Mauricio fue el Mafalda cuando era un alumno menos que discreto de un liceo pobre de Santiago de Chile, y fue el Mafalda cuando decidió ser punk y ejercer de okupa, y más aún en el breve tiempo en que abrazó una estética más lana, que es la expresión que en Chile se utiliza para la fusión entre hippismo y raíces étnico andinas: bolso artesanal, sandalias de cuero y descuido capilar.
Debió ser ese un tiempo breve y confuso. Un periodo que los amigos –que ahora lamentan su muerte en torno al cajón donde yace– prefieren no recordar, porque para ellos es mejor pensar que Mafalda siempre fue nazi. Que siempre llevó, como ahora en el cajón, la cabeza rapada.
–Mauricio era nazi desde los 15 años –dice su novia, Tiare
Moyla, en el velorio.
–Mauricio era camarada desde hace apenas tres años –dirá otro día Raúl, alias el Púa, 23 años y miembro del grupo Nacional Socialista Santiago Sur.
Es lunes 26 de junio y en Conchalí, este barrio pobre de Santiago, los nazis están de duelo velando al amigo caído: al hijo huérfano de padre cerrajero, el hermano de cinco hermanos, al hijo de una madre que trabaja en un frigorífico, al hombre que escuchaba a Robbie Williams y Cristian Castro y tenía miedo de las arañas. En la casa donde lo velan, el cajón ocupa un tercio del espacio. Hay una bandera con la esvástica y una corona de flores con la cruz celta, como testigos de que el cuerpo inerte del Mafalda va rumbo al Olimpo de los guerreros germanos.
–Él murió luchando, está en el Walhalla –dice su novia.
Pero la posibilidad de que las valkirias desciendan hasta esta zona para cargar con un caído se hace impensable. La ciudad de Santiago se divide por comunas, y la distribución del ingreso desciende hacia la puesta del sol. Una de esas comunas donde el sol se pone es Conchalí. Aquí hay muros con grafitis de puños en alto, veredas sin pavimentar, perros vagos y casas bajas amontonadas, dormitorios de obreros, operarios y empleados de baja calificación.
La mayoría de los nuevos nazis chilenos viene de zonas como éstas, y el velorio del Mafalda ha logrado reunirlos a todos –o a muchos: algo así como 40 grupos de distintos suburbios de unos 15 integrantes cada uno– como nunca antes: hay gente del Batallón 88, del Batallón Chile y del Club Celta; camaradas del Mafalda de Los Súrdicos de Conchalí; representantes de Estandartes Hitlerianos y de un grupo de neonazis de una población pobre que, enclavada en medio de barrios de altos ingresos, buscó inspiración onomástica en un movimiento religioso de gran influencia entre la alta burguesía y decidió autodenominarse Los Legionarios de Cristo. Todos entran y salen, compran sándwiches en una tienda vecina y vuelven masticando, exhibiendo músculos, tatuajes, insignias, ceños fruncidos, chaquetas de aviador o pantalones de camuflaje. El cuerpo del Mafalda había estado en la morgue, y sólo llegó a la capilla cerca del mediodía.
–En los diarios mienten –advierte una tía, molesta porque la prensa deslizó que la familia de Mauricio no había podido sacar el cuerpo de la morgue, ya que tenían que pagar para hacerlo: la irrita que le digan pobre–. Todo porque era nazi. Nunca hubo que pagar nada pero tampoco nos hubiera costado reunir la plata.
El Mafalda, de todos modos, debía trabajar duro para sobrevivir. No se conformaba con la pequeña casa que compartían siete personas, entre abuela, novia, tíos y hermanos, y tenía que mantener a dos hijos de siete y 12 años de dos relaciones anteriores. Un amigo suyo declaró en un diario que no era raro que Mauricio se jactara de su apellido. En Chile hay apellidos a los que por tradición se añaden ciertos atributos, aunque estos atributos no existan. Egaña cumple con algunos requisitos para ser catalogado entre los que tienen un eco de distinción. Un eco que no se condice con el hecho de vivir en Conchalí, un eco que tampoco se condice con el trabajo de obrero de la construcción con que se ganaba la vida. El Mafalda no era de los Egaña a los que hubiera querido pertenecer.
Dicen que cayó en combate, aunque en rigor no fue guerra sino asalto, un ataque de un grupo de rapados antinazis llamados Acción Rebelde, también vecinos de Conchalí. Fue en una parada de autobús. Diez puñaladas según la prensa, muchas más según la novia. Lo primero que le dijeron antes de la golpiza fue una pregunta retórica: “¿Así que fascista el hueón?”.
Después, vinieron las cuchilladas.
***
La década del noventa trajo una nueva vía al nazismo chileno, un desvío del tradicional patrón heredado de las orgullosas legiones del movimiento nacionalsocialista fundado en 1931 que llegó a contar con tres escaños en la cámara de diputados y 20 mil adherentes. El nacismo (con la “c” como una denominación de origen local) tenía fuerza entre la juventud universitaria y un manejo de la puesta en escena que podría haber despertado la simpatía a Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich: enarbolaba su propia bandera, que rescataba los colores amarillo, blanco y azul del primer estandarte chileno llamado de “La Patria Vieja” (Chile ha tenido dos banderas antes de la actual), cruzados por un rayo que semejaba una gran N ascendente. Los militantes vestían un uniforme gris, con corbata, gorra y eran un partido con ambiciones políticas concretas en medio del auge del fascismo y de Hitler en Europa. Ese ambiente hace comprensible que el día 4 de septiembre de 1938 se organizara una concentración, que según los nacis reunió a 100 mil personas. El auge envalentonó a un grupo que al día siguiente intentó marchar rumbo al Palacio de La Moneda en contra de la administración del entonces presidente Arturo Alessandri Palma. Fueron detenidos y masacrados por los carabineros en el interior de un edificio ubicado a pocos metros de la casa de gobierno. El hecho es conocido como la Matanza del Seguro Obrero (nombre de la institución que albergaba el edificio donde los fusilaron). Murieron 59 militantes a quienes se les hizo un obelisco como monumento en uno de los patios del Cementerio General, el más grande de Santiago.
La imagen del presidente Alessandri salió seriamente dañada y el movimiento naci sufriría un declive, acorde con el del nacionalsocialismo alemán. Desde los años sesenta el nacionalsocialismo chileno se transformaría en poco más que una anécdota asociada al nombre de Miguel Serrano, escritor y ex diplomático nacido en 1917, quien se adhirió al nacionalsocialismo después de la matanza del 5 de septiembre de 1938, alimentó la costumbre de marchar al monumento a conmemorar el día (de hecho fue allí, en 1992, cuando aparecieron los primeros nazis cabezas rapadas) y es un candidato eternamente frustrado al Premio Nacional de Literatura, el mismo que obtuvieron Gabriela Mistral, Pablo Neruda, José Donoso y Nicanor Parra. Reconocido por su cultura refinada, amigo de Nehru, del Dalai Lama, de C.G Jung y Herman Hesse, suele vestir una chaqueta de cuero de las SS y nunca fue mezquino en declaraciones que en otras latitudes podrían haberle significado ser llevado a la corte: “A Alemania le han sacado millones de millones de dólares las supuestas víctimas judías que han inventado todo. Yo tengo videos hechos por judíos que fueron a Auschwitz, y vieron que jamás hubo allí una cámara de gas. El Diario de Ana Frank es falso, está escrito con bolígrafo, que no existía en esa época” (Revista Nuestro. Enero 2004). Pero Miguel Serrano, que entre otras cosas postula que Hitler no murió en su búnker, sino que se refugió en la Antártica, donde a su vez existiría una entrada al interior de la tierra, planeta que sería hueco, es un señor de otros tiempos, de los nacionalsocialistas de la alta burguesía, con estudios universitarios, poca calle, nada de barrio, y menos de recitales de heavy metal rociados por vino en caja de cartón. De hecho, declaró en 2004 que “Por ahora sólo hay una cosa que me horroriza (…) y es que se me vincule a los movimientos violentos skinheads que no tienen nada que ver con mi ideario” (diario Las Últimas Noticias, 4 de febrero de 2004). Pero sus ideas, o pinceladas de ellas, suelen ser citadas por los nuevos nazis de barrio: aquellos que, sin una organización política y más parecidos a tribus urbanas, reivindican la necesidad de un país limpio de desviaciones de cualquier tipo.
Los neonazis amigos del Mafalda no son como Serrano.
Son más bien grupos de barrio en torno a un conjunto de gustos –desde la música metalera de bandas nazis como Odal Sieg, hasta la estética nazi pasada por Hollywood, mezclada con rudimentos teóricos, pinceladas antropométricas y artes marciales– con ideas de orden, patriotismo y racismo. Unos pocos han llegado a la universidad y pueden expresar su postura de desprecio estomacal hacia la “escoria” (palabra con la que designan a punks, borrachos, travestis, homosexuales, inmigrantes y judíos) con un discurso más consistente. Son jóvenes de la clase trabajadora, hijos de obreros, y tan cercanos a la pobreza que su desprecio parece un gesto de disgusto frente a una realidad demasiado cercana de la que quieren tomar distancia y no pueden. La pobreza y el caos están a centímetros de tragárselos, y ellos quieren evitarlo aferrándose a su esvástica. Crecieron en barrios alejados como Conchalí, Puente Alto, La Granja, Pudahuel, en suburbios de calles estrechas con algún vecino vendiendo pasta base. Se criaron levantándose de madrugada para tomar el ómnibus, asistiendo a liceos de calidad académica menos que discreta, pasando más tiempo en la calle que en su casa. Son un fruto nuevo, con más gimnasio que biblioteca y más bares con mesas de mantel plástico que salones con muebles heredados. Sus primeras noticias sobre Hitler fueron a través de la televisión y el lugar de encuentro es diverso: bares, calles, páginas y foros de internet, recitales de bandas metaleras, gimnasios, academias de artes marciales. Muchos tienen tez oscura, son bajos, con pómulos telúricamente indígenas y algunas de sus mujeres tienen muslos pachamámicamente amerindios. Proporciones que desencantarían el ideal del führer y que hubieran provocados serios traumas estéticos a Leni Riefenstahl. Nazis de bajo presupuesto que comenzaron a cobrar celebridad a fines de la década de los noventa con ataques a travestis, mendigos, homosexuales y punks: el primer impulso de los nacionalsocialistas chilenos parece ser la necesidad de orden, de limpiar, de organizar “barridas”.
–Siempre tuve interés en lo patriótico, pero mi primer contacto con gente del movimiento fue en una academia de kung fu. Allí me hicieron leer sobre la conquista de Chile, los pueblos precolombinos. Me interesaba la idea de defender mi barrio, mi sector, porque se ve mucho borracho. Nos consideramos conquistadores de nuestra tierra –dice el Púa, que lleva nueve años en su grupo, Santiago Sur.
La prioridad de las jornadas de limpieza está en el delincuente pero el plan detallado incluye sacar a los borrachos, eliminar a los drogadictos, desterrar a los travestis, esconder a los gays o deshacerse del flaite. Este último es un tipo humano nacido al alero del hip hop, que se desliza entre la vagancia y la delincuencia. El neonazi, en cambio, pronuncia, modula, no bebe ni se droga. “Somos sanos”, repiten, como queriendo dejar contenta a la abuelita que se enorgullece de una juventud quieta. El segundo impulso para abrazar el nazismo es la estética. El Púa reconoce que en gran medida vestir el atuendo de rigor atrae adeptos. Las poleras con caracteres germánicos, leyendas de las SS, y la combinación parda y negra son un buen gancho. Tener un grupo podría ser la inconfesada tercera razón.
–A lo único que aspiramos es al bien común –explica el Púa, que trabaja como guardia de discoteca–. Generalmente en las barridas evitamos el contacto corporal, para eso usamos bastones retráctiles.
La pigmentación es un tema incómodo dentro de los distintos grupos.
–Este es –explica el Púa– el punto más débil que tenemos. Si defendemos alguna raza es la raza chilena, que define Nicolás Palacios.
Palacios fue un médico chileno de fines del siglo XIX y principios del XX que, como una manera de defender al mestizo chileno del desprecio de algunos miembros de la clase dirigente, elaboró una teoría que expuso en su libro Raza chilena publicado en 1904. Palacios postula que el mestizaje del pueblo chileno es único, que se dio entre dos tipos humanos particulares y guerreros: el soldado español de origen gótico y el guerrero araucano. El resultado de esto fue la raza chilena, o el “araucano gótico”. Palacios estaba en contra de la inmigración de italianos desde Europa porque se trataba de un pueblo en decadencia. Esa idea fue tomada, con el tiempo, como un argumento que sustenta al nacionalsocialismo chileno. “No seremos arios, pero somos gótico araucanos.” Aun así la piel clara es un rasgo apreciado y la blancura un anhelo.
–Yo rastreé mi linaje y es absolutamente europeo –afirma orgulloso Dragón Blanco, de los Estandartes Hitlerianos, tez blanca, pelo negro y ojos levemente rasgados.
El Púa –tez blanca, alto, pelo oscuro, novio de una chica que no es nazi– abre otro flanco para evadir el tema del color:
–No nos fijamos en el color de la piel, sino en la forma y la separación de los ojos, la nariz, la boca.
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En la misma madrugada del asesinato del Mafalda, un grupo antinazi compuesto por 10 personas fue detenido por la policía y un menor de 17 años confesó ser el que lo acuchilló. Casi todos piensan que se trató de una venganza: una suerte de respuesta al crimen del 16 de abril de 2006 en el que Tomás Vilches, un joven antinazi, fue asesinado por un grupo nacionalsocialista. Pero si el crimen de Vilches renovó la atención de la prensa en los cabezas rapadas de distintas comunas de Santiago, no fue el primero. En 2003 otro grupo había asesinado a un joven punk en Curicó, una ciudad al sur de Santiago. La víctima salía de un recital de la banda Ruido Antifascista cuando un grupo de nazis lo interceptó y lo golpeó con un bate de beisbol. Dos de los agresores –Robespierre Chamorro y Patricio Bustamante– fueron condenados por el crimen. Meses más tarde Bustamante concedió una entrevista al programa de televisión Informe Especial de TVN y allí sostuvo que él se sentía ario y superior, con una gramática que padecía errores en la conjugación de los verbos, como “tenimos”, por “tenemos”. En 2005 el grupo neonazi denominado Martillo del Sur lanzó una bomba incendiaria al bar El Dique, de Valparaíso, en medio de un recital de la banda punk Curasbun. El mismo año fue desbaratado por la policía el grupo neonazi Camisas Pardas, de Viña del Mar, que ejercía su idea de higiene social en la ciudad balneario golpeando a mendigos, travestis y homosexuales. Su líder, Francisco Javier Eguiguren, de 34 años, atendía una librería y era “un hombre amable y discreto”, según sus compañeros de trabajo.
Pero los pioneros de todo fueron los neonazis de Puente Alto, un barrio al sur oriente de Santiago, una zona que creció explosivamente a partir de la década de los ochenta con la construcción de proyectos inmobiliarios para la clase media trabajadora. Casi 500 mil personas viven en este dormitorio gigantesco unido al centro de Santiago por la avenida Vicuña Mackenna, una calle eterna que en días de lluvia se trasforma en un archipiélago de asfalto y en el verano, en un desierto gris y polvoriento que se pierde en el horizonte. Las direcciones de Puente Alto se ubican por el número de la parada de ómnibus. La primera parada (“paradero 1”) está lejos del corazón de Santiago. Los neonazis de la zona tienen su epicentro en la parada 25. Allí, los niveles de seguridad se pueden evaluar por la proliferación de rejas y los estándares de construcción por la facilidad para escuchar lo que ocurre dentro de las casas. Grafitis anarquistas, afiches descascarados de recitales punks y alguna esvástica que señala que Puente Alto tiene tradición de alojar diferentes tribus, que convivían hasta el surgimiento de los neonazis en los noventa. Fue en este sitio y en esos años que personajes mitificados por las páginas policiales y los programas de denuncia en televisión, como Thor –que tras una golpiza a unos hip hoperos sufrió el rigor de la venganza muriendo asesinado en 1998– o Tito Van Damme –que se ganó el apodo gracias a las elongaciones marciales que practicaba desde su época de estudiante– comenzaron barriendo calles de borrachos, fracturando a punks y raperos en nombre de la patria limpia y ordenada.
Camilo creció en Puente Alto, en medio de todo esto. Tiene 16 años, es un skinhead antifascista –en inglés, un sharp: rapado en contra de los prejuicios raciales, rebautizados sharputos por sus enemigos– y amigo del asesinado Tomás Vilches. Agacha la cabeza y apunta con un dedo. Como tiene la cabeza rapada la lesión es fácil de constatar: la cicatriz del botellazo tiene la forma de un río con muchos meandros. Se la hicieron hace un año y quedará para siempre. Es el efecto de un golpe propinado por un grupo de una tribu hardcore de Puente Alto. Pensaron que Camilo era nazi cuando lo encontraron a la salida de un concierto. Pero se equivocaron.
–A fines de los noventa eran pocos los skinheads antifascistas que existían en Chile. Era una moda nueva acá. Para nosotros es una cultura. Los skinheads nazis eran anteriores, y algunos de ellos eran una especie de mito urbano en Puente Alto. Nosotros les llamamos boneheads (cabezas huecas) –dice Camilo. Los antifascistas como Camilo lucen la cabeza rapada a cero, tirantes para sostener sus pantalones, y botas. Pero en lugar de la bandera chilena en el antebrazo derecho de la chaqueta usan una esvástica tachada o la bandera chilena invertida. Camilo intenta elaborar su propia teoría de las razones que tienen los nazis para serlo.
–La mayoría parte escuchando música metalera. Hay muchas bandas metaleras que tienen temas racistas. Otros son hijos o familiares de militares. Hay muchos de familias fascistas, otros pendejos que para imponer respeto se vuelven nazis, o giles que alguna vez fueron antifascistas y que se pasan al lado oscuro.
Desde el asesinato de Tomás Vilches, sus amigos tratan de no andar solos por la calle. Dimas y Cristián, activistas del mismo movimiento, acompañan a Camilo. Dimas dice que las peleas se han extendido desde Puente Alto a otras comunas y al centro de Santiago.
–Circulan con las banderas chilenas en el brazo. Si se cruzan con sharps se agarran a combos (puñetes). En Plaza Brasil, en el centro, tienen una casa ocupada donde se juntan y hacen conciertos. Antes las peleas estaban focalizadas en Puente Alto. Me acuerdo de un incidente en 2004, cerca del paradero 25. A la salida de un concierto agarraron a batazos a una chica. Ella se llamaba Daniela Fuentes, iba con su novio y los siguió una camioneta, se bajaron seis tipos y les pegaron. El que manejaba era Tito Van Damme. Nosotros estábamos cerca, fuimos a buscarlos… Pero no dimos con ellos.
Tito Van Damme, el alias de Esteban González, fue condenado por la agresión a Daniela Fuentes, pero volvió a aparecer el 16 de abril de 2006, junto al grupo que asesinó a Tomas Vilches.
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Las plazas de los barrios periféricos de Santiago son islotes de pasto que crecen rodeados de un mar de tierra. Generalmente es un paño de terreno que quedó sin edificar. La denominación técnica es área verde, aunque la mayor parte del tiempo sea amarilla. Una plaza es el único sitio que tiene Tiare Moyla para hablar. La dueña de casa es la abuela del Mafalda y “la yaya no es de carácter fácil, así que mejor hablamos fuera”. Tiare Moyla, la novia del Mafalda, tiene 20 años y dice que antes “era rubia”. Para corroborarlo muestra una foto en la que tiene el pelo más claro que ahora, aunque es un rubio con una sospechosa tonalidad naranja. A Mauricio lo conoció hace menos de un año, se pusieron de novios en octubre de 2005 y el día de Navidad ella llegó de visita a su casa. Y nunca más salió.
–Nos íbamos a casar a fin de año –dice.
Tiare es casi una viuda y no ha vuelto a casa de su madre. Asegura que tiene algo de alemana. Lo sostiene enérgicamente en la misma oración en la que aclara que no sabe quién es su padre, “pero según mi mamá era alemán o hijo de alemanes o algo parecido”. Tampoco tiene certeza de su apellido, porque fue reconocida por el marido de su madre. “El apellido Moyla es italiano”, explica, como si arroparse en esos supuestos antepasados la protegiera del frío. Pero no parece ni italiana, ni alemana. Se ve tan chilena como el paisaje de invierno que rodea la avenida Independencia a la altura del cinco mil. No es tan lejos del centro de Santiago como Puente Alto, pero tiene el mismo carácter de urbanismo improvisado, desajustado, de agujeros en el asfalto, grafitis en los muros y borrachos de semblante oscuro que conversan entre ellos como con pena o con susto. Tiare no debe alcanzar el metro 60 de estatura, de tez clara, rostro redondo y ojos oscuros algo rasgados que marcan el signo del ancestro indio. Nació cuando su madre tenía 15 años y fue criada por su abuela en el campo. Tiene el cuerpo fuerte, la espalda ancha. Practicó lucha libre y, según cuenta, tiene varias peleas en el cuerpo. En la foto que muestra se la ve más delgada. La holgura de la chaqueta de aviador que lleva (cruz gamada en el antebrazo izquierdo, bandera chilena en el derecho) y del pantalón de ejercicio disimulan el volumen del cuerpo.
–Yo soy de campo. Vivía con mi abuela. Cuando era niña fui candidata a reina de mi escuela. Llegué a Santiago a los 14 a vivir con mi mamá, mi padrastro y mis hermanos. Aquí hice amistad con unos vecinos metaleros que vivían en el mismo edificio. Ahí me di cuenta de que yo tenía cierto sentido súper nacionalista. Recuerdo que hablaban mal de los nazis y yo un día les dije que ser nazi era bacán, que me gustaba esa onda por lo que había leído y visto en películas. Durante un año fui a un curso de formación trotskista al que me invitó uno de mis amigos metaleros. Él cachó que yo era nacionalista y quiso darme vuelta. A los 13 años me metí a la Defensa Civil, renuncié al curso de formación trotskista y me puse a leer. Leí Raza chilena. Me encantó.
Entre los 14 y los 20 años la inquietud por el nacionalsocialismo se transformó en una militancia que combinaba con trabajos temporales y un curso de modelaje en una academia de poca monta. Las primeras pistas ideológicas las obtuvo de las películas, y después vendría algo de literatura histórica. Vivía en el centro, a algunas cuadras de La Moneda y muy cerca de una zona donde confluyen distintas tribus de todos los suburbios: góticos, seguidores del brit pop y gays, punks y neonazis que se reunían en bares como La Cabaña, Dieciocho, Barba Roja. Afirma que descubrió el nazismo por iniciativa propia, después de pelearse con sus amigos metaleros. La ideología la fue reforzando con el atuendo. Se compró una chaqueta de aviador, un par de prendedores en el Eurocentro (la galería comercial de las tribus urbanas de Santiago). Pronto cundió su fama de nazi en el liceo. La consagración vino cuando un grupo de rapados antifascistas llegó a buscarla. El grupo lo encabezaba uno, apodado el Bestia, que preguntó: “¿Dónde está la nazi?”. Tiare se paró frente a él y lo desafió. El Bestia la miró y, en lugar de darle un puñetazo, sonrió.
–Creo que le gusté –recuerda.
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Su madre casi no figura en el relato. De su padrastro sólo dice que fue comando del ejército. Su casa es un domicilio que evita recordar. Desde los 15 se mueve entre las fiestas del Teatro Carrera, el bar La Cabaña y el gimnasio Death Angel, donde trabó amistad con Raúl, el Púa. Comenzó a participar en barridas “asustando a punkys borrachos”. Su veloz carrera ascendente en el movimiento fue coronada cuando organizó el cumpleaños del führer y el aniversario de la matanza de nacionalsocialistas chilenos del 5 de septiembre de 1938 frente al monumento en el Cementerio General. Las celebraciones de los neonazis son más bien domésticas, en casas. Tienen un calendario propio de festejos al que se le agrega la muerte del jerarca nazi Rudolf Hess (que se suicidó el 17 de agosto de 1987) y el Día de la Raza (12 de octubre). Las celebraciones incluyen cantos de himnos y ritos de inspiración pagana que inventan y a los que les infieren solemnidad con banderas de esvásticas, cruces celtas y afiches de la Segunda Guerra. Un día de agosto del año pasado, en medio de un asado organizado por el Ballena, conoció a Mauricio. Lo volvió a ver en octubre en el bar Barba Roja.
–Desde la noche en que nos volvimos a ver no nos separamos más.
Dos meses después estaban viviendo juntos.
–Yo, ahora, siento como si Mauricio siguiera conmigo –dice y se queda sonriendo.
–¿Te gustaría estudiar?
–Sí. Mauri siempre decía que para ser alguien hay que estudiar. Nosotros teníamos claro que no podíamos seguir estudiando porque no teníamos plata. Yo quiero ser militar.
–¿A quién le reclamarías por no seguir estudiando?
–A nosotros mismos.
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El Persa Bio-Bio es un barrio a 10 minutos al sur del centro de Santiago. Unas cinco cuadras de ventas de objetos de segunda mano y antigüedades. Está formado por grandes galpones que alojan distintos locatarios. La oferta va desde tecnología de segunda pasando por muebles, libros, repuestos y adminículos del Tercer Reich, hasta accesorios para skinheads antinazis. La mañana del 16 de abril Tomás estaba en la tienda Botas y Tirantes, dedicada a la venta de artículos para antifascistas y lugar de encuentro de los distintos grupos. Según la versión de sus amigos Camilo, Cristián y Dimas, un grupo nazi llegó temprano. No hubo provocación, sólo marcaron presencia. Tomás avisó por teléfono a los miembros de su banda punk, Código Hoy, que tal vez llegaría tarde al ensayo programado para esa tarde. No quería dejar la tienda para mantener a los nazis a raya.
–Los nazis fueron en la mañana –dice Cristián, amigo de Tomás–. Se pararon frente a la tienda, pero no hicieron nada porque había más gente. En la tarde volvieron cuatro, iban con cuchillos. Iban jalados (drogados). Alrededor de las cuatro de la tarde Tomás llamó a su amigo Magoo, el vocalista de la banda, y una hora después volvieron los hueones. Volvieron en un auto. Cuando se bajaron los nazis salieron un par de muchachos de los nuestros para que no entraran al local, y ahí los tipos sacaron los cuchillos. Se agarraron a combos y Tomás quedó encerrado entre dos autos. En ese momento le pusieron la puñalada en el corazón.
Horas más tarde atraparon a Héctor Herrera, quien se declararía culpable del asesinato, y a su primo Miguel Ángel, otro de los miembros del grupo. Al poco tiempo Paola Trisotti, la fiscal a cargo, descubriría una red de neonazis que involucra al capitán de ejército Manuel Carrasco Gaete; al cabo primero José Barraza y al cabo segundo de Carabineros Francisco Cayuqueo. Ninguno reconoció pertenecer a un grupo, ni formar parte de una asociación ilícita aunque todos dijeron haber conocido a Esteban González –Tito Van Damme– en el gimnasio Energy de Puente Alto, donde Van Damme oficiaba como instructor de artes marciales. Actualmente, la fiscal investiga la posibilidad de procesarlos por asociación ilícita.
Los antifascistas no creen que el nazi confeso sea el verdadero asesino de Tomás. Para ellos los autores son otros. Los que se dieron a la fuga una vez que atraparon a Herrera: César Caballo Esparza, tatuador y guardia de un pub, y Tito Van Damme, instructor de artes marciales y conductor de un taxi colectivo.
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César Caballo Esparza era un hombre orgulloso de su oficio y solía dejar algo que él llamaba “la marca del autor” en los tatuajes que diseñaba sobre la piel de sus clientes.
Su amigo, Rodrigo Pérez, estudiante de Ciencias Políticas, desafía a encontrar el guiño autoral en el tatuaje que transformó su espalda en un lienzo patrio. Pérez casi no sale de su casa en La Granja, una zona al surponiente de Santiago. Tal como Puente Alto, La Granja es atravesada por una avenida en la que se marcan las direcciones según la parada de autobús. Vivir más allá de la número 20 es una hora de viaje desde el centro. La casa de Pérez está a la altura de la número 30. El vecindario es de clase media, ordenado y limpio. Un par de cuadras más allá la situación no es tan apacible. Pérez mismo se refiere a ese espacio tan cercano como “allá afuera, en las poblaciones”. Él es hijo único, tiene 27 años y vive en esa casita de dos dormitorios, un baño y una cocina. En su computador portátil guarda algunas fotos de las celebraciones nazis en su casa. Asados con cruces gamadas y cabezas rapadas bailando con orgullo la cueca, el baile nacional de Chile. El registro incluye algunas pruebas de valor un tanto adolescentes –cigarrillos encendidos en el pecho para probar rudeza, gestos de marcialidad durante la entonación del himno nacional para la celebración del Día de la Raza–. Los muebles son escasos. Un sofá y un sillón de dos cuerpos de tapiz sintético con un estampado indefinido, dos estantes. La estufa está apagada y se nota. Pero el frío no es impedimento para que Pérez muestre el tatuaje que esconde la marca del Caballo Esparza. El escudo chileno –el ave y el ciervo flanqueando la estrella con la leyenda “Por la razón o la fuerza”– ocupa la parte superior de la espalda de Pérez. Su esposa, Denise, también tiene tatuajes pero es más cauta en esto de andar exhibiendo sus diseños corporales. Es difícil dar con la marca de Esparza en la espalda de Pérez. Denise lo revela: un diminuto falo debajo de la estrella, entre el cóndor y el huemul. Pérez y Denise son nazis. Viven junto a sus dos hijas. Después del asesinato de Tomás Vilches la policía descubrió documentos y fotos que comprobaban que ambos eran amigos de Esparza y, por lo tanto, sospechosos de encubrimiento y asociación ilícita. Su casa fue allanada dos veces.
–Se llevaron hasta una enciclopedia de historia pero dejaron libros como Judío internacional (un “clásico” antisionista) –se mofa Pérez, que apareció en el diario chileno Las Últimas Noticias después del crimen afirmando desafiante: “Soy nazi, y qué”. La foto de su espalda con la esvástica de fondo y dos pistolas en cada mano, tomada por sus amigos, se multiplicó a través de diarios y televisión, y Pérez tuvo que renunciar a su trabajo.
–Atendía al público en un hospital –aclara Denise, quien también quedó cesante de su trabajo como supervisora de una autopista–. En los servicios públicos las cosas se manejan por política. Además el servicio de salud está lleno de maricones.
La pareja es unida, atenta y amable. Ellos no se sienten xenófobos. Si les molesta la presencia de peruanos es porque envían el dinero que ganan en el país fuera de Chile.
–Si no lo invierten aquí la economía no crece. Opinaríamos lo mismo si fuese un gringo –aseguran.
Ambos sienten que, en el fondo, la mayoría de los chilenos piensa lo mismo de la inmigración peruana. Sólo que no lo dicen. La facilidad de palabra transformó a Rodrigo Pérez rápidamente en el rostro televivo que representaba a decenas de grupos neonazis esparcidos por Santiago y el país.
–Ahora le dicen el nazi farandulero –dice Denise orgullosa.
–Nos piden autógrafos –agrega Rodrigo.
Ambos ayudan a la comunidad de su barrio. De hecho Pérez reivindica haber ayudado a “limpiar” su cuadra, pero desde que fueron señalados como sospechosos de asociación ilícita a principios de mayo, y aparecieron en la prensa, Denise se cuida de salir a la calle.
–Hay gente que nos insulta y otra que nos demuestra simpatía.
Rodrigo ha leído a todos los autores que se supone debe leer un nazi chileno. Comenzó por Mi lucha y luego se dio cuenta de que el sendero intelectual criollo tenía sus propios derroteros nacionalsocialistas: el camino comenzaban con Raza chilena de Nicolás Palacios, seguía con autores como Carlos Keller y continúa con Miguel Serrano.
Rodrigo Pérez reafirmó el sendero autodidacta a fines de los noventa tomando cursos en el movimiento Patria Nueva y Sociedad (PNS), el partido encabezado por Alexis López, un publicista y entomólogo que lo creó, hasta el año 1998 se fotografió con la esvástica y entonces decidió cortar lazos con el nazismo histórico, rehuyó de la expresión “nazi”, de las esvásticas y, en cierto modo, de Hitler, cuya figura no le merece más que el apelativo de “un personaje histórico como cualquier otro”. Renegó de los postulados racistas (pero no del antisionismo) y conformó una agrupación que en su reglamento interno prohibía el ingreso de cabezas rapadas.
Tanta reconversión provocó primero las críticas y después el franco desprecio de los neonazis de otros grupos que juzgaron el cambio en los estatutos del PNS como una traición. Pese a la reducida planilla de miembros (10) el PNS cobró notoriedad en el año 2000, cuando organizó un encuentro nacionalsocialista bautizado como “Congreso nazi” por la prensa: el Congreso reunió a seis personas (dos extranjeros) en una casa de playa de Viña del Mar. En 2003, miembros del PNS se instalaron en las calles del centro de Santiago a juntar firmas. Lograron tres. López, que tiene una pequeña agencia de publicidad, define el PNS como un movimiento socialista nacional, constituido legalmente y que nada tiene que ver con las agrupaciones suburbanas neonazis. En actitud recíproca las agrupaciones suburbanas lo desprecian y lo consideran un traidor. De hecho, Pérez no le habla porque él no puede “estar de acuerdo con alguien que renegó del nazismo y ahora le da la mano a judíos, negros y maricones”.
–¿Por qué le decían Caballo a Esparza?
–Porque le decimos caballos a los maricones prostitutos que se paran en las esquinas. Caballos porque se los montan. Era una manera de molestarlo.
Rodrigo Pérez asegura que él nunca tuvo relación con Esteban González, Tito Van Damme, a quien se refiere con cierto menosprecio. Esparza sí era su amigo.
–Él se alejó de mí y del grupo cuando comenzó a frecuentar a Van Damme.
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El día del funeral Rodrigo Pérez viste una chaqueta parda y un brazalete con los colores de la bandera de la Patria Vieja (azul, blanco y amarillo), el símbolo de su agrupación Santiago Sur, la misma de Raúl, el Púa, y el mismo del Movimiento Nacional Socialista de los años treinta. En este caso en lugar de un rayo en forma de “N” la bandera es atravesada por dos letras “S”. Si esto fuera una coreografía, Pérez y sus amigos estarían en el centro, inmóviles, mirándose entre sí, y el resto orbitaría con cierta distancia, acercándose de vez en cuando. Pérez es el más respetado. La exposición pública reforzó su autoridad entre los distintos grupos. Al funeral llegan nazis de toda la periferia de Santiago, vestidos de negro, verde pardo, mujeres y hombres con chaquetas de aviador, algunos con gafas de sol pese al día nublado, o bufandas generosas más arriba del cuello. Abundan los gorros con visera. El conjunto no es un bloque, sino más bien células dispersas que cruzan un par de palabras para volver a separarse a la espera del ataúd.
Dragón Blanco, el líder de Estandartes Hitlerianos, anda por ahí y asegura tener contactos con el Ku Klux Klan. Es difícil que explique cómo es que un grupo de supremacistas blancos norteamericanos llegó a relacionarse con un joven moreno del fin del mundo, que vive en casa de sus padres y que trabaja a regañadientes en la cocina de un McDonald’s. Atenúa tamaña sumisión al imperialismo entrenando a jóvenes aspirantes neonazis: los Estandartes Hitlerianos entrenan escalando el cerro La Ballena, de Puente Alto. El único rubio del conjunto es Ítalo, alias Cold Stone, de 36 años. Se sabe dueño de un bien escaso, y debe ser por eso que no se rapa y deja lucir una melena que amarra en un moño. Frente al monumento a los muertos de la matanza del 5 de septiembre de 1938, detienen el ataúd del Mafalda y Cold Stone habla: pide que esto sirva para que todos los grupos se unan. Después, el séquito vuelve a ponerse en marcha hacia el cementerio. Pero, una vez allí, descubren que el hoyo es demasiado pequeño para el cajón que, a pesar de los empujones, no entra de ningún modo. Son largos minutos de forcejeo, de despedidas con innumerables sieg heil, heil Hitler combinadas con el himno nacional. Mientras los trabajadores del cementerio hacen el hoyo más grande, uno de los nazis, que responde al nombre de Airwolf, trata de darle solemnidad al contratiempo otorgándole un significado:
–Camaradas, esto significa que Mauricio sigue luchando para quedarse entre nosotros.
Como respuesta hay un silencio incómodo. Alguien, en medio de ese silencio, aprovecha para avisar que desde la clandestinidad Tito Van Damme y César Esparza, prófugos después del asesinato de Tomás Vilches, enviaban sus condolencias a la familia del Mafalda. Tiare, la novia viuda, encabezaba el cortejo con una cruz celta de flores a modo de corona.
Como los barrios y las casas de Santiago, las tumbas del Cementerio General disminuyen en prestancia a medida que se acercan al poniente. En una de esas tumbas alejadas fue enterrado Mauricio: en un extremo del cementerio, antes de llegar a los nichos donde los difuntos se multiplican y el espacio para enterrarlos se estrecha. La zona donde las tumbas son cada vez más pequeñas y buscan algo de respeto con algún adorno que compense su insignificancia. Como si se tratara de un suburbio pobre que, en lugar de aglomerar gente, amontona huesos.
Publicada originalmente en Gatopardo, núm. 73, octubre de 2006 y en el libro Crónica Núm. 1- 2016 de la Universidad Autónoma de México, editado por Felipe Restrepo Pombo.
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