Pablo II a Maciel, publicada el 5 de diciembre de 1994 en los principales diarios del país, en donde el Papa lo llamaba “guía eficaz” de la juventud en su seguimiento a Cristo.
José Barba, Arturo Jurado y José Antonio Pérez Olvera buscaron un periodista en Estados Unidos. “En México no tendríamos ninguna alternativa”, me explica Barba. La madre de un niño que había sido abusado sexualmente en el Instituto Cumbres —de los Legionarios de Cristo— les habló de Jason Berry, un reportero de Nueva Orleáns que alternaba la escritura de ensayos sobre el jazz con investigaciones acerca de la Iglesia católica. Su libro más reciente se titulaba No nos dejes caer en la tentación. Sacerdotes católicos y abuso sexual infantil en la Iglesia católica.
Para la mala suerte de los ex legionarios, Estados Unidos tampoco estaba abierto a la denuncia contra un clérigo católico. Berry cuenta en Vows of silence que llevó los testimonios de Barba y su grupo a tres cadenas de televisión y a los principales diarios del país. Sin éxito. De casualidad, por esa misma época Gerald Renner había iniciado investigaciones sobre la Legión de Cristo, tras el anuncio de que la congregación había comprado un edificio en Connecticut en 33 millones de dólares para fijar su sede en Estados Unidos. A través de sacerdotes que eran amigos mutuos, se enteró de Berry y lo contactó.
De su primera llamada telefónica a Nueva Orleáns hasta la publicación del reportaje transcurrió medio año. Barba recuerda que aquellos meses fueron de una tensión agotadora pues los reporteros norteamericanos le exigían los detalles más finos de lo que había ocurrido cuarenta años atrás. Después de su jornada de trabajo permanecía en su despacho hasta la madrugada respondiendo sus correos.
Maciel contestó que era víctima de una conspiración. En México, La Jornada publicó una serie de cuatro reportajes entre el 14 y el 17 de abril de 1997 y el Canal 40 transmitió un programa especial el 12 de mayo siguiente, a pesar de que el secretario de Comunicaciones y Transportes, Carlos Ruiz Sacristán, y el secretario particular del presidente Ernesto Zedillo, Liébano Sáenz, les advirtieron que debían desistir, como lo documentó Ciro Gómez Leyva, co-conductor del noticiero de Canal 40 en aquellos años.
Marcial Maciel y la Legión de Cristo se dijeron objeto de una calumnia y ofrecieron su perdón y sus oraciones a los ex legionarios denunciantes, pero esparcieron la versión de que eran víctimas de una conspiración de otras órdenes religiosas (sus voceros oficiosos apuntaron a los jesuitas) que les tenían envidia por su crecimiento. Juan Pablo II se apuró a respaldar a Maciel: lo nombró su delegado pontificio —al lado de otros 20 religiosos— al Sínodo de las Américas. “Eso definitivamente no podíamos aguantarlo”, me dice Barba. “La táctica de Maciel fue siempre aprovechar la tapadera del Vaticano para que, por encima de todas las acusaciones y escándalos, apareciera el cubrimiento de la autoridad papal”, me dice. José Barba redactó una extensa carta al pontífice, firmada por el grupo completo, que publicaron el 8 de diciembre en un semanario mexicano.
Fingiendo que eran italianos, Barba y Barrales tocaron a las puertas de la nunciatura papal en México con el original de la carta para el papa, el 13 de enero de 1998. El nuncio Justo Mullor no los recibió, pero le tomó la llamada a José Barba:
—¡No debieron haber publicado su carta antes de entregarla! —lo regañó.
—Excelencia, nosotros sabíamos que si la entregábamos primero después nos iban a prohibir difundirla —replicó Barba.
—Bien… Yo le prometo que la entregaré en las manos del papa —dijo Mullor.
—Confío en su palabra de caballero español —cerró Barba la conversación.
Mullor admitiría seis meses después que no había entregado la misiva en las manos del pontífice sino que la hizo llegar “por los canales oficiales”.
Sábado 17 de octubre de 1998. Once de la mañana. Se abrió la puerta del ascensor del antiguo Palacio del Santo Oficio y de ella salió el cardenal Joseph Ratzinger. José Barba, Arturo Jurado, el sacerdote Antonio Roqueñí y la abogada Martha Wegan habían acudido a presentar la denuncia contra Marcial Maciel. El padre Roqueñí, primero, y Wegan, después, se arrodillaron a besar el anillo del cardenal. Barba y Jurado los secundaron.
Durante una década José Barba pensó que se había tratado de un encuentro casual con Ratzinger en el pasillo del Palacio del Santo Oficio. Martha Wegan, amiga del inquisidor, lo desengañaría en 2009: “De ninguna manera fue un encuentro casual: Ratzinger quería saber qué clase de personas eran ustedes”.
El caso, sin embargo, se congelaría no sólo en Roma, sino en los medios de comunicación. Salvo excepciones, tampoco hallaron eco en los medios mexicanos: Maciel se había ganado nuevamente el favor de Los Pinos al abrir la agenda de Juan Pablo II para la vocera presidencial Marta Sahagún.
El escenario empezó a cambiar en 2002, cuando el diario estadounidense The Boston Globe destapó el escándalo de pederastia clerical y encubrimiento dentro de la Iglesia en Estados Unidos. Con la válvula aparentemente abierta, los periodistas Javier Solórzano y Carmen Aristegui presentaron sus testimonios en Círculo Rojo, de Televisa, el 15 de abril de 2002. Un ex alumno de José Barba, Ernesto Leyva Pedrosa, me contó cómo se vivió, desde el salón de clases, la denuncia de su profesor: “A pesar de que todos habíamos comentado el programa de televisión, Barba no dijo nada y, ocasionalmente durante el curso, nos avisaba que se ausentaría unos minutos para atender entrevistas telefónicas. El último día del semestre se disculpó por los instantes que se había ausentado y nos explicó que en la vida hay momentos en los que uno se decide a hacer lo correcto. Para él —subrayó— lo correcto era hacer lo que estaba haciendo y denunciar lo que estaba denunciando sin importar los riesgos. Para mí ésa fue la mejor enseñanza del curso, la que no estaba en los libros de San Agustín que discutíamos en clase. El salón permaneció callado unos segundos y, después, todos le dimos un aplauso”.
El soplo
El primero de mayo de 2010 el Vaticano admitió que Marcial Maciel Degollado había llevado una vida carente de escrúpulos: “Los gravísimos y objetivamente inmorales comportamientos del padre Maciel fueron confirmados por testimonios incontrovertibles y se configuran, a veces, como verdaderos delitos”. Barba y el grupo de ex legionarios que denunciaron por primera vez a Maciel habían ganado la batalla histórica. Pero en el camino pagaron costos muy altos: expusieron el daño a su hombría, perdieron amigos, fueron tachados de resentidos y calumniadores, gastaron sus ahorros en asesorías, viajes, viáticos y tuvieron que enfocar años y energías a exigir justicia, que en realidad nunca llegó.
En una carta dirigida al Ricardo Watty, obispo encargado de investigar los delitos de la Legión en México, los ex legionarios presentaron seis demandas, entre ellas, que se les respondiera por escrito en descargo de su inocencia; que la Legión dejara de lado ficticias peticiones de perdón y ofreciera disculpas “a todos los ex legionarios injustamente ofendidos, mencionando claramente nuestros nombres y apellidos” y que se retractaran quienes los habían acusado de conspiración.
Nunca les respondieron, ni el Vaticano ni la Legión de Cristo. En las declaraciones de la Santa Sede en donde se admitían los crímenes de Maciel, jamás se mencionó a las víctimas.
De Maciel, por cierto, cada nueva revelación superaba a la anterior: tuvo cuando menos tres hijos biológicos con dos esposas (se habla hasta de seis vástagos). Dos de sus hijos también denunciaron abuso sexual. Y aunque en mayo de 2006, el papa Benedicto le había ordenado “retirarse a una vida de oración y penitencia”, Maciel se dedicó a gozar la vida en los balnearios más exclusivos de Europa, a donde lo acompañaron su mujer Norma Baños, su hija Norma Rivas Baños y miembros de la cúpula legionaria, tal como lo documentó Milenio Televisión en el programa “Los últimos días del reino de Marcial Maciel”, transmitido el 26 de septiembre de 2011.
Joseph Ratzinger dispuso de un expediente en el archivo secreto con 212 documentos que advertían de sus abusos desde 1954. Filtrado por clérigos con acceso al archivo vaticano, los documentos se publicaron en el libro La voluntad de no saber (Grijalbo, 2012), con prólogos de Barba, del ex sacerdote Alberto Athié y del historiador Fernando M. González.
Barba me cuenta que los documentos se los dieron “gente de adentro que no pudieron más. Vieron que era mentira lo que la Iglesia estaba diciendo y rechazan que se canonice a un papa, Juan Pablo II, que sabía de los delitos de Maciel”.
Le pregunto cuál es su balance de los 15 años de batalla: “Hemos perdido la tranquilidad… La Iglesia no ha sido madre”. En la desazón, sin embargo, lo acompaña la obra del cardenal británico John Henry Newman, uno de los escritores más importantes de la lengua inglesa, al que define como su luz espiritual. “Me es fácil creer en una religión que ha sido guía para un hombre de ese calibre”, me dice Barba.
Mientras caminamos a tomar un taxi hace una última reflexión: “En el tiempo moderno somos a veces los laicos los que sentamos alternativas de búsqueda de la verdad y de la justicia. El Espíritu sopla donde quiere y sucede que sopló sobre nosotros. Se suponía que la Iglesia debía iluminarnos, pero hemos sido nosotros quienes le hemos dado un poco de luz”.
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