“¿Hay alguno de ustedes que no haya oído hablar de Jack el Destripador?”, pregunta el profesor Raúl Torre, la pipa colgando de su boca. Nadie dice nada en el curso de Investigación de Homicidios dictado en el Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina. El nombre del Destripador es bien conocido por los abogados, los médicos, los psicólogos y, por supuesto, por los policías que asisten –y también por este periodista. “No hay duda de que todos lo conocen”, continúa Torre. “¿Pero todos ustedes conocen a Theodore Bundy? Él mató a cien mujeres; Jack el Destripador, a cinco. Pero fue suficiente para que se convirtiera en el criminal más famoso de todos los tiempos”.
“Bajarlía, que era un bohemio, estaba interesado en lo siniestro y en lo marginal, y Jack, en ese contexto, era un plato fuerte”, considera Juan José Delaney, su amigo y colega ripperólogo (por Jack the Ripper). Aquel primer sospechoso murió en Buenos Aires, en un hotel del viejo Paseo de Julio (hoy, la avenida Leando N. Alem), donde los vecinos recordaban a un tipo que hacia 1910 se paseaba encapotado por la plaza Roma, quién sabe en busca de qué.
A pocas cuadras, el segundo sospechoso —el médico húngaro Alois Szemeredy— se cruzó con la joven Karoline Metz en la noche del 25 de julio de 1876. Se habían conocido en un barco y ella lo invitó a su habitación, de modo poco decoroso, en el 36 de la calle Corrientes. Szemeredy la mató ahí mismo, degollándola sobre la cama. Cuando la policía encontró un reloj de oro que lo comprometía, escapó a Brasil. Sólo tres años más tarde pudo ser extraditado, juzgado y condenado a muerte, pero tuvo suerte: un buen abogado le salvó el pellejo en la apelación. Szemeredy volvió a Europa apenas iniciada la década del ochenta, pero su destino no mejoró: en 1892 se quitó la vida, antes de ser condenado por el crimen de otra mujer.
Los crímenes de Jack El Destripador ocurrieron en el suburbio de Whitechapel, entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888.
¿Pero dónde había estado en 1888? ¿En Whitechapel? “Hay que situar estos crímenes en el marco de los ‘delincuentes viajeros’, que tienen que ver con el abaratamiento de los viajes ultramarinos y con las migraciones masivas”, aporta el sociólogo e historiador Diego Galeano, autor de “Escritores, detectives y archivistas”, un trabajo revelador sobre la cultura policial porteña del período 1821-1910. “En esa época la policía sentía que sus herramientas ya no servían: las ciudades estaban inundadas de anónimos y no se podía reconocer a los delincuentes”.
El último Destripador yace en algún tablón del cementerio de Chacarita. Un sacerdote pasionista le habló de él al escritor Juan José Delaney —el amigo de Bajarlía— y le contó que otro cura lo había confesado en el Hospital Británico de Buenos Aires, para terminar escuchando de los crímenes. El periodista Leonard Matters, autor de un libro sobre el Destripador, cuenta una historia similar y dice que el nombre del moribundo era Stanley. Sus crímenes habrían sido en venganza por la muerte de su hijo, que se había pescado la sífilis con una de las prostitutas. El escritor Delaney rastreó la entrada al país, entre 1888 y 1926, de treinta y dos hombres de apellido Stanley. Su investigación —un esquema importante del paso del Destripador por Buenos Aires— se publicó en el número 378 de la revista Todo es Historia. “Continuar la tarea es difícil porque habría que analizar miles de historias clínicas del hospital”, considera. Ahora insiste con el tema desde la forma de una novela, “que a fin de cuentas es otra forma de conocimiento”.
Pero la posibilidad de un Destripador argentino se desvanece de a poco. Mientras se retira del aula, el profesor Torre inclina sus sospechas ripperólogas por Montague John Druitt, un excéntrico abogado que se suicidó en las aguas del Támesis. “En los últimos años aparecieron cuatro nombres más, pero ninguno pudo cerrar el tema”, agrega. “Los ingleses son muy pícaros: yo viajé y vi cómo te venden el gorrito, la remera y el llaverito de Jack el Destripador… El caso quedó en la historia porque en plena época victoriana estaba el sexo de por medio y porque el imperio lo echó a los cuatro vientos con el telégrafo”. Dicho esto, el profesor Torre se calza la pipa y se da media vuelta. Ya es de noche en Buenos Aires cuando su figura se pierde, de a poco, en la neblina del estacionamiento del Instituto Universitario de la Policía Federal Argentina.
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