John Fante y un taxista que cambió mi vida

“¿Nunca caminaste por “la senda del perdedor”? Esa senda por la que se trasladan,

caminando o arrastrándose, ansiosos como niños o desencantados como ancianos,

todos los seres que perdieron el rumbo”.

Enrique Symns

 

En 2002 cursaba los primeros años de la carrera de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Por ese entonces, me debatía entre el placer y la admiración que me generaba leer a los griegos y mi sueño pueril de ser escritor. De día trabajaba en el centro, en una cocina que medía lo que una salita de estar y hacía más calor que en el Infierno. A las cuatro de la tarde dejaba ese antro y viajaba una hora, en el colectivo de la línea 132, a cursar “Filosofía contemporánea” en la sede universitaria de la calle Puan, en el otro extremo de la ciudad de Buenos Aires. Creo que en ese momento empecé a odiar a Hegel y a toda la corriente idealista alemana. Eso cambió con el tiempo; pero entonces, con mis veintipico de años y un contexto difícil, necesitaba una lectura que hablase de cosas concretas. Simplemente, no me daba la cabeza para Hegel. Quería ser escritor, sí, y eso demandaba disciplina y lectura. Pero cada vez tenía menos resto para una proeza como esa.

Fueron años difíciles que hoy recuerdo con cierto velo de belleza. El país quebrado, la ciudad sucia y una incertidumbre galopante que no llevaba a ningún lugar. No muy diferente a lo que pasa hoy, en esta argentina del 2023, pero con otra escenografía. Como sea, uno de esos días, arruinado por la jornada inacabable y un par de cervezas en el patio de la facultad, decidí tomarme un taxi de vuelta a mi casa y me encontré, en el taxista, a un personaje que, de alguna forma, puedo decir que cambió mi vida.

Se llamaba Jorge y se presentó como un gran lector. Charlando, le conté que estaba pensando en dejar la facultad. Me miró por el retrovisor y empezó su monólogo. El tono de sermón me predispuso de pésima manera: ya tenía suficientes quilombos mentales como para que me siguieran tirando encima palabrerios de autoayuda, así que lo dejé hablar mientras miraba la calle por la ventanilla del coche. Jorge me dijo que se acababa de divorciar, tenía tres hijos y estaba “sin un mango». Se había mudado a una pensión en el barrio de Congreso y había alquilado el taxi hacía dos meses. Pasaba toda la noche dando vueltas, en bares o en alguna esquina tomando café con otros tacheros. “Esta ciudad es una mierda”, me dijo, “pero desde que empecé a leer a un gringo cambié completamente la forma de verla”. En ese momento me levanté de mi adormecimiento y, como se dice, paré la oreja. El gringo era John Fante, “el viejo bulldog de la literatura norteamericana”, un hijo de inmigrantes italianos que había vivido en las sombras de Hollywood y había escrito una importante cantidad de novelas y cuentos. Fante era el padre de una corriente que se llamaba Realismo Sucio y que, hasta el momento, nadie en la facultad había mencionado.

John Fante
Edificio de la Universidad de Buenos Aires, donde estudiaba Filosofía el autor de esta crónica. Foto/Shutterstock.

El impacto de esa charla no tardó en materializarse. Fui a buscar la obra del tal Fante y la encontré entre las ofertas de una librería de la calle Corrientes. Lo primero que tuve en mis manos fue Llenos de vida, una novela en clave autobiográfica sobre un escritor que decide abandonar sus sueños de juventud para trabajar como guionista de cine. Llenos de vida es una comedia de los bajos fondos ambientada en Los Ángeles que recrudece la realidad de la década del treinta para contrastarla con las promesas del sueño americano. Luego conseguí El vino de la juventud, un compilado de cuentos que retrata a un joven de ascendencia italoamericana que se debate entre la miseria y la moral protestante. Con una prosa seca y poco adjetivada, logra que el lector quiera a ese pequeño diablo que justifica sus pecados con conciencia social. “El muchacho había aprendido que el funesto camino que conducía a la fama y a las cosas de la carne pasaba por robar y por mentir para disfrazar el robo”, pero luego sentía cómo “el gusano de la conciencia lo roía por dentro como una rata gorda”.

Era un hallazgo, un escritor en las antípodas de las abstracciones idealistas. Un tipo que hablaba de personas comunes en el lenguaje de las clases populares. Un idioma que podía entender un taxista o un estudiante de Filosofía y que provocaba afecciones de igual calibre en ambos. Que podía decir que Dios era un “cínico de mierda” a quien “le reventaría la cara contra el área municipal de Los Ángeles” por crear un mundo deforme, un mundo donde gente común sufría las desventuras y las injusticias sin ninguna posibilidad de escape. Fante era, en mi insignificante carrera intelectual, la prueba de que, incluso pobre y embrutecido por horas y horas de encierro en la pequeña cocina del centro, podía escribir. Entendí que la literatura no es una mera sucesión de palabras bien articuladas y prolijamente escritas; más bien, la esencia de un escritor era la experiencia de vida, o por lo menos, lo era para mí cuando escribía. Uno puede pasarse encerrado, leyendo e imaginando historias mitológicas, es un don y un privilegio; pero para gente como Fante, o como yo, es imposible. Y la literatura no nos podía ser vedada, todos nosotros necesitábamos un lenguaje propio, una forma, un estilo, y él era quien marcaba ese camino, quien podía escribir esos libros que aportan algo de belleza a nuestras vidas simples.

La Gran Depresión en EE.UU. y la crisis de 2001 en Argentina

Finalmente, y contra todo lo que me había dicho Jorge, dejé la facultad. Dupliqué mis horas de trabajo y por las noches me encerraba con un vino a leer todo lo que estuviese cerca de Fante. Así empecé a trazar un paralelismo que, todavía hoy, creo, es aceptable. La realidad norteamericana después de la crisis del 29 no distaba mucho de lo que pasaba a mi alrededor en esa Buenos Aires devastada y sombría.

Fante era, en mi insignificante carrera intelectual, la prueba de que, incluso pobre y embrutecido por horas y horas de encierro en la pequeña cocina del centro, podía escribir.

De hecho, me obsesioné con esa idea. Muchas tardes, si salía temprano de trabajar, pasaba por el Palacio Sarmiento, un imponente edificio de estilo francés donde funciona lo que se conoce popularmente como la Biblioteca Nacional Pizzurno. Me quedaba horas leyendo sobre historia, índices económicos y política estadounidense. Cada tanto, cansado de datos duros, buscaba las referencias que encontraba a montones en la obra de Fante. Leí El Crack Up de Fitzgerald, los cuentos completos de Hemingway y varias novelas de Faulkner. Todos ellos reconocidos, e incluso premiados, pero ninguno tenía la fuerza de lo marginal narrada en primera persona. Steinbeck, tal vez su real antecesor, trabaja a partir del dolor de las clases postergadas, pero con un paisaje costumbrista, alejado de los suburbios urbanos, de esa marginalidad que conlleva no sólo la falta material, sino la frustración por no poder acceder a una sociedad frívola que basa su éxito en el bienestar económico.

John Fante
Imagen de John Fante. Foto/Editorial Anagrama.

En ese tiempo y en esa biblioteca descubrí que los índices de desempleo durante la Gran Depresión, periodo que siguió a la crisis del 29, habían alcanzado el 26%, el indicador más alto de la historia, y que por falta de un plan social la mayoría de esos extrabajadores habían quedado marginados del sistema, asentándose en villas llamadas Hooverville, nombre que hacía referencia al presidente de aquel momento. En el país del norte, y mayormente en las ciudades del oeste, como San Francisco y Los Ángeles, hubo una escalada de violencia y exclusión social que no cesó hasta la Segunda Guerra Mundial. El descreimiento en la política, en el sistema financiero y en los grandes valores norteamericanos se había propagado por todo el país. En otras palabras, el desánimo y la desconfianza eran la moneda corriente de los trabajadores de a pie, que veían cómo a pesar de su esfuerzo el sueño americano les quedaba cada vez más lejos.

Así me hice una imagen mucho más agradable de lo que, hasta ese momento, era un país imperialista y desalmado al cual odiaba. Esos paisajes sórdidos, esos personajes perdidos e impotentes, el malestar que la cultura del consumo imprimió en sus vidas, le daba un tono familiar con el cual podía identificar a mi propia generación, la misma que ve con temor en la actualidad reiterarse los síntomas que nos llevaron a la crisis del 2001. Al mismo tiempo, y de una forma extraña, me daba la esperanza de un éxito lejano. Veía a los escritores del Realismo Sucio, todos ellos marginales, y finalmente reconocidos. Si ellos podían, entonces, de alguna manera nosotros también. Encontré numerosos escritores que siguieron esos modelos, tanto en España como en Latinoamérica, entre los cuales, a pesar de ser prácticamente inexistente, me consideraba a mí mismo. Como dijo Fante en una carta a su editor: “Yo soy escritor, aunque no haya publicado nada”. De la misma forma me sentía yo, con la fuerza y la ilusión que mi juventud me regalaba.

También pensaba, mientras veía por los grandes ventanales de la biblioteca, que tenía ante mí un mundo que se podía narrar. Justo enfrente de esta, entre el Pasaje Pizzurno y la calle Rodríguez Peña, hay una plazoleta de cemento donde se juntaban etnias urbanas de lo más variopintas y vagabundos con sus carros de supermercados y sus sacos rotos mal pegados al cuerpo. A veces, cuando me quedaba hasta última hora y se hacía de noche, los veía alrededor de un barril en llamas tomando sopa y pasando un vino de cartón, mientras que los pequeños skinheads fumaban porro. Algunas veces compartían el vino, otras se armaban peleas que disipaba la policía con un grado bastante alto de violencia.

Como dijo Fante en una carta a su editor: “Yo soy escritor, aunque no haya publicado nada”.

Buenos Aires, después del estallido social y económico de 2001, era un territorio en disputa. El vacío político había dejado la sensación de que las calles no tenían dueño. Como describe el periodista y escritor argentino Enrique Symns, éramos una sociedad perdida, caminando sin rumbo entre la marginalidad y la desolación. El índice de desempleo en el año 2002 había ascendido a un 20.9% y, al igual que en Estados Unidos, en la década del 30, tocaba un techo que nunca había alcanzado. El “corralito” había barrido con la liquidez monetaria y se habían formado centros de trueque donde la gente acudía en búsqueda de productos básicos para su supervivencia. Por su parte, la pobreza había escalado a un 54%, índice que se podía apreciar sin ningún esfuerzo caminando por calles que se me presentaban como un escenario interesante y hostil. La crisis había generado un marco para que el arte pudiera expresarse por fuera de un mercado que era inexistente. El modelo económico liberal, impuesto gracias a la presión que generaba la deuda externa y con la complicidad de la política local, había colapsado. Y el underground de las décadas posteriores, de repente, tomó la escena. Boliches emblemáticos de la cultura del rock como Cemento o Cromañón canalizaron un espíritu joven y potente, donde la voz de las clases postergadas se manifestaba en una suerte de queja y reivindicación de su realidad. Sí, había algo que se podía narrar y yo sentía esa mezcla de entusiasmo y tristeza. Pero la realidad se impuso a mis necesidades artísticas.

El exilio en medio del desastre

Un día, con un frío que te partía al medio, a la salida de mi trabajo en la pequeña cocina del centro, fui a la biblioteca y la encontré cerrada. Nunca supe si fue por falta de presupuesto o para evitar que se llenaran los salones de corte francés con vagabundos que iban a dormir la siesta. Lo cierto es que la biblioteca había empezado a abrir con horario reducido por la mañana. Eso, irremediablemente, significaba el fin de mi estadía y de alguna forma de mis lecturas. Fue un golpe extraño y certero en mi fantasía de personaje marginal, que repercutió en mi psiquis proyectando fantasmas que había logrado ocultar por unos meses. Mis ideas empezaron a rondar sobre la inutilidad de mi vida y mi pobre condición material y laboral.

Al poco tiempo tuve una discusión con mi jefe, un muchacho que había hecho una pequeña fortuna manteniendo a todos sus empleados en la mayor precariedad posible, y a quien había decidido reclamar condiciones dignas de trabajo. Mi exigencia terminó en un despido repentino y en una miserable cantidad de plata que podía servirme para sobrevivir tres o cuatro meses. Después de pensarlo un tiempo, decidí irme para probar suerte como inmigrante de segunda a algún país del Primer Mundo. En Estados Unidos los latinos no éramos bien recibidos, así que terminé recalando en Madrid, en el año 2004, donde viví la siguiente década trabajando de todo aquello que el destino pusiese delante de mí. Fui aprendiz de albañil, cuidador de caballos y fumigador, por nombrar algunas de las diversas profesiones con las cuales me tuve que enfrentar en ese tiempo. Finalmente, luego de la crisis financiera mundial de 2008, y a pesar de que me había propuesto no hacerlo, decidí volver a la gastronomía, lo cual me daba cierta estabilidad económica y con ella, la posibilidad de comprar cuanto libro quisiera.

En España el acceso a novelas y autores es potencialmente más sencillo que en Argentina. Ahí conocí a Bukowski y pasé una temporada o dos leyendo y releyendo sus libros. Era un claro discípulo de Fante, pero con un lenguaje todavía más vulgar y soez, rozando lo pornográfico, aunque con el mismo increíble talento para narrar con simpleza experiencias vitales. Leí sus novelas y los cuentos de Carver, con el mismo entusiasmo que El manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin. Una mujer con una vida extraordinaria consumida por el alcohol y la falta de reconocimiento. Aparecieron Tobías Wolf y Richard Ford. Todos ellos me acompañaron en esos años. Tenía un pacto secreto con estos escritores: yo buscaba sin cesar todo lo que había acerca de su literatura y ellos contenían mis ilusiones con una luz tenue y balsámica.

Algunas portadas de los libros de Charles Bukowski y Raymond Carver.

Así fue como un día, buscando videos en YouTube, encontré al viejo Henry leyendo una poesía. Se lo ve sucio y notoriamente borracho, leyendo su poema “La ducha”, sentado en un sillón raído. El video es en blanco y negro, y el sonido es malo. Pero el poema parece desbordar por toda la escena. Incluso, el propio Bukowski no puede terminar de leerlo ahogado por su llanto, su melancolía y el amor que le representa recordar a su mujer Linda. Aquello abrió en mí una nueva percepción sobre su obra. Bukowski entonces se me presentó como un escritor romántico, más parecido a Baudelaire que a Balzac. Me entusiasmé y escribí algunos poemas que posteriormente fueron quedando olvidados.

Tiempo después descubrí a la generación Beat. Entonces me pareció que, si ponías en una coctelera la experiencia Fante con una buena dosis de Ginsberg, Burroughs y Kerouac, el resultado inevitable era el gran Bukoswski. Pero también se agotaron y me olvidé por un tiempo de la literatura norteamericana.

Yo soy Arturo Bandini

En el 2014, luego de muchos años de trabajo y ahorro, decidí volver a Argentina con el objetivo de dejar la gastronomía y dedicarme a la literatura. Buenos Aires, a pesar de las incesantes crisis, no deja de ser un faro cultural con inmensidad de talento humano. Estudié con algunos de los principales referentes literarios, comencé a escribir reseñas y ensayos para medios locales y creé mi propio taller de lectura. Esto, junto con algunos trabajos ocasionales, me permitieron cierta estabilidad que, al igual que el país, comenzó a deteriorase con los años.

Fue hace un par de meses, preparando un curso, que volví a buscar y remover la obra de Fante. Entonces me reencontré con la saga Bandini. Cuatro novelas que retratan, desde su juventud en casa de sus padres hasta su etapa adulta, ya retirado en Los Ángeles, la vida de este personaje que, creyéndose un salvador literario, nunca sale de las sombras de una cultura sumida en un estado de bienestar. Mi antigua tesis sobre el paralelismo entre un país de grandes promesas caído en desgracia y esta Argentina que vuelve a experimentar los mismos fantasmas que la condujeron a la mayor crisis de su historia, se me hizo presente. Con estas ideas, me predispuse a releer Pregúntale al polvo, una de sus novelas icónicas. Al hacerlo, me encontré con un prólogo que no estaba en las viejas ediciones.

Mi antigua tesis sobre el paralelismo entre un país de grandes promesas caído en desgracia y esta Argentina que vuelve a experimentar los mismos fantasmas que la condujeron a la mayor crisis de su historia, se me hizo presente.

Fue tal el entusiasmo de las primeras hojas y el descrédito de encontrar una nueva pieza de Fante que decidí disminuir el ritmo de lectura con el fin de saborear cada una de las frases. Pero rápidamente ese prólogo, que también trabajaba a partir de un joven aspirante a escritor, alcohólico y relegado, empezó a mencionar a Fante en tercera persona. Entonces, encontré el siguiente párrafo: “Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!».” En ese momento, como veinte años atrás, la literatura me pegó un cross en la mandíbula. El prólogo era de Bukowski. Él era Bandini, Chinaski, su alter ego literario, era Fante, y yo era un pobre diablo, sin un peso, perdido en una ciudad de mierda que odiaba y amaba en partes iguales; como aquel taxista, un insignificante humano con aspiraciones provenientes de un sueño de prosperidad que nunca iba a alcanzar.

Portada de la libro con la recopilación de la saga Bandini.

Dejé el libro a un costado, salí al balcón que da a la avenida 9 de Julio con un vaso de vino y me quedé mirando la calle. Mis ideas daban un giro, se cerraban sobre sí mismas y tenían, aunque vagas y simples, un sentido claro. Habían pasado veinte años para que eso sucediera, y muchas cosas en el medio. Entré al departamento y busqué una lapicera y mi cuaderno. Escribí lo siguiente: “El Realismo Sucio, que surgió durante la Gran Depresión, con la emergente de una clase social culta, empobrecida y marginal, crea una estética que, al cuestionar el centro mismo del capitalismo en su aspiración y su moral, empatiza con un universo de lectores que reproducen ese sueño desde la frustración; una clase media empobrecida que mira con terror y fascinación la marginalidad, pero que no cesa de buscar fama, reconocimiento y dinero”. Dejé la lapicera junto al cuaderno en el pequeño escritorio. “Yo soy Arturo Bandini”, murmuré al tiempo que la mueca de una sonrisa se dibujaba en mi rostro ya oscuro.

Antes de acostarme fui a ver a mi hija recién nacida, que dormía profundamente. Después fui a la cama, junto a mi compañera, y me quedé con los ojos abiertos como platos mirando el techo resquebrajado. Sigo deseando el reconocimiento con la terquedad con la que mi cultura moldeó mis aspiraciones, pero ahora puedo decir que ese sueño no vale ni la mitad de una pasión tan grande como la que me generaron estos escritores. Y esa pasión, de alguna forma, se la debo a Jorge, el taxista. Gracias a él pude entender que, con mi fracaso a cuestas, voy a seguir escribiendo.

 


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