Se trataba de la que para ese entonces se llamaba la Copa Suruga Bank y, desde 2018, es la Copa J. League-Sudamericana. En ella se enfrentan los vigentes campeones de la Copa J. League (en este caso el equipo Kashima Antlers), el campeonato profesional más antiguo de Japón, y de la Copa Sudamericana, la segunda competición más prestigiosa de América del Sur, después de la imponente Copa Libertadores.
David —tez blanca, 1.70 centímetros de estatura, labios pequeños, sonrisa pareja, ojos claros, cabello negro peinado hacia la izquierda, tan bogotano como el ajiaco (la típica sopa de papa y pollo de la capital colombiana) y radicado en Buenos Aires, Argentina, desde 2015— es consultor de tecnología de la información y estrategia, pero ante todo es un apasionado de tiempo completo por Independiente Santa Fe. El “rojo capitalino”, como se le conoce por ser el único equipo de fútbol de Bogotá que viste con este color cálido, es el motor que impulsa sus emociones más frenéticas y le hace brincar el corazón como si hubiera un saltarín dentro de él.
Por esos días la ilusión era total. El santafereño estaba convencido de que ese viaje iba a ser uno de los más dichosos de toda su vida porque su club, a 14.229,17 kilómetros de casa, podía escribir una nueva página dorada. Una página de las que nunca se olvidan. De esas que se les leen a los nietos, quienes con ojos abiertos como balones imaginan las escenas y piden que se las repitan una y otra vez.
Había razones de sobra para intuir el mejor desenlace posible. El “león” (como también se apoda a Santa Fe, no solo por su garra, sino porque en 1975 sus directivos adoptaron al felino como su mascota, adquirieron uno real en el zoológico de la ciudad de Pereira, a unos 300 kilómetros de la capital, y lo presentaron en el capitalino estadio Nemesio Camacho “El Campin” ante 30.000 hinchas) se encontraba viviendo su época más ganadora. Las victorias eran un deleite habitual y los hinchas saboreaban la gloria a cucharadas. Desde 2009 hasta este instante japonés, Independiente Santa Fe había jugado 9 finales y se había adornado el cuello con la medalla de oro en 6 de esas oportunidades.
Sus seguidores tarareaban a menudo la canción “We Are The Champions”, de Queen, la icónica banda británica de rock. Pero la consigna para esta ocasión era aquella que Luis Manuel Seijas, centrocampista e ídolo santafereño, lanzó el 14 de diciembre de 2014 después de anotar el gol de la victoria 0-1 ante Atlético Nacional en el estadio Atanasio Girardot de Medellín, por las semifinales de la liga local, y que selló el paso a la final que, posteriormente, posibilitó disputar la Superliga 2015, la Copa Sudamericana y llegar hasta Japón: “Esto no termina acá, ahora vamos por más”.
David también quiso ir por más y decidió atravesar el mundo para acompañar a su reverenciado equipo.
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La travesía, que para muchos podía parecer demencial debido a que no se trataba de un paseo turístico sino de hipnotizarse con 90 minutos de fútbol al otro lado del mundo, inició su planeación en marzo de 2016. “Y la verdad que sí era una locura, es algo que yo todavía no puedo ni creer. Uno no lo dimensiona porque en realidad es muy lejos, pero lo volvería a hacer mil veces”, dice David mientras esboza una plácida sonrisa.
El enamoramiento entre David y Santa Fe surgió en la infancia, desde el primer segundo en que comenzó a tener noción de lo que era el fútbol. Su asistencia al estadio “El Campín” (en el centro-occidente de Bogotá) siempre fue sagrada, su ritual de sanación. Y el estar presente partido tras partido también lo convenció de que ir a ver al equipo a otros lugares cuando tenía que jugar de visitante, más allá del resultado, podía provocarle convulsiones de orgullo. Así que se prometió que cuando tuviera la posibilidad de viajar para seguirlo, lo haría sin mirar atrás.
Esa promesa se hizo realidad por primera vez en 2014 cuando llegó al estadio Monumental de Santiago de Chile y después al Presidente Elías Kalil (Belo Horizonte, Brasil) por partidos de Copa Libertadores. Un periplo que continuaría en 2015, tras hacerse presente en el estadio Gran Parque Central (Montevideo, Uruguay) durante la segunda ronda de aquella Copa Sudamericana en la que, 4 meses más tarde, el equipo bogotano se consagró como el gran campeón.
Aquellos instantes de pasión desenfrenada le inyectaron una energía cósmica a su vida como hincha. Por lo tanto, cuando en marzo de 2016 se definió que Santa Fe jugaría la final de la Suruga Bank en agosto de ese año, supo que no podía perdérsela. Su corazón le gritaba que tendrían que pasar muchos años para que volviera a suceder algo igual, porque para que un logro así se repitiera, tendría que darse una engorrosa fórmula que consistiría en, primero, ser el mejor en la liga local y, segundo, cumplir el intrincado objetivo de salir campeón continental. No había más alternativas: de hecho, Independiente Santa Fe es el único equipo colombiano que ha tenido la posibilidad de disputar esa final intercontinental.
La determinación tomada le implicó realizar una serie de trámites que tuvo que vivir al mejor estilo santafereño, es decir, sufriendo. Para que un colombiano viaje a Japón necesita visa estadounidense (por aquello de las escalas) y, adicionalmente, una visa japonesa. David tenía la primera, pero la segunda no podían dársela en su país natal debido a que ya era residente argentino. Poniéndolo en términos futbolísticos, era como si te pitaran un penal en contra y solo te quedaran 45 minutos para revertirlo y darle vuelta.
Entonces tuvo que solicitarla en la Embajada de Colombia en Argentina —ubicada en la Avenida Pellegrini de Buenos Aires, a 10 metros del Consulado General de Brasil y a 30 metros del Banco Galicia— donde, después de múltiples idas y venidas, la consiguió. ¡Golazo, remontada y clasificación a la siguiente ronda! Compró lo tiquetes del viaje, pero le faltaban todavía unos cuantos puntos para continuar: nada menos que convencer a Sergio —un amigo correligionario que había conocido en su visita a Chile por Copa Libertadores— de unirse a la aventurada experiencia.
—Me voy para Japón. ¿Se pega al parche? —lo tanteó David.
—De una. Yo me sumo —le respondió Sergio sorprendentemente rápido, casi sin pensarlo.
Acordaron que se reunirían en Bogotá, para volar juntos a la tierra del sol naciente.
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El viernes 5 de agosto de 2016 amaneció en Bogotá, como de costumbre, con las nubes decididas a agolparse para recubrir el luminoso cielo capitalino. En medio de la fría mañana, la gran mayoría de personas estaban alistándose para salir a sus lugares de trabajo, pero el plan de David era totalmente diferente. La ansiedad lo invadía con ese cosquilleo que semeja un festival de mariposas en el estómago. Por fin había llegado el día que tanto había esperado. Se duchó, se vistió con indumentaria de Independiente Santa Fe —no podía haber otra mejor para la ocasión— tomó su maleta viajera y salió con prisa hacia el Aeropuerto Internacional El Dorado.
El primero de 3 vuelos que tenía para llegar a Japón estaba programado para el medio día. Abordó en compañía de Sergio y de sus padres, e impulsado por la explosiva gasolina del avión, despegó hacia el primer destino de su periplo. Viajó entre las nubes durante 5 horas y llegó al Aeropuerto Internacional Hartsfield-Jackson, de Atlanta, Estados Unidos. El tiempo de la escala le permitió salir al centro de la ciudad para conocer el famoso “World of Coca-Cola” y, en medio de una multitud de latas, botellas, tapas, relojes, carros de juguete y teléfonos alusivos a la energética gaseosa, volvió a sentir cómo lo invadía la adrenalina futbolera previa al partido.
Había tenido que crecer viendo a un Santa Fe que parecía sumergido en un eterno drama shakesperiano. Tragedia tras tragedia. Llevaba más de tres décadas sin ser campeón y en las fases definitivas solía brillar por su ausencia. La crisis por esos tiempos era tanta que una simple clasificación entre los ocho mejores de Colombia se veía como el más brillante de los tesoros. Si durante su infancia y adolescencia le parecía lejano conquistar campeonatos nacionales, eso de llegar a otro continente sonaba como una invasión extraterrestre. Pero los años pasaron, el equipo dio un giro de 360 grados y se acostumbró a jugar todo lo importante hasta obtener su insólito cupo japonés.
Con esos recuerdos rondando en su mente regresó al aeropuerto, se subió a un segundo avión —esta vez solo en compañía de Sergio—, y llegó a Detroit, Estados Unidos, donde pasó la noche para, en la madrugada, abordar ese último vuelo fantástico que, tras 13 horas, lo depositó en Tokio.
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La llegada a la tierra de los palacios monumentales, los templos sublimes, el sushi y la tecnología, se cumplió el domingo 7 de agosto de 2016. Sobre las 2:00 de la tarde, el Aeropuerto Internacional de Narita (uno de los dos que hay en Tokio) abrió sus puertas para saludar a David y a Sergio. Desde allí tomaron un tren que los llevó al hotel Grids Hostel Lounge Akihabara (en la zona tecnológica de la ciudad).
El temido jet lag era un antagonista que había que mantener a raya para no alterar los planes. “Tenemos que quedarnos despiertos”, advirtieron al entrar a la habitación que tenía camarotes tipo cápsula y la conexión a wifi más rápida que habían experimentado jamás.
Los hinchas y jugadores sudamericanos que viajan a Japón suelen usar un hachimaki, aquella balaca de tela blanca con el disco rojo que representa al sol en la bandera nacional japonesa y que para los nipones es un símbolo de constancia. Lo hicieron los de Boca Juniors cuando jugaron las Copas Intercontinentales del 2000, 2001 y 2003, y los de River Plate cuando disputaron el Mundial de Clubes en 2015.
Con esa idea en mente, el plan del par de febriles hinchas para pasar el resto de ese día fue elaborar alrededor de 40 de esas cintas (guardando dos para lucirlas en el partido) y venderlas para recuperar algo de dinero.
David, aprovechando que su madre trabajaba en el sector de las confecciones, había hablado con ella antes de viajar y le había pedido el favor de ayudarle a cortar la tela con el ancho que necesitaba. Aunque al hacer “arte” se sentía tan perdido como cuando le hablaban en japonés, tuvo la suerte de encontrarse con otro hincha que hacía pinturas y estuvo dispuesto a ayudarle. Pintaron el característico sol bermejo, escribieron con caligrafía japonesa los lemas “vamos león” y “la fuerza de un pueblo” (insignias entre los seguidores de Santa Fe) y las dejaron listas.
Al día siguiente, el 8 de agosto, todavía faltaban 48 horas para el juego. Así que David y Sergio, ya reunidos con su copartidario Daniel, aprovecharon para hacer un tour a toda marcha por Tokio.
Visitaron el monte Fuji (el volcán más venerado por los japoneses), los jardines orientales del palacio imperial, la colosal torre de Tokio, el mercado central y la zona tecnológica que está llena de casinos iluminados, edificios de videojuegos, galerías de animé y empresas rimbombantes de dispositivos electrónicos. Siempre luciendo las banderas del “rojo capitalino”, para posar con ellas en los lugares turísticos y enseñar a los transeúntes la emoción por la gesta que el onceno colombiano estaba por iniciar.
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El martes 9 de agosto de 2016, a 24 horas del embate, los seguidores de Independiente Santa Fe se juntaron en el cruce de Shibuya, la intersección peatonal más transcurrida del mundo (con un promedio diario de alrededor de un millón de personas en circulación). En medio de las inmensas pantallas digitales publicitarias que rodean el cruce, David y otros 80 seguidores del club, desplegaron múltiples banderas rojiblancas y las ondearon sin parar, como si ese intenso bamboleo les asegurara un gol.
Durante esa noche David identificó hinchas provenientes de Bogotá, pero también de Australia y España. Bien lo dice la biblia: “la fe mueve montañas y el amor fronteras”. Y también escuchó que un mismo murmullo se paseaba una y otra vez por el lugar: “qué locura lo que estamos viviendo”. Los japoneses parecían observarlos entre asombrados y maravillados.
Para ese entonces, integrantes del equipo de mercadeo y comunicaciones de Santa Fe ya habían hecho una identificación de los hinchas que se harían presentes en Kashima para alentar al equipo, y les habían dado el preciado papel delgado que al otro día les serviría como boleto de entrada a la final (David lo conserva, como si se tratara del santo grial, enmarcado en un lugar privilegiado de su casa en Buenos Aires, junto con otros tantos de juegos menos espectaculares pero que también ilustran su estrepitosa afición).
La espera llegó a su fin. El sol salió por el noreste, con unos rayos resplandecientes que presagiaban los acontecimientos de ese miércoles 10 de agosto de 2016. El día en el que se definiría si Independiente Santa Fe ganaba su segundo título internacional, después de la Copa Sudamericana de 2015.
David y sus amigos salieron del hotel para ir al primer destino del día: la terminal de autobuses de Tokio. Abordaron uno de los vehículos que estaba disponible para trasladarse hasta Kashima y, aunque la ansiedad pudo haber alterado su noción del tiempo, la realidad es que viajaron por carretera durante unas 4 horas. Las suficientes para que sus mentes jugaran el partido en más de una oportunidad.
A las 2:30 llegaron a “Kashima Central Hotel”, la parada en la que David, Sergio y Daniel, se apearon del bus para luego trasladarse a un hotel con el mismo nombre de la estación, donde se alojaban los jugadores del equipo. Con su presencia querían hacerles sentir que no estaban solos en las horas previas a la batalla. Como enunció el músico, dramaturgo y cineasta argentino Enrique Santos Discépolo, en la película El hincha: “¿Qué sería del club sin el hincha? Una bolsa vacía. El hincha es el alma de los colores”.
Instalados en el lobby del prestigioso hotel, que tiene un centro comercial en la planta baja, David y sus amigos, al igual que el resto de santafereños que coparon el recinto que acogió a la delegación oficial del club, iniciaron un festejo colosal. Por todo el lugar se desplegaron los trapos —como los hinchas llaman a sus banderas— y retumbaron los cantos: Volveremos, volveremos/ volveremos otra vez/ volveremos a ser campeones/ como la primera vez…
Aprovechando la euforia del momento, David y sus amigos vendieron un puñado de las cintas japonesas que habían elaborado en Tokio.
Por esos días, Independiente Santa Fe, de la mano de Umbro, la marca deportiva británica que lo vestía en este entonces, lanzó una camiseta de edición especial y exclusiva para la final de la Copa Suruga Bank. David supo que ese era el manto sagrado adecuado para vestir una historia sin precedentes y no descansó hasta conseguirla gracias al favor de un funcionario del club.
La camiseta se diseñó para conmemorar la fundación de la ciudad de Bogotá. Su parte inferior es blanca y su parte superior tiene un degrade rojo y amarillo que representa la bandera de la capital colombiana. En la parte alta de la espalda se sitúan dos franjas que tienen los mismos colores y llevan un mensaje que está escrito en español y en japonés: #SomosSantaFeDeBogotá. La posteriormente legendaria casaca, entregada en el hotel, tenía estampado el 10 del talentoso volante creativo Omar Sebastián Pérez. Aquel argentino, máxima estrella de la historia de Independiente Santa Fe por haber conquistado 7 títulos nacionales y 2 internacionales.
Los jugadores salieron al lobby sobre las 4:30 de la tarde y David le entregó una de las balacas japonesas a su ídolo Omar Pérez, tras haber logrado obtener las firmas del resto del plantel y de Gustavo Costas, el director técnico que dirigió la final en Japón y es el más ganador en la historia del club.
Mientras los futbolistas y demás integrantes del equipo se subieron al bus que los llevaría hasta el mundialista Kashima Soccer Stadium, sus fanáticos llamaron alrededor de 20 taxis para seguirlos y formar una alegre y tupida caravana que surcó la National Route 124, durante unos 17 minutos al son de gritos y cantos futboleros.
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La llegada al Kashima Soccer Stadium fue un choque de realidad que volvió a vociferarle a David que estaba en otra parte del mundo. Al entrar a la tribuna ubicada en la parte lateral sur del que fuera escenario mundialista en 2002, los hinchas del Kashima Antlers (el club de fútbol de la ciudad y sus adversarios en esa noche apoteósica) le abrieron paso a los santafereños, los aplaudieron como si fueran estrellas de rock y les pidieron fotos. Ese inesperado recibimiento aturdió a David, quien hasta ahora solo había conocido que en las visitas a los estadios los hinchas rivales siempre estaban separados para evitar grescas. “Yo estoy completamente seguro de que nunca más voy a vivir algo igual”, recuerda mientras su rostro evidencia la misma extrañeza que lo invadió esa vez.
A través de esos gestos simples, los japoneses engrandecen su cultura. Son respetuosos, tranquilos, organizados y, al igual que los superhéroes de las mejores historias de ficción, se les mueve el corazón cuando se trata de ser bondadosos, transmitir empatía y brindarles hospitalidad a los visitantes.
Tan solo unos minutos después de esa sorpresiva experiencia, el anonadamiento siguió acrecentándose. Contrario a lo que sucede en el estadio bogotano, en el Kashima Soccer Stadium vendían licores fuertes como whisky: otra contundente señal del alto grado de confianza que tienen los japoneses en su serenidad y aplomo en momentos de posible euforia deportiva.
Sin embargo, el momento en el que más sintió que la electricidad corría por su cuerpo fue cuando en la pantalla del estadio aparecieron los jugadores de su club y se escuchó una voz que hacía comentarios sobre ellos en japonés.
Santa Fe formó ese día con Robinson Zapata en el arco; Carlos Mario Arboleda, Javier López, Horacio Salaberry y Dairon Mosquera en la línea defensiva; Juan Daniel Roa, Yeison Gordillo, Jonathan Gómez y Omar Pérez en el medio campo; y Juan Falcón y Humberto Osorio Botello en la delantera.
El pitazo inicial fue a las 7:00 de la noche. El Kashima Antlers inició dominando el trámite. Los jugadores japoneses tenían una velocidad similar a la del wifi que tanto impresionó a David en el hotel de Tokio. En cada sprint eran imparables y generaban peligro. El público santafereño sentía que el mundo se les venía encima en cada ataque de los nipones, que estaban encima de sus oponentes como un depredador que no deja respirar a su presa.
El balón no besó la red del arco santafereño en el primer tiempo solo porque se interpusieron los palos y los magistrales reflejos del arquero Robinson Zapata. Al fin y al cabo, estaba jugando un club que pocas veces ha ganado de manera holgada y en el que el martirio siempre ha estado ligado a su identidad.
Un tormento que alguna vez describió a la revista Semana el recordado presentador de televisión colombo-español (y fanático del onceno rojiblanco) Fernando González Pacheco: “Ese mismo equipo es capaz de ponernos al borde del infarto o del suicidio. De alguna manera, ser santafereño también es ser masoquista: cuando gana, nos hace sufrir tanto como cuando pierde”.
El segundo tiempo comenzó mucho más parejo. El equipo bogotano pateó el tablero, replanteó su idea e igualó cargas para dejar de verse superado. Pero, los minutos pasaban y como acostumbran a decir los narradores deportivos: “la lata no se abría y todo seguía en tablas”.
Cuando el cronómetro marcó el minuto 77 con 50 segundos, Baldomero Perlaza, que había ingresado en el minuto 63 por Juan Falcón, fue derribado en el costado derecho de la mitad de la cancha. Falta.
David sujetó con más fuerza la bandera de “la banda del expreso” que había sostenido todo el partido. Algo, tal vez su intuición de hincha sufrido, le dijo que esa jugada podía cambiar las cosas.
Minuto 79. Jonathan Gómez se encargó de ejecutar el tiro libre que cobraba la falta cometida a su compañero debido a que Omar Pérez acababa de ser sustituido. Impactó el balón con su pierna derecha, la trayectoria fue haciendo una parábola perfecta, Osorio Botello cabeceó fuerte contra el piso y venció al arquero rival. ¡Gol! ¡Golazo de Santa Fe al otro lado del planeta!
El balón entró justo en el arco que estaba cerca a la hinchada y la tribuna estalló. Pareciera como si quisiera abalanzarse al campo para abrazar a cada uno de sus héroes. El impacto fue tan fuerte que en esos minutos de descontrol David tuvo una baja de presión. Pero el abrazo cavernícola en el que se fundió con Daniel, que estaba a su lado, lo recargó con la última ráfaga de batería que necesitaba para llegar hasta el silbato final.
Sin embargo, a pesar de tanta alegría y continuando con la tradicional tortura santafereña, cuatro minutos más tarde, exactamente a los 83:17, el árbitro sancionó penalti en contra del rojo capitalino y la respiración del estadio se detuvo.
“No puede ser”, gritó alguien desde la tribuna. Aun así, David, mientras dirigía su mirada al cielo, pasó súbitamente de la resignación a la fe. Igual que en la jugada previa al gol, tuvo un presagio esperanzador, y encendió la cámara de su celular para grabar el cobro, aunque siempre había pensado que esa era una acción que traía mala suerte.
El delantero japonés Mu Kanazaki pateó a la derecha de “Rufay”, como se apoda al arquero colombiano. Y Rufay, simplemente, voló sobre ese costado como un Superman criollo. La frágil victoria permanecía.
Finalmente, 11 minutos después, tras un tiro de esquina rival que se quedó corto, el árbitro se llevó el silbato a la boca, llenó de aire sus cachetes, sopló con fuerza y decretó la conclusión.
¡Santa Fe se consagró como impensable campeón intercontinental en Japón!
David y el resto de los seguidores empezaron a saltar como nunca antes, se buscaron entre sí e inundaron la tribuna con una tormenta de largos apretujones que buscaban que el tiempo se quedara congelado en ese día.
La delegación de jugadores, cuerpo técnico, colaboradores y directivos se reunieron en la mitad de la cancha al sonido de “dale campeón, dale campeón”. Omar Sebastián Pérez recibió el trofeo y lo levantó lo más alto que pudo.
Ya con el título en las manos, los jugadores se dirigieron a la tribuna sur, les ofrecieron la copa a sus incondicionales revulsivos y se unieron a la canción favorita. La canción del campeón.
Ya volvimos, ya volvimos/ ya volvimos otra vez/ ya volvimos a ser campeones/ como la primera vez…
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Al abandonar el estadio, David se sorprendió al comprobar que el público japonés del Kashima Antlers continuó aplaudiéndolos, solicitándoles fotos y hasta regalándoles cerveza para celebrar. Algo inimaginable en otras latitudes. Todo era una locura, pero una locura deportivamente hermosa.
En medio de los festejos a las afueras del estadio, un policía dio un importante anuncio en japonés e inglés. Y, aunque en un principio nadie le entendió, David se las ingenió para ver la hoja que había leído el funcionario y desenmascaró el misterio.
El gobierno de Japón estaba notificando que había dispuesto unos buses para que la gente que lo deseara pudiera regresar de Kashima a Tokio. Japón, en definitiva, había ganado también un campeonato paralelo: el de la cordialidad y la hospitalidad.
Tic, tac, tic, tac… el reloj avanzaba y cuando el autobús partió rumbo a Tokio, marcó las 10:00 de la noche. David y sus amigos habían decidido retornar para conocer los Templos Samurái, subirse en el Shinkansen (el tren bala que viaja a 320 kilómetros por hora), trasladarse a Kioto a ver las oficinas centrales de Nintendo y terminar de convencerse de que nada había sido una alucinación. La gira deportiva sucedió, dejó un insólito título en las vitrinas, y ellos la presenciaron en primera plana.
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